Opinión
agosto 2020

El reseteo del capitalismo tecnológico

La tendencia a la monopolización es una de las claves del capitalismo tecnológico actual. Una perspectiva progresista debería reflexionar sobre la materia y romper los cercos que se imponen en este nuevo modelo.

El reseteo del capitalismo tecnológico

El 13 de agosto, a las dos de la madrugada, el director ejecutivo de la empresa Epic Games, Tim Sweeney, mandó un correo a su tocayo y contraparte en Apple, Tim Cook. La misiva decía escuetamente que su compañía, fabricante del popular juego Fortnite, ya no iba a adherirse más a las restricciones de pago en la tienda virtual de Apple. «Tengo la firme creencia que la historia y la ley están de nuestra parte», sentenció.

El accionar del monopolio de Apple sobre el procesamiento de pagos de aplicaciones de terceros y las molestias que esto conlleva son bien conocidos. De hecho, aunque el abierto desafío de Epic Games a la compañía más valiosa del mundo es excepcional, tampoco está sola en su inconformidad con Apple. Pero hay algo que se conoce menos: la forma en que esta empresa y otras grandes compañías tecnológicas ocasionan un cortocircuito en la forma en que nuestras sociedades gestionan la relación entre el mercado, las nuevas tecnologías y las brechas sociales.

Nuestra actualidad puede ser definida como una nueva «edad dorada», cuyas maravillas tecnológicas polarizan al mundo económica y socialmente. Se trata de una «edad dorada» similar a aquella que caracterizó el periodo previo de las grandes guerras, en la que carteles y monopolios lo dominaban todo (desde la Standard Oil de John D. Rockefeller a los opacos acuerdos financieros coordinados por J.P. Morgan). A esta nueva época la definen, a diferencia de la del pasado, cercamientos tecnológicos que generan monopolios modernos, como la tienda de Apple que se impone entre clientes y desarrolladores.

La brecha social, política y existencial contemporánea es consecuencia y no causa de esta realidad. Las tecnologías modernas polarizan las interacciones y esquinan los mercados a su favor. Lo que se impone como reto es su democratización. En definitiva, la resistencia a un futuro cercado que tacharía los beneficios de una sociedad que aspiró a «custodiar a los custodios», lograr un bienestar de clase media y gozar de pluralismo democrático.

Los nuevos cercos tecnológicos

Existe una abundante bibliografía sobre los «cercamientos» nacidos en las décadas tardías del siglo XV y comienzos del XVI, cuando se inicia el quiebre de los vínculos feudales entre siervo y señor de la tierra, inicialmente en Inglaterra. Karl Marx, con su acostumbrada mordacidad, relata en El capital la usurpación de las tierras comunes (a las que los siervos tenían acceso para consumo familiar) a manos de una nueva generación de nobles en «insolente conflicto» con sus antecesores feudales. Con el lento desarrollo del capitalismo comercial, esta nueva generación alineó sus intereses con el Parlamento y aspiró a enriquecerse más allá de los usos y costumbres permitidos por la nobleza. Con la «sangrienta disciplina» que impuso esta acumulación primitiva, la abierta y cruda privatización de estos recursos lanzó a esa nueva clase de proletarios a las ciudades sin salvaguardas.

En su clásico La gran transformación, Karl Polanyi aseguraba que estos encercamientos fueron el primer intento de desacoplar el entonces incipiente mercado de la institucionalidad social y productiva de ese entonces, donde existían deberes de cuidado, aunque mínimos. En un interesante veredicto histórico del liberalismo clásico, escribiría que «el laissez faire estuvo planificado, mientras que la planificación [social, la reacción a cargo de la Corona para mitigar los efectos negativos de los cercos] no lo estuvo». Las mismas palabras valen, siglos después, para el orden neoliberal.

La crisis del coronavirus exacerbó tendencias que hasta hace poco eran visibles, pero incipientes. Actualmente, el proceso es más sutil. No obstante, es posible constatar que existió planificación en esta solapada acumulación primitiva «versión 2.0». Las grandes compañías de tecnología devaluaron los protocolos abiertos de la internet que permitían una relativa porosidad en el trasiego de información. Crearon un mundo donde las plataformas y los agregadores cercaron grandes espacios para monetizar a un consumidor cautivo. La visión del científico de la computación y creador de la World Wide Web Tim Berners-Lee de impedir la exclusividad de estos protocolos y de evitar que una sola organización manejara internet seguiría siendo cierta. Pero ya no sería un espacio abierto.

El negocio de estos monopolios modernos es capturar externalidades, jerga microeconómica para describir el efecto incidental y, si es beneficioso, el valor indirecto que genera la relación de mercado a un tercero. Estas nuevas compañías generan más valor al tener más usuarios. Capturando al usuario, se esquina el mercado. Esto proporciona «fosos protectores» que dificultan las amenazas de competidores potenciales. Estos «fosos» no son inherentes a los monopolios modernos: las inversiones más rentables de Warren Buffett fueron en compañías con explícitos y profundos fosos protectores. Buffett, de hecho, repite con gusto que «la competencia es perjudicial para la riqueza». Visto así, las compañías de tecnología solo adoptaron el mantra de la no competencia que Buffett enseñó a lo largo de su carrera.

Por eso, más que ese reset que se ha previsto discutir en el cónclave de Davos en 2021, el mundo experimentó un cortocircuito entre la economía real y la utilidad neta de estas grandes compañías. Este cortocircuito es evidente en la desconexión entre las altas finanzas y la economía de los hogares estadounidenses. La valorización del Nasdaq, el índice que aglutina a las compañías de tecnología más importantes de ese país, tiene niveles récord de capitalización en plena pandemia y las cifras de desempleo triplican el promedio histórico.

Esta desconexión es propia de un mundo dominado por monopolios. En su libro The Myth of Capitalism [El mito del capitalismo], Jonathan Tepper subraya que los votantes hoy reconocen lo quebrado del sistema, pero asegura que «no es el bajo crecimiento económico lo que está incrementando la desigualdad, sino el aumento de la concentración de mercado y la muerte de la competencia». En la vieja «edad dorada», otros también lo entendieron. John Hobson, desde su visión liberal sobre el imperialismo, reconoció que fue la estructura monopólica del mundo decimonónico lo que empujó a sangre y fuego la apertura de nuevos mercados, contrario a la historia liberal whig que tanto sacó a Marx de sus casillas. Ni qué decir a Vladímir Lenin, quien también notó la creciente desigualdad en la acumulación y en el despliegue de capital anterior a la crisis de 1929.

El cortocircuito social y la «gran polarización»

Peter Termin, economista e historiador del MIT, escribió un libro audaz titulado The Vanishing Middle Class. Explicó el fenómeno de la desaparición de la clase media en Estados Unidos usando el modelo desarrollista que el Premio Nobel de Economía Arthur Lewis utilizó años atrás para explicar las economías duales en los «países en desarrollo». En efecto, la clase media desaparece porque no tiene cabida entre estos dos mundos, uno de subsistencia donde el valor marginal del trabajo es casi cero, y el otro caracterizado por una economía de enclave altamente tecnológica. Para mantener el ritmo de crecimiento, se requiere mantener la economía de subsistencia contra el piso. Mientras más bajo sea el salario, mayor valor creará el enclave moderno al usar a estos trabajadores en sus procesos.

Al automatizar los trabajos de la clase media, irónicamente los más fáciles de reemplazar, esta capa social perdió la capacidad de mediar entre las presiones de un mercado con ansias de desacoplarse de la sociedad y la institucionalidad pública del Estado de la posguerra. Este desacoplamiento sería facilitado por la «paradoja de Moravec», que indica que es relativamente fácil enseñarle a una computadora a jugar damas o ajedrez al más alto nivel (o tomar dictado, traducir una página o cuadrar la logística de un proceso o la contabilidad de una empresa), pero no es tan fácil enseñarle lo que un niño de preescolar sabe en materia de cognición o movimiento. Así, las oficinas corporativas de Amazon usan tecnología de punta para trazar la entrega de un paquete con precisión milimétrica, pero usan para embalarlos a miles de empaquetadores con salarios de subsistencia y sin protección sindical. Además de tecnologías sin costos marginales, el nivel de subsistencia de trabajo tecnológico por contrato y de poca seguridad tiene escasos beneficios adicionales de bienestar para gran parte de la población. Todo esto crea brechas sociales.

Democracia e instituciones para una polarización constructiva

Como diría Polanyi, el doble movimiento a favor del reacoplamiento social en esa primera época estuvo a cargo de poderes públicos desgastados que reaccionaron de forma instintiva. Tanto ayer como hoy, carecían del peso y la legitimidad para implementar robustos procesos y resguardos sociales. La burocracia europea, y en menor escala la estadounidense, como sus antecesores del ancien régime feudal, ofrecieron resistencia a estos monopolios modernos. Sin duda, el caso contra Microsoft en 2001 fue clave para repensar las estrategias de ligar servicios y aplicaciones. Desde 2010, la Comisión Europea acusó a Google de utilizar su poder de mercado en desmedro de sus competidores. Entretanto, Google y Microsoft tienen niveles de capitalización inéditos en medio de este nuevo «insolente conflicto» entre viejos y nuevos actores.

Existen trampas implícitas en una regulación especial para estas compañías. Después de todo, Google tiene, como agregador, una relación directa con sus consumidores. Existen comunidades de desarrolladores que le pagan a Google para tener la oportunidad de servirle mejor. Eso es voluntario. Si existe desventaja con otras aplicaciones, eso es un problema de la plataforma que administra Google (el Google Store) y merece un trato distinto y específico. En efecto, la pelea entre Epic Games y Apple se circunscribe a este último punto. Estas sutilezas son importantes y propician el debate sobre si en efecto estos monopolios modernos merecen ser considerados como utilidades públicas, visto el rol que desempeñan y el alcance de sus servicios.

En un reciente artículo publicado en Nueva Sociedad, Ricardo Dudda reconoció correctamente que «los países que están interviniendo más en la economía no son necesariamente los más progresistas, los países que menos están interviniendo en la economía no son necesariamente los más neoliberales». El problema es que estas inconsistencias tienen raíces materiales más allá del discurso ideológico. Estos monopolios diseñan la retórica misma sobre la cual hablamos del presente. Tal es su poder. No es coincidencia que hablemos de reiniciar la sociedad, como si fuera un celular que no responde. Más bien este reset es tratar de reiniciar el celular como respuesta a la queja de alguien en la línea. La ciudadanía elevó su voz, y ahora reiniciar al modelo de fábrica más sencillo se podría considerar como una falta de respeto.

Existe un aspecto aún más crítico de nuestra «gran polarización». Se trata de que la misma concepción del Estado está rota porque refleja esa misma mentalidad de monopolio. Gran parte del fracaso de la administración pública contemporánea fue regular lo que era innecesario, no innovar procesos y no planificar resguardos para situaciones previstas pero inmaduras. No sabemos cuándo nacerá el cisne negro, pero cuando crece resalta poco a poco en el estanque. No es invisible. Esta es la mejor metáfora para ver la falla del Estado en no entender que hay riesgos incalculables, pero igual de incalculable es la capacidad que tenemos como sociedades para hacer frente a estos retos. Por eso, el reto debe propiciar actuar con audacia, con atención a las sutilezas. Solo así el veredicto histórico, de resistir y cambiar el futuro que nos convidan, será favorable a nuestro progreso como sociedades.



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