Opinión
octubre 2019

El hombre de la vigilancia permanente

Sobre la autobiografía de Edward Snowden

En 2013, Edward Snowden relevó que el gobierno de Estados Unidos era capaz de espiar las comunicaciones de millones de ciudadanos a escala mundial. En su autobiografía, el ex espía cuenta los motivos que lo impulsaron a revelar esa información.

<p>El hombre de la vigilancia permanente</p>  Sobre la autobiografía de Edward Snowden

«Solo temo una cosa al hacer esto: que la gente vea estos documentos y encoja los hombros; que diga ‘suponíamos que esto estaba pasando» y no le importe. A lo único que le temo es a hacerle todo esto a mi vida y que no sirva para nada», le decía Edward Snowden a Glenn Greenwald a los pocos días de conocerse en Hong Kong. El ex-espía acababa de contarle los secretos que lo condenarían de por vida a la persecución del país más poderoso del mundo. Esa pincelada confesional de Snowden, aparecida en el libro de Greenwald Sin lugar para esconderse (2014), esbozaba un alma torturada por averiguar si había hecho la mejor elección.

Vigilancia permanente, la autobiografía del ex-espía publicada en septiembre de este año, se transforma en ese contexto en la pieza faltante de un rompecabezas formado por un sinnúmero de notas, libros, documentales y películas hechas en torno de su figura: ¿cómo fue el recorrido vital de Snowden que lo llevó a hablar con la prensa sobre la monstruosidad del monitoreo comandado por plataformas digitales y servicios de inteligencia? Al responder esa pregunta, el libro completa la imagen.

¿Cómo fue el recorrido vital de Snowden que lo llevó a hablar con la prensa sobre la monstruosidad del monitoreo comandado por plataformas digitales y servicios de inteligencia? El libro responde la pregunta.

Hace años que existen denuncias sobre cómo los dispositivos digitales espían a la población global conectada a internet. Julian Assange fue uno de los más insistentes y conocidos, pero no el único. Otros, de quienes aprendió Snowden, se inmolaron inútilmente pensando que el sistema los apoyaría y terminaron asediados por amenazas y acusaciones de todo tipo. Unos pocos funcionarios de Estados Unidos se atrevieron a pedir explicaciones, pero se les mintió en la cara y comprendieron los riesgos de seguir adelante. Demócratas, republicanos, senadores o presidentes: ninguno se atrevió a indagar para saber qué era realmente lo que estaba pasando en las entrañas del sistema norteamericano hasta que Snowden brindó los detalles de la maquinaria.

Cuando en 2013 filtró miles de documentos a través de los periodistas Glenn Greenwald y Laura Poitras, no quedó más espacio para las dudas: el sistema de inteligencia esadounidense estaba sumido en una orgía de contratos leoninos con empresas privadas para llevar adelante la invasión sistemática a la privacidad más grande del mundo, con excepción, posiblemente, de China (que todavía no tuvo su propio Snowden).

Pero primero rebobinemos un poco.

El sueño de internet

Snowden rastrea en su propia vida –la típica del chico de clase media norteamericano nacido en la década de 1980– las señales de lo que vendría después. Allí encuentra una tradición familiar de funcionarios públicos, una estirpe satisfecha con su rol en el destino de la nación y que incluye a su padre, un guardacosta orgulloso por su responsabilidad. Buena parte de los vecinos también trabajaban en el Estado, muchos en tareas sensibles de las que era mejor no hablar: nadie daba ni pedía detalles, un buen entrenamiento para cualquier futuro espía.

En segundo lugar, y probablemente más determinante para el futuro del pequeño Edward, fue la llegada de la primera computadora a su casa y, sobre todo, de internet. En esa red de redes primitiva y horizontal encontró un mundo donde podía relacionarse con cualquiera y acceder anónimamente a cualquier información sin generar prejuicios. Internet era un paraíso para ese niño introvertido, con una curiosidad infinita pero que rechazaba cualquier forma de escolaridad. Como producto de esa relación simbiótica con internet, sufrió profundamente la mutación de la red hacia un coto de caza controlada por las corporaciones y el dinero, en la que el anonimato liberador se transformó en pocos años en un registro obsesivo de todo y de todos.

El punto de clivaje de la autobiografía, tanto por razones geopolíticas como personales, se dio el 11 de septiembre de 2001, cuando el ataque a las Torres Gemelas trazó un línea capaz de dividir la historia. A partir de ese momento nada sería igual: el gobierno de George W. Bush generó las condiciones legales para que las agencias de inteligencia, aún sacudidas por la humillación de un ataque terrorista en el corazón del imperio, obtuvieran carta blanca para sus tareas de «prevención». Así avasallaron la privacidad de extranjeros o connacionales y, sobre todo, dispusieron de recursos ingentes para financiar una fiesta de tercerización.

Los servicios de inteligencia ya habían comprendido que el viejo sistema de espionaje con persecuciones y pinchaduras no servía más: las corporaciones que trabajaban en internet habían aprendido a recopilar y procesar los datos acumulados como parte de su modelo de negocios. Alcanzaba con asociarse o imitarlas para saber quién estaba dónde, hablando con quién, sobre qué y en tiempo real. Ya no se necesitarían agentes encubiertos viajando por el mundo detrás de sus víctimas, sino informáticos capaces de administrar sistemas de manera eficiente. El flamante negocio acicateaba a las empresas a contratar profesionales (por los que las empresas cobraban una comisión) sin hacer demasiadas preguntas. Así fue como un joven de 22 años, engolado por el patriotismo post-Torres Gemelas y con apenas un par de certificados educativos en la mano, llegó a participar «en el cambio más significativo de la historia del espionaje estadounidense: el paso de la vigilancia selectiva de individuos a la vigilancia masiva de poblaciones enteras».

Gracias a la ignorancia de muchos de sus compañeros y la ambición de las empresas y los políticos, en pocos años se transformó en administrador de sistemas secretos y accedió a informes detallados sobre los mecanismos invasivos utilizados para recopilar datos de todos los dispositivos conectados a internet. Su tarea era bastante rutinaria y cada vez que ingresaba a un nuevo puesto o proyecto se tomaba los primeros días para automatizar buena parte de sus tareas. Con el tiempo libre siguió haciendo lo que siempre le había gustado: curiosear. Pero ahora lo podía hacer entre los mayores secretos de Occidente.

Pese al dinero que repentinamente fluía y que parecía satisfacer cualquier inquietud de sus colegas, Snowden sentía una incomodidad creciente. Veía cómo se repartían contratos inflados (su propio sueldo incluido) a empresas que prometían modernizar un sistema obsoleto y lleno de incongruencias pero cuyo fin era algo que iba contra la ética de un país democrático. Una vez en el corazón de la bestia, su profunda ingenuidad política se tensó con cada nueva evidencia de lo que realmente estaba ocurriendo. Mientras sus compañeros de oficina disfrutaban mirando las fotos íntimas de aquellos a quienes espiaban, Snowden veía desmoronarse el ideario estadounidense de libertad y derechos que abrazaba desde su infancia. La esperanza de que el régimen de Barack Obama cambiara algo se perdió rápidamente luego de que este ratificara las políticas que nadie se atrevía a describir.

Le llevó pocos años hacer el recorrido que va de la sorpresa a la negación y de allí a la necesidad de corroborar lo que estaba viendo. La carga de esa información afectó profundamente su relación de pareja (a quien no podía contarle nada) y su salud. Finalmente, al borde del abismo personal, comprendió que no tenía más alternativa que revelar los secretos acumulados. Así fue que desempolvó nuevamente su patriotismo, ahora en versión disruptiva, para atreverse a decir lo que miles sabían o sospechaban pero callaban: que existía una orgía inmoral de contratos y monitoreo masivo de la población financiada por el pueblo estadounidense y con impacto en todo el mundo. Una vez resuelto el dilema moral, se abocó a la cuestión técnica de recopilar la información, a sacarla. El resto de la historia es más conocido.

La actualidad de Snowden

Snowden vive en Moscú, primera escala de un viaje iniciado seis años antes pero que nunca pudo continuar. Allí está seguro pero también consciente de su rol en legitimar (al menos un poco) a un régimen ruso muy cuestionado por su poco apego hacia los derechos humanos. No tiene alternativa: no puede viajar a ningún país con acuerdos de extradición con Estados Unidos. Su novia logró llegar a él en 2014, para alegría y alivio del ahora fugitivo, quien dudaba si alguna vez lo perdonaría. Se casaron en 2017.

¿Valió la pena sacrificar su vida? ¿Qué fue lo que efectivamente logró al entregar todo lo que tenía? En el final del libro repasa qué cambió y reconoce que, como mínimo, el mundo ha perdido la inocencia digital. Es cierto que la base del sistema sigue igual y que los servicios de inteligencia estadounidenses (como los de otros países) gozan de una autonomía incompatible con un régimen democrático. Aún así, Snowden prefiere ver el vaso medio lleno y se aferra a señales auspiciosas, como el nuevo Reglamento General de Protección de Datos aprobado por Europa. Mientras tanto da charlas virtuales por el mundo y hace turismo dentro de las extensas fronteras rusas.

No es poco lo que puede encontrarse en esta autobiografía de alguien que con solo 29 años logró afectar (aunque sea un poco) el curso de la historia.



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