Tema central
NUSO Nº 268 / Marzo - Abril 2017

De utopías globales, ruidos y recomposiciones Una conversación sobre prácticas de lectura y movimientos sociales

De utopías globales, ruidos y recomposiciones  Una conversación sobre prácticas de lectura y movimientos sociales

Al menos desde la Ilustración, la lectura ha ocupado un lugar nodal en los proyectos emancipatorios cobijados en el seno de las tradiciones de izquierda. Pero, al calor de la revolución digital de las últimas dos décadas, ese sitial ha experimentado profundas transformaciones sobre las que quizás aún no se ha reflexionado lo suficiente. En este diálogo, Amador Fernández-Savater, Franco Ingrassia y Rodrigo Nunes (todos ellos nacidos en los años 70 e involucrados activamente en movimientos sociales de las últimas dos décadas) desandan algunos aspectos relativos a los cambios recientes en las relaciones entre izquierdas, redes sociales y prácticas de lectura. Desde sus ciudades de cabecera –Madrid, Rosario y Río de Janeiro, respectivamente–, pero en conexión con muchos otros sitios del mundo, en las dos décadas pasadas los tres participantes de esta conversación han estado involucrados en numerosos espacios e iniciativas vinculados a un ir y venir entre pensamiento y movimientos sociales. Fernández-Savater ha participado, entre otros, en los movimientos antiglobalización, v de Vivienda y 15-m, es editor de Acuarela Libros y colabora activamente en blogs y medios digitales. Ingrassia fue uno de los fundadores del colectivo cultural Planeta/x y actualmente forma parte de la Universidad del Hacer, uno de los proyectos de la organización política rosarina Ciudad Futura. Nunes, por último, participó activamente en las primeras ediciones del Foro Social Mundial y fue uno de los editores de la revista Turbulence. Es profesor de filosofía en la Pontificia Universidad Católica de Río de Janeiro (puc/Río) y autor del libro Organisation of the Organisationless. Collective Action After Networks (Mute, Londres, 2014).Me gustaría proponerles que examinemos el recorrido de lo que han sido los cambios de los últimos 20 años en las condiciones y prácticas de lectura para los intelectuales, militantes y, más en general, las sensibilidades de izquierda (un campo vago e internamente estratificado que habría que especificar). Como sabemos, en estas dos décadas hemos asistido –quizás con menos sobresaltos de lo esperado– a profundas mutaciones sociales y culturales en los modos en que se producen y circulan los sentidos sociales y en el lugar que en esas situaciones radicalmente novedosas ocupan los textos. Pero antes de adentrarnos en ese ejercicio de recapitulación de los marcos de experiencia en los que ustedes han estado involucrados activamente, permítanme comenzar preguntando algo más general relativo al estatuto contemporáneo de los textos. En la introducción a la edición en castellano de la Historia de la lectura en el mundo occidental1, Roger Chartier recuerda que en las últimas décadas se ha hablado recurrentemente de la posibilidad de la muerte del libro; y al mismo tiempo, las estadísticas indican que nunca se han producido ni han circulado tantos libros como en nuestro tiempo. A juicio de ustedes, ¿tiene sentido diferenciar los objetos impresos de los textos que circulan velozmente en formato digital? ¿Cómo se ha configurado el interjuego entre ambos tipos de textos, aquellos que se reproducen en el formato histórico del tipo de objeto que llamamos libro y aquellos que vemos solo en pantallas y teléfonos celulares?

Franco Ingrassia: Creo que la diferencia entre libros impresos y textos digitales se puede pensar en términos de corte y de flujo. El surgimiento de internet releva a la edición de libros de su función de «publicación»: la circulación digital es mucho más veloz, amplia y económica. Ese es el flujo: una marea incesante de textos a los que podemos acceder. Nuestra capacidad de acceso excede en mucho nuestras posibilidades de lectura. Pero esa nueva ecología digital permite que el libro impreso adquiera un nuevo estatuto. La edición creo que puede ser entendida hoy como una operación de corte, de subrayado. Una agencia editorial (las más de las veces colectiva) se toma el esfuerzo de aislar temporalmente un texto o una serie de textos del flujo, para destacarlos. Y de esa manera se produce una finitud, partiendo de ese campo virtualmente infinito de la circulación digital, que nos invita a la lectura. Es así como resulta posible que uno lea un libro que obtuvo uno o dos años atrás, mientras que es improbable que haga lo mismo con un pdf descargado con la misma antelación.

Y me parece también que esta ecología textual dual implica el desarrollo de una subjetividad lectora igualmente dual, que desarrolla criterios para manejarse tanto en la finitud de los libros impresos como en la infinitud del acceso digital. A esas operaciones de flujo y corte realizadas por otros tenemos que superponer las propias, convirtiéndonos en editores de nuestros propios itinerarios de lectura. Y pienso que esas operaciones necesitan criterios de orientación que necesariamente se encuentran fuera de la ecología textual. Leemos para algo que está más allá de la práctica de lectura y del mundo de los textos, leemos para que parte de lo que leemos se articule, se componga, afecte mundos de prácticas no textuales.

Rodrigo Nunes: Además de la dinámica de corte y flujo que describe Franco, podemos pensar nuestra relación contemporánea con la lectura en términos de la díada ruido-información. La altísima velocidad y el bajísimo costo de la producción y circulación en formato digital conllevan una oferta de información que, si no es infinita, excede en mucho la capacidad de procesamiento de cualquier individuo. Este exceso de información se convierte en ruido; de allí la importancia de la función de filtrado. Nuestros filtros nos vienen de nuestros intereses prácticos, de la educación que tuvimos: cada vez más, nuestros filtros son los otros, y nuestra red de amistades (amistades digitales o extradigitales) funciona como extensión de nuestra capacidad de recoger y procesar información. Pero también vienen del capital simbólico asociado a cada fuente y a cada medio, y ahí me parece que la publicación impresa tiene todavía su peso: que algo esté disponible fuera de internet, que un autor no sea apenas reconocido en los blogs sino también en medios más convencionales (libros, revistas), todavía son elementos que operan como filtros relevantes. Esto se vincula no solo con el capital acumulado por la publicación impresa en general, y por algunos nodos (editoriales, periódicos) en particular, sino también con el hecho de que uno instintivamente supone que una actividad cuyos costos son más elevados moviliza filtros más exigentes. Y esto sugiere algunas cuestiones interesantes a la izquierda, dado que, aunque la digitalización ha permitido una explosión en la producción y circulación de textos críticos o militantes, la propiedad de los medios de atribución de capital simbólico no ha cambiado tanto.

Diría entonces que sí, todavía hay diferencia entre ambos universos textuales, aunque el consumo creciente de libros en pdf u otros formatos complique las fronteras entre los dos tipos de lectura, y que la diferencia está sobre todo relacionada con la calidad de atención y con el tiempo que se supone implicado no solamente en la lectura, sino también en la escritura. En formato digital la cosa suele funcionar más por saturación: leemos muchas cosas menores sobre un mismo tema, cada una de las cuales añade relativamente poco, pero con todas vamos acumulativamente componiendo cuadros de situación. Mientras que con los libros la expectativa es que aborden cuestiones de más largo aliento, que dialoguen con un conjunto más amplio de fuentes de información, que ofrezcan miradas más completas. Hay que observar, sin embargo, que esta dinámica de exceso y sobreproducción también ha penetrado el mercado editorial. Grandes intelectuales como Alain Badiou, Jacques Rancière y Slavoj Žižek hoy alternan tratados teóricos publicados espaciadamente con una oleada constante de pequeños libros de divulgación o comentario sobre temas corrientes. Incluso los libros contemporáneos que tienen una pretensión sinóptica ya no suelen ser grandes síntesis originales –como lo eran Las palabras y las cosas, el Anti-Edipo o incluso Imperio–, sino textos mucho más parciales que dialogan con una masa de información más reciente y restricta, porque ya nadie tiene condiciones de sintetizarlo todo, y menos aún bajo los imperativos de producción constante que pesan en particular sobre los académicos. Amador Fernández-Savater: Me viene a la cabeza la distinción que hace Reinaldo Laddaga entre el «régimen estético» y el «régimen práctico» de las artes. En el primero, los autores son especialistas que trabajan en cierto retiro del mundo una obra con bordes estrictos y se relacionan más tarde a través de espacios «desafectados» (galería, museo) con públicos silenciosos y desconocidos. En el segundo, el autor es más un «punto de paso» que recoge y relanza un flujo de conversación incesante, hecha de segmentos, vinculada a la «actualidad» y relativamente desjerarquizada. La diferencia aquí sería que estos dos regímenes no se suceden en el tiempo, como explica Laddaga, sino que conviven (y se contaminan).

No sé si esta distinción puede ser útil en cuanto a libros y textos, pero al menos coincide con mi experiencia. Hablando como editor, el rebote que por años recibíamos en la editorial Acuarela o la revista Archipiélago, por ejemplo, era escasísimo (una carta de vez en cuando, algo en la presentación ocasional de un libro, cosas así). Pero cada libro o número de la revista tenía, por sus mismas condiciones de producción, cierta potencialidad de acontecimiento, de sacudida, de irrupción. Y hablando como lector, la lectura de un libro a mí desde luego me reclama esa suspensión del mundo (del trajín del mundo más bien) de la que habla Laddaga. Cierto apartamiento, serenidad y atención casi incompatible (físicamente) con el estado de inquietud permanente de las redes. Por otro lado, en el «régimen práctico del libro» (si cabe hablar así), lo que valoro más es la condición amateur de muchos invitados a la conversación (una auténtica «rebelión de los públicos»), la posibilidad (legitimada) de compartir versiones en beta (borradores, bocetos, croquis) de las cosas que se van pensando, lo autorizado que uno se siente a escribir desde la sola autoridad de su propia experiencia (contar algo que hayas vivido en primera persona), etc.En los dos regímenes, la amenaza («la muerte del texto») me parece que es un poco la misma: la indiferencia. Que por aislamiento o circulación banal, por lentitud mortífera o velocidad estúpida, un escrito no resuene, no interpele, no conmueva, no se vincule, no encuentre lectores, no cree nuevos autores.

Fascinantes las vías de indagación que abren sus respuestas. Pero ahora sí querría que vayamos a la historia más concreta de las últimas dos décadas. Les propongo que tratemos de recuperar los distintos momentos y expectativas que se dieron en estos años, que no subsumamos todo el periodo bajo una única mirada. Hacia fines del siglo pasado, el surgimiento del movimiento antiglobalización y otros movimientos afines y la aparición de una militancia vinculada a las nuevas redes sociales entonces apenas incipientes (hablamos de la era previa a Facebook) dieron lugar a expresiones de optimismo. Algunos incluso vaticinaron que asistíamos a una verdadera ruptura epocal en los modos de la política emancipatoria. ¿Qué recuerdan de las discusiones y emociones que entonces circulaban? Y al mismo tiempo, ¿cómo se reordenaron las prácticas de lectura en esos momentos iniciales de las redes sociales?

afs: Hago memoria y veo un pasaje en esos años que podríamos llamar «del underground a las redes». Es decir, veníamos del mundo de los fanzines y los circuitos de autoproducción, un trabajo medio artesanal, la impresión por fotocopias, mucha presencia física para todo (distribución, venta directa, encuentros), el correo como medio de comunicación (recibíamos cartas en el apartado de correos con la misma ilusión que si fueran cartas de amor), etc. Y pasamos a las redes telemáticas, las listas de correo, las agencias de contrainformación, los foros en línea, muchas horas de pantalla para todo, un verdadero aprendizaje. Un pasaje que no es lineal o absoluto, sino combinado. También recuerdo en esos años haber trabajado en revistas y hojas de agitación (Archipiélago, Contrapoder, Desobediencia Global), los grupos de lectura de libros difíciles y ricos (Mil mesetas, La sociedad del espectáculo) en espacios y centros sociales, los dossiers sobre temas importantes del momento (violencia, copyleft, trabajo, etc.). Mi amiga Marta, a la que pregunto por sus recuerdos al respecto, me dice de hecho que piensa que entonces hacíamos un uso más colectivo de la red, en el sentido de investigar juntos algo y no simplemente leer cada cual sus cosas.

Me acuerdo de la importancia que tuvieron entonces libros como Imperio y Multitud de Antonio Negri y Michael Hardt. Libros que devoramos para entender la nueva conformación del poder global (acéfalo pero con polos de atracción y fuerza, etc.), la guerra desatada tras el 11 de septiembre de 2001 (guerra infinita, guerra constituyente, guerra ordenadora), el carácter del movimiento que nace en Seattle, la naturaleza del sujeto colectivo que se esbozaba (la «multitud»), su composición, estrategia, lenguaje, etc. Una recepción polémica, en disputa con la «vieja política» interna al movimiento global (nacional-popular, estadocéntrica, etc.), que abrió y a la vez cerró, que abrió las cabezas a otras nociones, imágenes y lenguajes, pero también recreó finalmente fetiches, palabras claves y una langue de bois que tenía respuestas para todo desde categorías previas.

Me acuerdo del aire que nos dio un «autor» como Wu Ming (una banda de cinco escritores y activistas italianos que venían de experimentar inicialmente con el «nombre colectivo» Luther Blissett). Algunos leíamos Wu Ming como línea de fuga de esas relaciones tan pesadas e instrumentales con la teoría que antes comentaba, en la que los conceptos se «aplican» y los hechos «se encajan». Sus textos mezclaban la literatura y el ensayo, dejaban entrar la experiencia vivida en los relatos, investigaban en la cultura popular los materiales para contar historias, tenían una «voluntad de estilo» que los alejaba del simple molinillo ideológico militante, escribían con mucho humor, se acercaban a mundos no estricta o estrechamente políticos, etc. Dentro de la idea (que hoy me parece tan problemática) de «la política como comunicación», Wu Ming representaba una singularidad, un trabajo singular, una posibilidad de singularización (y no de repetición mecánica de las teorías de los grandes nombres).

Por último, me acuerdo de la experiencia de Indymedia-Madrid, en la que tratamos de combinar la «apertura al caos» (la libre publicación de texto o imagen, hoy algo banal, pero entonces insólito y fundador) y una «línea editorial» que hiciera, como antes decía Franco, un corte en el flujo, un trabajo editorial de orientación y subrayado (desde las posiciones propias del colectivo editorial, que eran muy cercanas a las de los «desobedientes» italianos). Esta tentativa fue respondida muy duramente (una auténtica «guerra troll») por personas y sectores que entendían que estábamos desvirtuando una herramienta que debía ser horizontal (sin más filtro que el cronológico) y apropiándonosla desde posiciones político-ideológicas muy concretas.

En fin, todo lo que he mencionado más arriba (libros, autores, plataformas, discusiones, etc.) tenía lugar en un «área» muy acotada: de la autonomía, de los movimientos sociales. El movimiento global era algo así como «todos los movimientos sociales juntos». Una apertura con respecto a momentos políticos anteriores, sin duda, pero aún muy relativa vista desde hoy. Los límites de esa «área» fueron felizmente desbordados luego a raíz de movimientos como el «No a la guerra» y la respuesta social al atentado del 11 de marzo de 2004. De lo colectivo (o del «movimiento de movimientos») pasamos entonces a «lo personal conectado» (blogs y luego redes sociales, otras formas de lectura/escritura).

fi: La pregunta me remite a una imagen concreta: una pila de textos impresos, obtenidos de internet, separados en folios. Creo que es una imagen transicional, como buena parte de lo que pasó en esos momentos, no solo en el campo de la lectura. Creo que esa especie de biblioteca singular de materiales digitales permitía aplicar a ese nuevo tipo de acceso digital operaciones aprendidas en la experiencia de lectura «tradicional»: subrayados, anotaciones al margen, etc. Recuerdo también el acceso vía internet a traducciones de algunos materiales muy referenciados en ese momento que estaban disponibles antes de su publicación «oficial» y que incluso eran mejores que las traducciones posteriormente publicadas (por ejemplo, la versión de Imperio de Eduardo Sadier). Era una época en la cual, al menos en Argentina, las dificultades tecnológicas y económicas para la edición de libros impresos era todavía considerable (luego nuevas tecnologías como la impresión por demanda y el offset digital cambiarían radicalmente los umbrales de acceso), por lo que la popularización de internet implicó una explosión de acceso a textos que permitieron tomar contacto con otras culturas políticas. Por otra parte, el modo pre-redes sociales de compartir esas lecturas reenviaba a una circulación más tradicional: fotocopias de textos impresos, revistas en papel, etc. Nosotros, en tanto lectores, también estábamos en transición, y si bien el acceso era digital, la mayoría necesitaba la impresión del texto para poder leerlo, es decir, para poder aplicar sobre el texto las operaciones que producían una lectura.

rn: Lo más impactante de la experiencia de esos años, para mí, fue el acortamiento del tiempo entre acontecimiento, producción de información y elaboración teórica a su respecto, y posterior difusión de esas ideas novedosas. Me acuerdo que en 1997 salió la primera edición brasileña de La sociedad del espectáculo (es decir, ese libro que había circulado y tenido importancia en Mayo del 68 en Francia llegaba a Brasil con tres décadas de retraso). Pero apenas un par de años después yo lograba acompañar «en tiempo real» lo que pasaba en los Días de Acción Global, los debates que rodeaban a los movimientos en Argentina, Europa, México, Estados Unidos o en otras partes de Brasil. Fue un cambio apasionante: mientras las cosas antes parecían arribar cuando ya eran episodios de los libros de historia, ahora era posible intervenir en un debate global en vivo.

Entre los muchos pronósticos optimistas de entonces, uno que se desplegó de modo bastante distinto a lo que imaginábamos fue el Be the media que Indymedia tenía como eslogan. Es verdad que hoy tenemos una capacidad generalizada de producción y circulación de contenido escrito y audiovisual, y que «ser los medios» es una posibilidad efectivamente disponible para una parcela acotada pero significativa de la población mundial. Pero la apuesta por la saturación como vía de disminución del poder de los medios corporativos no trajo los resultados esperados. Todos producimos textos e imágenes todo el tiempo, pero si observamos quiénes son las voces de mayor autoridad –aquellas en quienes la gente se apoya para compartir información en las redes sociales–, vemos el lugar preponderante que sigue ocupando la gran prensa, o individuos asociados a ella.

No creo que pueda decirse que se trata únicamente de una cuestión de inercia, y que si los medios corporativos todavía no han desaparecido, aun así vienen perdiendo poder de modo constante y solo una cuestión de tiempo nos separa de su eclipse. Una postura de ese orden nos llevaría a ignorar el serio y a la vez interesante problema que nos plantea la cuestión de los filtros. La saturación genera mucha información, pero no se han creado filtros en la misma proporción y, por lo tanto, el resultado son cantidades enormes de ruido. Al fin y al cabo, mucho de lo que hoy hacen los medios corporativos no es más que vendernos de vuelta la información que producimos todos, pero filtrada, editada, contextualizada. La apuesta por la saturación de fines del siglo pasado era optimista no solamente porque suponía una teleología objetiva (una línea ascendente en la democratización de los medios de producción y difusión de información, que auguraba siempre mejores condiciones para las victorias populares), sino también porque esa teleología servía para disolver, más que resolver, el problema de la mediación (en la medida en que el crecimiento inevitable de la información instantánea eliminaría la mediación, ya no era ningún problema o desafío pensarla). Pero creo que lo que finalmente descubrimos es que el crecimiento exponencial de la información inmediata, justamente porque transmuta la información en ruido, replantea el problema de la mediación. De manera que lo que debilita a los medios tradicionales puede ser también lo que impide que se los mate: lo que disminuye su importancia es, en su reverso, lo que confirma su necesidad.

En último análisis, la duda que surge es si el ideal de la ausencia de mediación, por más que nos parezca deseable, es irrealizable, e irrealizable justamente porque acaba por producir su contrario (la necesidad de mediación); de modo que lo que habría que hacer, en vez de buscar eliminar la mediación, sería encontrar la manera de transformarla, distribuirla, democratizarla.

Yo también asocio esa primera etapa a Indymedia, como experiencia que condensaba la apuesta por la universalización de la producción de noticias, historias, etc., como suerte de utopía de indistinción entre productores y lectores de textos. Y, como decía Rodrigo, todo eso bajo la idea de que ese movimiento de productores/lectores podía resultar tan potente como los mass media. Pero ustedes mismos advierten que ese momento duró poco, y que pronto sobrevinieron esos fenómenos de «ruido» de los que hablaban. Un ruido que vehiculizaba a menudo emociones bastante negativas (resentimientos, desconfianzas, etc.). ¿Cómo se fueron procesando históricamente esas cuestiones cuando aparecieron –si es que llegaron a procesarse–, y cómo pensarlas hoy?

rn: Lo que se me ocurre aquí es hablar de otro tipo de transición generacional. El movimiento global de comienzos de siglo fue un fenómeno de época de la así llamada Generación x, y se caracterizaba por ideas muy fuertes acerca de la autoría, del anonimato, de denuncia de concepciones consideradas anticuadas de lo que era un «genio» o un «líder». Los textos se debían firmar de manera colectiva, los nombres propios se ocultaban detrás de una serie de seudónimos, había una valorización de la invisibilidad, así como dosis importantes de paranoia en relación con todo lo que se podía concebir como voluntad de poder o esfuerzo por crear algún tipo de brand personal o político. Había por tanto una tensión ineliminable que venía de nuestra doble condición de militantes y «trabajadores culturales» (por la naturaleza misma de este tipo de actividad productiva). Porque, al fin y al cabo, en condiciones de atomización frente al mercado y según las mismas teorías que suscribíamos, lo que hace un trabajador cultural es siempre, de una u otra forma, apropiarse privadamente de procesos colectivos. Un asunto que debería enfocarse no como una cuestión moral –como si se tratase apenas de lidiar con defecciones éticas que desaparecerían a golpes de voluntad–, sino desde una perspectiva táctica y estratégica relativa a cómo podemos tramitar esa tensión de maneras políticamente sanas y cómo nos organizamos colectivamente para salir de la atomización. Pero en este entonces creo que teníamos todavía una visión demasiado moralista del tema, lo que resultaba en una experimentación constante de la contradicción como culpa y paranoia. Hoy, entonces, observo comportamientos y estrategias de red que creo que serían inaceptables hace 15 años, lo que es a la vez sano en algunos aspectos y preocupante en otros. Porque muchas de las crisis que teníamos en el movimiento global, experiencias bastante destructivas como la que relataba recién Amador alrededor de Indymedia-Madrid, giraban alrededor de una paranoia contra la manifestación de la individualidad (fuese realmente individual o expresión de un colectivo, como la de un grupo editorial). Era una lógica que presuponía que los espacios debían mantenerse indefinidamente abiertos, lo que traía implicado que la formación de identidades dentro de estos espacios fuera inmediatamente sospechosa. Hoy quizás esa paranoia se ha evaporado, pero eso parece ocurrir en desmedro de los afanes por construir colectividad, afanes que ahora parecen ser los que resultan sospechosos (puesto que traen aparejada una suerte de miedo en relación con que mezclarnos con otros y otras puede quitarnos la voz). La colectividad que se construye en plataformas como Facebook y Twitter es más bien la de las «burbujas» de gente que está de acuerdo entre sí, lo que es un problema no solamente por todo lo que la burbuja filtra y sesga, sino también por la dinámica competitiva que la disputa por el mercado de likes asume: en gran parte, las personas digitales constituyen sus propias identidades a través de los Otros que se encuentran fuera de sus respectivas burbujas. Para la salud de un ecosistema de movimiento, esto es terrible, porque a menudo lleva a que se elija como peores enemigos a quienes están más cercanos a nosotros.

afs: En la asamblea donde decidimos poner fin a nuestra experiencia como colectivo editorial de Indymedia-Madrid, uno de los amigos y compañeros –hacker y con mucho más olfato que los demás para leer las transformaciones de internet– nos habló de los blogs: «es lo que viene». Creo recordar que a los demás no nos pareció ninguna buena noticia: lo veíamos como una «privatización» o una «individualización» de la experiencia de la red.

Las subjetividades militantes llegaron tardísimo al mundo de los blogs y también al de las redes sociales. Tiene que ver con un rechazo –ético, estético, político– de «lo personal». En un blog –luego en un perfil o en un muro, aunque es distinto– se elabora un «punto de vista personal» sobre el mundo, en el que todas las dimensiones de la experiencia vital (un libro, un sueño, relaciones amistosas, amorosas, políticas...) están en un mismo plano. La subjetividad militante, sin embargo, era (¿era?) una subjetividad mucho más «disociada»: el hacer político es la «figura» que se destaca sobre el fondo (oculto) de la vida cotidiana.

Sin embargo, ahora pienso que nos equivocamos en aquella asamblea al juzgar «lo que venía» simplemente como una expresión del «narcisismo autorreferencial de las subjetividades contemporáneas», incapaces de construir algo colectivo. Los blogs fueron determinantes en el movimiento v de Vivienda, por ejemplo (por una vivienda digna, contra la especulación) y las redes sociales lo han sido más tarde en otros. Ese «punto de vista personal» no era solipsista, se ponía en relación con otros, creaba así una conversación y un ecosistema: la blogosfera. Más libre y descentralizado que el actual, donde estamos todos apelotonados en los «corrales» de Twitter o Facebook.

En las manifestaciones espontáneas tras el atentado del 11 de marzo de 2004, en el movimiento v de Vivienda y después, la confianza en «lo personal» se activó políticamente: cuanto más «personal» es una voz, más credibilidad le otorgo. La fuerza movilizadora de los mensajes que convocaban a manifestarse el 13 de marzo de 2004 contra el «apagón» mediático y las mentiras del gobierno del Partido Popular tras el atentado se basaba, por ejemplo, en que «conocía a quien me lo enviaba».

Es como si los blogs hubiesen nacido como «respuesta» a los males de Indymedia (el «ruido» del discurso hiperideologizado y desencarnado) «superando» su contexto. Por un lado, la socialización de la tecnología más allá de las redes activistas hizo más inclusiva y participable la cosa política. Por otro lado, en esa blogosfera emergía una subjetividad lectora/escritora más rica que la precedente, en el sentido de que se experimentaban otros vínculos entre el yo y el nosotros, entre lo personal y lo común. Desde luego, al día de hoy la economía libidinal del ego en las redes sociales tiene efectos terribles en todos los niveles. Pero ¿cómo ir más allá sin volver simplemente atrás?

Volviendo al mundo de los libros –esos rectángulos de medio kilogramo de peso con tapas, páginas, letras y otras convenciones que muchos de nosotros seguimos queriendo y hasta venerando–, también en las últimas dos décadas la concentración de grandes cadenas editoriales coincidió con el fenómeno de las pequeñas editoras independientes. ¿Qué balance hacen de ese movimiento? ¿Qué podemos aprender todavía en relación con las políticas del libro en cuanto a su fabricación, distribución, fomento de usos y tipos de lectura, etc.?

fi: Si, volviendo a una idea del principio, la edición en papel puede asumir una función de corte ante el flujo textual digital, entonces me parece que la clave es estratégica: ¿en función de qué proyecto, de qué lógica o de qué horizonte se producen esos cortes? En ese sentido, creo que la polaridad entre los «fetichistas del objeto-libro» y los «estrategas editoriales» se presenta en toda su tensión. En los primeros, lo que comanda el trabajo editorial es el goce ligado a la producción del objeto. En los segundos, se trata de una apuesta política, de un intento de intervención en un campo intelectual. Obviamente, los procesos reales son más complejos que este esquema y con frecuencia presentan figuras editoriales que hibridan elementos de ambas polaridades. Pero creo que el esquema es válido a la hora de leer las prácticas de publicación en papel en las condiciones contemporáneas de disponibilidad digital: si no es ya para permitir el acceso al texto, ¿para qué editar un libro? ¿Cuánto de goce del editor hay, cuánto de estrategia de intervención (la cual, por supuesto, suele implicar su propio goce)?

La pregunta, muy amplia y general, sería: ¿qué es leer en nuestra era digital? ¿Y cómo la lectura puede vincularse aún a prácticas de transformación social? afs: Inspirado en la lectura reciente de un par de artículos de Diego Sztulwark sobre Pierre Hadot y Ricardo Piglia, se me ocurre decir que leer podría ser, en la era digital, un trabajo o una técnica de «cuidado de sí». Vivimos, como es bien sabido, en la época de la dispersión, de la interrupción, del multitasking. ¿El carácter «político» de la lectura-escritura no podría tener que ver hoy, ya no solo con la «formación» (o cualquier otra manera de verla como el «medio» para un «fin»), sino con la experiencia que habilita? Estar ahí y no en otra parte. Estar concentrado y no disperso. Estar en algo y no «en todo y en nada». Encontrar un tiempo y un espacio propios. Fijar algunos pensamientos. Hundirse en el mundo que otro nos propone y a la vez activar nuestra imaginación sensible para «reapropiárnoslo». Podríamos pensar la lectura y la escritura (ya simplemente en el nivel de los 1.000 cuadernos, blocs de notas que uno lleva encima) como una «disciplina» –de recogida y registro de impresiones, conexiones y elaboración de sentido– contra el ruido mental, la vida diferida, la dispersión y la interrupción permanentes, etc.

fi: Sumo una perspectiva más: si definimos al pensamiento como «la práctica de pensar la práctica», el momento en que una experiencia, singular o colectiva, adquiere reflexividad, el centro de esa práctica de pensamiento estará en lo que hace obstáculo (como bloqueo o como amenaza de dispersión) a dicha experiencia situada. Si ese trabajo de pensamiento recurre a la recombinación de hipótesis, ideas y conceptos, entonces podemos hablar de herramientas conceptuales, utilizadas en el trabajo de pensamiento siempre de formas distintas, en función de la singularidad problema/obstáculo a pensar. Finalmente, si llamamos «caja de herramientas» al «espacio teórico» en el que esos conceptos se encuentran en «disponibilidad», preparados para ser apropiados por una práctica de pensamiento, entonces las prácticas de lectura se podrán pensar como los procedimientos que extraen estos elementos de los textos en función del enriquecimiento de la caja de herramientas. «Saquear» un texto para, de forma fragmentaria y asistemática, obtener de él las herramientas que puedan ayudar a cambiar la vida y transformar el mundo.

Para terminar, me gustaría que volvamos a pensar la cuestión de los textos y sus usos en una perspectiva de larga duración. La discusión acerca del peso efectivo que han tenido los textos en las culturas de izquierda puede ofrecer distintas perspectivas. De un lado, se pueden traer a colación experiencias como la del dirigente comunista chileno Luis Emilio Recabarren, fundador de numerosos periódicos en la pampa salitrera a comienzos del siglo xx; periódicos que, en un hábitat literalmente desértico, tuvieron poderosos efectos en la creación de una de las tradiciones de izquierda más potentes de América Latina (casi como oasis milagrosos en los que, en medio de condiciones sumamente hostiles, se hablaba y se obraba a partir de textos de Marx o Bakunin). Por otro lado, el reciente «giro afectivo» de las humanidades puede conducir a una relativización de la anterior confianza ilustrada en las facultades emancipatorias de la lectura, en su papel en el favorecimiento de sujetos críticos y autoconscientes, etc. Para enfoques de ese estilo, el universo de las emociones es tanto o más efectivo en la composición de mundos políticos que las ideas que vehiculizan los textos. ¿Cómo ven ese debate? ¿Qué lugar puede o debe ocupar la cultura escrita en los movimientos y experiencias políticas por venir?

rn: En cierto sentido, se puede decir que la izquierda es la última «religión del libro», un hecho que se observa en la relación obsesiva que el marxismo ha mantenido siempre con sus textos fundadores, pero también en la preocupación constante por ubicar precedentes históricos y definir posiciones frente a hechos pasados, o en la manía de producir «declaraciones» de solidaridad, repudio, etc., que suelen funcionar como sustitutos de acciones concretas.

De esto resulta, entre otras cosas, un modo muy problemático de actuar en el mundo, que consiste en creer que el contenido lógico-racional de los enunciados es autosuficiente, sin considerar que enunciar algo es ya una performance que posee cargas afectivas que trascienden los contenidos (y que por ende es crucial entender cómo se enuncia, y no solamente qué se enuncia). De allí que la izquierda muchas veces suene arrogante, desconectada de la vida, y produzca más rechazo que adhesión, incluso (o especialmente) cuando lo que se dice parece ser lo que todos deberían pensar; y también la inevitable conclusión de que, si la gente no nos escucha, es porque es estúpida y no porque no les hablamos de verdad. Ser materialista en política implica pensar la circulación de los enunciados en todas sus dimensiones: no solo los contenidos, sino las formas y los afectos que activamos o con que nos conectamos. A modo de epigrama, podemos decir que un materialista es alguien que comprende que, en la frase «but if you go carrying pictures of Chairman Mao / you ain’t gonna make it with anyone anyhow» [si vas por ahí con retratos del presidente Mao, no vas a tener éxito de todos modos], el problema está en «carrying pictures».

Hay también la idea de que lo afectivo sería una mera ilusión que se puede deshacer «enseñando» la verdad. Mucho antes del «giro afectivo», Spinoza ya decía que, aunque lo imaginativo pueda ser una perspectiva limitada sobre lo real, conlleva en sí una realidad positiva: aunque yo identifique erróneamente las causas de lo que siento, sentirme de esta o aquella manera no es falso, porque es algo que efectivamente se produjo en el mundo. Esto se vincula al tema tan actual de los populismos de derecha. Como observó Yves Citton, si nos limitamos a decir a quienes se sienten agobiados por la inseguridad económica, la criminalidad, la crisis de la migración, etc., que es irracional o moralmente condenable hacerlo, sin ofrecer una visión de lo que hay que cambiar en el mundo que produjo esos afectos, es natural que la gente acabe buscando a políticos que por lo menos parezcan tomarse su agobio en serio.

afs: No creo que nos sirva la distinción entre texto y emoción, escrito y afectivo. Siento más bien que forma parte de la cultura (de separaciones y disociaciones) que rechazamos.

Hay una revuelta sana contra la «tiranía del Libro». ¿A qué me refiero? Una rebelión contra la Teoría que presupone la realidad sin escucharla, proyectando categorías previas. Es una verdadera «maldición» de nuestra cultura política e intelectual. Ver lo que se quiere ver, ver lo que tal o cual libro o autor dicen que hay que ver. Esta cultura del Libro es profundamente nihilista porque en el fondo la realidad no importa nada, es siempre signo de otra cosa: tal o cual movimiento, por ejemplo, es la manifestación de tal o cual Sujeto Político deducido en tal o cual libro. Relacionarse con signos es aplicar un código: el signo tiene siempre-ya sentido y solo hay que aplicarle el código adecuado. Es una relación muy torpe con los textos, muy rígida, muy alienada.Pero la salida no me parece que esté en disociar el pensamiento de los afectos, sino en volver a conectarlos (lo que el filósofo francés Henri Meschonnic llama «restituir el ritmo» entre cuerpo y lenguaje). Tomar el afecto (el ser afectados por algo) como aquello que necesitamos para pensar, para activar el pensamiento, para salir de la repetición (presuposición/proyección) e ir más allá. El afecto es lo que interrumpe los códigos preestablecidos y nos pone en movimiento. No tiene sentido, es lo que nos empuja a una creación de sentido.

No es cierto que leer sea desconectar del mundo. Ni que pensar requiera «arrancarse los ojos», como decía Platón (que sí defendía esta oposición entre pensamiento y mundo sensible). No es verdad que «los textos impongan un real» y que, por tanto, «la lectura no traiga consigo ningún sensible». Leer puede ser relacionarse con los afectos disimulados en un texto, despertar sus deseos dormidos. No solo descifrar mensajes o información racional contenida en signos. Leer requiere una activación de la imaginación sensible: colocar junto a las palabras que leemos nuestras experiencias o vivencias. Leer puede ser esta operación de traducción por la cual ponemos en relación lo leído con lo vivido con lo pensado con lo oído con lo visto con...

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    Guglielmo Cavallo y Roger Chartier (dirs.): Historia de la lectura en el mundo occidental, Taurus, Ciudad de Mèxico, 2006.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 268, Marzo - Abril 2017, ISSN: 0251-3552


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