El largo abril de Nicaragua
diciembre 2018
En 2018, Nicaragua sorprendió al mundo con una revuelta cívica que condujo a una de las más profundas crisis de las últimas décadas. Agravada por las sistemáticas y cada vez más peligrosas violaciones a los derechos humanos cometidas por el gobierno de Daniel Ortega y Rosario Murillo, la crisis se ha convertido, para la mayoría de los nicaragüenses, en un largo abril que todavía no termina.
Una dictadura al descubierto
Antes del estallido social, la comunidad internacional pensaba que Nicaragua era un país con relativa estabilidad y paz, en comparación con sus vecinos centroamericanos. Contaba con indicadores favorables en seguridad; empresarios y gobierno se mostraban satisfechos con la estabilidad y el crecimiento económico; las políticas sociales presentaban grandes brechas de desigualdad, pero había cobertura de ciertos servicios básicos a la población. En lo político, aparentaba cumplir con las formalidades de una democracia. Sin embargo, la insurrección cívica reveló que en realidad Nicaragua vivía una ficción y que las sistemáticas denuncias sobre la deriva autoritaria del régimen eran ciertas.
Durante los diez años de Daniel Ortega en la Presidencia (2007-2018), el país ha transitado de un régimen democrático liberal a uno autoritario y, en los últimos meses, a una dictadura abierta. Los rasgos sobresalientes son la centralización de las decisiones en la pareja presidencial conformada por Ortega y su esposa, Rosario Murillo; la subordinación de los demás poderes estatales al Ejecutivo; el abandono del Estado de derecho y la restricción progresiva de los derechos fundamentales, especialmente el derecho al voto, la libertad de expresión y la libertad de movilización. En lo formal, el gobierno de Ortega siempre mantuvo la fachada de una democracia recubriendo su autoritarismo bajos artilugios legales y una supuesta legitimidad basada en alianzas claves con los empresarios privados y el Ejército.
Mientras el matrimonio Ortega-Murillo transformaba el régimen político, la sociedad nicaragüense experimentaba también un cambio en su cultura y prácticas políticas, particularmente las tres generaciones de jóvenes nacidos en la época de la posrevolución, los mismos que se lanzaron a la calle en abril reclamando libertad, democracia y justicia. La profundidad de la crisis no es solamente la revelación de un gran descontento acumulado durante diez años de autoritarismo, es también la revelación del cambio que se está gestando entre el autoritarismo remanente de las épocas pasadas y una nueva era democrática. El régimen Ortega-Murillo es la expresión del orden decadente.
La burbuja del descontento
En abril estalló una enorme burbuja de descontento que había venido creciendo durante diez años. Sus causas son diversas, pero una las más importantes es la expectativa frustrada de los ciudadanos con un gobierno que alimentó la esperanza de la mejora económica y social, pero prefirió continuar las políticas neoliberales establecidas desde inicios de los años 90. La otra razón es la imposición política mediante la vigilancia, el control y la represión ciudadana ejercidos a través de varios dispositivos, entre ellos la policía, los tribunales de justicia, los grupos de choque conformados por simpatizantes del gobierno, los Consejos del Poder Ciudadano (CPC) y los Gabinetes de Familia.
La gran mayoría de los nicaragüenses esperaba que el gobierno cumpliera sus promesas de mejoría económica y políticas sociales más amplias e incluyentes; pero este, en cambio, decidió manejar esas expectativas con políticas populistas y clientelistas. En el ámbito político, las restricciones a derechos fundamentales avanzaron aceleradamente, en especial el derecho al voto, vulnerado por la falta de transparencia de los procesos electorales; la libertad de expresión, limitada seriamente por el asedio a la prensa independiente y el incremento del temor de los ciudadanos a expresar sus opiniones políticas; el derecho a la libre movilización y manifestación, con el impedimento a la realización de marchas y otras acciones de protesta, entre otros.
El descontento comenzó a manifestarse desde 2013, cuando emergió un ciclo de conflictos y movilización social que tenía como protagonistas al movimiento campesino, que rechazaba la concesión otorgada a una empresa china para la construcción de un canal interoceánico; el movimiento de rechazo a la minería en distintas localidades del país; las comunidades indígenas de la costa Caribe que reclaman la titulación de sus tierras y el cese de las invasiones promovidas por latifundistas; y un movimiento ciudadano para el restablecimiento de la democracia. Antes de abril, una gran muestra de descontento masivo y cívico fue la alta abstención en las elecciones generales de 2016 y en las subnacionales de 2017.
El estallido de abril
La insurrección cívica de abril, como se la ha llamado, se convirtió en el punto álgido de la movilización y protesta social en curso. Como se sabe, los ciudadanos se volcaron a las calles de forma autoconvocada para protestar contra un decreto presidencial que reformaba de facto el sistema de seguridad social. Los primeros brotes de protesta fueron brutalmente atacados por los grupos de choque conformados por simpatizantes del gobierno y fuerzas policiales. Sus primeras víctimas fueron personas de la tercera edad, la mayoría de ellos pensionados que fueron insultados y vapuleados impunemente.
Las imágenes de los ataques encendieron el ánimo de tal manera que la gente se lanzó masivamente a las calles para protestar, encabezados por jóvenes de tres generaciones nacidas en la posrevolución. A partir de allí se conformó en todo el país un movimiento cívico, multitudinario, autoconvocado, en el que participan numerosas organizaciones y grupos, algunos de ellos organizados durante la crisis y otros, desde antes. El repertorio de acciones del movimiento ha sido amplio y creativo y ha utilizado todos los recursos disponibles: desde los colores de la bandera nacional, pasando por globos, dibujos, música, audiovisuales, carteles, lemas, memes y redes sociales.
Durante los primeros meses de la revuelta, las acciones sociales fueron masivas y multitudinarias, y esto colocó al gobierno en una posición crítica; así, se vio obligado a convocar a un diálogo nacional que pocas semanas después truncó él mismo cuando se percató de que la contienda política estaba planteada en torno de temas críticos como la justicia, la salida de Ortega de la Presidencia y el adelanto de las elecciones en condiciones de transparencia.
La represión con que el gobierno respondió a las protestas ha pasado por varias etapas y ha escalado rápidamente la violencia estatal de forma brutal. Esa represión es ejecutada principalmente por la policía, los grupos de choque y grupos paraestatales, pero ha incluido también la colaboración activa de jueces y otros funcionarios públicos. Sus consecuencias la han convertido en una crisis de derechos humanos y humanitaria por el saldo de víctimas: más de 350 personas asesinadas, miles de heridos, más de 500 personas apresadas y enjuiciadas, y cerca de 50.000 personas obligadas a salir del país. El gobierno ha impuesto de facto un estado de excepción en el que los ciudadanos no tienen garantizados sus derechos fundamentales.
De acuerdo con los informes elaborados por organismos de derechos humanos como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (OACNUDH), Amnistía Internacional y, más recientemente, el informe presentado por el Grupo Interdisciplinario de Expertos Internacionales (GIEI) de la CIDH, las violaciones de derechos humanos cometidas por el gobierno de Nicaragua constituyen crímenes de lesa humanidad. Ortega ha rechazado los informes y expulsado del país a los organismos internacionales.
La apuesta de Ortega
El gobierno apostó a ganar la partida de la crisis instalándose en un escenario de terror y caos controlado. La represión abierta de los primeros meses y las acciones de represalia posteriores contra líderes del movimiento, especialmente los jóvenes; la invasión de propiedades pertenecientes a los empresarios privados que se atrevieron a desafiarlo; los ataques a la Iglesia católica, en especial a ciertos obispos; los juicios espurios a los prisioneros políticos; los graves ataques a la prensa independiente; la cancelación de las personerías jurídicas a varias organizaciones sociales, así como el asalto y la confiscación de sus bienes violando todos los procedimientos establecidos, forman parte de este escenario.
En la medida en que han escalado los niveles de violencia y represión, los costos políticos internos y externos se han incrementado para el gobierno. El apoyo ciudadano ha quedado reducido prácticamente a las fuerzas policiales, los grupos paraestatales, funcionarios públicos fanatizados y otros que no se atreven a expresar su descontento por temor a las represalias. La alianza con los grandes empresarios está rota y no tiene visos de arreglo, mientras que el Ejército se ha mantenido públicamente al margen de la represión, pero guardando un silencio que es interpretado como cómplice.
Ortega también se aisló de la comunidad internacional con su negativa sistemática al diálogo y las graves violaciones a los derechos humanos documentadas por los organismos internacionales. Enfrenta fuertes sanciones impuestas por Estados Unidos a través de un decreto presidencial y una ley aprobada por el Congreso y, a pesar de todo, la estrategia de represión no ha surtido efecto. Dentro del país y fuera de él, los nicaragüenses no han cesado las acciones de protesta, mientras la comunidad internacional examina vías y mecanismos para ayudar a resolver la crisis. El efecto económico de la crisis es también un factor que ya pesa desfavorablemente sobre el escenario construido por Ortega. El desenlace todavía luce incierto y difícil. Así, Nicaragua está sumida en el prolongado abril que seguimos viviendo.