Coyuntura
NUSO Nº 257 / Mayo - Junio 2015

¿Éramos felices sin saberlo? Viejas y nuevas fracturas en la sociedad venezolana

Alta inflación, tensiones políticas y económicas y dependencia petrolera en un contexto de caída de los precios del hidrocarburo dibujan un escenario complicado para Nicolás Maduro, el sucesor de Hugo Chávez desde 2013. No obstante, las grietas del prechavismo explican no solo la productividad del relato de Chávez sobre la «hora del pueblo», sino también la persistencia actual del chavismo en un contexto de retrocesos económicos e incluso sociales. Hoy, este fenómeno político se encuentra en crisis, pero la oposición no logra ni la estrategia ni la fuerza para desplazarlo del poder e inaugurar una era poschavista.

¿Éramos felices sin saberlo?  Viejas y nuevas fracturas en la sociedad venezolana

«Venezuela es un país dividido en dos: un país dominante y un país marginal. No ha podido integrarse en una sola nación y su realidad social está fracturada y en agonizante necesidad de unificación. Esta unificación es una cuestión de vida o muerte para el país, una cuestión de supervivencia». Lo anterior, aunque de una vigencia innegable, fue escrito hace 15 años por alguien a quien difícilmente hoy podría acusarse de chavista, y que rebatía ya ese intento de simplificar los hechos que hoy muchos encarnan cuando afirman que los venezolanos éramos felices pero no lo sabíamos.

Todo fenómeno social es complejo, polifactorial, lleno de matices, y explicarlo en pocas páginas plantea una serie de límites. En este artículo intentaremos, sin embargo, dar una mirada al quehacer político venezolano, repasando algunas etapas: la Venezuela de finales del siglo XX en la que incursiona el chavismo, la aparición de viejos fantasmas estructurales, pasando por los diferentes chavismos; por último, revisaremos las responsabilidades que tendrían las fuerzas de izquierda no chavistas en un escenario a menudo bastante entrampado y polarizado.

El quiebre de un sistema

Las variables que usaremos para ilustrar el cuadro social venezolano con el que se encontró Hugo Chávez en 1999 son tres: resultados del sistema de educación pública, gasto público social y participación política. El uso de estas tres variables responde al hecho de que están íntimamente conectadas con tres elementos esenciales del discurso y la praxis del chavismo desde su llegada al poder, a saber: un aumento pronunciado del gasto público social, una especial atención a la (re)masificación de la educación a través de misiones sociales como las llamadas Ribas y Robinson, y por último, un incentivo a la participación política de las comunidades, en un empeño por sustituir las formas representativas de la democracia por otras de participación directa.

Comencemos con la educación. Las aulas fueron, durante algunas etapas del gobierno de Chávez, un escenario de fuertes reacciones a ciertas políticas de Estado, posiblemente debido a lo inconsulto de los cambios que se introducían antes que al contenido mismo de las transformaciones. Echemos un vistazo al estado de la educación que se recibía en las escuelas de Venezuela dos o tres décadas atrás. En una investigación realizada por el Instituto Internacional para la Evaluación del Progreso Escolar durante la década de 1980, los niños venezolanos de nueve años ocuparon el último lugar en lo que se refería a las habilidades lectoras, en una evaluación en la que participaban otros 30 países del mundo, mientras que los adolescentes venezolanos lograron ubicarse solo por encima de Nigeria, Zimbabwe y Botswana. El pésimo desempeño escolar no era, sin embargo, homogéneo. Una investigación del Centro Nacional para el Mejoramiento de la Enseñanza de la Ciencia (Cenamec) halló, en 1991, en una evaluación que medía las habilidades matemáticas sobre 20 puntos, que estudiantes del sector de educación pública obtenían en promedio 4 puntos, mientras que los del sector privado alcanzaban los 10 puntos. Así, la educación, que había sido concebida como vehículo de movilidad social, se había transformado en reproductora de desigualdades. En cuanto al gasto público social, el panorama previo a la llegada del presidente Chávez tampoco era muy alentador. El porcentaje del PIB destinado al gasto público social en Venezuela estuvo durante toda la década de 1990 por debajo del promedio de América Latina. Mientras que entre 1990 y 1999 la región le dedicó en promedio 11,9% de su PIB, Venezuela asignó a esta misma área y en el mismo periodo un promedio de 8,48%. Además, Venezuela y Honduras son los únicos países de la región que llegaron al final de esa década destinando un porcentaje menor de su PIB al gasto público social que en los diez años precedentes. En este sentido, Venezuela exhibía un diferencial con tendencia a la baja en 1999, en relación con 1990, de -0,4%, al tiempo que Colombia, Paraguay y Perú, por citar tres ejemplos, reflejaban alzas de 7%, 4,3% y 3,5% respectivamente. Para 2013, el porcentaje del PIB destinado al gasto público social superaba el 20%.

Estas dos primeras variables contribuyeron sin duda a un resquebrajamiento del tejido social, que derivó en un desencanto que se expresó en niveles de participación política cada vez más bajos, lo cual se ve con claridad en el gráfico de esta página.

No es casual que el descenso más pronunciado se haya producido entre los años 1988 y 1993, luego de acontecimientos como el Caracazo de 1989, en el que se profundizó la ruptura entre las elites políticas y la sociedad, y la intentona de golpe de Estado del 4 de febrero de 1992 protagonizada por Chávez. A la caída de casi 20% en la participación con respecto al año 1988, hay que sumar la primera derrota que sufrían desde 1958 las fuerzas políticas que habían dominado hasta entonces el escenario: Acción Democrática y Comité de Organización Política Electoral Independiente (Copei). Se desconfiaba simultáneamente de los partidos tradicionales y del sistema que estos habían creado 35 años antes, en lo que se conoció como Pacto del Punto Fijo (1958). Los años previos a la llegada de Chávez al poder exhibían profundos niveles de atomización y polarización social, ligados a los efectos que las políticas neoliberales iban teniendo en los países de la región. La polarización incluso se territorializó y ha llegado a manifestarse a través de expresiones racistas que tienen hoy presencia en el escenario político. Las elites, encerradas en cosmovisiones etnocéntricas, miraban perplejas estos fenómenos sociales que no comprendían y que reducían a simplificaciones que debían explicarlo todo. Aún hoy es posible encontrar esas posturas en algunos espacios de la oposición.

Chávez y la hora del pueblo

Una de las ideas más apuntaladas y en la que se apalanca el imaginario del chavismo es la que sostiene que Chávez habría encarnado la llegada del pueblo al poder. La identificación de la clase política tradicional con cúpulas podridas frente al pueblo embaucado no solamente fue poderosa, sino que respondía en gran parte a la realidad venezolana. El chavismo tuvo, desde sus inicios, vocación de redefinir el quehacer político en un país que enviaba ya desde los años 80 mensajes que evidenciaban la inviabilidad de un mecanismo agotado de control del poder político. El llamado era a una urgente e impostergable renovación del contrato social venezolano, y no solo de ese contrato, sino de las formas en las que los «contratantes» participan en él. Ese pueblo, mayoritariamente pobre y excluido, se vio convertido de pronto en el protagonista de un relato y de una épica, mientras sus condiciones de vida mejoraban; el sistema, sin embargo, estaba anclado cada vez más en el uso exclusivo de la renta petrolera, y se alejaba simultáneamente de la generación de riqueza y de los procesos productivos. El propio Chávez se resignó ante el fracaso de la vieja idea de «sembrar petróleo» –es decir, usar ese recurso para industrializar el país, que importa la mayoría de lo que consume– y definió el modelo como «socialismo petrolero»: «Estamos empeñados en construir un modelo socialista muy diferente del que imaginó Carlos Marx en el siglo XIX. Ese es nuestro modelo, contar con esta riqueza petrolera», señaló en una de sus intervenciones en 2007.

No obstante, el vínculo entre Chávez y el pueblo venezolano, fundamentalmente el de las periferias sociales y geográficas, no puede ser explicado solamente por la redistribución de la renta petrolera, en una suerte de relación clientelar y de intercambio de transferencia de renta por votos. Chávez encarnaba, por su aspecto, por sus modos, por su origen, al grueso del pueblo venezolano, y este así se reconoció en él. Este elemento no puede ser subestimado al momento de intentar comprender el chavismo como un persistente fenómeno político, social y cultural, y a la hora de medir el peso que tiene el hecho de que haya sido el propio Chávez quien designó a Maduro como su sucesor.

Nicolás Maduro y el prematuro chavismo sin Chávez

Si los hijos de Chávez han quedado en una situación de orfandad, la expresión más evidente de ello pareciera ser, en un primer momento, la del presidente Maduro. Debajo de la disciplina partidista, en el chavismo subyace una importante diversidad de corrientes que se han ido forjando desde 1992, año de la intentona de golpe, e incluso desde antes. Estas corrientes son variopintas, y en ellas hacen vida intelectuales de izquierda, sindicalistas y militares, como es el caso de los compañeros de armas de Chávez Francisco Arias Cárdenas y Diosdado Cabello, que caminaron junto con él hacia la rebelión militar. Si para Chávez la unión cívico-militar era un objetivo estratégico con vistas a la consolidación de la revolución, a la luz de hitos como el Caracazo, la intentona del 4 de febrero de 1992 y luego el golpe de Estado contra su gobierno en abril de 2002 –en los que las Fuerzas Armadas habrían jugado un rol determinante en contra de las aspiraciones de las masas populares–, la propia cohesión del mundo militar era en sí misma una condición sine qua non, que con la sola presencia de Chávez se daba casi automáticamente. Pero la merma en la ascendencia de la figura presidencial sobre la Fuerza Armada desde la muerte del Comandante parece ya un hecho. Incluso ha generado inquietudes en amigos del gobierno, como el entonces presidente uruguayo José Mujica, quien manifestó temor ante la posibilidad de un golpe de Estado perpetrado por «militares de izquierda» descontentos con la gestión de Maduro. Más allá de lo justificado o no del temor de Mujica, la importante presencia militar en ámbitos ministeriales por un lado –es el grupo profesional con más carteras bajo su responsabilidad– y el profundo desconocimiento de lo que significa el mundo militar, sobre todo en sectores de las clases media y alta, generan en la oposición un fuerte sentimiento de incertidumbre.

Desde las corrientes que encarnan los intelectuales y académicos de izquierda, en junio de 2014 un hombre de una lealtad incuestionable hacia Chávez y de una solvencia ideológica muy valorada por el fallecido líder manifestó abiertamente el desagrado con respecto al rumbo que habría tomado la revolución. Ex-ministro para la Planificación durante el gobierno de Chávez y en los primeros meses de gobierno de Maduro, Jorge Giordani hizo pública una carta luego de que Maduro nombrara en su lugar al también ministro Ricardo Menéndez. La misiva de Giordani sentó un referente obligado a la hora de caracterizar el llamado «chavismo ideológico».

Giordani, quien acompañó a Chávez desde 1993 –cuando este último estaba aún en la cárcel– y quien se define como un militante de la causa del socialismo, reclama «modificaciones a la direccionalidad del proceso bolivariano», que según él perdió su rumbo luego de la desaparición física del líder. A la luz de su mirada, la deriva post-Chávez se estaría traduciendo fundamentalmente en:

- un creciente descontrol político de las instituciones del Estado, como Petróleos de Venezuela (PDVSA) y el Banco Central de Venezuela (BCV);- una actitud de escasa o inexistente disposición a la crítica «en una situación política cada vez más complicada», contrastando con un Chávez que «no pedía (sino que), exigía opiniones y propuestas»; - el otorgamiento de recursos masivos sin un programa fiscal encuadrado en una planificación socialista;

- la improvisación de cuadros sin experiencia y designaciones poco adecuadas para el manejo de los grandes fondos del Estado;- la ausencia de un necesario recuento de figuras de la revolución que el país considere transparentes en el manejo de fondos públicos, entre otros.

Pocos meses después de la carta de Giordani, en noviembre de 2014, miembros de la corriente Marea Socialista (MS) fueron expulsados del Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV). Se trata de un grupo que reúne a sindicalistas, académicos, intelectuales y colectivos que se definen como la izquierda del chavismo, pues de acuerdo con su análisis, en este movimiento se estarían sumando a los «revolucionarios» no solamente socialdemócratas y reformistas, sino también fuerzas conservadoras y reaccionarias –a menudo desde la izquierda chavista se habla de la «boliburguesía» (nueva burguesía bolivariana) o la «derecha endógena» como frenos al cambio social–. Bajo el lema «Ni burocracia ni capital: socialismo y más revolución», MS ha pasado a ser la cara visible de ese grupo, ya fuera del chavismo, es percibido como su sector crítico, aunque subraye al mismo tiempo su apego irrestricto a la Revolución Bolivariana.

¿Cifras incómodas o realidades que siguen increpando?

Estas voces, efectivamente «correctoras» más que opositoras, surgen en una coyuntura muy delicada para el Ejecutivo nacional, cuando se avecinan tiempos en los que será cada vez más difícil no solamente honrar las deudas de la República, sino abastecer el mercado nacional en rubros como medicinas y alimentos, debido a la caída mundial de los precios del petróleo. No nos dedicaremos aquí a inclinar la balanza hacia el gobierno y su tesis de la guerra económica que estarían librando los empresarios en alianza con la oposición y «el imperialismo», ni en favor del empresariado, que señala que la regulación de precios impuesta por el Estado no responde a las estructuras de costos, además de que las divisas para las importaciones no se estarían asignando eficientemente en un sistema de control de cambios. En todo caso, lo que subyace es la incapacidad de superar el modelo de «economía de puertos» –importación de casi todo lo que se consume en Venezuela–, sostenido en el rentismo petrolero y en la profundización de la dependencia de este recurso. Más allá de si las medidas de estatización de tierras y empresas del sector privado fueron adecuadas, de si el gobierno venezolano habría sido capaz de pasar a una socialización eficiente en procesos transparentes de planificación y control, o de si tal socialización habría incentivado la creación de nuevas fuerzas productivas, empresas mixtas y otras experiencias afines bajo una nueva cultura que trascendiera la parasitaria captación de renta, lo cierto es que Venezuela podría exhibir niveles de soberanía alimentaria que hoy parecen muy lejanos. Actualmente los venezolanos tienen que hacer largas colas para acceder a los productos básicos de consumo, así como a medicinas, lo que está condicionado por la existencia o inexistencia de los productos, debido a una escasez que se agrava y que se suma a una de las inflaciones más altas del mundo (alrededor de 60% anual), con tendencia al alza, y a medidas que se van generalizando, como la limitación de la compra de productos a un día a la semana de acuerdo con el número de cédula de identidad del comprador.

Esto, por un lado, evidencia una falla profunda en la estrategia aplicada para convertir a Venezuela en un país soberano en términos de alimentación y abastecimiento de insumos esenciales, y por el otro, genera espacios de opacidad en la administración de recursos públicos. A esta opacidad contribuye además un sistema cambiario de tres bandas que en este momento refleja diferenciales tan altos entre una tasa y otra, que estimula enormes desvíos de divisas.

Otro de los fenómenos que se han desbordado en la Revolución Bolivariana ha sido el de la violencia. Aunque no hay cifras oficiales disponibles desde 2009, ya para ese momento el Instituto Nacional de Estadística (INE) arrojaba en sus encuestas de victimización una cifra que superaba las 19.000 personas asesinadas en ese año. Las cifras de la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC, por sus siglas en inglés) no contradicen estas estimaciones y ubican a Venezuela como el segundo país de América Latina con más homicidios (53,7 por cada 100.000 habitantes).

Pero quizás sean las recientes cifras de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), así como de investigadores y universidades venezolanos, que reflejan un retroceso en materia de pobreza hasta niveles similares e incluso peores a los de 1998, las que más cuestionan la prédica del gobierno. Esto no solamente sería un durísimo golpe para el chavismo, que se vería desprovisto de su principal bandera –la reducción de la pobreza–, sino que pondría en duda la superación estructural de la exclusión social, que habría estado entonces supeditada a la transferencia directa de renta y no a un proceso emancipador y de empoderamiento, económicamente sostenible, de las bases populares.

Mientras los pésimos resultados en materia escolar y una participación política de baja intensidad fueron indicadores que acompañaron la llegada del chavismo al poder, hoy en día las tasas alarmantes de inflación, escasez y homicidios, la poca transparencia en la administración de los recursos del Estado y lo que pareciera ser un retroceso a niveles de pobreza que se pensaban superados amenazan la gestión de Maduro. El chavismo se ha visto hasta ahora legitimado gracias a la existencia de condiciones objetivas para transformaciones profundas, pero cabría preguntarse si las condiciones subjetivas que estas transformaciones requieren, y que están concentradas seguramente en las bases de la sociedad, en el chavismo social y los sectores populares organizados, han sido habilitadas desde el poder político para un verdadero proceso de transformación de las relaciones de poder. Por momentos se puede pensar que esas condiciones subjetivas se han visto capturadas por la burocracia estatal y por el chavismo político, de tonalidades más pragmáticas. En un sentido gramsciano, estaríamos asistiendo a un escenario de crisis, en el que lo que debía desaparecer –lógicas contractualistas, mercantilistas, clientelares y de dominación económica y política– no ha desaparecido, y lo que debía emerger –una sociedad más dada a lo frugal y a la solidaridad– no termina de aparecer. Venezuela se aproxima a elecciones parlamentarias que se celebrarán en la segunda mitad de 2015 y para las cuales tanto la oposición como el oficialismo acudirán a elecciones primarias para elegir a sus candidatos. Sin embargo, el acceso a recursos económicos, en un país en el que los partidos políticos no cuentan con financiamiento estatal, no solamente determina la posibilidad de generar elecciones primarias en mayor o menor escala, sino que incide también en quiénes pueden presentarse a estas jornadas electorales. Esto empaña de entrada un proceso que se verá sin duda afectado por la profunda desmovilización que sufren por igual chavismo y oposición, aunque por razones muy distintas. Ante esta situación, los acuerdos y consensos entre partidos para la definición de candidatos surgen como una opción casi inevitable; pero si estos acuerdos no responden a los liderazgos naturales y a la legitimidad de estos, habrá posiblemente un pase de factura en términos de abstención, en un proceso que históricamente en Venezuela no ha contado ni con la atención plena del electorado, ni tampoco con la de los propios candidatos electos.

Entre tanto, en el terreno de la oposición parece estar ganando apoyo el sector de Leopoldo López (ex-alcalde del municipio Chacao), quien se encuentra preso desde febrero de 2014 por una orden emitida por la Fiscalía General de la República, acusado de promover protestas que arrojaron un saldo de más de 40 personas muertas. Paralelamente, Henrique Capriles –con posiciones más moderadas y la apuesta de ganarle al chavismo en las urnas– viene perdiendo espacio, mientras que el ex-chavista y gobernador del estado de Lara Henri Falcón no logra consolidar su «tercera posición» entre chavismo y oposición. La reciente aprobación parlamentaria del índice de estimación de la población según la proyección elaborada por el Consejo Nacional Electoral y el INE para 2015, que implica un cambio en la distribución de los circuitos electorales que beneficiaría al chavismo, contribuye a la frustración electoral de la oposición y al fortalecimiento, por el momento, de sectores más duros, como el de López y la ex-diputada María Corina Machado.

Lo que queda claro es que chavismo y oposición están enfrentados a un mismo problema, pero desde muy distintas perspectivas: mientras el chavismo debe evitar un alejamiento de las bases sociales, la oposición debe resolver la dificultad de no saber cómo, ni con qué, acercarse a ellas para enamorar al «pueblo chavista».

Silencio ensordecedor

La irrupción del chavismo en el mapa político venezolano ha generado la reaparición de obligaciones muchas veces olvidadas por los partidos. Hoy existe una innegable necesidad de construir conjuntamente, partidos y sociedad civil, nuevos relatos en los que se encuentren a sí mismos todos los actores, y que relacionen a todos los miembros de la sociedad. Los viejos relatos monocromáticos social y culturalmente expresados deben ser superados. Por desgracia, la reducción del escenario venezolano a lógicas maniqueas no puede contribuir a que esto ocurra. Por otro lado, a los partidos políticos de la oposición venezolana se les reclama e increpa frecuentemente desde la sociedad civil por la ausencia de propuestas claras y concretas, y por responder de maneras a menudo equívocas frente al chavismo.

En este marco, ¿qué pasa con las fuerzas de izquierda que, sin ser chavistas, mantienen su esencia contestataria y que podrían fungir como bisagras entre sectores extremos que parecieran estar entrampados y hasta prisioneros en su propia lógica? Ante la izquierda no chavista y las fuerzas progresistas se levanta una disyuntiva desafiante: plegarse a la lógica de la polarización que pequeños, pero ruidosos, sectores de la oposición y del chavismo estimulan, y dilapidar con ello la propia identidad y asumir una prédica reaccionaria, o retomar los debates y las posturas que alguna vez abandonaron, lo que las colocaría como una izquierda renovada, que lejos de rechazar el conflicto y hacer apologías peligrosas y antipolíticas de los consensos –como diría Chantal Mouffe– revive dialécticas fértiles y constructivas en un sentido habermasiano, más deliberativo. Estamos persuadidos de que los espacios dialógicos entre esta nueva izquierda y las corrientes críticas del chavismo generarían discursos verdaderamente subversivos ante el sistema y la lógica conservadora que se desea superar.

Por supuesto, los partidos de la izquierda y la centroizquierda venezolana no chavista no pueden pretender una reconexión con el relato y con la sociedad venezolana sin antes transitar por un proceso profundo y serio de reposicionamiento, por lo menos en dos sentidos: ideológico e histórico. En primer lugar, se debe hacer frente a las derivas pospolíticas, dando contenido programático a los planteamientos, y conseguir que los partidos se reinstitucionalicen, abandonando la figura que han asumido muchos de ellos de maquinarias captadoras de votos y plataformas electorales. Pero luego deben asumir las cuotas de corresponsabilidad que algunos de ellos tuvieron en las postrimerías de la llamada Cuarta República. Hay que decirlo, una Cuarta República tremendamente simplificada por las élites políticas y desconocida por las nuevas generaciones.

Por el momento, sin embargo, los partidos de oposición parecen estar reproduciendo aquello que critican en el chavismo: personalismos, opacidad en las acciones, autocracia, clientelismo, sumados a un entumecimiento ideológico y una carencia de recursos que los amarran muchas veces a personajes y conductas muy nocivos.

Un verdadero gobierno de unidad nacional no será aquel que surja del acuerdo entre elites, sino uno que sea capaz de recoger a las grandes mayorías del país bajo un discurso incluyente que sea correlatado por la mayor cantidad y diversidad de actores posibles. En este momento, ni la oposición reunida en la Mesa de Unidad Democrática (MUD), ni el oficialismo bajo el paraguas del PSUV, lo están consiguiendo. Ambos representan a las dos primeras minorías, mientras parece ir emergiendo una mayoría que espera.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 257, Mayo - Junio 2015, ISSN: 0251-3552


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