Desde el fin de la
dictadura, Chile ha sido un país admirado por su estabilidad, el
orden, el crecimiento económico y el funcionamiento de sus
instituciones. Las calificadoras de riesgo alababan el modelo
chileno, los empresarios adulaban a los presidentes de la
Concertación por la Democracia, la tecnocracia era solicitada a
raudales para asesorar empresas y estados nacionales. La «imagen
país» era sobresaliente en el circuito globalizado de las élites internacionales, así como entre los turistas que llegaban al país.
Un orgullo nacional recorría el espíritu de los y las chilenas.
Desde hace al menos un
quinquenio, la percepción parece haber cambiado. Algunos
intelectuales y políticos, que pretenden lógicamente evitar la
«depresión» generalizada, extreman los ejemplos y señalan que
la crisis de crecimiento es mundial y que países como Brasil o
Azerbaiyán poseen peores indicadores que Chile, además de señalar
que la crisis política no es aguda como Siria o Irak, ni que la
delincuencia está tan descontrolada como en México u Honduras.
Recientemente el ex presidente Ricardo Lagos afirmó que «El año
pasado (…) estábamos frente a una crisis política, pero no
institucional. Las instituciones estaban funcionando, los fiscales
acusando, los jueces fallando, el Parlamento funcionando… En
consecuencia, la crisis era política, no institucional (…) la
crisis ahora es institucional. No porque las instituciones hayan
dejado de funcionar. Lo que pasa es que están perdiendo
legitimidad. Y esto tiene que ver con la reacción de la ciudadanía
ante la institución presidencial, ante el Parlamento, ante los
jueces… Y no hablemos de los partidos políticos.»1
¿Qué ha ocurrido en
Chile? ¿Cómo ha ingresado el país en este debate? ¿Con qué
parámetros debe juzgarse y compararse la experiencia chilena?
Es posible esbozar una
primera respuesta. La idea instalada en el sentido común según la
cual Chile constituía un país moderno, en crecimiento constante,
con una elite ejemplar por su visión y su coherencia, que lograba
resolver sus conflictos sociales y políticos por cauces
institucionales sólidos y a través de la «democracia de los
consensos», ha entrado en crisis. Se podía estar o no de acuerdo
respecto de la orientación de la modernización y la valoración de
la elite y la forma de resolver los conflictos, pero los dos grandes
bloques políticos tenían bien sujetas las riendas del país.
Este consenso
representacional, tenía la base del crecimiento económico, un
sistema democrático legitimado por la gesta plebiscitaria de 1988 y
las mejoras en los indicadores sociales comparados con la época de
la dictadura. Sin embargo, el relato dominante e instalado en el
sentido común de las mayorías comenzó a resquebrajarse ante el
empuje de la desigualdad social exacerbada (el 1% concentra el 30,5%
del ingreso), la mercantilización de los bienes sociales en
contextos de salarios reducidos (70% gana menos de US$ 635 líquidos)
y de amplios endeudamientos (carga financiera por hogar más alta de
la OCDE). Junto a ello, la elite religiosa sufrió los embates de las
denuncias de pedofilia en medio de su oposición moralista al
divorcio, al matrimonio homosexual y luego al aborto; los grandes
empresarios quedaron al desnudo con la colusión de precios en los
mercados de remedios, papel higiénico, pollos, navieras, farmacias y
por las estafas financieras y corrupción a dirigentes políticos; la
coalición gobernante y la oposición comenzaron a desfilar por
tribunales y fiscalías, explicando la íntima relación entre
financiamiento de políticos, empresas y proyectos de ley aprobados;
la presidenta quedó bajo sospecha por los negocios de su hijo y las
FFAA han sido descubiertas en los desfalcos y enriquecimientos de
generales y Comandantes en Jefe que se apropiaban de los fondos de la
Ley reservada del Cobre.
Las representaciones
sociales colectivas hegemónicas permiten que un proyecto político
económico de un sector social aparezca como un proyecto de país.
Son esas representaciones las que sostienen el diario vivir «oscuro
y gris» del trabajo mal pagado, sin que se desborde en queja o
rebelión social; son aquellas las que mantienen la idea de comunidad
a pesar de las diferencias. Los chilenos están evidenciado que sus
formas de comprender la cotidianeidad no se explica con la idea del
país que suponíamos tener. La realidad de la vida diaria no calza
con el discurso oficial de las élites, su legitimidad se resquebraja
y se comienza a abrir un espacio de movilizaciones sociales que
cuestiona el extractivismo desregulado de la naturaleza. A la vez, se
hace persistente la protesta por la mala y cara educación, por las
restricciones a las libertades individuales (derechos sexuales y
reproductivos, discriminación por orientación sexual, etc); se
sostiene la resistencia mapuche por su reconocimiento como nación;
persiste la molestia por la deficitaria salud pública ante una salud
privada de alto precio. Y, recientemente, las indignas pensiones del
sistema de capitalización individual controlado por empresas
financieras, han lanzado a la calle a un millón de personas de
heterogénea condición social y de edad, en todo el país.
Lo que era natural
está siendo cuestionado. Lo que parecía sólido se está comenzando
a disolver, pero no por la fuerza de la modernidad sino por la
indignación social contra el abuso organizado. Ha sido la
modernización de carácter ultra-neoliberal la que llevó a la
construcción de una «imagen país» de oportunidades envidiables,
que en la práctica las eran para la gran empresa desregulada y con
bajos impuestos (y para las personas sin escrúpulos), en una especie
de acumulación originaria para la etapa de financiarización de la
economía.
En este contexto las
elites no han tenido la visión de adecuarse a la crisis de su
hegemonía y prefieren atrincherarse en defensa del modelo,
aumentando la presión sobre el gobierno y los parlamentarios para
evitar las reformas que demanda la ciudadanía. Por su parte la
coalición de centro-izquierda en el gobierno frustró su proceso de
reformas tanto por la red de intereses existente entre los viejos
líderes con la vieja élite, por las presiones conservadoras en su
seno que son transversales a todos sus partidos, como por la escasa
convicción en apoyarse en los movimientos sociales para producirlas
y porque los partidos de izquierda en la coalición no constituyeron
una fuerza política que evitara el fracaso del proceso.
Las movilizaciones
sociales por diversos derechos ciudadanos y por el reconocimiento de
éstos se mantendrán, pues el consenso en las élites se ha
resquebrajado. Pero los movimientos sociales, aún con débiles
proyectos políticos emergentes, no han convergido como para incidir
en la gestación de alternativas viables a ojo de los electores.
La próxima elección
municipal de octubre de este año, puede ser un buen indicador del
grado de deslegitimación que tiene el sistema político medida en la
abstención, de la capacidad de las alternativas emergentes de
conquistar representación electoral y también para observar la
clásica distinción entre los partidarios de la derecha y la centro
izquierda que parecen anidarse en un electorado cada vez más
envejecido.