Tema central
NUSO Nº 225 / Enero - Febrero 2010

La influencia de los poderes ilegales en la política colombiana

La definición mínima de democracia pone el eje en la realización de elecciones libres, competitivas y periódicas. La financiación es parte esencial de los procesos electorales. Sin embargo, a través del dinero volcado a la política se producen distorsiones e inequidades. Esto es especialmente cierto en países como Colombia, donde las organizaciones guerrilleras y los paramilitares desempeñan un rol político fundamental, en particular en los niveles local y regional. El artículo analiza la influencia de los poderes ilegales en la política colombiana y asegura que, para consolidar la democracia, es necesario resolver el problema del narcotráfico, pero también avanzar en los derechos sociales de la población.

La influencia de los poderes ilegales en la política colombiana

La concepción mínima de democracia remite exclusivamente a la llamada «democracia política», que se expresa de manera relevante en los procesos electorales. Para el gran filósofo político Norberto Bobbio, una definición mínima de democracia implica:

un conjunto de reglas (primarias o fundamentales) que establecen quién está autorizado para tomar las decisiones colectivas y bajo qué procedimientos (...) Por lo que respecta a los sujetos llamados a tomar (o a colaborar en la toma de) decisiones colectivas, un régimen democrático se caracteriza por la atribución de ese poder (que en cuanto autorizado por la ley fundamental se vuelve un derecho) a un número muy elevado de miembros del grupo (...) Por lo que respecta a la modalidad de la decisión, la regla fundamental de la democracia es la regla de la mayoría, o sea, la regla con base en la cual se consideran decisiones colectivas y, por tanto, obligatorias para todo el grupo, las decisiones aprobadas al menos por la mayoría de quienes deben de tomar la decisión (...) Es necesaria una tercera condición: es indispensable que aquellos que están llamados a decidir o a elegir a quienes deberán decidir, se planteen alternativas reales y estén en condiciones de seleccionar entre una u otra.1

Por ello, las elecciones, en cualquier sociedad, son la expresión más clara de la democracia política: son el momento en el cual los miembros de dicha sociedad toman decisiones. Una elección es una toma de decisión en la medida en que implica escoger, entre dos o más alternativas, quién debe gobernar en el próximo periodo, los programas de gobierno o el partido político que expresa mejor los proyectos futuros de la sociedad.

Pero la elección implica la existencia de varios elementos condicionantes: primero, el derecho a la organización y participación política, que no siempre se verifica; segundo, la libertad para escoger a los participantes en el proceso (si se actúa condicionado, por cualquier factor, la elección está desfigurada); tercero, presupone que todos los candidatos tengan la misma posibilidad de dar a conocer sus propuestas a los potenciales electores, para que estos puedan elegir la que más les convenga o los convenza; en una palabra, condiciones sensiblemente iguales para los aspirantes a ser elegidos.

La democracia no alude solo a la elección de los gobernantes de manera periódica dentro de un contexto pluralista de opciones, sino también a la existencia de canales de representación de los más diversos intereses sociales, territoriales y sectoriales, de modo tal que sean tenidos en cuenta por los gobernantes a la hora de tomar las decisiones. En algunas democracias, estos canales clásicos de representación se suman a otros mecanismos de participación ciudadana, para garantizar que las demandas, los problemas y las necesidades sean respondidos adecuadamente. Es la combinación de democracia representativa con democracia participativa que buscan casi todas las sociedades contemporáneas.La democracia colombiana tiene grandes imperfecciones: en muchas regiones, la posibilidad de ejercer el derecho de organización y expresión no existe, pues diversos grupos armados se lo impiden a quienes no comparten sus tesis. No todos los candidatos, en época electoral, se encuentran en igualdad de oportunidades para dar a conocer sus propuestas: los factores económicos o el acceso privilegiado a los medios de comunicación colocan a algunos en una posición de ventaja frente al resto. Del mismo modo, no existe la suficiente libertad en los electores para decidir su voto, ya que operan condicionantes tales como amarres clientelistas o económicos, que alteran la decisión del votante. En la política colombiana, el mecanismo predominante de reproducción política, en los últimos tiempos, es el clientelismo, que implica una lógica de reciprocidades y pago de favores, en el sector público pero también en el privado, y que por lo tanto altera el comportamiento libre del elector (también tienen gran peso en la toma de decisiones políticas de los electores los condicionantes asociados al empleo, tanto en el sector público como en el privado).

Todo esto se encuentra íntimamente asociado al hecho de que los canales de representación de intereses no funcionan adecuadamente: los partidos políticos, que deberían ser las vías de representación de los diversos intereses sociales, no representan casi a nadie. Ni siquiera a sus electores. Hay en Colombia una clara ruptura entre los intereses de los partidos políticos, enredados casi siempre en politiquería pequeña, y los problemas de los distintos sectores sociales, que requieren decisiones de política pública serias y consistentes.

La financiación de la política

La relación del dinero con la política ha sido un tema de análisis desde diversas perspectivas y en distintos momentos. En particular, es muy rico el debate de autores anglosajones, más específicamente el que se centra en la relación entre democracia, mercado y desarrollo. Para los efectos de este trabajo, es importante destacar el debate acerca de en qué medida el dinero puede distorsionar el funcionamiento de la democracia. Esto ha derivado en la discusión acerca del tipo de financiamiento deseable de la actividad política, desde quienes proponen una financiación totalmente estatal a quienes predican una totalmente privada, pasando por los modelos de financiamiento mixto, presentes en gran cantidad de países, acompañado de mecanismos de regulación por parte del Estado.

En Colombia existe un sistema mixto de financiación de la política: el Estado sostiene el funcionamiento de los partidos políticos legalmente reconocidos y de las campañas electorales. Pero la legislación colombiana también acepta la financiación de los particulares, regulando el porcentaje en que estos pueden aportar legalmente. Para cada campaña, el Consejo Nacional Electoral define los topes.

Pero es justamente a través de la financiación como se introducen grandes alteraciones en el funcionamiento de la competencia política, distorsionando la democracia, no solo como resultado de los recursos económicos ilegales sino también de aquellos que, aunque de tipo legal, de todos modos buscan retribuciones posteriores.

En las sociedades en las que existen o han existido grupos ilegales con recursos de poder –especialmente económico, como los grupos mafiosos o ciertos carteles–, estos tratan de influir –o, aún peor, de capturar– los poderes institucionales, de modo de lograr que se coloquen al servicio de sus intereses.

Una de las modalidades más recurrentes es la financiación de las campañas, especialmente porque los costos de estas –la publicidad, los especialistas en manejo de imagen y la pantalla del televisor como el principal escenario de la política– se han incrementado exponencialmente. Esto aumenta la vulnerabilidad de los dirigentes o aspirantes a representantes políticos frente a quienes tienen la capacidad financiera necesaria para apoyar sus aspiraciones.

El narcotráfico y los paramilitares en la política

La sociedad colombiana y su democracia se encuentran afectadas por los efectos perversos del narcotráfico y sus actividades relacionadas. El problema de la droga tiene como antecedente fundamental, en el caso colombiano, una estructura de ilegalidad preexistente. Todos los estudios indican que las primeras infraestructuras de tráfico de marihuana y cocaína se construyeron a partir de las experiencias acumuladas por organizaciones de contrabandistas durante el siglo XIX y comienzos del XX. Por supuesto, la debilidad histórica del Estado colombiano ha desempeñado un papel fundamental.El narcotráfico es una actividad productiva y mercantil, de carácter internacional y al margen de la legalidad, desarrollada por individuos y organizaciones interesados fundamentalmente en el lucro personal. Esto revela las tres grandes características de esta actividad: su ilegalidad, su proyección internacional y sus altos rendimientos.

Como actividad económica, el narcotráfico involucra labores agrícolas, desarrolladas en general por pequeños productores campesinos en zonas de colonización reciente y con presencia de organizaciones guerrilleras que, de una u otra manera, comienzan a verse involucradas en la regulación de la actividad, mediante el cobro de «impuestos» bajo la modalidad del «gramaje». Este es el origen de la «narcoguerrilla» colombiana. Así se articula una cadena que incluye también el procesamiento, basado en precursores químicos y tecnología originados en la gran industria química de los países del capitalismo desarrollado, el tráfico o proceso de comercialización y las cadenas de distribución detallista, con los consumidores de los países centrales como prioridad.

Esta actividad económica va generando un proceso impresionante de acumulación de capital (sobre todo en los agentes comercializadores y distribuidores detallistas) que requiere ser invertido. Pero también genera nuevos sectores sociales que pujan por tener expresión social y política y crear ciertas parcelas de legitimidad social para esta nueva actividad y sus sectores más expresivos. Es así como estos nuevos sectores sociales buscan una inserción política –surgen los «narcopolíticos»–, lo cual produce choques con los sectores tradicionalmente dominantes y algunos grupos subordinados de la sociedad, fundamentalmente por los reparos éticos contra estos «advenedizos».

Al mismo tiempo, se registra un proceso de inserción económica de los nuevos capitales, proceso que, en principio, genera escaso rechazo. Uno de los sectores en los que se inicia esta inserción es el sector agrario, mediante la compra de tierras. Es allí donde este nuevo capital se entrecruza con los conflictos derivados de la lucha guerrillera y contraguerrillera, tomando partido inicialmente por la segunda, lo que genera alianzas regionales con las elites tradicionales de propietarios de la tierra y con sectores militares. Emergen así los «narcomilitares» y los «narcoterratenientes»2. El punto de confluencia es la creación y consolidación de los denominados «grupos de autodefensa» orientados a luchar contra lo que se considera los desmanes de las guerrillas.Rápidamente, los «grupos de autodefensa», patrocinados por los sectores vinculados al negocio de la droga, evolucionan a lo que se conoce como «paramilitares», más profesionalizados y entrenados, que empiezan a ser utilizados como vanguardia de una campaña de exterminio y amedrentamiento social, inicialmente en las zonas donde los nuevos capitales ubican sus inversiones, intentando limpiarlas de guerrilleros, auxiliadores, comunistas y todos aquellos que reivindiquen las demandas sociales de los sectores subordinados de la sociedad. Posteriormente, esta campaña se eleva al nivel nacional: los paramilitares se transforman en verdaderas organizaciones de profesionales de la muerte, la vanguardia de lo que algunos llegaron a denominar un «proyecto narcofascista» de sociedad.

En la historia de Colombia hubo al menos tres momentos en los cuales el narcotráfico ha intentado controlar o influir en la política. En un comienzo, esto se dio mediante la elección de algunos de los jefes de los carteles como representantes políticos: Pablo Escobar, el jefe del Cartel de Medellín, fue elegido a comienzos de los 80 como representante suplente a la Cámara de Representantes, y Carlos Lehder, también del Cartel de Medellín, fue elegido diputado a la Asamblea del Quindío. Posteriormente, a mediados de los 90, en lo que se conoció como el «Proceso 8000», se difundió la financiación del Cartel de Cali a la campaña presidencial de Ernesto Samper, junto con una serie de congresistas elegidos en ese momento. Más recientemente, el proceso conocido como «parapolítica» reveló las alianzas de grupos de narcotraficantes y paramilitares con dirigentes políticos de diverso nivel: alcaldes locales, gobernadores regionales y congresistas.

El último número de la Revista Criminalidad, editada por la Policía Nacional, describe de manera contundente el impacto del narcotráfico en la democracia:

En la actualidad, el narcotráfico es la mayor amenaza para la institucionalidad y gobernabilidad del Estado, a partir de la capacidad de corrupción que ha desarrollado, producto de sus finanzas y la vinculación de los grupos armados ilegales. Así, se ha constituido en el principal factor de atención para al Gobierno Colombiano, y especialmente para la Policía Nacional, como institución que lidera la lucha contra el narcotráfico en el país.3

La influencia de guerrillas y paramilitares

El conflicto armado colombiano surge en el contexto de la Guerra Fría, aunque incluye una serie de peculiaridades de orden interno que no permiten afirmar que sea un simple reflejo de la confrontación Este-Oeste. La naturaleza del conflicto armado ha cambiado de manera acelerada, desde una clásica guerra de resistencia campesina con rasgos de liberación nacional, a una «guerra de la coca». Probablemente esta tenga elementos comunes con otras guerras de cultivos, pero también elementos novedosos que expresan los rezagos de un problema agrario no resuelto, con todo lo que esto significa, y las complejidades de una actividad económica ilegal globalizada, dentro de un orden planetario en el cual la debilidad del Estado desempeña un papel fundamental.

El colombiano es un conflicto asimétrico de larga duración entre, por un lado, un Estado que cuenta con legalidad y legitimidad y, por otro, grupos alzados en armas que, si bien reclaman una intencionalidad política, llevan adelante prácticas degradadas y gozan de precarios niveles de legitimidad, además de grupos paramilitares que se autoproclaman como defensores de un orden que el Estado ha sido incapaz de mantener en el conjunto del territorio. Los principales actores ilegales son los grupos guerrilleros –las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y el Ejército de Liberación Nacional (ELN)– y los paramilitares.

Las organizaciones guerrilleras nunca han tenido posibilidades reales de triunfo, a pesar de que por momentos se haya magnificado su supuesta capacidad desestabilizadora, especialmente de las FARC, para justificar determinadas políticas. Las organizaciones armadas nunca llegaron a tener chances serias de controlar el Estado central, aunque este haya sido siempre su referente discursivo. Pero sí han logrado ejercer controles, no solo actuando como una especie de poder paralelo, sino tratando de influir en el manejo de los recursos provenientes de las actividades ilegales –y, eventualmente, de beneficiarse de ellos–. Esto se ha dado sobre municipios y gobernaciones en las áreas de mayor presencia guerrillera.

Pero no solo las organizaciones guerrilleras juegan un papel central. También los paramilitares, que Gustavo Duncan caracteriza como

aquellos grupos armados al servicio de un hombre fuerte, que está interesado en la toma del Estado local, para desde allí acumular riquezas de origen criminal (narcotráfico, corrupción pública, etc.), inmune al control del Estado nacional. A diferencia de las guerrillas, los paramilitares no están interesados en la toma absoluta del poder nacional, su objetivo es construir una forma de autoridad subnacional en la periferia, para, desde allí, negociar su ascendiente sobre el poder del país con las elites sociales, económicas y políticas.4

Hasta el momento, la gran diferencia es que se ha logrado documentar –e incluso judicializar– las relaciones entre grupos de narcoparamilitares con dirigentes políticos y, de esta forma, evidenciar esa criminal relación. En el caso de la guerrilla, si bien se ha insinuado un vínculo similar, no se han difundido pruebas contundentes.

El surgimiento de poderes mafiosos ha dado origen al fenómeno conocido como «parapolítica»5. Algunas experiencias en Italia presentan rasgos similares, no solo conceptuales sino también fácticos. Hay que entender a la mafia y los fenómenos asociados no simplemente como una actividad de delincuencia organizada, que desde luego lo es, sino como algo mucho más complejo, con profundas raíces culturales. En el caso italiano,

la mafia siciliana, por la complejidad de los procesos culturales que la han generado y alimentado en el tiempo y por las peculiaridades específicas de su larga historia, no es, y nunca ha sido, circunscribible a la simplificadora dimensión de un fenómeno criminal (...) Nos encontramos ante un fenómeno complejo que es parte integrante de un sistema de poder, y asume un relieve central la exigencia de entender cómo un sistema de este tipo pudo formarse y reproducirse en la historia.6

En este sentido, el ex-ministro de Defensa colombiano Rafael Pardo Rueda sostiene que se ha venido dando un proceso de transformación del paramilitarismo en modalidades de crimen organizado:

La expansión de unos jefes paramilitares de unas regiones a otras no tiene propósito distinto que el control de recursos públicos. El miedo a la extradición ha llevado a que se salgan algunos jefes importantes del negocio de drogas y de la protección de cultivos de coca; esa parte del negocio la han asumido los nuevos paramilitares, llamados de tercera generación. Por eso, para los viejos paramilitares, el control de gobiernos locales es ahora la prioridad. Para ello no requieren de miles de hombres en armas, que desmovilizaron, sino de unos pocos que estén en disposición a amenazar con el uso de violencia. Esto es lo que se llama crimen organizado, que es uña y mugre con el clientelismo. Es el control de negocios legales con medios ilegales, en especial con violencia.7

El reconocido analista del fenómeno paramilitar Gustavo Duncan advierte sobre las transformaciones experimentadas por estos grupos:

Una organización narcotraficante tiene mayores posibilidades de éxito en el negocio si es capaz de construir un aparato armado superior y está en capacidad de expropiar a sus competidores o imponer condiciones desventajosas a otras organizaciones con las que realiza transacciones. Se necesita también influencia sobre el aparato estatal para evitar la persecución de las autoridades contra los procesos de producción, distribución y lavado, y para lograr que su acción se concentre en los demás competidores. La corrupción de las instituciones públicas y las amenazas, e incluso la violencia, contra los funcionarios honestos que no se dejen cooptar o que hayan sido cooptados por algún contrincante, se convierten en recursos indispensables para la prosperidad del negocio, y más importante aún, para la supervivencia como empresa criminal. Al igual que los grupos encargados de la producción y el tráfico de drogas, las organizaciones encargadas de prestar los «servicios de coerción y protección» tienen estructuras bastante diversas que evolucionan según cambia el entorno donde operan y según cambia la estructura misma de los empresarios del negocio.8

En cuanto al control de los gobiernos locales y regionales, Duncan agrega:Es más que evidente que el dominio de las autodefensas se ha traducido en su apoderamiento del Estado local. Son ellos quienes regulan y extraen tributos a las transacciones económicas, amenazan y protegen a las comunidades, moldean la justicia y el orden político de acuerdo a su conveniencia, y poseen el control, y por consiguiente las mayores ganancias, del tráfico de drogas. En suma, son ellos quienes determinan el orden social de las comunidades. Se trata de un orden social que, aunque sangriento y casi primitivo, es absolutamente sólido y coherente, y es por esto que se han constituido en una amenaza para la democracia. Han logrado someter a la clase política local mediante la lógica del dinero y las balas. Imponen a los alcaldes, diputados y concejales, y al grueso de la burocracia pública.9

Una cuestión que adquiere importancia es la responsabilidad del Estado, por omisión o acción. Para el analista y director de la Corporación Nuevo Arco Iris, León Valencia, «la parapolítica vino a demostrar que el Estado no era ninguna víctima. Resultó que una parte importante de las elites regionales y nacionales con una presencia decisiva en el Estado se coaligaron con paramilitares y narcotraficantes para consolidar su predominio y alterar la competencia política»10.

El fenómeno de la parapolítica es el ejemplo más aberrante de colusión entre grupos de crimen organizado o narcoparamilitares y dirigentes políticos, tanto del orden regional como nacional. Sin embargo, hay que señalar también que la institucionalidad colombiana ha dado muestras de capacidad de respuesta, al lograr el enjuiciamiento de muchos de ellos. En este sentido, la Corporación Nuevo Arco Iris señala que 34 de los 102 senadores electos en 2006 (33%) están siendo investigados por vínculos con el narcoparamilitarismo, así como 25 de los 169 representantes a la Cámara (15%). Esas cifras ponen de presente que el narcoparamilitarismo superó con creces la capacidad de infiltración que previamente había tenido el narcotráfico.

Cuando Pablo Escobar se hizo elegir a la Cámara de Representantes en 1982, su voto y los de su fórmula equivalían a menos del 1% de la votación de Senado. Cuando se descubrió que el cartel de Cali infiltró masivamente la campaña en 1994, los condenados representaron el equivalente al 8% de la votación de Senado. Los investigados por narcoparamilitarismo equivalen al 35% de las curules y al 25% de la votación de Senado en 2006.11 Todos los partidos políticos, con la sola excepción del Polo Democrático Alternativo y el partido de origen religioso Movimiento Independiente de Renovación Absoluta (MIRA), tienen congresistas o ex-congresistas procesados o condenados por este tema. En este contexto, debemos caracterizar la situación más como una crisis política que como una crisis institucional (aunque puede llegar a afectar a las instituciones). Es necesario señalar también que la crisis se ha evidenciado por el proceso de desmovilización de un sector relevante del paramilitarismo, un aspecto positivo que debe ser tenido en cuenta. Y también es resultado de la decisión de la Corte Suprema de Justicia de impulsar las investigaciones penales. Por supuesto, es muy grave que un grupo tan amplio de dirigentes políticos –en su mayoría congresistas– esté siendo investigado por sus relaciones con grupos armados ilegales, y es cierto que esto puede haber comenzado a afectar a la institución del Congreso y su funcionamiento. Sin embargo, hay que reconocer también que las instituciones de justicia han funcionado adecuadamente.

Asimismo, es necesario reflexionar acerca de las respuestas a este problema. Si, como señalan algunos analistas, el origen de la crisis radica en las estructuras de poder mafioso que han logrado consolidarse en diversas regiones y localidades del país y que controlan rentas legales e ilegales e influyen en la configuración de poderes políticos regionales, entonces la respuesta debe ser distinta a si se considera como único problema el de los congresistas investigados por la Corte: una cosa es el juicio y la sanción de conductas delictivas del pasado y otra, muy distinta, es prevenir esas mismas conductas en el futuro.

Hay que prevenir contra una vieja tendencia latinoamericana –y colombiana– que supone que el remedio a todos los males se encuentra en las reformas constitucionales: la creencia de que cambiando la norma se modifica la realidad. Es probable, desde luego, que sea necesario implementar algunas reformas legales –y eventualmente constitucionales–. Sin embargo, lo que se requiere es, antes que nada, precisar el carácter del problema.

Y no hay duda de que el problema de fondo sigue siendo el narcotráfico. Los grupos paramilitares se volvieron poderosas máquinas de guerra tras convertirse en apéndices o controladores del negocio del tráfico de drogas ilícitas. La parapolítica no es otra cosa que la relación de políticos de distintos niveles con grupos de paramilitares y de narcotráfico para acceder a ciertos cargos. El conflicto interno armado se alimenta y expande nutriéndose de las rentas del narcotráfico. Si retrocedemos en la historia de Colombia, hay que recordar que la crisis de fines de los 80, que llevó al proceso constituyente de 1991, en buena medida estuvo asociada a los «bombazos» del narcotráfico para tratar de incidir en la política de extradición. Del mismo modo, la crisis política de mediados de los 90 –conocida como «Proceso 8000»– se asocia a los «billetazos» del narcotráfico para financiar campañas políticas.

Pese a todo esto, el narcotráfico sigue ahí, posicionado en la sociedad colombiana. Pareciera que, a raíz de la narcotización de las relaciones colombianas durante el gobierno de Ernesto Samper, la salida fue no volver a hablar del tema, como si, al ignorarlo, se lo pudiera solucionar. Pero la realidad es tozuda. Los cultivos de uso ilícito gozan de buena salud a pesar de los esfuerzos de erradicación. En octubre de 2009, según cifras del Ministerio de Defensa, existían 81.000 hectáreas, que si bien implican una gran reducción frente a las 163.289 existentes en 2000, superan por mucho las 50.900 sembradas en 199512. Adicionalmente, cerca de 200.000 familias campesinas están asociadas a esta actividad productiva. En cuanto a las otras fases del proceso, siguen muy activas, tal como revelan diversos indicadores de incautación de coca o pasta de coca y del volumen de cocaína que llega al mercado estadounidense. Frente a ello, la única política sostenida llevada adelante en los últimos decenios –la erradicación forzosa a través de la fumigación, ya que la erradicación voluntaria y manual ha sido marginal– ha mostrado su rotundo fracaso. Resultados más alentadores parece haber dado la interdicción.

Todo esto hace necesario plantearse si no es hora de situar el tema del narcotráfico en el centro del debate nacional y comenzar a hablar, en voz alta, de soluciones posibles y viables, asumiendo además que hay una corresponsabilidad de los países consumidores. Esto es especialmente oportuno en un momento como el actual, en que el gobierno de Barack Obama propone crear una comisión bipartidista que haga un análisis a fondo de los resultados de estas políticas públicas. Difícilmente pueda encontrarse una solución real al conflicto armado y a los grupos paramilitares si no se buscan soluciones eficaces al problema del narcotráfico.

¿Continúa la influencia de grupos ilegales en la política?

En Colombia existe un intenso debate acerca de si las modalidades criminales asociadas al narcoparamilitarismo desaparecieron con la desmovilización de más de 30.000 miembros de los grupos de autodefensa. La impresión mayoritaria es que existen nuevas generaciones de grupos armados ilegales, producto de antiguos paramilitares no desmovilizados o de aquellos que, si bien se desmovilizaron, luego retornaron a sus actividades criminales. Más allá de la discusión acerca de cómo denominarlos, si «neoparamilitares»13, como proponen algunos, «paramilitares de tercera generación», como los denominan otros, o «bandas criminales», como prefiere llamarlos el gobierno, lo central es que se encuentran activos. El Ministerio de Defensa reporta la neutralización –capturados y abatidos– de 2.763 miembros de estos grupos en 2007, 2.462 en 2008 y 2.466 hasta octubre de 200914.

Pero ¿ha disminuido el riesgo sobre la política electoral colombiana de los factores que la han afectado negativamente en el pasado? Por el momento no existen evidencias empíricas contundentes. Es interesante mirar el pasado reciente y ver en qué medida la situación se ha modificado. En 2007, la Misión de Observación Electoral señaló que «570 municipios tuvieron irregularidades electorales descubiertas y demandadas por la Procuraduría General de la Nación en las elecciones del Senado de 2006. Guaviare, Putumayo, Meta, Cundinamarca, Magdalena, Cesar, Chocó, Tolima, Risaralda, Guajira, Bolívar, Sucre, Arauca, Valle del Cauca y Córdoba son los departamentos con mayor número de municipios con irregularidades denunciadas»15. Y de igual forma, esta organización veedora de la sociedad civil señalaba que «576 municipios presentan niveles de riesgo preocupantes por variables de violencia»16.

Todo indica que la situación en el nivel regional no ha mejorado sustancialmente y, más allá del debate acerca de las cifras, lo cierto es que la política de «Seguridad Democrática» del actual gobierno, si bien ha dado algunos golpes contundentes, está lejos de haber logrado resolver el tema. En este sentido, el Centro de Recursos para el Análisis de Conflictos de la Universidad Javeriana afirma: «Los grupos armados emergentes son un fenómeno persistente y creciente en el país. Su neutralización y control constituye, sin lugar a dudas, uno de los grandes retos para la seguridad nacional de Colombia»17.

Las guerrillas han tratado de acomodarse a la nueva dinámica del conflicto armado con nuevas formas de operación militar: pequeños grupos, francotiradores para producir bajas, tácticas de sabotaje y, de manera creciente, campos minados, lo que plantea la necesidad de revisar los indicadores de la intensidad del conflicto. Pero lo único que garantizan estas nuevas prácticas es una estrategia de resistencia, no una posibilidad cierta de triunfo militar, ni en el corto ni en el mediano plazo. Hoy no les resulta fácil a los grupos armados realizar operaciones militares de gran envergadura, en la medida en que la nueva estrategia de las Fuerzas Armadas ha mostrado ser eficaz para responder a estos intentos. Esto no significa que la guerrilla esté cerca de una derrota estratégica, pues parece mantener cierto nivel de operatividad a pesar de los golpes que ha venido asestándole el Estado.

En cuanto a los neo-paramilitares, la situación es parecida. Sin embargo, hay que tener en cuenta que, como afirman Mauricio Romero y Angélica Arias,

su objetivo principal no ha sido el enfrentamiento al Estado, sino el control por la fuerza de territorios, población y flujos de mercancías, de los cuales puedan derivar una extracción de rentas económicas, políticas y militares. Por esta razón, sus acciones tienden a ser clasificadas como «unilaterales», ya que no buscan establecer una relación de combate con los agentes estatales, y como su objetivo central es la población no armada sin capacidad de respuesta, la dimensión de estas actividades tiende a ser subregistrada por ausencia de denuncias, ante el temor de represalias.18

Más allá de la discusión acerca de la denominación de estos nuevos grupos armados y de los golpes que ha recibido la guerrilla, ambos continúan teniendo una capacidad de perturbación y daño importante. La actividad política –en especial el debate electoral de 2010– está cruzada por el accionar de estas organizaciones. Esto es particularmente cierto en el caso de los neoparamilitares.

La inclinación de estas fuerzas ilegales al control social y político las hace tremendamente útiles para las fuerzas conservadoras y autoritarias, que han sabido instrumentalizar en su beneficio la violencia de estos grupos ilegales, juego en el que han caído repetidamente las fuerzas estatales, en perjuicio de sectores de oposición, coaliciones renovadoras, organizaciones y liderazgos sociales, y campesinos despojados de su tierra. Ese dispositivo de control y presión ilegal y violenta de los neoparamilitares se ha convertido en moneda para ofrecer a cambio de cierta tolerancia para sus actividades ilegales, incluido el narcotráfico.19

Mientras no se avance sustancialmente en un conjunto de medidas que afecten el carácter multidimensional del narcotráfico, quizás puedan lograrse algunas mejoras transitorias. Sin embargo, es igualmente probable que las diversas dimensiones a través de las cuales se expresa el narcotráfico reemerjan y afecten gravemente el funcionamiento de la democracia. Por eso, para que Colombia avance hacia una democracia consolidada, es necesario concretar dos transiciones que se encuentran pendientes: la transición de la guerra a la paz y la transición del modelo basado en las recomendaciones del Consenso de Washington a uno que estimule políticas de desarrollo en función del beneficio de las grandes mayorías nacionales; una democracia que, además de contar con un transparente sistema electoral, garantice los derechos sociales y económicos de los ciudadanos.

  • 1. El futuro de la democracia, 1ra reimpresión en español, Fondo de Cultura Económica, Santafé de Bogotá, 1992.
  • 2. Posteriormente se generan cruces regionales con grupos guerrilleros de diversa naturaleza, en unos casos de enfrentamiento, en otros de alianza o cooperación.
  • 3. Policía Nacional de Colombia, Grupo de Análisis de Narcotráfico, área de Producción de Inteligencia: «Comportamiento estratégico del narcotráfico, 1998-2008» en Revista Criminalidad vol. 51 No 1, 6/2009.
  • 4. «Potenciales riesgos de las próximas elecciones» en Misión de Observación Electoral: Retos electorales, riesgos y recomendaciones. Elecciones Colombia – Octubre 28 de 2007, Fundación Konrad Adenauer, Bogotá, 2007.
  • 5. La parapolítica hace referencia al proceso de enjuiciamiento de congresistas –actualmente están llamados por la Corte Suprema de Justicia o la Fiscalía cerca de medio centenar de parlamentarios– y otros funcionarios públicos –se encuentran detenidos dos gobernadores y otros tantos llamados a rendir explicaciones ante las autoridades judiciales–, además de otros funcionarios del Estado; en todos los casos, por presuntas complicidades con grupos paramilitares.
  • 6. Giuseppe Carlo Marino: Historia de la mafia. Un poder en la sombra, Ediciones B, Buenos Aires, 2005.
  • 7. Fin del paramilitarismo. ¿Es posible su desmonte?, Ediciones B, Bogotá, 2007.
  • 8. Los señores de la guerra. De paramilitares, mafiosos y autodefensas en Colombia, Planeta, Bogotá, 2006.
  • 9. Ibíd.
  • 10. L. Valencia (ed.): Parapolítica, la ruta de la expansión paramilitar y los acuerdos políticos, Corporación Nuevo Arco Iris, Bogotá, 2007.
  • 11. Claudia López y Oscar Sevillano: «Balance político de la parapolítica» en Revista Arcanos 2008. En qué está la guerra, Bogotá, 12/2008.
  • 12. «Logros de la Política de Consolidación de la Seguridad Democrática – pcsd», Bogotá, octubre de 2009.
  • 13. Al respecto hay una gran discusión, porque todo indica que la esencia de la denominación paramilitar hace referencia a miembros de un proyecto contrainsurgente, más allá de las alianzas que pudieran desarrollar. Lo que se evidencia en los actuales grupos armados ilegales es menor énfasis en actividades contrainsurgentes y mayor ligazón con las actividades del narcotráfico; alrededor de esto han adelantado en algunas regiones alianzas operativas con grupos guerrilleros.
  • 14. Ob. cit.
  • 15. Misión De Observación Electoral: ob. cit.
  • 16. Ibíd.
  • 17. Jorge A. Restrepo y David Aponte (eds.): Guerra y violencias en Colombia. Herramientas e interpretaciones, Cerac, Bogotá, 2009.
  • 18. «Sobre paramilitares, neoparamilitares y afines: crecen sus acciones criminales, ¿qué dice el gobierno?» en ¿El declive de la seguridad democrática?, Informe Especial, Corporación Nuevo Arco Iris, noviembre de 2009.
  • 19. Ibíd.
Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 225, Enero - Febrero 2010, ISSN: 0251-3552


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