Tema central
NUSO Nº 293 / Mayo - Junio 2021

Escuelas en tiempos alterados Tecnologías, pedagogías y desigualdades

La pandemia de covid-19 obligó a cerrar los edificios escolares y hubo que ensayar otras formas educativas. Si en muchos países del Norte esto supuso un traslado casi inmediato a las plataformas digitales, en América Latina ese tránsito fue minoritario, y se abrieron alternativas que abarcaron desde una eventual desescolarización de ciertos grupos hasta el uso intensivo de redes sociales. A partir de los casos de México y Argentina, es posible reflexionar sobre la experiencia de la pandemia en los sistemas educativos y sobre las desigualdades que los atraviesan.

Escuelas en tiempos alterados  Tecnologías, pedagogías y desigualdades

A poco de comenzar la pandemia, en marzo de 2020, un artículo publicado en una prestigiosa revista estadounidense señaló que la crisis epidemiológica era la oportunidad para realizar un gran experimento masivo de enseñanza en línea1. Para su autor, un reconocido historiador de la educación, el cierre de las escuelas en buena parte del mundo aparecía como una posibilidad excepcional para testear algunas hipótesis sobre las ventajas de la educación virtual y compararla con los logros de la educación presencial. 

Más de un año después de aquella proyección, la idea del experimento controlado se ve no solo como una arrogancia insostenible tras la lección de humildad que dio el año 2020, sino también como un sinsentido conceptual y político. El problema, más que el pronóstico fallido, son las deficiencias de un modo de pensar –y de tratar de gobernar– la educación como si fuera el efecto de variables aisladas y controlables, y la tecnología educativa como si se limitara a la interacción entre humanos y máquinas, que se puede trasladar de un espacio a otro sin afectaciones. Al contrario, si hay algo que se aprendió en estos tiempos de pandemia es que la educación es un fenómeno complejo y heterogéneo, en el que es fundamental la organización material de tiempos, espacios, cuerpos y saberes. Quedó claro, quizás como nunca antes, que en los procesos educativos importan las políticas e infraestructuras públicas, las interacciones interpersonales, los tiempos, los artefactos de distinto tipo, las geografías, los apoyos afectivos y las pedagogías que se ponen en juego. Se vio también con toda crudeza que la disponibilidad tecnológica no estaba garantizada para todos ni siquiera en los países de alto poder adquisitivo, y que en buena parte del mundo la «educación virtual» se tradujo en «educación remota», con combinaciones imprevistas de plataformas como WhatsApp o Facebook con soportes mucho más antiguos, como la televisión educativa, los libros de texto y los cuadernillos impresos. 

Por otra parte, también se hizo evidente que las historias y los imaginarios siguen pesando en lo que se hace y se espera de las escuelas. Volviendo a la idea del gran experimento, quizás resulte una paradoja que uno de los efectos de la crisis del covid-19 sea un fortalecimiento de la escuela presencial, una forma institucional que estaba bajo asedio desde hace tiempo y que sin embargo hoy surge como un espacio-tiempo revalorizado por jóvenes y adultos. Al comienzo de la pandemia, muchas chicas y chicos festejaron la clausura de edificios escolares como una vacación anticipada; pocos habrían sospechado que unos meses después extrañarían a sus docentes y estarían pidiendo volver a las aulas. Todavía más imprevistos son los nuevos sentidos con los que aparece investida la presencialidad a comienzos de 2021, convertida en bandera de peleas electorales y sostenida por aliados insospechados como el Banco Mundial, otrora acérrimo crítico de las escuelas «tradicionales» y defensor de la digitalización del sistema educativo2

¿Cómo pensar estos escenarios tan complejos y tan distintos de los que se podían imaginar hasta hace pocos años? ¿Y qué revelan estas nuevas situaciones sobre las escuelas, sobre lo que fueron, pero también sobre lo que pueden ser? En este artículo quiero proponer algunas reflexiones sobre la experiencia de la pandemia en los sistemas educativos de Argentina y México, centrándome sobre todo en las relaciones entre desigualdades, tecnologías y pedagogías. Esas relaciones no son en modo alguno nuevas: las escuelas siempre fueron entornos sociotécnicos que conjuntan de maneras particulares artefactos y tecnologías, ya sean los pizarrones, cuadernos, lápices, edificios o dispositivos digitales, con las acciones humanas. Por ejemplo, el edificio escolar «moderno», organizado en aulas con ventanas y pizarrones, permitió ciertas formas de trabajo colectivo, estructuración de la atención y circulación de la palabra que eran difíciles en las escuelas del siglo xviii, que tenían espacios y equipamiento menos diferenciados. Pensada en esa clave histórica, la pandemia implicó un cambio abrupto en este entorno sociotécnico al mudar la escuela a los hogares y a las pantallas, aunque esto último no haya sido del todo efectivo. En esa súbita reacomodación de la escuela a las salas, los cuartos y hasta los baños de docentes y estudiantes, atravesados por las desigualdades persistentes en la región, se abrió espacio a otras experiencias que habría que empezar a pensar y a nombrar. Puede decirse, entonces, que si hubo, si hay, algún experimento educativo en la pandemia, no parece haber sido el de la virtualidad, sino el de la reacomodación del trabajo escolar a otros territorios, mucho más heterogéneos que el binarismo de acceso o exclusión de los promotores de la educación virtual, y que presentan desafíos mucho más complejos a las políticas públicas.

Las desiguales infraestructuras tecnológicas

Como ya se señaló, al principio de la pandemia hubo una ola de confianza en que la digitalización permitiría sostener una continuidad pedagógica en los hogares de manera accesible y eficaz. Después de más de una década de inversión en programas de equipamiento tecnológico universal en la región, parecía razonable esperar una buena respuesta de los países latinoamericanos a la nueva situación. Sin embargo, aunque en muchos países de altos ingresos el cierre de edificios escolares supuso un traslado casi inmediato a las plataformas digitales, con la consiguiente privatización y comercialización de los datos de las interacciones educativas3, en América Latina ese tránsito fue minoritario, y se abrieron alternativas que abarcaron desde una eventual desescolarización de ciertos grupos hasta el uso intensivo de WhatsApp y otras redes sociales. Conscientes del alcance parcial de la digitalización, buena parte de los gobiernos latinoamericanos optaron por estrategias múltiples, que incluyeron soportes como plataformas digitales, programación televisiva y materiales impresos.

Pese a esta pluralidad de estrategias, en el curso de 2020 se hizo evidente que la infraestructura tecnológica era insuficiente, desigual y en muchos casos obsoleta, incluso en el caso de las televisiones analógicas que no podían recibir señales digitalizadas, y que eso afectaba los planes de continuidad pedagógica. Se volvieron relevantes la conectividad y el tipo de artefacto tecnológico disponible, cuyos usos y posibilidades para el trabajo escolar son muy dispares. Fue claro que la desigualdad digital no era ni es una brecha divisoria clara y definida, que coloca a algunos del lado del acceso pleno y a otros en la exclusión completa, sino un proceso sinuoso y multidimensional con una topografía muy densa4.

Varios de los estudios disponibles sobre los sistemas educativos en la pandemia permiten definir algunos contornos de esa topografía de las desiguales infraestructuras tecnológicas en la región. En el caso de México, es muy reveladora la encuesta que realizó el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (inegi) entre noviembre y diciembre de 2020, que indagó sobre la disponibilidad de tecnologías en los hogares de la población en edad escolar. Los datos para el ciclo escolar 2020-2021 muestran una diversidad de aparatos tecnológicos en uso, con un predominio notorio de los celulares inteligentes en la educación primaria y secundaria, y un peso creciente de las computadoras (de escritorio o portátiles) conforme avanza el nivel educativo. Solo 6,7% de los estudiantes de primaria usan la televisión digital como medio predominante, lo que también señala la limitación de la principal estrategia para la continuidad pedagógica del gobierno mexicano, el programa «Aprende en casa», que se emite por televisión. 

Otro dato llamativo que ofrece esta encuesta es la propiedad y uso exclusivo de estos aparatos: 74,6% de quienes asisten a la escuela primaria comparten el artefacto con otros miembros de la familia, algo esperable por la edad de los escolares, pero esta situación solo se revierte en el nivel superior, en el que 67,7% de estudiantes dice tener uso exclusivo del artefacto. Entre los estudiantes que decidieron no reinscribirse en la escuela debido a los efectos de la pandemia (un total de 2,3 millones para todos los niveles), el grupo más importante incluye a los jóvenes de entre 13 y 18 años, que trabajan mayoritariamente a través de un teléfono celular, con un porcentaje de acceso a computadoras de escritorio o portátiles que va de 25,5% para los secundarios a 44% en los de media superior5. Es indudable que las posibilidades de conexión y de trabajo escolar a distancia se ven seriamente condicionadas por la desigualdad de acceso y de uso de los artefactos, y por la gran dependencia de los celulares, que tienen menos posibilidades para la producción y el manejo autónomo de textos que las computadoras. La encuesta no indaga sobre la disponibilidad de datos, pero a partir de investigaciones cualitativas es posible ver que esta es otra limitante fundamental para la inclusión en las distintas formas de continuidad pedagógica. Un caso particularmente complejo, en México, son las escuelas rurales, con distinto grado de aislamiento geográfico y exclusión social. En una investigación en curso sobre las experiencias educativas durante la pandemia6, se entrevistó a un director de una escuela secundaria rural que describe de este modo la infraestructura tecnológica de la población de su escuela:

La señal de tv es básicamente nula [en el pueblo], solamente se puede acceder con tv satelital, pero solamente cuatro o cinco casas la tienen. Internet es solamente por pago de fichas, que vende un particular. (…) Las fichas cuestan 20 pesos [un dólar estadounidense] la hora. (…)7 Me hubiera gustado que el internet hubiera llegado, que hubieran puesto antenas más grandes. Aquellas personas que tienen internet satelital y cobran fichas podrían dejar dos horas abiertas para los estudiantes, pero no lo hubo.8

A partir de esta situación, en la que hay tantos «solamente» que dificultan la conexión, los docentes de esta escuela han buscado distintos modos de encontrarse con sus estudiantes. Algunos viajan al pueblo cada dos o tres semanas, llevando y trayendo impresos, pero quizás también virus, lo que genera otras tensiones entre los actores escolares y la comunidad; otros establecen horarios de llamada por WhatsApp con algún estudiante que sí tiene señal, pero con moderación, dado el alto costo que esto supone para la familia. Una madre entrevistada en esta escuela pide que el gobierno «mande fichas» para que su hija pueda tomar clases. Lo que se evidencia en este y otros casos es una gran precariedad de la conectividad y las plataformas, y un traslado de los costos y riesgos de la conexión a los maestros y las familias, lo que empeora una situación ya muy difícil.

La desigualdad de conexiones es también evidente en el entorno urbano. Maestros entrevistados en Ciudad de México y Toluca señalan que usan «100% WhatsApp», pero también echan mano de plataformas como Facebook, GoogleMeet, GoogleClassroom, Zoom en su versión gratuita, Padlet, Edmodo y Kahoot. Esta diversidad de plataformas lleva a que los docentes tengan que convertirse en el agente que realiza la interoperabilidad entre los distintos soportes en los que van, casi literalmente, al encuentro de sus alumnos. Por ejemplo, un maestro de una escuela secundaria rural de Guerrero relata que recibe en su WhatsApp entre 50 y 80 fotos con tareas de sus 15 alumnos cada semana, que tiene que descargar en su computadora, organizar, corregir y devolver a la semana siguiente, y enviar a la dirección de la escuela como «evidencias» del trabajo realizado. Esta acción de interoperabilidad entre plataformas y soportes también se ve en los resultados de una encuesta a personal directivo de escuelas realizada por el Ministerio de Educación de Argentina, que muestran que más de la mitad de estas escuelas utilizaron en promedio cinco plataformas distintas para encontrar a sus alumnos, que acceden a veces a alguna red social y otras a tres o a ninguna, en cuyo caso los docentes van en auto, bicicleta o transporte público a intercambiar impresos9. En estos y otros casos, son los docentes quienes tienen que asumir la tarea de recuperar y reorganizar todos esos registros para poder darles sistematicidad y seguimiento, y esa tarea desborda el horario escolar para convertirse en un tiempo 24/7, de un funcionamiento continuo que no reconoce pausas ni límites10.

Por otro lado, en el mismo estudio realizado en Argentina puede verse que esta heterogeneidad condiciona las interacciones pedagógicas. Una mayoría de los docentes argentinos encuestados manifiesta que la principal vía de comunicación con sus estudiantes es WhatsApp (89% en primaria y 75% en secundaria, junto con el correo electrónico). En tanto, 27% de los docentes de escuelas primarias y 38% de escuelas secundarias dice sostener encuentros sincrónicos con sus alumnos a través de Zoom o Meet. ¿Cuáles son las posibilidades pedagógicas de estas plataformas? Mientras que WhatsApp permite un contacto cotidiano, el envío de mensajes de audio y texto e imágenes, las más de las veces fotos de tareas impresas o de libros de ejercicios, no es propicio para desarrollar secuencias pedagógicas ni para organizar intercambios en los grupos; antes bien, promueve una conversación desordenada, multimodal, libre, sin claro inicio ni cierre. En cambio, plataformas de encuentro sincrónico como Zoom y GoogleMeet permiten ordenar las interacciones, organizar grupos pequeños y compartir contenidos en la misma pantalla, lo que dirige la atención hacia un mismo texto, pero requieren banda ancha y pantallas más grandes que la del celular. Por otro lado, plataformas como Zoom son más invasivas del espacio personal, más demandantes en términos de performance individual y mucho más datificadas que otras plataformas11.

En el estudio realizado en Argentina, puede verse que estos distintos usos se distribuyen de manera desigual entre escuelas públicas y privadas, y entre escuelas rurales y urbanas. Para el caso de los encuentros sincrónicos, los docentes de escuelas secundarias privadas los sostienen en 70% de los casos, contra 34% de quienes trabajan en públicas, porcentaje que desciende a 31% en zonas rurales. En las escuelas primarias, la distancia es aún mayor: mientras que 72% de los docentes de escuelas primarias privadas proponen encuentros por Zoom, Meet o similar, solo 20% de los de las públicas y 10% de los de las rurales lo organizan con sus estudiantes. WhatsApp u otras redes de mensajería instantánea son usadas por 78% de los docentes de escuelas secundarias públicas y 96% de docentes de escuelas rurales, mientras que solo 43% de los docentes de escuelas secundarias privadas lo usa de manera frecuente.

Este panorama no solo pone en evidencia la desigualdad existente, sino que también permite avizorar algunas tendencias futuras. El acceso a datos y a encuentros sincrónicos queda en general delimitado a un sector social privilegiado y geográficamente integrado a las conexiones digitales, si es que no median políticas públicas de distribución de datos –que ya se empiezan a reclamar–. Sin embargo, cabría señalar una paradoja: los usuarios invisibles, como llama Jenna Burrell a quienes no están plenamente conectados, corren con ventaja en términos de su menor integración a las formas de «gobierno por los datos» y al capitalismo de vigilancia12. En este como en otros casos, la inclusión no es el lado positivo de una oposición binaria, sino una inscripción en un entramado complejo de poderes. 

Otro aspecto que puede señalarse en relación con las formas que toma la desigualdad es que el acceso a un dispositivo digital no es suficiente, como lo supusieron algunas políticas de equipamiento, sino que hay que tener en cuenta las condiciones de uso (exclusivas o compartidas) y sus posibilidades o affordances, por ejemplo para la producción y el manejo de textos escritos o audiovisuales. Esta imbricación entre tecnologías y pedagogías ha implicado que, en los casos de los sectores más excluidos en términos socioeconómicos, la «educación remota» supuso acceder a un grado variable de contenidos presentados como actividades que suelen mandarse por WhatsApp o por medio de impresos; han sido escasas las posibilidades de encuentros sincrónicos y de seguimiento de las producciones en conversaciones grupales sostenidas en el tiempo. Ante esta situación, no llama la atención que haya añoranza por la educación presencial. La ausencia del espacio físico muestra que, aun con todas sus deficiencias y dificultades, las aulas organizaban un encuentro pedagógico en condiciones más igualitarias que las que permite una infraestructura tecnológica tremendamente desigual, que desborda el tiempo y espacio de trabajo en un continuo permanente y que descarga en las familias y los docentes los costos de conectarse y operar en esa topografía tan heterogénea.

Las pedagogías pandémicas13: los márgenes de autonomía

Como fue señalado inicialmente, el cierre de los edificios escolares obligó a ensayar otras formas educativas, a expandir los repertorios de prácticas y a inventar, porque no había experiencias previas en que apoyarse. Se trató de probar qué era eso de una escuela sin muros, y con tiempos que no se miden en las horas que se pasan sentados. Se experimentaron distintas formas de promover y aprovechar la autonomía, y se discutió qué efectos y alcances podía tener la digitalización, con toda la heterogeneidad que se mencionó en la sección anterior. Una docente de Ciudad de México trabajó con un programa de promoción de la lectura argentino que encontró en redes; un docente de Guerrero utilizó un programa de Michoacán. En este caso, la infraestructura tecnológica habilitó otras conexiones y permitió ampliar márgenes de acción, aliados y estrategias pedagógicas. 

Quizás uno de los esfuerzos más interesantes fue indagar qué pasaba si la escuela, por las condiciones especiales de la pandemia, no evaluaba, sino que promovía de forma automática, apostando a diseñar estrategias compensatorias a futuro para lo que empiezan a llamarse «pérdidas de aprendizaje en la pandemia», en una vuelta que quizás clausure la posibilidad de ver qué se aprendió, qué otros saberes y prácticas entraron en escena ante la retirada del paradigma evaluador de la escuela. Ante la demanda de no calificar, debido a la situación extraordinaria, muchos docentes desarrollaron otras formas de anotación de los logros, una comunicación más fluida en correos electrónicos o en clases virtuales que hicieran balance de lo trabajado, más apelación a la autoevaluación y a la evaluación compartida con las familias, sobre todo en los niveles inicial y primario, donde la participación de madres y padres fue fundamental.

En términos generales, podría decirse que hubo, ante todo, «arreglos» más locales, provisorios e improvisados, que requirieron mucha más flexibilidad de lo habitual y mayores lazos solidarios con las familias. Así lo manifiesta una maestra de quinto grado de primaria de la Ciudad de México:

Un niño absolutamente jamás entró a Zoom, pero su mamá me explicaba: solamente tengo un dispositivo que llevo al trabajo, usted mándame el trabajo y se lo devuelvo a la semana (…) El primer trimestre no me entregó absolutamente nada, en este segundo trimestre ya hubo más compromiso de parte de él, pero pues sí, algunos trabajos entrega, otro trabajos no, pero era por su realidad de su entorno, que la mamá pues solamente es la mamá y ya.14

Estos arreglos locales dejan en evidencia formas distintas de la desigualdad, no solamente asociadas a cuestiones socioeconómicas sino también a los márgenes de autonomía que pueden asumir los actores educativos. Estos se vinculan con tradiciones pedagógicas y relaciones políticas dentro de los sistemas escolares, sobre todo con las relaciones más o menos jerárquicas en las escuelas y las formas de control establecidas.

Por el lado de las tradiciones pedagógicas, los ensayos iniciales siguieron en la huella de lo que ya se hacía, pero empezaron a aparecer algunas novedades. Los primeros meses de la pandemia fueron tiempos de envíos de trabajos, asentados en la convicción de que un buen maestro es el que da mucha tarea15. Pronto la situación de pandemia invitó a escrituras más personales, a habilitar la expresión de las emociones y los afectos. En México se invitó a escribirles cartas a los maestros y a prestar atención a saberes no curriculares pero valiosos en la vida de los estudiantes. Por ejemplo, un maestro guerrerense contó la siguiente experiencia:

Pensé que llevaran a cabo una actividad sobre qué están aprendiendo. Por ejemplo, toman mucha Pepsi, Coca, y entonces les propuse probar una semana sin refrescos ni jugo con azúcar. Les propuse tomar agua y contar los vasos de agua que tomamos. Las otras actividades son de observación: cuando vemos a una persona que está sana o enferma, entonces hay que dibujarlo, observarlo, comentarlo. Les propongo observar cuerpos, animales, plantas que tienen. (…) Otras cosas que me cuentan en las cartas que me mandan es que fueron a limpiar el terreno, llevé las bestias, fui a pastorear. Las mujeres dicen: me levanté temprano, hice el fogón, hice el café, tomé con mis familias, barrer, hacer la tarea, otra vez a moler y hacer tortillas. A la tarde se sientan a tomar café. Ven más el vínculo familiar.16

Si en México entraron más algunos saberes y prácticas locales, en Argentina se promovió la escritura de diarios de la pandemia, con recursos multimodales como dibujos, historietas y fotos. Una asesora pedagógica de una escuela secundaria pública en un barrio urbano marginal de la ciudad de Buenos Aires relató la experiencia desarrollada por tres profesores de artes y literatura, que se unieron para proponerles a los estudiantes de cuarto año que escribiesen un diario de la pandemia. Los docentes postearon en Classroom sus respuestas y los escritos de los alumnos fueron llegando; fue un desafío cómo hacer las devoluciones ante trabajos muy personales. Los profesores, que trabajaron en conjunto por primera vez, notaron que fue muy bueno poner el foco en lo vincular para que los jóvenes se conectaran más con la escuela. También observaron que, aunque no demoraban más de un día en responder, los estudiantes se angustiaban cuando no les confirmaban la recepción del trabajo. Los docentes tenían que trabajar en medio de equilibrios inestables, que exigían más cuidado y atención que en otras ocasiones.

En relación con los márgenes de autonomía para ensayar formas nuevas y promover relaciones políticas distintas dentro de los sistemas educativos, las experiencias argentinas y mexicanas parecen ir por carriles distintos. Una maestra de la ciudad de Buenos Aires dijo en una entrevista reciente, ya en situación de enseñanza híbrida y con presencialidad intermitente: «Estamos haciendo una planificación docente sin papeles». El «sin papeles» da cuenta tanto de las limitaciones de formato de la planificación educativa en una situación donde se controla muy poco, como de las dificultades para poner en palabras criterios y decisiones que se construyen sobre la marcha.

Mientras que en Argentina la regulación estatal es débil y el temor de las autoridades es a ser consideradas autoritarias, en el caso de las escuelas mexicanas la situación es distinta y las prácticas de autonomía encuentran límites concretos en formas burocráticas muy establecidas. La relación de sospecha del Estado hacia el trabajo de los docentes tuvo un punto crítico durante el gobierno de Enrique Peña Nieto con la evaluación docente instalada desde 2013, pero pareciera que, a pesar de la derogación de esta medida por el actual gobierno, la sospecha todavía se sostiene. 

Así, muchos docentes mexicanos son compelidos por las autoridades a reunir «evidencias» de los aprendizajes de sus alumnos como muestra de su propio trabajo de enseñanza, tal como se hacía en los tiempos de la evaluación docente. Estas evidencias suelen ser fotos de tareas que, multiplicadas por grandes números de estudiantes y actividades, constituyen un archivo burocrático hipertrofiado, lo que hace sospechar que esos registros no tienen en el fondo otro objetivo que el de que los docentes muestren que cumplieron con su tarea. Al mismo tiempo, la relación de la «evidencia» con los procesos de aprendizaje de los estudiantes es débil y es escasamente cuestionada; pareciera que, tanto para los alumnos en relación con los docentes como para los docentes en relación con las autoridades, lo importante es mandar la tarea, cumplir, sin que esos registros se inscriban en procesos de trabajo pedagógico que impliquen una devolución o retroalimentación sobre qué se hizo y qué se puede hacer mejor. Peor aún, la «evidencia» se convierte en la moneda de cambio en la relación entre docentes y alumnos o familias; es común escuchar a los docentes quejarse con y de los padres porque no enviaron evidencias, y a los padres quejarse de los maestros porque son unos «flojos» que lo único que quieren es justificar su trabajo. 

Ese esquema se reproduce en la relación entre los directores y los docentes. En la pandemia, y ante las dificultades para reunirse de forma presencial, se crearon sistemas de comunicación a través de WhatsApp y otras redes sociales para garantizar el trabajo. La desconfianza sobre cuánto y cómo se trabaja llevó a promover otro formato, el «reporte de incidencias», que el director o directora puede levantar toda vez que un docente no se comunique en el horario de trabajo. 

Pueden verse en estas pedagogías pandémicas muchos elementos contradictorios. La posibilidad de invención estuvo presente en grados muy distintos y dependió tanto de los recursos ya existentes como de los permisos y voluntades disponibles en cada sistema educativo. Los entornos sociotécnicos habilitaron ciertos cruces, aperturas y encuentros, pero también limitaron otros, y en algunos casos expandieron el celo burocrático de registrar todo a niveles superiores. Lo que parece indiscutible es que la pandemia ha sido y es un tiempo en el que hubo que alterar posiciones y revisar certezas, en el que las desigualdades se hicieron más evidentes y aparecieron como un problema, y en el que las pedagogías tuvieron que revisarse a la luz de estos nuevos desafíos.

¿Qué quedará de todo esto cuando pase la pandemia? Ya se vio que los pronósticos iniciales fracasaron rotundamente, así que no habría que repetir la experiencia. Pero una mirada a la historia puede traer algunas perspectivas que ayuden a colocar este episodio en el largo plazo. El historiador Emmanuel Saint-Fuscien señala que, al término de la Primera Guerra Mundial, muchos de los cambios que se habían producido en el sistema educativo francés durante el conflicto bélico (más mujeres en puestos directivos, más autonomía y movilización de las comunidades escolares, apertura de contenidos curriculares) no pudieron sostenerse. Pero otros sí: en 1919 se equiparó el salario de maestras y maestros, en 1921 se creó la Liga Internacional para la Escuela Nueva, en 1923 se introdujo el autogobierno infantil en los planes de la escuela primaria, y avanzó la idea de una escuela secundaria unificada, ya que «si los hombres habían combatido en la misma trinchera, los niños tenían que sentarse en los mismos bancos de escuela»17. No se puede saber si las experiencias de haber pasado por situaciones de fragilidad y vulnerabilidad, de haber experimentado la necesidad de mejores infraestructuras públicas, de haberse preocupado por los efectos de la desigualdad, de haber ensayado una escuela que se desplaza, aunque sea de a ratos, de la preocupación por el control y el cumplimiento burocrático hacia formas de trabajo con más compromiso y desafío intelectual, dejarán huellas duraderas. No se puede saber eso, pero sí se puede intentar, desde la política pública, la investigación y la formación docente, que esos ensayos se vayan afirmando como posibilidades concretas para nuestras escuelas.

  • 1.

    Jonathan Zimmerman: «Coronavirus and the Great Online-Learning Experiment» en Chronicle of Higher Education, 10/3/2020.

  • 2.

    Banco Mundial: Actuemos ya para proteger el capital humano de nuestros niños. Los costos y la respuesta ante el impacto de la pandemia de covid-19 en el sector educativo de América Latina y el Caribe, Washington, DC, 2021.

  • 3.

    También en estos países hay desigualdad en el acceso, sobre todo en los sectores urbanos pobres. Sobre la experiencia europea, v. Niels Kerssens y José van Dijck: «The Platformization of Primary Education in The Netherlands» en Learning, Media and Technology, 2021; Ben Williamson y Anna Hogan: Commercialisation and Privatisation in/of Education in the Context of covid-19, Education International, Bruselas, 2020.

  • 4.

    Jenna Burrell: Invisible Users: Youth in the Internet Cafés of Urban Ghana, The MIT Press, Cambridge, 2012.

  • 5.

    INEGI: Encuesta para la medición del impacto covid-19 en la educación (ECOVID-ED) 2020, disponible en www.inegi.org.mx/contenidos/investigacion/ecovided/2020/doc/ecovid_ed_2020_presentacion_resultados.pdf.

  • 6.

    El proyecto «Recepción, experiencias y prácticas de la estrategia ‘Aprende en casa’ en la emergencia covid-19. Un estudio desde la heterogeneidad», cuya responsable es Rosa María Torres, es una investigación conjunta de la Universidad Pedagógica Nacional (UPN), DIE-CINVESTAV, Universidad Autónoma Metropolitana Unidad Xochimilco y Flacso México. Las entrevistas referidas fueron realizadas por Yuri Paéz y por mí.

  • 7.

    Como parámetro, puede verse el cálculo que hace un docente de la comunidad del ingreso promedio de las familias: 3.000 pesos mensuales (150 dólares). Entrevista a maestro de telesecundaria pública rural, estado de Guerrero, México, 12/3/2021.

  • 8.

    Entrevista a director de telesecundaria pública rural, estado de Guerrero, México, 22/3/2021.

  • 9.

    Ministerio de Educación de Argentina, Secretaría de Evaluación e Investigación Educativa: «Informe preliminar. Encuesta a docentes. Continuidad pedagógica en el marco del aislamiento por covid-19», 8/2020, disponible en www.argentina.gob.ar/sites/default/files/informe_preliminar_encuesta_a_docentes_enpcp.pdf.

  • 10.

    Ver Jonathan Crary: 24/7. El capitalismo tardío y el fin del sueño, Paidós, Buenos Aires, 2014.

  • 11.

    Geert Lotvink: «The Anatomy of Zoom Fatigue» en Eurozine, 2/11/2020.

  • 12.

    Además del libro de Burrell mencionado en la nota 4, v. la lúcida intervención de Evgeny Morozov: «Capitalism’s New Clothes» en The Baffler, 4/2/2019.

  • 13.

    Ben Williamson, Rebecca Eynon y John Potter: «Pandemic Politics, Pedagogies and Practices: Digital Technologies and Distance Education during the Coronavirus Emergency» en Learning, Media and Technology vol. 45 No 2, 2020.

  • 14.

    Maestra de quinto de primaria, escuela pública, Ciudad de México, 26/3/2021.

  • 15.

    Patrick Rayou (dir.): Faire ses devoirs: enjeux cognitifs et sociaux d’une pratique ordinaire, Presses Universitaires de Rennes, Rennes, 2010.

  • 16.

    Entrevista a maestro de telesecundaria pública rural, estado de Guerrero, México, 12/3/2021.

  • 17.

    Annie Tobaty: «L’école face à l’épreuve: quelle histoire?», entrevista a Emmanuel Saint-Fuscien en Administration et Éducation No 169, 2021, p. 20.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 293, Mayo - Junio 2021, ISSN: 0251-3552


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