Coyuntura

Disputa marítima o cuadratura del círculo
Los vaivenes del conflicto boliviano-chileno


Nueva Sociedad 256 / Marzo - Abril 2015

El conflicto entre Chile y Bolivia –el más antiguo de América Latina– es el único que se mantiene sin atisbos de encontrar una solución. Bolivia ha decidido demandar a Chile exigiendo una negociación por una salida soberana al mar, y Chile afirma que se quieren revisar tratados limítrofes sobre los que el tribunal de La Haya no tendría jurisdicción. Ambos países miran con expectación la próxima visita del Papa a la región y se especula sobre sus posibilidades de mediación. Mientras tanto, chilenos y bolivianos se preparan para hacer valer sus razones ante los tribunales y siguen sin encontrar una historia compartida que supere su desencuentro.

Disputa marítima o cuadratura del círculo  Los vaivenes del conflicto boliviano-chileno

El anuncio de la visita del Papa a Bolivia activó todas las alarmas del piso 15 del edificio Carrera, donde tiene su oficina el canciller chileno Heraldo Muñoz. Construido en la década de 1930, era uno de los más importantes hoteles del centro cívico de Santiago hasta que fue adquirido en 2004 por el Estado para convertirlo en la sede de uno de los servicios exteriores más eficientes y modernos de América Latina. La sorpresa fue aún mayor porque el anuncio no provino de la diplomacia vaticana, como es tradicional, sino del presidente boliviano Evo Morales, quien hacía gala de estar bien informado y, además, se jactaba así públicamente del espaldarazo político que significa presidir uno de los países en la región que se preparan para recibir a Francisco. La noticia llegaba, precisamente, en plena discusión pública entre Chile y Bolivia sobre su centenario conflicto, luego de que La Paz presentara una demanda ante el Tribunal de La Haya el 24 de abril de 2013.

Si bien al principio se buscó restar importancia al tema, la Iglesia chilena, la más poderosa e influyente al sur del continente, cerró la discusión aclarando que la visita sería estrictamente pastoral. La confirmación (y cierta tranquilidad entre los políticos chilenos) la dio el propio pontífice días después, cuando anunció que esperaba visitar al menos seis países de Sudamérica en dos viajes separados en los siguientes dos años: primero Ecuador, Bolivia y Paraguay y, posteriormente, en 2016 o 2017, Chile, Argentina y Uruguay. Morales también tuvo que reconocer el carácter pastoral del viaje y los dos países se vieron obligados a redoblar los esfuerzos diplomáticos para difundir su postura ante la opinión pública internacional.

A pesar de que Bolivia no ha solicitado su mediación, la posibilidad de que el papa intervenga en la disputa chileno-boliviana por una salida al mar es la peor pesadilla que puede tener la diplomacia de Santiago. Es que hay un antecedente que nadie puede olvidar en el edificio Carrera: en las vísperas de la Navidad de 1978, ante la inminente guerra entre Chile y Argentina, Juan Pablo II se ofreció como mediador para evitar el enfrentamiento. Días después, el 8 de enero de 1979, los cancilleres de ambos países, reunidos en la capital uruguaya, firmaron el Acta de Montevideo, en virtud de la cual pedían formalmente la intervención papal para encontrar una solución a la disputa por la soberanía sobre el canal de Beagle. Años más tarde, ya en democracia, Chile y Argentina dieron por zanjados de forma definitiva todos sus problemas limítrofes. Pero el hecho de que las relaciones entre ambas naciones sean ahora mejores que nunca no ha hecho mella en la leyenda urbana que afirma que, en esa ocasión, Chile perdió más de lo que ganó Argentina.

Es poco probable que el papa Francisco actúe como Juan Pablo II: no hay ninguna posibilidad de un guerra entre Chile y Bolivia, la institucionalidad democrática en ambos países es sólida, el poder militar está subordinado y, sobre todo, hay una diferencia notable en el peso específico de los dos países, por lo que la comparación entre el diferendo del Beagle y este es solo anecdótica. Sin embargo, sostienen altos diplomáticos chilenos, si se analiza el papel reciente que jugó el papa Francisco en el deshielo de las relaciones entre Cuba y Estados Unidos, la idea deja de ser tan descabellada. Si Cuba era un asunto insoluble que nadie se animaba a enfrentar, ¿por qué no intervenir en el otro gran drama de América Latina que mantiene enfrentados a Chile y Bolivia desde la Guerra del Pacífico de 1879? Al finalizar esa guerra, en 1883, el vencedor se constituyó plenamente como país, anexando los ricos territorios de lo que actualmente conforma el norte chileno, mientras que los derrotados perdían la provincia de Tarapacá, en el caso de Perú, y el desierto de Atacama y su acceso al océano Pacífico, en el caso de Bolivia.Un escenario como el de fines de los 70 es improbable, cierto, pero no está de más curarse en salud, dicen los mismos diplomáticos, que ya agendaron una visita de la presidenta Michelle Bachelet al Vaticano en junio próximo, mientras ambos países desatan una febril carrera por informar a sus opiniones públicas y al mundo sobre sus razones.

Organizar giras internacionales de expresidentes y embajadores, copar la agenda de reuniones bilaterales y multilaterales o pedir siempre la palabra después de que Bolivia haga uso de ella son algunas de las tareas que se ha propuesto la cancillería chilena, además, claro está, de gestiones más reservadas con altos personeros políticos en todo el mundo. Actualmente Chile es miembro del Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), Bachelet fue presidenta de ONU Mujeres y Muñoz tiene el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) como su segunda casa. Lo cual, sumado al profesionalizado servicio exterior, uno de los principales activos del Estado chileno, hace difícil el camino de la más amateur e ideologizada diplomacia boliviana.

Sin embargo, Bolivia tomó algunas decisiones que son reconocidas incluso en Chile: decidió nombrar como agente (una especie de abogado ante el Tribunal de la Haya) a Eduardo Rodríguez Veltzé, ex-presidente de la Corte Suprema y, por azares de la política y la inestabilidad crónica de entonces, presidente interino de Bolivia. Además, como vocero de la demanda marítima, Morales nombró al también ex-presidente Carlos Mesa, reconocido por su oratoria y su capacidad política, pero también duro opositor al gobierno en la actual coyuntura interna. Que dos ex-presidentes tengan cargos tan relevantes otorga a la demanda boliviana una institucionalidad como pocas veces se ha visto en el actual Estado Plurinacional de Bolivia. Por su parte, Chile mantuvo su tradición y ratificó al ex-ministro y embajador Felipe Bulnes como agente ante La Haya. Bulnes ya había ejercido el mismo cargo durante el gobierno de Sebastián Piñera en otro juicio que enfrentó Chile con Perú a raíz de sus límites marítimos. Bulnes es miembro de una de las familias más tradicionales de Chile y es descendiente del general Manuel Bulnes, quien encabezó las tropas chilenas en la guerra contra la Confederación Perú-Boliviana entre 1838 y 1839, el antecedente más importante de la Guerra del Pacífico. En esa contienda, los chilenos derrotaron a Andrés de Santa Cruz en la famosa batalla de Yungay, que selló definitivamente la derrota de los aliados. Santa Cruz, a su vez, fue el más importante presidente de la historia boliviana según Carlos Mesa, quien es periodista e historiador. El «Mariscal de Ayacucho», como también lo llamaban, además de construir la nación boliviana, fue el líder de más larga duración a cargo de los destinos de Bolivia, récord que está a punto de arrebatarle nada menos que Morales.

La historia es, sin duda, curiosa.

Las razones que esgrimen unos y otros

Después de una serie de negociaciones entre Morales y Bachelet durante el primer gobierno de esta última, los acercamientos bilaterales se estancaron en la gestión de Piñera y La Paz optó por demandar a Chile. Bolivia pide que la Corte de La Haya obligue a Chile a negociar una salida soberana al mar basándose en la serie de acercamientos bilaterales que tuvieron durante la segunda mitad del siglo XX en los cuales el tema se puso en discusión; es decir, según La Paz, Chile habría reconocido que había una disputa sobre esa cuestión y, además, creado expectativas sobre su resolución. Bolivia se cuida mucho de hacer referencia a la Guerra del Pacífico y a los tratados limítrofes que le dieron fin porque no son de jurisdicción de la Corte, que solo tiene injerencia en asuntos posteriores al Pacto de Bogotá de 1948. En especial, la diplomacia boliviana busca convencer de que no pretende reabrir el tratado de 1904 que selló la derrota de La Paz a cambio de una compensación económica. Al mismo tiempo, esgrime los graves perjuicios económicos y sociales que significa la mediterraneidad para su desarrollo.Chile, en cambio, aduce que Bolivia implícitamente pone en duda el tratado de 1904 que definió los límites entre ambos países, y que este siempre habría sido cumplido en su integridad. Además, argumenta que su vecino tiene pleno acceso al mar a través de puertos chilenos y que Chile otorga las más amplias facilidades a la carga boliviana por valor de decenas de millones de dólares anuales. Al mismo tiempo, la diplomacia chilena sostiene que ningún tribunal tiene jurisdicción para obligar a un país a ceder territorio y que las negociaciones que se dieron a lo largo del siglo XX y que no se concretaron no otorgan ningún derecho ni expectativa pues, de hacerlo, significaría el fin de la diplomacia tal como la conocemos.

En tanto ese juicio prospere, hoy la disputa entre ambos países tiene rasgos de guerra fría: enfrentamientos, acusaciones, desmentidos y florituras verbales que se apoderan periódicamente de la agenda para beneplácito de los halcones de ambos países. Todo ello, a pesar de que los presidentes Bachelet y Morales, en sus gestiones pasadas, se habían acercado como nunca antes en el siglo XXI a través de la denominada Agenda de los 13 Puntos de 2006 (que incluía el tema marítimo), que fracasó en 2010 cuando se comenzó a discutir el único tema que realmente le interesaba a Bolivia, y el único que no le interesaba discutir a Chile, justificando el viejo refrán de los diplomáticos consumados y expertos en la relación bilateral que afirma que cuando más cerca estén ambos países más pronto se alejarán irremediablemente.

A partir de ese fracaso de 2010, las relaciones comenzaron a enfriarse, hasta que Morales decidió escalar el conflicto presentando la demanda al Tribunal de La Haya. Un año después, en 2014, presentó una memoria que esgrime la tesis de que con posterioridad al tratado de 1904, Chile hizo una serie de compromisos con Bolivia referidos a otorgar una franja territorial soberana con acceso al mar. Meses más tarde, el 7 de julio de 2014, Chile decidió impugnar la competencia del Tribunal de La Haya, sobre lo cual se pronunciarán los jueces después de los alegatos orales de mayo próximo.

Luego se espera un fallo del Tribunal, ya sea declarándose incompetente como estima Chile o asumiendo el comienzo del juicio como quiere Bolivia; ya sea decidiendo –y esta es una posibilidad que nadie descarta– no fallar a favor ni en contra, sino esperar las alegaciones de fondo del caso antes de tomar partido en uno u otro sentido. Si es así, tendremos juicio para rato y aún mucha tela para cortar.

Los imaginarios enfrentados que construyeron ambos países

Como ya se dijo, años después de la Guerra del Pacífico, en 1904, se firmó un Tratado de Paz y Amistad que, leído con ojos contemporáneos, se trata de un acuerdo de límites y de libre comercio. En efecto, en él se otorga a perpetuidad la costa entonces boliviana a Chile, se acuerda la construcción de un ferrocarril entre Arica y La Paz y se detallan las facilidades que debe otorgar Chile a Bolivia para llegar al océano Pacífico, las principales razones esgrimidas hasta el día de hoy por la diplomacia chilena para argumentar que Bolivia tiene salida al mar pero sin soberanía.

El tratado fue suscrito 24 años después del término del conflicto y –aducen los chilenos–, en la campaña presidencial de aquel tiempo, el entonces ministro de Defensa de Bolivia, Ismael Montes, enarboló el tratado en ciernes como Leitmotiv de su candidatura. Montes fue elegido con 76% de los votos y fue reelegido en 1913. Lo mismo ocurrió con el ex-ministro de Relaciones Exteriores, Eliodoro Villazón, quien participó en la negociación del tratado y fue elegido presidente de Bolivia en 1909.

Es que la elite liberal boliviana de la época, deseosa de exportar el mineral que producía, celebró largamente las facilidades comerciales que otorgaba el tratado. Solo el nacionalismo que impregnaría América Latina años después y que golpearía con inusual fuerza en Bolivia después de la Guerra del Chaco (1932-1935), desataría el imaginario actual, construyendo historias de heroísmo donde no las hubo y una vocación marítima que, cuando tuvo mar, Bolivia nunca ejerció, y que solo comenzó a valorar después, ante la pérdida ya sin retorno.

Para Chile, la Guerra del Pacífico es tan importante como la gesta libertadora –que ocurrió más de medio siglo antes–; allí se consolidó uno de los rasgos más constantes de la identidad chilena, un rasgo que se construye en oposición primero a la alteridad nortina, indígena y mestiza de peruanos y bolivianos y, después, frente a ese Otro también indígena: los mapuches al sur del Biobío. La Guerra del Pacífico en el norte y la campaña contra los mapuches en el sur, que protagonizó el mismo ejército, consolidarían el Estado poderoso que desde el fértil valle central irradiaría su fuerza a lo largo de todo el territorio chileno, ese que Diego Portales había vislumbrado décadas antes. No en vano una de las batallas más trágicas de la Guerra del Pacífico es la principal celebración patriótica de los chilenos: el 21 de mayo solo iguala en el resto del continente a las celebraciones por el Día de la Independencia.

Así, ambos países se convirtieron en lo que son a raíz de su enfrentamiento, lo que deviene en la demonización de Chile por parte de Bolivia y en la caricaturización de Bolivia hecha por Chile. René Zavaleta, el principal intelectual boliviano del siglo xx, afirmaba que Chile tenía un Estado al que Bolivia ni siquiera podía aspirar y Bolivia, una sociedad civil que Chile ni siquiera imagina.

Ambos países representan a su manera las pulsiones principales de América Latina: la modernización liberal desbordada, casi asiática en un caso, y el nacionalismo profundo que desde la década de 1940 subsiste hasta hoy y que es el principal clivaje para explicar el fenómeno de Morales y su refundación en clave populista de la Bolivia posneoliberal. Son antípodas políticas e ideológicas que han erigido un muro entre ambos países: el Estado omnívoro en un caso, un Estado subsidiario en el otro; el individualismo rampante frente al comunitarismo autoritario; los indios versus los karas.

El tercero en discordia

Se debe recordar que la presentación boliviana ante La Haya fue inspirada en otra demanda que tuvo como protagonistas durante años a Perú y a Chile, países que resolvieron su última controversia limítrofe en ese Tribunal, que falló a principios de 2014 dando razón a unos más que a otros, pero definiendo un límite marítimo que hasta entonces era dudoso. Con el tiempo, las críticas amargas que suscitó este fallo en Chile, así como el triunfalismo excesivo de los peruanos, se han acallado, lo que demuestra una vez más la fortaleza de la solución pacífica de las controversias.

Hoy ambos países están en un proceso de integración que solo se acrecienta con el tiempo, especialmente desde el punto de vista económico: miles de millones de dólares invertidos por unos y otros dan muestra de la solidez de la relación. De esa forma, Perú y Chile se distancian cada vez más de Bolivia, sobre todo en su desarrollo relativo, y esto también repercute y dificulta aún más –como si esto fuera posible–, encontrar una solución al conflicto boliviano-chileno. Porque Perú, en algún momento, también tendrá algo que decir, y quizá no sea lo que los bolivianos quieren oír.

A raíz de otro tratado, esta vez de 1929 entre Chile y Perú, se establece que las provincias de Tacna y Arica, hasta entonces en un limbo jurídico, pasaban a soberanía de Perú y Chile, respectivamente. El tratado también fijó la línea de la Concordia como el límite fronterizo terrestre entre ambos países, así como las servidumbres de Perú en Arica (como el muelle peruano o el Ferrocarril Tacna-Arica). Es un instrumento similar al que habían suscrito años antes, en 1904, Bolivia y Chile. Solo que esta vez, en el anexo, se establecía que ninguno de los dos países podría ceder esos territorios a un tercero sin la aprobación del otro. Lo cual, en la jerga diplomática, se llamó «la llave y el candado» del acceso boliviano al mar: un país tenía la llave, el otro, el candado… y Bolivia, la puerta cerrada.

En efecto, toda la discusión en sentido de una salida soberana al mar para Bolivia pasa por la posibilidad de otorgar una franja territorial en Arica, territorio que nunca fue boliviano sino peruano, y que Chile, en tres oportunidades por lo menos, puso en la mesa en sendas negociaciones; incluso se estudió la posibilidad de un intercambio territorial, lo cual fue rechazado por Bolivia. Arica, si bien peruana en sus orígenes y desde 1929 bajo soberanía chilena, fue desde siempre el «espacio vital» boliviano, por su ubicación geográfica y cercanía a La Paz, mucho mayor que aquel desierto marítimo sobre el que tuvo soberanía hasta la Guerra del Pacífico y que distaba cientos de kilómetros al sur. El hecho de que Bolivia no haya nacido a la vida independiente con el puerto de Arica es una de las grandes tragedias bolivianas y latinoamericanas. Nació, si se quiere, amputada, y, en cambio, obtuvo en sus lejanas costas una extremidad enorme pero inservible que solo cobró valor mucho tiempo después, con el descubrimiento del guano, el salitre y el cobre.

Cualquier otra posibilidad de otorgar un corredor marítimo a Bolivia implica partir en dos el territorio chileno, lo cual es a todas luces imposible. Por eso siempre se negoció sobre la base de que podía haber uno en la frontera chileno-peruana, solución que, en virtud del tratado de 1929, necesita la aprobación de los dos países para ser cedido a Bolivia.

Durante años, Perú se mantuvo reservado al respecto y, con excepción de la ya mencionada posición durante las negociaciones entre Banzer y Pinochet, su diplomacia nunca se pronunció abiertamente sobre el tema. Sin embargo, las cosas han cambiado últimamente: hace algunos años los peruanos han manifestado de manera explícita y a través de sus más altas autoridades que mantener la frontera con Chile (esto es, negar un hipotético corredor a Bolivia) es de su más alto interés nacional. Por tanto, esa alternativa entreabierta en varias ocasiones, sobre todo después de la Guerra del Pacífico y hasta 1929 y luego en los años 50, 70 y 2000, se vio cerrada de un portazo, sin que hasta la fecha Bolivia haya tomado conciencia explícita del hecho.

Años atrás, durante el gobierno de Ricardo Lagos en Chile, se exploró la posibilidad de otorgar un enclave con soberanía a Bolivia, lo cual implicaba saltearse el tratado de 1929 porque sería en territorio chileno (anteriormente boliviano, no peruano). Pero nuevamente las presiones nacionalistas en ambos países impidieron avanzar en esa dirección: ya sea por al afán redentorista de algunos bolivianos que aún creen posible un retorno a las fronteras previas a la guerra; ya sea porque los nacionalistas chilenos consideran que no se debe hacer ninguna concesión más a Bolivia; ya sea por las acciones exitosas que desarrolló Perú en Bolivia previendo que la ruptura del statu quo perjudicaría su posterior presentación ante el Tribunal de La Haya. La diplomacia de Lima sabía que, en ese hipotético caso, el fallo de La Haya hubiera sido distinto para Perú, tanto con un enclave como con un corredor boliviano en Arica cedido por Chile: los jueces no hubieran otorgado soberanía marítima a Perú (como lo hicieron) sobre aguas que Chile habría entregado a Bolivia.

La sinuosa (y nacionalista) opinión pública

Que 5.000 personas se reúnan a gritar «Mar para Bolivia» es tan anecdótico que no valdría la pena comentarlo si no fuera por la fascinación que tiene el presidente Morales con ese tema. En efecto, años atrás, en una visita suya a Santiago, escuchó ese cántico en un acto organizado en su honor por la izquierda extraparlamentaria chilena en el Court Central del Estadio Nacional. Era parte de lo que el presidente Morales denomina «la diplomacia de los pueblos», una suerte de diplomacia pública que puede ser atractiva pero que nunca reemplazará la diplomacia entre gobiernos. A partir de entonces, Morales piensa que en Chile hay una elite que no quiere (solucionar el tema) y un pueblo que sí quiere, como lo demostrarían esas consignas enfervorizadas.

Pero, a pesar de estos deseos, las encuestas sistemáticamente validan lo contrario. La reconocida encuesta Adimark-Universidad Católica, que se realiza anualmente, confirma de manera creciente que solo una minoría de los chilenos está de acuerdo con otorgar concesiones a Bolivia y que aún muchos menos son los que aceptarían una sesión territorial. Por eso los pocos políticos favorables a un acuerdo son tan reacios a discutir públicamente el tema, piensan en las siguientes elecciones y prefieren archivarlo: el costo sería demasiado alto en términos de opinión pública.

Como en toda América Latina, el nacionalismo es el canto de sirena que genera pasiones en las poblaciones y eleva los termómetros políticos y la popularidad de las autoridades de forma inmediata. En Bolivia, la sola mención a ese otro «avaro» y «codicioso» cosecha no solo aplausos sino rugidos ensordecedores. En los últimos años, por ejemplo, en las principales ceremonias políticas bolivianas se entona el «Himno al mar», que afirma en sus estrofas que Bolivia recuperará Antofagasta, Calama, Tocopilla o Mejillones, hoy prósperas ciudades chilenas; años atrás ese himno solo se enseñaba en la escuela y lo cantaban los militares. En la reciente asunción de mando de Morales en enero pasado, que significó el inicio de su tercer periodo consecutivo, hubo un encontronazo con el presidente de la Corte Suprema chilena –el único enviado por Santiago a la ceremonia–, quien se sintió ofendido al escuchar ese canto marcial. En el mismo sentido, se debe mencionar que el racismo chileno es uno de los rasgos más odiosos de la buena y esperanzadora vida que disfrutan los inmigrantes en Santiago (sobre todo los peruanos, que son la primera minoría extranjera; Bolivia ocupa el tercer lugar después de Argentina). Esas pasiones se expresan con mayor nitidez en los márgenes y en esporádicos episodios de violencia. Pero la historia está plagada de actos de ese tipo, como esa mítica anécdota protagonizada por José Toribio Merino, ex-comandante en jefe de la Armada durante el gobierno de Pinochet (conocido por no tener filtro en sus intervenciones de prensa y su crueldad), quien definió a los bolivianos como «auquénidos metamorfoseados». El caso no pasaría de una historia de mal gusto, típica de una dictadura, si no fuera porque en 2013, en plena democracia, la misma Armada chilena se vio sorprendida por un video en el cual sus reclutas entrenaban en calles de Viña del Mar cantando a voz en cuello: «Bolivianos fusilaré…». Recientemente, hackers chilenos intervinieron las páginas web del Ministerio de Comunicación, la Armada y la Policía bolivianas con el mensaje: «Viva Chile culiao. Nunca tendrán mar», acción reivindicada por el grupo Chilean Hackers. La ciberbatalla continuó en un sitio turístico chileno que se vio intervenido por @BoliviaNextHackers con la respuesta: «Rotos de mierda, tráguense su mar».

Anécdotas como estas al margen, lo concreto es que Bolivia ha tomado la decisión de radicar en La Haya su demanda marítima, y todos los que buscan un acercamiento entre ambos países piensan cómo enfrentar ese escenario, encapsularlo y continuar con la infinidad de otros temas que comparten las dos naciones.

La luz al final del túnel pareció vislumbrarse durante la cumbre de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac), en Costa Rica, el 29 de enero pasado, cuando, después de mucho tiempo, los presidentes de Chile y Bolivia dialogaron a solas por espacio de algunos minutos. Eso sí, declaraciones posteriores de políticos oficiosos llevaron al fracaso la pequeña apertura: unos diciendo que se había tocado el tema marítimo y otros planteando que se podía conversar de todo menos del mar. En resumen: una vuelta a fojas cero. Se retoma así la historia de desencuentros entre ambos países que, a pesar de su cercanía geográfica, mantienen una distancia astronómica en la coyuntura actual.

Colofón: similitudes y diferencias con la posguerra europea

Luego de la Segunda Guerra Mundial, la construcción europea se hizo con ingentes esfuerzos de países que habían visto el horror que ellos mismos convocaron: muchos construyeron un imaginario de resistencia unánime al nazismo que en los hechos nunca existió, miles de estudiantes se intercambiaron por décadas entre Francia y Alemania, los políticos de ambos países sacrificaron gran parte de su capital simbólico para evitar una nueva conflagración, los vencedores sabían de sus derechos pero también se impusieron obligaciones en una dura posguerra. Al mismo tiempo, eran conscientes de la amenaza que significaba la Unión Soviética, a la cual solo podrían enfrentar unidos.

Nada de eso sucedió después de la Guerra del Pacífico. No fue una guerra tan cruenta como aquella, no se hizo mucho para construir un relato común posterior sobre sus consecuencias y los profesores de cada país siguen enfatizando en las escuelas las diferencias y dando la espalda a sus vecinos. En un lado, sigue vigente la visión del embajador plenipotenciario de Chile en Bolivia en 1900, Abraham Köning, quien afirmó que «Chile ha ocupado el Litoral y se ha apoderado de él con el mismo título con que Alemania anexó al imperio la Alsacia y la Lorena, con el mismo título que los Estados Unidos de la América del Norte han tomado a Puerto Rico. Nuestros derechos nacen de la victoria, la ley suprema de las naciones». En el otro, desde hace décadas, Panamericana, la radio más importante del país, antes de su noticiero central pone música marcial y un locutor con voz grave afirma: «Bolivia demanda su derecho al mar, volveremos a los puertos del progreso»; al mismo tiempo, el himno al que hacíamos referencia promete: «aun a costa de la vida, recuperemos el mar perdido». Lo que no dice ninguno es que las guerras han reconstruido fronteras desde siempre o que el progreso no está asociado al mar de forma directa.

Pero también, en el caso chileno, se olvida frecuentemente que la victoria otorga obligaciones si no se quiere tropezar reiteradamente con la misma historia. Hasta el día de hoy, muchos se preguntan: ¿por qué no se hacen mayores esfuerzos para tener una historia común que se enseñe de forma compartida? O, yendo a cosas más concretas, ¿por qué no hay un intercambio masivo de estudiantes bolivianos becados para estudiar en las excelentes universidades chilenas? ¿Por qué el tren de pasajeros y de carga no funciona desde Arica a La Paz con normalidad? ¿Por qué no hay un vuelo directo entre ambas capitales? ¿Por qué no hay cooperación masiva en zonas fronterizas que permita salir de la marginalidad extrema a miles de bolivianos? Y, siendo más idealistas aún, ¿por qué el Estado chileno no incentiva a invertir y asegura (del riesgo de ser nacionalizados) a los empresarios que quieran aventurarse en Bolivia? ¿Por qué no se incentiva el dinámico comercio fronterizo, sobre todo aymara, pueblo que ha demostrado una capacidad notable en ese aspecto?

A su vez, Bolivia también debería ser capaz de asumir que la solución al conflicto –si es que la hay– se dará en clave del siglo XXI, por lo que debe dejar de añorar una soberanía decimonónica que es inviable. Entonces, ¿por qué no se abre a discutir el intercambio de territorios? ¿Por qué no pensar en enclaves y concesiones como alternativas? ¿Por qué no facilita inversiones chilenas que beneficien a sectores excluidos que necesitan trabajo y oportunidades? ¿Por qué no inicia relaciones diplomáticas y dialoga sobre temas de interés mutuo, omitiendo declaraciones destempladas que hacen transpirar de indignación a los chilenos comunes y corrientes? ¿Por qué no reconoce las facilidades con las que cuenta en su comercio exterior a través de puertos chilenos y no mejora prácticas que contaminan el medio ambiente y molestan a los ariqueños?

Si bien son países con desarrollo y conformación muy diferentes, hay entre Chile y Bolivia una coincidencia de la que no se habla mucho: Chile, desde la Colonia, siempre estuvo aislado del mundo por la Cordillera de los Andes y un mar que encerraba su estrecha geografía dándole un carácter que algunos historiadores denominan «insular»; Bolivia, también desde entonces y sobre todo luego de convertirse en mediterránea, siempre se mantuvo ensimismada: la distancia y la geografía la dejaron muchas veces al margen de la región.

Este aislamiento de ambos países –superado apenas por la vertebración caminera, las telecomunicaciones y la tecnología en la segunda mitad del siglo XX– dejó huellas muy profundas en ellos, huellas que entroncaron con la construcción imaginaria que hicieron de sí mismo y del otro durante la Guerra del Pacífico; su historia, entonces, es la historia de la diferencia y el enfrentamiento antes que la de sus similitudes o complementariedad. Quizá hay que bucear en esas profundidades antes de poder encontrar a quienes tengan la capacidad para resolver este conflicto, el más largo que aún subsiste en América Latina.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista
ISSN: 0251-3552
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