Tema central
NUSO Nº 268 / Marzo - Abril 2017

Cuatro claves para leer América Latina

Es posible leer la última década de América Latina a partir de cuatro ejes: el avance de las luchas indígenas; el cuestionamiento de la visión hegemónica de desarrollo a la luz de la expansión del extractivismo; la reactualización de la figura de la dependencia y, vinculado a ella, el alcance efectivo de un regionalismo latinoamericano desafiante. La última clave alude al retorno de los populismos «infinitos». Sin duda, estas no son las únicas claves político-ideológicas, pero la interrelación y la dinámica recursiva que se estableció entre ellas han jugado un rol preeminente en la reconfiguración del escenario político-social a escala regional.

Cuatro claves para leer América Latina

A partir del año 2000, América Latina ingresó en un nuevo ciclo político y económico caracterizado por un novedoso escenario transicional, marcado por el protagonismo creciente de los movimientos sociales y por la crisis de los partidos políticos tradicionales y de sus formas de representación; en fin, por el cuestionamiento al neoliberalismo y la relegitimación de discursos políticamente radicales. El cambio de época tomó un nuevo giro con la emergencia de diferentes gobiernos que, apoyándose en políticas económicas heterodoxas, se propusieron articular las demandas promovidas «desde abajo», al tiempo que valorizaron la construcción de un espacio regional latinoamericano. Frente a ello, no pocos autores alentaron grandes expectativas de cambio y escribieron con optimismo acerca del «giro a la izquierda», la «nueva izquierda latinoamericana» y el «posneoliberalismo», entre otros tópicos.

Para designar a estos nuevos gobiernos, se impuso como lugar común la denominación genérica de progresismo; si bien tiene el defecto de ser demasiado amplia, esta categoría permite abarcar una diversidad de corrientes ideológicas y experiencias políticas gubernamentales, desde aquellas de inspiración más institucionalista hasta las más radicales, vinculadas a procesos constituyentes. Más aún, en una América Latina diezmada por décadas de neoliberalismo y ajustes fiscales, el progresismo fue emergiendo como una suerte de lingua franca, común a diferentes países, más allá de la diversidad de experiencias y los horizontes de cambio.

La hegemonía del progresismo estuvo ligada al boom de los commodities. En un artículo publicado en esta revista, definimos la actual fase de acumulación que atraviesa América Latina con el concepto de «Consenso de los Commodities»1, cuya caracterización parte del reconocimiento de que, a diferencia de lo que ocurría en los años 90, las economías latinoamericanas fueron enormemente favorecidas por los altos precios internacionales de los productos primarios, lo que se verá reflejado en las balanzas comerciales hasta los años 2011-2013. En este contexto, todos los gobiernos latinoamericanos, más allá de su signo ideológico, apostaron por las ventajas comparativas, habilitaron el retorno de una visión productivista del desarrollo y negaron o buscaron escamotear los crecientes conflictos ligados a las implicancias (daños ambientales, impactos sociosanitarios) de los diferentes modelos de desarrollo.

Con el correr de los años, el cambio de época fue configurando un escenario conflictivo en el cual una de las notas mayores es la articulación entre tradición populista y paradigma extractivista. Categorías críticas como la de «(neo)extractivismo», «maldesarrollo», «nueva dependencia» o «populismos del siglo xxi», y otras de tipo propositivo, como «autonomía», «Estado Plurinacional», «buen vivir», «bienes comunes», «derechos de la naturaleza», «ética del cuidado» o «posextractivismo», atraviesan los debates intelectuales y políticos, así como las luchas sociales de la época y plantean modos diversos –si no antagónicos– de pensar la relación entre economía, sociedad, naturaleza y política.Para dar cuenta de estos escenarios en disputa, presentaré algunas líneas de cuatro debates que, si bien atraviesan la historia latinoamericana de los últimos siglos, han vuelto a constituirse en claves importantes para leer el escenario político actual bajo el ciclo progresista (2000-2016). El primer eje se refiere al avance de las luchas indígenas y nos convoca a pensar acerca de la expansión de las fronteras de los derechos de los pueblos originarios. El segundo alude al cuestionamiento de la visión hegemónica de desarrollo, sobre todo, a la luz de la expansión del extractivismo en sus diferentes modalidades. El tercero nos inserta en el plano geopolítico y remite a dos cuestiones: por un lado, la reactualización de la figura de la dependencia, categoría faro del pensamiento crítico latinoamericano, y por otro lado, al alcance efectivo de un regionalismo latinoamericano desafiante. La última clave remite al retorno de los populismos «infinitos» en América Latina. Sin duda, estos debates no son las únicas claves político-ideológicas, pero la interrelación y la dinámica recursiva que se estableció entre ellos han jugado un rol preeminente en la reconfiguración del escenario político-social a escala regional.

El avance de las luchas indígenas: entre la demanda de autonomía y la consulta previa

En las últimas décadas asistimos a un ascenso de los pueblos indígenas y a una apertura de las oportunidades políticas; esto se hizo visible, entre otros factores, en el cruce de la agenda internacional –la discusión en la Organización de las Naciones Unidas (onu) acerca de los derechos colectivos de los pueblos originarios que derivó en el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (oit), en 1989 y, posteriormente, en la Declaración Universal de los Derechos de los Pueblos Indígenas, de 2007–, con las agendas regionales y nacionales (la crisis del Estado modernizador desarrollista y, posteriormente, del neoliberalismo, el fracaso de la integración en una identidad mestizo-campesina, la presencia cada vez más masiva de indígenas en las ciudades) y cuestiones de índole político-ideológica (la crisis del marxismo y la revaloración de las construcciones anclada en lo étnico y lo cultural). En suma, hacia los años 90, la apelación a una ciudadanía étnica devino una herramienta política ineludible en la dinámica de empoderamiento de los pueblos indios, no solamente en términos de reconocimiento cultural, sino también vinculado a la reivindicación de la tierra y el territorio.

Sin embargo, en los últimos 15 años, el proceso de expansión de la frontera de derechos tuvo como contracara la expansión de las fronteras del capital hacia los territorios indígenas, junto con la emergencia de una nueva conflictividad. En consecuencia, en el marco de los gobiernos progresistas, esta problemática –leída primero como tensión y posteriormente como antagonismo– fue suscitando respuestas diferentes, frente a lo cual los pueblos originarios colocaron en el centro del conflicto la cuestión de la autonomía y, de modo más generalizado, la defensa del derecho de consulta previa.

En América Latina, la autonomía como mito movilizador presenta tres momentos sucesivos y diferentes: en primer lugar, irrumpe innovadoramente como demanda democrática con el levantamiento neozapatista de Chiapas, en 1994 (momento fundacional), que constituye además el primer movimiento contra la globalización neoliberal; en segundo lugar, la autonomía –aunque no en clave indígena– tuvo su momento destituyente en 2001-2002 con las movilizaciones y levantamientos urbanos en Argentina (asambleas de barrio, movimientos de desocupados, fábricas recuperadas por los trabajadores, colectivos culturales), que cuestionaron el neoliberalismo y rechazaron las formas institucionales de la representación política; en tercer lugar, hacia 2006, el eje se trasladó a Bolivia, donde la demanda de autonomía estaría asociada al proyecto de creación de un Estado plurinacional (momento constituyente), con la asunción de Evo Morales.

Fue en Bolivia donde se expresó de manera más acabada el proyecto político indígena autonómico, ilustrado por el Pacto de Unidad, integrado por ocho importantes organizaciones indígenas y campesinas que, en 2006, prepararon especialmente para la Asamblea Constituyente un documento que proponía la creación de un Estado comunitario y plurinacional. Sin embargo, esa propuesta autonómica encontró límites, primero en la propia Asamblea Constituyente y, por consiguiente, en la Constitución del Estado Plurinacional que se sancionó finalmente. Segundo, una vez derrotadas las oligarquías regionales, a partir de 2009, con el proceso de consolidación de la hegemonía del Movimiento al Socialismo (mas), el gobierno boliviano dejó en evidencia que las llamadas «autonomías indígenas originario-campesinas» (aioc) ocupaban un lugar marginal en su agenda. Ciertamente, uno de los problemas fundamentales ha sido la tensión entre la autonomía como el núcleo duro del Estado plurinacional y su base extractiva y neodesarrollista. Así, la soberanía de las aoic sobre los territorios ancestrales encontró una muralla en la voluntad estatal de controlar el territorio, en especial el dominio sobre los recursos naturales no renovables2. En suma, si bien hubo efectos democratizadores importantes en relación con el lugar de los pueblos originarios, visibles, entre otras cosas, en la lucha contra la discriminación étnica y el racismo, y en la recuperación de la dignidad por parte de sectores indígenas históricamente marginados, en Bolivia el gobierno de Evo Morales terminó por consolidar «un Estado plurinacional débil, organizado de modo jerárquico y no igualitario»3, en el que los niveles de codecisión que implicaba el Estado plurinacional sobre los recursos naturales fueron netamente subordinados a la lógica centralista del partido gobernante.

Otra de las cuestiones fundamentales del ciclo progresista asociadas a los pueblos originarios es el derecho de consulta previa, libre e informada (cpli), incorporada a todas las constituciones latinoamericanas a través del Convenio 169 de la oit de 1989. La cuestión devino crucial debido a la multiplicación de megaproyectos extractivos ligados a la expansión de la frontera petrolera, minera y energética y a los agronegocios (soja, caña de azúcar y palma africana), que amenazan directamente a los territorios indígenas y conllevan un aumento exponencial de los procesos de violación de derechos fundamentales. Al respecto, un informe reciente de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) sobre la situación de los pueblos indígenas, basado en los reportes del relator especial sobre los pueblos originarios de la onu (periodo 2009-2013), resalta como uno de los grandes nudos de los conflictos la expansión de actividades extractivas en territorios indígenas. El informe reproduce además un mapeo que identifica al menos 226 conflictos socioambientales en territorios indígenas de América Latina durante el periodo 2010-2013, asociados a proyectos extractivos de minería e hidrocarburos4.

En ese marco, la cpli se instaló en un campo de disputa social y jurídica crecientemente complejo y dinámico. En la perspectiva de los gobiernos latinoamericanos, es claro que esta constituye algo más que una piedra en el zapato. En razón de ello, más allá de las declaraciones grandilocuentes en nombre de los derechos colectivos o los derechos de la naturaleza, no hubo gobierno latinoamericano que no se propusiera minimizar la cpli y acotarla a sus versiones débiles, no vinculantes, mediante diferentes legislaciones y reglamentaciones; así como facilitar su tutela o manipulación en contextos de fuerte asimetría de poderes.

Esto es válido para un gobierno democratizador como el de Evo Morales, que no se privó de hacer un uso claramente manipulado de la cpli durante el conflicto del Territorio Indígena y Parque Nacional Isiboro Sécure (tipnis). Pero también lo es para una gestión fuertemente criminalizadora de las luchas indígenas, como la ecuatoriana, donde la cpli corre el riesgo de ser reformulada bajo otras figuras, como por ejemplo, la consulta prelegislativa. En Perú, los sucesivos gobiernos neoliberales, desde Alan García hasta Ollanta Humala con su progresismo fallido, buscaron colocar un freno (violento) a la demanda del derecho de consulta, sobre todo respecto de la megaminería, principal foco de conflictos sociales en el país. En Argentina se aprobaron leyes estratégicas, como la de hidrocarburos de 2014, que habilita el fracking sin incorporar la cpli. En fin, también el Brasil desarrollista de Dilma Rousseff llegó a desestimar las medidas cautelares de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (cidh) que frenaban la construcción de la controversial megarrepresa de Belo Monte, en el estado de Pará.

Frente a la degradación o manipulación que la cpli sufre en manos de los diferentes gobiernos y las dificultades jurídico-administrativas que conlleva su implementación, en varios países se han desvanecido las expectativas de inicios del ciclo progresista. Las cpli se han convertido en un «campo minado»5. El reclamo por lograr su cumplimiento persiste, no hay duda de ello, pero en un contexto de gran desconfianza y desencanto hacia las posibilidades efectivas de ejercer este derecho.

La crítica al desarrollo y el modelo extractivo

La segunda clave de época, estrechamente ligada a la anterior, es la crítica a la visión hegemónica de desarrollo, que en la actualidad aparece asociada al modelo extractivo-exportador. Hay que tener en cuenta que ha habido enfoques críticos de la visión hegemónica del desarrollo en América Latina desde el comienzo de la discusión sobre los límites del crecimiento6, pasando por los debates sobre el desarrollo sustentable y los análisis en términos de «postdesarrollo»7.

Sin embargo, una nueva etapa se abrió hacia el año 2000, con el ingreso al «Consenso de los Commodities» y la posterior crítica al (neo)extractivismo, que instala un nuevo cuestionamiento a la ideología del progreso, ilustrada en la actualidad por la expansión de megaproyectos extractivos (megaminería, explotación petrolera, nuevo capitalismo agrario con su combinación de transgénicos y agrotóxicos, megarrepresas, grandes emprendimientos inmobiliarios, entre otros). Más allá de sus diferencias internas, estos modelos presentan una lógica extractiva común: gran escala, orientación a la exportación, ocupación intensiva del territorio y acaparamiento de tierras, amplificación de impactos ambientales y sociosanitarios, preeminencia de grandes actores corporativos transnacionales y tendencia a la democracia de baja intensidad. Asimismo, el boom de los commodities y sus ventajas comparativas fueron afirmando un acuerdo cada vez más explícito acerca del carácter irresistible de la dinámica extractivista, lo cual obturaría la posibilidad de un debate de fondo sobre las alternativas al modelo extractivo-exportador.

Una consecuencia de ello ha sido el proceso de «ambientalización de las luchas», en términos de Enrique Leff, visible en la emergencia de diferentes movimientos socio-eco-territoriales, rurales y urbanos, indígenas y de carácter multiétnico, orientados contra sectores privados (corporaciones, en gran parte transnacionales) así como contra el Estado (en sus diferentes escalas y niveles). En la dinámica del conflicto, parte de estos movimientos sociales tienden a ampliar y radicalizar su plataforma representativa y discursiva incorporando otros temas, tales como el cuestionamiento a los modelos de desarrollo, y ponen así en crisis incluso la visión instrumental y antropocéntrica de la naturaleza.

Así, a diferencia de épocas anteriores en las que lo ambiental era una «dimensión» más de las luchas, en los últimos 15 años asistimos a una resignificación de la problemática que postula una mirada integral de la crisis socioecológica en clave de paradigma civilizatorio. En esa línea, estamos ante la emergencia de un pensamiento político radical, que apunta a una nueva racionalidad ambiental y a una visión posdesarrollista materializada en nuevos conceptos y lenguajes.

Regionalismos, geopolítica y nuevas dependencias

Hay una tercera clave, de índole también histórica, que plantea una reactualización de las relaciones de dependencia bajo el signo del extractivismo. En la actualidad, asistimos a importantes cambios geopolíticos, manifiestos en el fin del mundo unipolar y en la configuración de un esquema oligopólico de poder, ilustrado por la emergencia de nuevas potencias globales, entre ellas, la República Popular China. En este marco, la cuestión de la sucesión hegemónica y la posibilidad de que China devenga un nuevo hegemón suscitan hoy intensos debates historiográficos y políticos.

Una primera cuestión se refiere a la presencia económica de China en la región latinoamericana. Hacia el año 2000, China no ocupaba un lugar privilegiado como destino de exportaciones u origen de importaciones de los países de la región. Sin embargo, a comienzos de la segunda década del nuevo milenio, fue desplazando como socios comerciales de la región a Estados Unidos, a países de la Unión Europea y a Japón. En 2013 ya ocupaba el primer lugar como proveedor de las importaciones de Brasil, Paraguay y Uruguay; el segundo en el caso de Argentina, Chile, Colombia, Costa Rica, Ecuador, Honduras, México, Panamá, Perú y Venezuela; y el tercero para Bolivia, Nicaragua, El Salvador y Guatemala. En el caso de las exportaciones, en 2015 era el primer destino de Brasil y Chile, y el segundo de Argentina, Colombia, Perú, Uruguay y Venezuela8.

Por supuesto, lo más notorio no es la vinculación –inevitable y necesaria, por cierto– con China, sino el modo en que esta se viene operando. Dentro del campo progresista, la interpretación predominante es que la relación con China habría ofrecido la posibilidad de ampliar los márgenes de autonomía de la región en relación con la hegemonía estadounidense9. En ese marco, para algunos, la relación con China adquiere un sentido político estratégico, de cooperación Sur-Sur. Sin embargo, el intercambio con China es claramente asimétrico: mientras que 84% de las exportaciones de los países latinoamericanos a China son commodities, 63,4% de las exportaciones chinas a la región son manufacturas. Esta asimetría se ha ido traduciendo en un proceso de reprimarización de las economías latinoamericanas, visible en la reorientación hacia actividades primario-extractivas con escasa generación de valor agregado.

La segunda cuestión importante en términos geopolíticos es el alcance del regionalismo autónomo latinoamericano, uno de los tópicos más reivindicados por los gobiernos progresistas. Bien podría decirse que a partir de 2000 asistimos, en palabras de Jaime Preciado Coronado, a la emergencia de un «regionalismo latinoamericano desafiante»10 en clave antiimperialista, crítico de la tradicional hegemonía estadounidense. El gran hito de este nuevo regionalismo fue la Cumbre de Mar del Plata (Argentina), de 2005, cuando los países latinoamericanos dijeron «no» al Área de Libre Comercio de las Américas (alca), promovida por eeuu, y crearon la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (alba) bajo el impulso del carismático Hugo Chávez. En la línea latinoamericanista se pergeñaron proyectos ambiciosos, entre ellos, la creación de una moneda única (el sucre) y el Banco del Sur, que sin embargo no prosperaron, en parte debido al escaso entusiasmo de Brasil, país que a raíz de su rol de potencia emergente juega en otras ligas globales. La creación de la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur) en 2007 y, posteriormente, de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac) en 2010 –inicialmente como foro para procesar los conflictos de la región dejando fuera a Washington– jalonan ese proceso de integración regional. Sin embargo, todo esto estuvo lejos de evitar que, con posterioridad, eeuu firmara tratados de libre comercio de forma bilateral con varios países latinoamericanos.

En la actualidad, tanto la tesis del regionalismo desafiante como la de la cooperación Sur-Sur parecen ser más una suerte de wishful thinking que prácticas económicas y comerciales realmente existentes de los diferentes gobiernos progresistas latinoamericanos. Por un lado, la tesis comenzó a ser relativizada a raíz del pasaje a una Unasur de «baja intensidad»11, signada por el final de los grandes liderazgos regionales (la muerte de Chávez y de Néstor Kirchner y el fin del mandato de Luiz Inácio Lula da Silva, tres líderes que apostaron fuertemente a la integración regional) y, a partir del surgimiento de nuevos alineamientos regionales de carácter más aperturista (como la Alianza para el Pacífico) en 2011, con la participación de países como Chile, Colombia, Perú y México. Por otro lado, la firma de convenios o acuerdos unilaterales entre China y varios gobiernos latinoamericanos en los últimos años (muchos de los cuales comprometen a sus economías por décadas) están lejos de ser la excepción. Al contrario, constituyen una regla bastante generalizada en los últimos tiempos, lo cual, en lugar de afianzar la integración latinoamericana, no hace más que potenciar la competencia entre los países de la región como exportadores de commmodities. En suma, pese a la apertura de un espacio regional latinoamericano, la competencia económica entre países y la confirmación de una relación comercial privilegiada con China, basada en la demanda de commodities y en la vertiginosa consolidación de un intercambio desigual, parecerían estar marcando la emergencia de nuevas relaciones de dependencia, cuyo contorno se estaría definiendo al calor de las negociaciones unilaterales que aquel país mantiene con cada uno de sus socios latinoamericanos.

El regreso de los populismos infinitos

Más allá de las diferencias evidentes, son varios los gobiernos progresistas que ilustran configuraciones políticas vinculadas a los populismos clásicos del siglo xx (1940-1950). Así, las inflexiones políticas que adoptaron los gobiernos de Chávez en Venezuela (1999-2013), Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner en Argentina (2003-2007 y 2007-2015, respectivamente), Rafael Correa en Ecuador (2007-2017) y Evo Morales en Bolivia (desde 2006), todos ellos en países con una notoria y persistente tradición populista, habilitaron el retorno del populismo en sentido fuerte. Entiendo el populismo como un fenómeno político complejo y contradictorio, que presenta una tensión constitutiva entre elementos democráticos y elementos no democráticos. Esta definición propone una óptica crítico-comprensiva y se aparta del tradicional uso peyorativo y descalificador del concepto12, que predomina en el ámbito político-mediático, donde se reduce el populismo a una política macroeconómica (despilfarro o gasto social) y a la demagogia y al autoritarismo político (déficit republicano), y se dejan de lado, interesadamente, otros componentes. Así, en consonancia con otros análisis como el de Gerardo Aboy Carlés, propongo pensar el populismo a partir de la coexistencia de dos tendencias contradictorias: «la ruptura fundacional (que da paso a la inclusión de lo excluido), pero también la pretensión hegemónica de representar a la comunidad como un todo (la tensión entre plebs y populus; esto es, entre la parte y el todo)»13. Esa tensión constitutiva de los populismos hace que estos traigan a la palestra, tarde o temprano, una perturbadora pregunta, en realidad, la pregunta fundamental de la política: ¿qué tipo de hegemonía se está construyendo en esa tensión peligrosa e insoslayable entre lo democrático y lo no democrático, entre una concepción plural y otra organicista de la democracia, entre la inclusión de las demandas y la cancelación de las diferencias?

Así, mi hipótesis es que durante el ciclo progresista hemos asistido a una reactualización de la matriz populista. En la dinámica recursiva, esta fue afirmándose a través de la oposición y, al mismo tiempo, de la absorción y el rechazo de elementos propios de otras matrices contestatarias –la narrativa indígena-campesina, diversas izquierdas clásicas o tradicionales, las nuevas izquierdas autonómicas–, que habrían tenido un rol importante en los inicios del «cambio de época». Desde el punto estrictamente político, asistimos a un populismo de alta intensidad14, en el cual coexiste la crítica del neoliberalismo con el pacto con el gran capital; procesos de democratización con la subordinación de los actores sociales al líder; la apertura a nuevos derechos con la reducción del espacio del pluralismo y la tendencia a la cancelación de las diferencias, entre otros. A esto hay que agregar que, a diferencia de los populismos conservadores o de derecha que se expanden en la actualidad en Europa y eeuu, los populismos latinoamericanos del siglo xxi fomentaron la inclusión social, de la mano de un lenguaje nacionalista y a la vez latinoamericanista, y no de la xenofobia o el racismo.

Ahora bien, mientras que el proceso venezolano se instaló rápidamente en un escenario de polarización social y política (1999-2002), en Argentina la dicotomización del espacio político aparece recién a comienzos en 2008, a raíz del conflicto del gobierno de Cristina Fernández de Kirchner con las patronales agrarias por la distribución de la renta sojera, y se exacerba a límites insoportables en los años siguientes. En Bolivia, la polarización signó los comienzos del gobierno del mas, en la confrontación con las oligarquías regionales; sin embargo, esta etapa de «empate catastrófico» se clausura hacia 2009, para abrir luego a un periodo de consolidación de la hegemonía del partido de gobierno. En esta segunda etapa se rompen las alianzas con diferentes movimientos y organizaciones sociales contestatarios (2010-2011). Esto es, la inflexión populista se opera en un contexto más bien de ruptura con importantes sectores indigenistas. Para la misma época, Rafael Correa inserta su mandato en un marco de polarización ascendente que involucra tanto a los sectores de la derecha política como –de modo creciente– a las izquierdas y los movimientos indigenistas. El afianzamiento de la autoridad presidencial y la creciente implantación territorial de Alianza País tuvieron como contrapartida el alejamiento del gobierno respecto de las orientaciones marcadas por la Asamblea Constituyente y su confrontación directa con las organizaciones indígenas de mayor protagonismo (como la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador, conaie) y los movimientos y organizaciones socioambientales que habían acompañado su ascenso.

Lejos ya de aquellas caracterizaciones que al inicio del cambio de época aludían a un «giro a la izquierda», en 2017 la reflexión sobre el retorno de los populismos en América Latina inserta a la región en otro escenario político, más pesimista, que trae a la luz la tensión constitutiva que los recorre. Desde el punto estrictamente político, la actualización del populismo de alta intensidad afirma un modelo de subordinación de los actores sociales (movimientos sociales y organizaciones indígenas) y apunta a la cancelación de las diferencias, lo que pone de relieve la amenaza a las libertades políticas o su cercenamiento. Por otro lado, el retorno del populismo de alta intensidad y el final del ciclo progresista aparecen asociados. Así, desde el punto de vista económico y más allá de los manifiestos de buenas intenciones, se observa que el extractivismo actual no condujo a un modelo de desarrollo industrial o a un salto de la matriz productiva, sino a una reprimarización y a mayores conflictos socioterritoriales. A esto hay que sumar el fin del llamado «superciclo de los commodities»15, lo que algunos vinculan sobre todo a la desaceleración del crecimiento en China. La mayoría de los gobiernos latinoamericanos no están bien preparados para la caída de los precios de los productos primarios y ya se observarían consecuencias en la tendencia a la caída en el déficit comercial16. Dicho de otro modo, los países latinoamericanos exportan mucho a China, pero esto no alcanza para cubrir el costo de las importaciones desde ese país. Todo ello conllevará no solo más endeudamiento, sino también una exacerbación del extractivismo, es decir, una tendencia al aumento de las exportaciones de productos primarios a fin de cubrir el déficit comercial, con lo cual se ingresaría en una suerte de espiral perversa (multiplicación de proyectos extractivos, aumento de conflictos socioambientales, desplazamientos de poblaciones, entre otros). No es casual por ello que se anuncien nuevas exploraciones en zonas de frontera o en parques naturales (en Bolivia, Venezuela, Ecuador, Argentina, entre otros).

Por último, el neoextractivismo abrió una nueva fase de criminalización y violación de los derechos humanos. En los últimos años, fueron numerosos los conflictos socioambientales y territoriales que lograron salir del encapsulamiento local y adquirir una visibilidad nacional. Lo que resulta claro es que la expansión de la frontera de derechos (colectivos, territoriales, ambientales) encontró un límite en la expansión creciente de las fronteras de explotación del capital en busca de bienes, tierras y territorios, y tiró por la borda aquellas narrativas emancipatorias que habían levantado fuertes expectativas, sobre todo en Bolivia y Ecuador. Para decirlo de otro modo, el fin del boom de los commodities nos confronta a la consolidación de la ecuación «más extractivismo/menos democracia», que ilustran los contextos de criminalización de las luchas socioambientales y el bastardeo de los dispositivos institucionales disponibles (audiencias públicas, consulta previa de poblaciones originarias, consulta pública), escenario que hoy comparten tanto gobiernos progresistas como aquellos otros conservadores o neoliberales.

Fin de ciclo y posprogresismos

En la actualidad, los progresismos realmente existentes parecen haber entrado en una fase final, ilustrada por el giro conservador que adoptaron dos de los países más importantes de la región: Argentina y Brasil, a lo cual hay que añadir la crisis generalizada que atraviesa el gobierno venezolano. Cabe aclarar que la crisis no se debe solo a factores externos (el fin del superciclo de los commodities y el deterioro de los índices económicos), sino también a factores internos (el aumento de la polarización ideológica, la concentración de poder político, el incremento de la corrupción). Ciertamente, con los años y a medida que los regímenes se fueron consolidando, la concentración y la personalización del poder político impidieron la emergencia y la renovación de otros liderazgos, al tiempo que alentaron formas de disciplinamiento y de obsecuencia que socavaron cualquier posibilidad de pluralismo político dentro de los diferentes oficialismos. Esto incluye tanto a organizaciones y movimientos sociales –que otrora tenían agenda propia y se caracterizaban por su accionar contestatario– como a intelectuales, académicos y periodistas –otrora defensores del derecho a la disidencia y del pensamiento crítico–. El tema no es menor y nos confronta a un problema recurrente en la historia política latinoamericana, que golpea de lleno el ciclo progresista y termina, lamentablemente, por darle forma definitiva: el hiperliderazgo y, a través de ello, la tendencia de los gobernantes a perpetuarse en el poder o, por lo menos, a buscar permanecer longevamente en él.

Por otro lado, el fin de ciclo y el eventual giro político se insertan en un escenario mundial muy perturbador, marcado por el avance de las derechas más xenófobas y nacionalistas en Europa, así como por el inesperado triunfo del magnate Donald Trump en eeuu. Todo ello augura importantes cambios geopolíticos, que además de producir un empeoramiento del clima ideológico internacional, en el cual las demandas antisistema de la población más vulnerada se articulan con los discursos más racistas y proteccionistas, impactarán de modo negativo en la región latinoamericana, en un contexto global de mayor desigualdad.

Asimismo, podría decirse que, pese a la sobreutilización de la hipótesis conspirativa, el giro conservador está vinculado, en gran parte, a las limitaciones, mutaciones y desmesuras de los gobiernos progresistas. Sin embargo, no todo es ilusión conspirativa: en América Latina, los procesos de polarización política habilitaron la vía más espuria del golpe parlamentario y aceleraron con ello el retorno a un escenario claramente conservador. Esto sucedió al menos en tres casos: con Manuel Zelaya en Honduras (2009), con Fernando Lugo en Paraguay (2012) y, sin duda, el más resonante de todos, con el impeachement contra la presidenta de Brasil Dilma Roussef en 2016, a quien sucedió su vicepresidente Michel Temer, del Partido del Movimiento Democrático Brasileño (pmdb). Tampoco es posible reducir los progresismos existentes a una pura matriz de corrupción, como pretenden algunos, bastardeando la categoría «populismo» o utilizándola en un sentido unilineal y olvidando los componentes democráticos de los cuales fueron portadores. Ciertamente, al inicio del ciclo, todos los progresismos implicaron la potenciación de un lenguaje de derechos (sociales, colectivos, económicos, culturales) y abrieron un espacio a diferentes políticas de democratización. Pero entre 2000 y 2016, mucha agua corrió bajo el puente. La mirada retrospectiva nos obliga a reconocer que no es lo mismo hablar de «nueva izquierda latinoamericana» que de «populismos del siglo xxi». En el pasaje de una caracterización a otra, algo importante se perdió, algo que evoca la evolución hacia modelos de dominación de corte tradicional, basados en el culto al líder, su identificación con el Estado y la búsqueda o aspiración de perpetuarse en el poder. No por casualidad, hacia el final del ciclo, el evidente desacoplamiento entre progresismos e izquierdas habilitaría la reintroducción de categorías recurrentes como las de populismo y transformismo, que irían permeando una parte importante de los análisis críticos contemporáneos.

El agotamiento y el fin del ciclo progresista nos confrontan con un nuevo escenario, cada vez más desprovisto de un lenguaje común. Por un lado, es cierto que, sin apelar a retornos lineales, los actuales gobiernos de Brasil y Argentina recrean núcleos básicos del neoliberalismo, a través, entre otras cosas, de políticas de ajuste que favorecen abiertamente a los sectores económicos más concentrados, así como del endurecimiento del contexto represivo. Sin embargo, la emergencia de una suerte de «nueva derecha» es todavía la excepción, no la regla. Por otro lado, todo parece indicar que estamos asistiendo al inicio de una nueva época, de carácter más expoliatorio en términos de derechos a escala regional, que augura más incertidumbre y menos pluralidad, en un contexto internacional ya marcado por grandes cambios geopolíticos. Se abre así un nuevo escenario a escala global y regional más atomizado e imprevisible, que marca el fin de ciclo del progresismo como lingua franca, aunque atravesado por múltiples protestas sociales. Este seguramente será el punto de partida para pensar el posprogresismo que se viene.

  • 1.

    M. Svampa: «‘Consenso de los Commodities’ y lenguajes de valoración en América Latina» en Nueva Sociedad No 244, 3-4/2013, disponible en www.nuso.org.

  • 2.

    Retomamos aquí los análisis de José Luis Exeni Rodríguez: «Autogobierno indígena y alternativas al desarrollo» en J.L. Exeni Rodríguez (coord..): El proceso de las autonomías indígenas en Bolivia. La larga marcha, Fundación Rosa Luxemburgo, La Paz, 2015, pp. 13-73.

  • 3.

    Luis Tapia: «Consideraciones sobre el Estado plurinacional» en aavv: Descolonización, Estado plurinacional, economía plural y socialismo comunitario. Debates sobre el cambio, Vicepresidencia del Estado Plurinacional de Bolivia, La Paz, 2011.

  • 4.

    Cepal: Los pueblos indígenas de América Latina, Avances en el último decenio y retos pendientes para la garantía de sus derechos, onu, Santiago de Chile, 2014, disponible en www.cimi.org.br/pub/lospueblosindigenasenamericalatinacepal.pdf.

  • 5.

    César Rodríguez Garavito: Etnicidad.gov: los recursos naturales, los pueblos indígenas y el derecho a la consulta previa en los campos sociales minados, Dejusticia, Bogotá, 2012, cap. 1.

  • 6.

    Donella H. Meadows, Dennis L. Meadows, Jorgen Randers y William W. Behrens iii: Los límites del crecimiento. Informe al Club de Roma sobre el predicamento de la humanidad, fce, Ciudad de México, 1972.

  • 7.

    Arturo Escobar: «El postdesarrollo como concepto y práctica social» en Daniel Mato (coord.): Políticas de economía, ambiente y sociedad en tiempos de globalización, Facultad de Ciencias Económicas y Sociales, Universidad Central de Venezuela, Caracas, 2005.

  • 8.

    M. Svampa y Ariel Slipak: «China en América Latina: Del Consenso de los Commodities al Consenso de Beijing» en Ensambles No 3, 2015.

  • 9.

    Esto ya habría sucedido durante la Guerra Fría respecto a la Unión Soviética, aun si hoy no existe una polarización ideológica semejante.

  • 10.

    J.A. Preciado Coronado: «Paradigma social en debate; aportaciones del enfoque geopolítico crítico. La Celac en la integración autónoma de América Latina» en Martha Nelida Ruiz Uribe (coord..): América Latina en la crisis global: Problemas y desafíos, iuit-Clacso-Alas-udt, Ciudad de México, 2013.

  • 11.

    Nicolás Comini y Alejandro Frenkel: «Una Unasur de baja intensidad. Modelos en pugna y desaceleración del proceso de integración en América del Sur» en Nueva Sociedad No 250, 3-4/2014, disponible en www.nuso.org.

  • 12.

    Propongo una óptica crítico-comprensiva, que retoma los diferentes elementos que constituyen el fenómeno populista no solo como matriz político-ideológica, sino sobre todo en tanto régimen político. He desarrollado extensamente el tema en Debates latinoamericanos. Indianismo, desarrollo, dependencia y populismo, Edhasa, Buenos Aires, 2016 y en Del cambio de época al fin de ciclo. Extractivismos, gobiernos progresistas y movimientos sociales, Edhasa, Buenos Aires, en prensa.

  • 13.

    G. Aboy Carlés: «Las dos caras de Jano. Acerca de la relación compleja entre populismo e instituciones políticas» en Pensamento Plural vol. 7, 7-12/2010, disponible en http://pensamentoplural.ufpel.edu.br/edicoes/07/02.pdf.

  • 14.

    Aníbal Viguera establece dos dimensiones para definir el populismo: una, según el tipo de participación, y la otra, según las políticas sociales y económicas («‘Populismo’ y ‘neopopulismo’ en América Latina» en Revista Mexicana de Sociología vol. 55 No 3, 7-9/1993). En función de este tipo ideal, propongo distinguir entre un populismo de baja intensidad, de carácter unidimensional (estilo político y liderazgo, que puede coexistir con políticas neoliberales), y un populismo de alta intensidad, que ensambla estilo con políticas sociales y económicas que apuntan a la inclusión social. He abordado el tema en el capítulo final de la segunda parte de Debates latinoamericanos, cit.

  • 15.

    Otaviano Canuto: «The Commodity Super Cycle: Is This Time Different?» en Ecomomic Premise No 150, 6/2014.

  • 16.

    Joan Martínez Alier: «Sudamérica, El triunfo del post-extractivismo en el 2015» en La Jornada, 21/2/2015.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 268, Marzo - Abril 2017, ISSN: 0251-3552


Newsletter

Suscribase al newsletter