Tema central

La diáspora como fuente y desafío


Nueva Sociedad 201 / Enero - Febrero 2006

Hasta ahora, la mayoría de los estudios tendían a investigar la influencia de las culturas nacionales, coloniales y neocoloniales en los enclaves diaspóricos urbanos. Aquí se propone el camino inverso: este ensayo nos lleva en la guagua aérea, de vuelta a los lugares de origen, desde Nueva York hasta Puerto Rico, para analizar el equipaje cultural y musical que los migrantes llevan consigo en su retorno. La salsa de Willie Colón o el hip-hop aprendido en las calles de El Barrio y el Bronx son parte de estas remesas, que están redefiniendo las tradiciones culturales del Caribe

La diáspora como fuente y desafío

La guagua aérea

La azafata suelta un helado grito de terror al ver a un par de jueyes hampones pavoneándose por el pasillo central del avión. Es uno de esos escandalosos vuelos entre San Juan y Nueva York, repleto hasta el último asiento de puertorriqueños de todas clases. La «paniqueada» azafata es descrita como una gringa jincha «angelical e inocente (...) gélida blonda como fue la Kim Novak en sus días de blonda gélida». ¿Qué es esto, una travesura o un secuestro? ¿Quiénes son estos jueyes terroristas? La histeria se propagó por la tripulación y los pasajeros, aunque entre los boricuas había unas risitas implícitas y persuasivas, esa jocosidad familiar asociada con la ironía que los puertorriqueños llaman «jaibería», o el arte de bregar con la situación. Está listo el escenario para un dramático choque cultural.

Los estudiantes de las culturas caribeñas contemporáneas fácilmente podrán reconocer esta memorable escena de las páginas iniciales del fantástico y creativo ensayo del puertorriqueño Luis Rafael Sánchez, titulado La guagua aérea, una entretenidísima y sugestiva historia que se escenifica en el aerobús conocido por la mayoría de sus compatriotas. El ensayo se ha tornado canónico desde su publicación en 1983, pues captura el sentimiento existencial de un pueblo atrapado en un proceso implacable de migración circular, en el cual sus integrantes cargan sus imborrables atavíos culturales de ida y vuelta entre la amada pero problemática patria, y el frío y hostil, pero de cierto modo también muy familiar, escenario urbano de Estados Unidos. La historia golpea la fibra de su público con tanta fuerza que ha sido publicada incontablemente en una amplia variedad de idiomas; su lectura es requerida en muchas escuelas y universidades en la isla, EEUU, América Latina y el Caribe; fue motivo de un guion de una anunciada película; y sirve de metáfora-guía para dos libros sobre el Puerto Rico actual, significativamente titulados The Commuter Nation y Puerto Rican Nation on the Move. Solo con su irresistible título, La guagua aérea se ha asegurado su lugar como la obra más conocida de la literatura puertorriqueña contemporánea.

En la actualidad, la migración ya no es un trauma de una vez en la vida sino una excursión cotidiana; como si se cogiera la guagua o el subway y se llegara a un destino igual de familiar. En la historia del libro, el sentimiento en el divertidísimo y nervioso viaje es tan rutinario que los pasajeros pierden la noción de hacia dónde se dirigen y se preguntan si van a llegar a Nueva York o a San Juan. Ambos destinos se tornan intercambiables; tanto es así, que los jueyes atrapados en Bayamón seguramente encuentran su lugar en una olla en el Bronx sin preguntárselo. Sin peligros serios de perder su cultura por haber estado fuera de la isla, están en casa en Nueva York, Nueva Jersey, Chicago o Florida. ¡Cuán flexible y cuán inmutable el «arte de bregar», cuán irradicable la famosa mancha de plátano! Los temores de la esquizofrenia nacional o del genocidio cultural son mitigados por el confortable sentido de equilibrio translocal.

Sin embargo, cuando se observa de cerca la guagua aérea en el conocido ensayo, es posible comprobar que solo se mueve en una dirección: el viaje migratorio, presentado como uncommute, es todavía en un solo sentido. Esto quiere decir que el equipaje cultural a bordo del vuelo es el de la isla: los muy familiares y casi estereotipados atavíos de las tradiciones nacionales, emblematizados por los chocantes cangrejos y omnipresentes en los gestos, el humor y las gregarias y chismosas formas de conducta de los pasajeros. La otra parada, el ambiente neoyorquino y su vida cultural, el Bronx, El Barrio y otros lugares familiares son mencionados, pero solo como lugares para el despliegue y la preservación de los modos tradicionales de vida de la isla; no como escenarios que son, de hecho, el hogar y la base cultural primaria para la mitad de esos viajeros (commuters) binacionales. El rico espacio liminal entre la cultura hogareña y la diáspora se convierte apenas en una zona cultural de autentificación, mientras que la prominencia cultural y humana de ese «otro» hogar es reducida a las ansiedades de una azafata gringa encopetada, plagada de pesadillas de King Kong trepado al Empire State Building.

Este ensayo formula una pregunta clave: ¿cuál es el equipaje cultural que viaja en la otra dirección, cuáles son las experiencias y las expresiones aprendidas y forjadas en la diáspora que hacen su regreso a la patria, para allí impactar sobre tradiciones y estilos de vida que cambian aceleradamente? A pesar de la proliferación de estudios dedicados a los cambios culturales provocados por las migraciones modernas, los flujos transnacionales y las comunidades diaspóricas, se ha prestado muy poca atención a la experiencia de la población de migrantes que regresan y las consecuencias de este retorno y del de sus hijos crecidos en la diáspora. Por demasiado tiempo, en forma acrítica, se asumió que el flujo cultural principal, y especialmente la línea principal de resistencia cultural, se dirige de las naciones coloniales o poscoloniales hacia los enclaves diaspóricos en las metrópolis, y que el flujo en el otro sentido, de la metrópolis a la colonia/poscolonia, es únicamente «desde arriba», desde las estructuras hegemónicas que refuerzan la imposición y la dominación cultural. Estos supuestos han estado muy presentes en la discusión acerca de la música caribeña, y pueden perpetuar una concepción engañosa de las dinámicas de los cambios e innovaciones musicales del Caribe y, por lo tanto, del lugar y la función de la música en las comunidades caribeñas contemporáneas. En algunos escritos recientes, comienza a plantearse la discusión acerca del «transnacionalismo desde abajo» y las «remesas sociales». Se trata de líneas de pensamiento que pueden ayudar a una mejor comprensión de la música caribeña, especialmente en nuestros tiempos. Los invito a seguirme, entonces, en la guagua aérea, y viajar en la otra dirección: desde la diáspora hacia la isla.

La guagua de Willie Colón

Uno de los pasajeros más frecuentes de este avión cultural es Willie Colón. Su vida y su música transitan ida y vuelta entre el Bronx y su ancestral Puerto Rico, con paradas en otras zonas musicales del Caribe. Sus primeros discos, producidos a finales de la década de 1960, en los umbrales de la era de la salsa, dan testimonio de su programática agenda estilística, de un eclecticismo desafiante: en tanto sus composiciones se basan principalmente en el son y el guaguancó cubanos, los títulos y las imágenes de «El malo», «The Hustler», «Cosa nuestra» y «The Big Break/La gran fuga» presentan con orgullo la figura del superfly latino, el fronterizo guapo de barrio. La música también se desvía de su base afrocubana al usar referencias y sonidos de estilos de Puerto Rico, Colombia, Panamá y de esa «otra» patria ancestral, África, como así también del jazz, el soul y el rock de los jóvenes «nuyoricans». Junto con su compinche, el cantante Héctor Lavoe, Colón proyecta desde los inicios de su carrera pionera en la salsa las nuevas mezclas musicales que se escuchaban en sus amados barrios neoyorquinos: una diaspórica «creolité en El Barrio».

En Asalto navideño, su disco de Navidad de 1971, que alcanzó gran popularidad, Colón nos transporta en la guagua aérea y hace de la relación entre la diáspora y la patria caribeña el tema central. Un clásico del canon salsero, esta recopilación desmiente la difundida noción de que la salsa es solo una imitación de las fuentes cubanas puras por parte de los exponentes puertorriqueños, en la que la música boricua tiene muy poca o ninguna presencia. El oyente educado reconoce inmediatamente el fuerte acento del son, la guaracha y el guaguancó, que se entrelaza con cualidades vocales, instrumentales y rítmicas típicas del seis, el aguinaldo, la bomba y la plena puertorriqueños. Esta presencia resalta más, pues además del claro timbre jíbaro de la voz de Lavoe, Colón incluyó al famoso Yomo Toro en el cuatro, instrumento emblemático de la música puertorriqueña tradicional. Se trata de un diálogo claramente intencionado con la cultura puertorriqueña. Incluso en el título del álbum, la palabra «asalto» alude a la vieja tradición de los asaltos navideños a las casas por parte de los vecinos y amigos cercanos con el propósito de fiestar, muy en línea con el tono nostálgico, fundamentalmente sentimental, de este diálogo entre la diáspora y la isla. Aquí hay, además, una velada y fina doble intención, con el sentido más común de «asalto» como «ataque» o «atraco» que acecha ominosamente, listo para salir a la superficie.

Dos selecciones del disco, «Traigo la salsa» y «Esta Navidad», tienen especial interés para nuestra discusión, ya que representan musicalmente las posturas de la diáspora hacia la cultura de la isla de una forma compleja, cariñosa aunque al mismo tiempo ligeramente desafiante. «Traigo la salsa» habla de acercar al público de Nueva York o EEUU la música latina y, junto con ella, la alegría festiva del calor tropical. Pero lo que se ofrece no es el menú salsero habitual; en un momento, la letra dice: «Yo les traigo una rareza», y el cantante explica que está añadiendo el cuatro, un instrumento atípico en la salsa, «por motivo de Navidad». Es claramente un signo de las culturas de la isla «traídas» al escenario de Nueva York, como un delicioso regalo navideño, como un «asalto» a la cultura estadounidense. Sin embargo, también entra en juego la otra dimensión, la de «traer» la salsa de Nueva York a la isla. Las palabras iniciales –«óigame, señor, présteme atención...»– parecen estar dirigidas a la isla misma personificada, parecen decir que el cantante le está llevando la salsa. Las líneas finales de la estrofa, «como allá en la isla», hacen evidente esta diferencia geográfica. Además de una seña de distinción latina en Nueva York, la salsa es, en la propia Puerto Rico, una seña de autenticidad diaspórica «nuyorican», distinta de las tradiciones musicales isleñas y originada externamente. En otras palabras, como ha argumentado Juan Otero Garabís, en el viaje de regreso de la guagua aérea, la salsa es el equipaje musical, la remesa estilística de la diáspora en su retorno a la isla.

La misma ambivalencia se encuentra en la textura musical de la canción y en la totalidad del disco. El cuatro de Yomo Toro, con todo su peso simbólico de autentificación cultural puertorriqueña, se usa tanto para los aires de «música típica» como para un despliegue de descarga virtuosa que suena más al jazz y al rock que a las cadencias familiares del seis, las décimas o los aguinaldos. Otra salida de las fuentes tradicionales caribeñas de la instrumentación salsera basada en la diáspora es, por supuesto, el trombón de Colón, un dispositivo estilístico introducido en los sonidos latinos de Nueva York por Barry Rogers, José Rodríguez y otros maestros de La Perfecta, la pionera «trombanga» de Eddie Palmieri, en la década de 1960. Las improvisadas líneas del trombón tal vez sean la señal más aguda de la diáspora urbana dentro de la música afrocaribeña, el anuncio de un amistoso, aunque desafiante, «asalto» musical sobre una tradición territorial y nacionalmente circunscrita. No olvidemos que en 1978 había quien en la isla se refería aún a la salsa como «una música envolvente, estridente, anestésica, embriagante y frenética que se corresponde francamente con los efectos del sexo, el alcohol y los estupefacientes». Como apunta Otero Garabís, para quienes piensan así sostener la idea de que la salsa es «música típica de Puerto Rico» equivale a «poner una bomba en los cimientos de la cultura nacional».

Las navidades celebradas en Asalto navideño no son obviamente la fiesta usual, sino una muy especial respecto de las costumbres esperadas y aceptadas: en lugar de reforzar la comodidad de una identidad conocida y familiar, se transita por reclamos de identidad contrastantes y, hasta cierto grado, chocantes y competitivos. Esta relación compleja y contradictoria entre la cultura de la isla y la de la diáspora se refleja aún más claramente en la canción «Esta Navidad». Allí se dramatiza la multiplicidad de reclamos mediante el símbolo de la identidad puertorriqueña, el «jíbaro». En el comienzo, con un contagioso aguinaldo, el cuatro típico toca en continuo contrapunto con las líneas juguetonas y traviesas del trombón. La letra habla de la actitud de los jíbaros que llegan desde EEUU y miran despectivamente a sus amigos isleños, con «un aire de superioridad» y gran sabiduría. Éste es el tema que más recuerda el público y constituye su mensaje principal: los habitantes de la diáspora han sido corrompidos por su experiencia fuera de la patria y del hogar, de su cultura auténtica, y tratan de reponerse, o al menos de aparentarlo, como lo expresa el término «guillar». Pero entonces, en un giro interesante, el cantante se identifica a sí mismo como uno de esos «jíbaros guillados». Se refiere a un tipo de jíbaro postizo, «pero un jíbaro de verdad»: «Hay jíbaros que saben más / y aquí queda demostrado / soy un jíbaro guillado / pero un jíbaro de verdad».

¿Qué autoriza a esta diáspora puertorriqueña que retorna a sentirse confiada de su conocimiento y reclamar veracidad? Evidentemente, la canción misma, como lo sugiere la frase «aquí queda demostrado». Incluso continúa con el coro: «Esta Navidad, vamos a gozar», y termina con improvisaciones vocales e instrumentales muy al estilo del guaguancó salsero, el «tumbaíto», que al final reemplaza explícitamente los adornos y las cadencias de la música típica, el «le-lo-lai» con el que había comenzado. A tono con la sabiduría diaspórica sugerida por la canción, la voz del cantante lleva la música de las fiestas tradicionales a una ecléctica e inclusiva jalea de esta especial celebración navideña, asegurándose de añadir «también (...) a mi amigo Yomo Toro».

La fuerza de la diáspora

La música que se conoce como salsa, convertida en insignia de identidad expresiva del Caribe hispano, fue en un comienzo la voz estilística de la diáspora puertorriqueña concentrada en la ciudad de Nueva York. Más que la extensión directa o la imitación de estilos nativos de Cuba o Puerto Rico, es la fuente de una nueva adaptación, un híbrido criollizado de esos estilos, mezclado y en interacción con otras maneras de hacer música. Antes incluso de la llegada oficial de la salsa, y de modo menos dramático, los músicos y el público cubano y puertorriqueño habían fundido los sonidos del son y el mambo con estilos afroamericanos, tales como el R & B (rhythm and blues) y la música soul, como se evidencia en la corta pero muy popular vida del bugalú latino. Y, aún más famosa, la música latina de Nueva York había experimentado durante la década del 40 la innovación del Cubop y el Latin jazz que, al igual que el mambo, estaban más fuertemente enraizados en la diáspora urbana que en el Caribe, el hogar original de esas tradiciones.

En tiempos más cercanos, con el crecimiento dramático y el aumento de la diversidad de la diáspora caribeña, y luego de décadas de interacción continua con la cultura afroamericana, es posible comprobar la fuerza de la diáspora como fuente y desafío en la historia musical caribeña. Con posterioridad a la salsa, el hip-hop es el ritmo que ha emergido como el campo más influyente e innovador entre las expresiones musicales de la mayor parte del Caribe. Naturalmente, no puede haber duda de los orígenes diaspórico-urbanos de esta música, pero se reconoce poco el rol de los músicos y el público puertorriqueño, jamaicano, dominicano y de otras diásporas caribeñas desde comienzos de las décadas de 1970 y 1980. Los puristas y tradicionalistas todavía niegan o minimizan la influencia caribeña y latina sobre el hip-hop y lo consideran estrictamente afroamericano; en ocasiones, como en los intentos de prohibir el hip-hop de la Parada puertorriqueña, esta demarcación asume tonos flagrantemente racistas. Pero, en todos los casos, indica la dificultad para entender la dinámica de las actuales realidades diaspórico-culturales, particularmente entre los jóvenes de la diáspora que han tomado parte en la fundación del hip-hop: una dinámica descripta en la siguiente cita del libro de Robin Cohen, Global Diasporas:

Los estilos estéticos, las identificaciones y las afinidades, las disposiciones y las conductas, los géneros musicales, los patrones lingüísticos, las prácticas religiosas y otros fenómenos culturales están más globalizados, cosmopolitizados y creolizados o «hibridizados» que nunca antes. Éste es especialmente el caso de la juventud de las comunidades transnacionales, cuya socialización inicial ha ocurrido en los cruces de más de un campo cultural, y cuyas continuas formas de expresión cultural y de identidad son a menudo selecciones autoconscientes, sincretizadas y elaboradas de más de una herencia cultural.

Además de la importancia de documentar y analizar los orígenes diaspóricos del emergente quehacer musical caribeño, también es necesario prestar atención a la difusión de nuevos estilos y temas en las islas y a los desafíos que presentan a los supuestos sobre las tradiciones musicales. Antes de acometer su trabajo pionero sobre los puertorriqueños en la escena hip-hop neoyorquina, Raquel Rivera estudió la llegada del rap a su Puerto Rico nativo y se topó con la fuerte resistencia de guardianes culturales de todos los colores políticos. En su tesis «Para rapear en puertorriqueño: discurso y política cultural», comprobó que quienes iniciaron los estilos y las prácticas del hip-hop en la isla, a finales de los 70 y principios de los 80, fueron los «nuyoricans» que habían regresado. Incluso Vico C., el primer rapero puertorriqueño que ganó amplio reconocimiento, nació en Brooklyn, y se unió a su socio Glen, de California, para escribir sus primeras canciones, que dieron voz a la clase trabajadora de Puerta de Tierra en San Juan, donde creció. El estilo migró de El Barrio en EEUU al barrio en la isla y, si bien a mediados de los 80 fue rápidamente comercializado y domesticado, la escena underground continuó sirviendo como alternativa de articulación de la vida en las calles y caseríos marginales.Aunque inicialmente fue despreciado como una simple moda y luego fue mirado de forma más ominosa como una instancia más del imperialismo cultural estadounidense, la historia muestra que el hip-hop comenzó a sentar raíces firmes en Puerto Rico y se articuló con otros cambios importantes que ya se habían generado en el imaginario nacional. El contenido diaspórico incitó nuevas sensibilidades en temas como el sexo, el género y la raza, mientras que su anclaje entre los sectores más pobres reveló problemas de clase y desigualdad social, generalmente ignorados por la elite cultural. Es interesante agregar que hubo también un cambio en la dirección del deseo social: mientras que la sensibilidad translocal puertorriqueña se caracterizaba por las añoranzas del emigrante por las bellezas de su isla perdida, los textos de rap trasladaron la fascinación y la nostalgia a los espacios urbanos de la diáspora del Bronx y El Barrio. Los «nuyoricans», usualmente objeto de desprecio público y discriminación en la isla, se convirtieron en objeto de admiración y solidaridad para muchos jóvenes puertorriqueños que nunca habían viajado. Estos desafíos radicales a los valores culturales tradicionales, por mucho tiempo asociados a la invasión del hip-hop, han mantenido su atractivo en las décadas siguientes, a tal punto que artistas importantes como Tego Calderón y José Raúl González (Gallego) continuaron dándole voz a lo que significa ser puertorriqueño en nuestros tiempos cambiantes; en ambos casos, con referencias positivas a los ejemplos de la diáspora.

Con los años, el rap pasó de haber sido un fenómeno subcultural, aislado en la escena artística de la isla, a consolidar su lugar como un componente ubicuo de la vida cotidiana, presente en fiestas patronales, eventos religiosos y otras actividades en las esquinas de las calles, los patios escolares y los parques vecinales. Ha encontrado su espacio en la sonoridad musical del país y se ha fusionado con estilos más familiares como la salsa, la bomba y la plena. La presencia del hip-hop en Puerto Rico tiene, además, una dimensión caribeña, ya que su introducción coincidió con el ingreso del reggae y el merengue, con el meren-rap y el reggaeton.

Puerto Rico no es el único lugar que ha importado el rap por la vía del retorno de la diáspora a bordo de la guagua aérea. La influencia de su amplia diáspora en Nueva York y San Juan ha sido una nota dramática en República Dominicana, y el hip-hop ha sido un conducto crucial. Un crítico cultural dominicano ha llegado a titular su libro El retorno de las yolas; por su parte, el historiador Frank Moya Pons afirma lo siguiente respecto de la identidad nacional dominicana como resultado de la experiencia urbana de la diáspora:

La discriminación social y racial experimentada por los dominicanos en los ghettos urbanos de Nueva York los ha hecho conscientes de su verdadera constitución racial, y les enseñó que no son muy diferentes de los caribeños de las Antillas menores (...) Muchos regresaron a Santo Domingo transformados por fuera y por dentro en sus pensamientos, su vestimenta, sus sentimientos, su lenguaje y su música (...) La música y el baile afrocaribeños fueron incorporados a los bailes y canciones folklóricos dominicanos, particularmente en el merengue nacional, mientras que las agrupaciones musicales ampliaron su repertorio, demostrando, no siempre de manera consciente, cuánto la cultura estadounidense ha penetrado la cultura popular dominicana. El descubrimiento de la negritud dominicana no fue el resultado de una campaña intelectual como fue el caso de Haití y Martinica, después de Jean Price-Mars y Aimé Césaire. El verdadero descubrimiento de las raíces negras dominicanas fue resultado de la conducta de los migrantes retornantes (...) La negación cultural y racial trabajó por muchos años, pero la migración a EEUU finalmente quebró el bloqueo ideológico de la definición tradicional de la identidad nacional dominicana.

A través de la historia, las culturas caribeñas han sido viajeras, transformadoras, en diferentes rutas; las músicas caribeñas son también viajeras, mejor comprendidas en su plena extensión y complejidad desde el privilegiado lugar de la guagua aérea. En nuestros tiempos de migraciones masivas y multidireccionales de personas, estilos y prácticas, muchas islas se han añadido al archipiélago. Nuevos lugares de «creolización» y transculturación, inimaginados en períodos anteriores, están catalizando cambios imprevistos en ambos lados, en las tierras de origen y en los puntos de llegada y asentamiento.

París, Londres, Toronto, Amsterdam, Nueva York, junto con muchos otros lejanos centros urbanos, son ahora, de cierta forma, islas caribeñas, o nuevos polos de interacción e intersección entre diversas experiencias y tradiciones culturales caribeñas y no caribeñas. La magnitud y la implicación estructural de estas formaciones diaspóricas contemporáneas han sido bien registradas por Orlando Patterson:En términos estructurales, la migración masiva de los pueblos desde la periferia, en este nuevo contexto de transporte barato, ha producido un sistema social completamente diferente. (...) Lo que ha emergido, desde el punto de vista de los Estados periféricos, son sociedades distintas en las cuales ya no hay ninguna identificación significativa de fronteras sociales ni políticas. De este modo, más de la mitad de la población adulta que trabaja en muchas de las islas del Caribe del Este actualmente vive fuera de estas sociedades, principalmente en los enclaves de EEUU. Cerca del 40% de los jamaiquinos y quizás la mitad de los puertorriqueños viven fuera de sus fronteras nacionales, principalmente en Norteamérica. Lo interesante acerca de estas comunidades es que sus miembros se sienten más en casa en sus segmentos de «tierra firme» que en sus áreas originales demarcadas políticamente (...). Las antiguas colonias ahora son la Madre Patria; las metrópolis imperiales se han convertido en fronteras de recursos infinitos (...) Las sociedades jamaiquina, puertorriqueña, dominicana y barbadense ya no están definidas principalmente por sus unidades geopolíticas de Jamaica, Puerto Rico, República Dominicana y Barbados, sino por las poblaciones y culturas de estas unidades y por sus colonias posnacionales en la cosmópolis.

Reflexiones finales

Las sociedades, las culturas y las músicas caribeñas no se pueden entender aisladas de los polos diaspóricos, de sus realidades translocales; tampoco, obviamente, desde la sola perspectiva privilegiada de la diáspora. Es la relación entre los polos de la historia nacional y regional y la recreación diaspórica –que ha sido definida como una negociación a través de la «barrera insular-diaspórica»– lo que provee la clave para el análisis actual de las posibilidades expresivas del Caribe. La larga marcha de «creolización» caribeña prosigue su paso en nuestro tiempo, pero en circunstancias geográficas radicalmente alteradas, con los espacios diaspóricos alejados de los territorios nacionales y regionales, que crean intensos «puntos de enredo», según la oportuna frase de Edouard Glissant. En esta «creolité en El Barrio», en esta mezcla de la experiencia caribeña y los caminos expresivos de los centros urbanos de las metrópolis, se está remodelando radicalmente aquello de lo que trata el ser caribeño; también, el sonido de las músicas caribeñas.

De hecho, este flujo en retroceso, desde la metrópolis hacia las sociedades coloniales y poscoloniales, no es nuevo en la historia cultural y musical caribeñas, ni tampoco se puede separar del continuo y vigoroso movimiento en el sentido contrario, que ha fraguado tanto cambio, la mayor parte no reconocido, dentro de las mismas sociedades imperiales. Esta migración cultural, como el añejo ir y venir entre el jazz y la música caribeña, o el reggae y el R & B, o las zigzagueantes historias del merengue, el calipso y el compas, se destaca en el archivo de sonidos y ritmos caribeños.

Las remesas musicales de hoy son diferentes. Ha habido un cambio, como señala un estudio sobre el merengue en Nueva York, «del transplante al circuito transnacional». Esto quiere decir que las remesas musicales no son, como antes, solo instancias contemporáneas de músicas viajeras, o producto de la fascinación exotista introducida por los medios, ya sea basadas en una curiosidad saludable o en la persuasión ideológica y comercial. Más aún, el retorno al «hogar» de la música caribeña, que ha sido reciclada a través de la experiencia diaspórica urbana, es un proceso colectivo que corresponde directamente a patrones de migración circular y a la formación de comunidades transnacionales. Es el equipaje musical de las diásporas retornantes: aunque está enraizado en las prácticas y las tradiciones de las culturas caribeñas de origen, se ha forjado en localidades con sus propias trayectorias históricas y ambientes estilísticos. Las remesas musicales son, de este modo, simultáneamente internas y externas a los parámetros de las culturas musicales nacionales. Esta ambivalencia explica la mezcla de consternación y adulación con que los miembros de la diáspora son recibidos a su llegada o reingreso en sus sociedades de origen: no pueden ser rechazados por ser extranjeros, pero tampoco encajan nítidamente.

Buena parte de este trabajo de difusión transnacional es realizado por los medios y se alinea directamente con los proyectos de los poderes imperiales en cuanto a la formación del gusto y el establecimiento de corrientes culturales. El «transnacionalismo desde arriba» es un poder prominente, si no el predominante, detrás de este desarraigo, impulsor de este reencauzamiento de estilos y prácticas y de su reintroducción en las sociedades de origen de forma diluida y adulterada. Pero la formación y la relocación de las músicas y culturas diaspóricas pueden también ejemplificar el proceso denominado «transnacionalismo desde abajo», no hegemónico y a veces contrahegemónico. La música caribeña de hoy permanece como música popular en el sentido más profundo, ya sea en la región, ya sea en sus localidades y asentamientos diaspóricos, como en su migración de ida y vuelta, donde vive como la expresión del pueblo y de las comunidades buscando y encontrando su propia voz y su propio ritmo. Todo esto, y más, son lecciones para aprender a bordo de la guagua aérea, pero solo si nos tomamos el tiempo y hacemos el esfuerzo de viajar round trip.

En este artículo
Este artículo es copia fiel del publicado en la revista
ISSN: 0251-3552
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