Entrevista

Cuando el comunismo dominaba Europa del Este

Entrevista a Agustín Cosovschi y José Luis Aguilar López-Barajas


noviembre 2024

En el libro Nueva historia del comunismo en Europa del Este, Agustín Cosovschi y José Luis Aguilar López-Barajas analizan el nacimiento, el desarrollo y la caída de los regímenes marxistas-leninistas que dominaron países como Rumania, Polonia, Yugoslavia, Bulgaria y Checoslovaquia. En esta entrevista, ambos autores explican el modo en que los comunistas de Europa del Este desarrollaron un proceso de «autosovietización» y las formas en las que combinaron marxismo e «identidad nacional».

<p>Cuando el comunismo dominaba Europa del Este</p>  Entrevista a Agustín Cosovschi y José Luis Aguilar López-Barajas

En Nueva historia del comunismo en Europa del Este (Siglo XXI, Buenos Aires, 2024), los historiadores Agustín Cosovschi y José Luis Aguilar López-Barajas exploran las características de la izquierda política de los países del este y el centro de Europa durante el siglo XX. Lejos de analizar únicamente las particularidades de los regímenes comunistas desarrollados luego de la Segunda Guerra Mundial, los autores trabajan en una perspectiva amplia y abordan las tradiciones socialistas en esa región. Al escribir desde una perspectiva de «larga duración», los historiadores logran ver continuidades y discontinuidades en las tradiciones socialistas y comunistas de Europa del Este, al tiempo que incorporan clivajes asociados a la clase, a la nación y a la estatalidad.

 

A diferencia de otros trabajos que abordan la historia del comunismo en Europa del Este y Europa Central, ustedes no solo analizan las características de los regímenes comunistas nacidos en la región durante la segunda posguerra, sino los diversos modos de arraigo de tradiciones socialistas en la región desde fines del siglo XIX y principios del siglo XX. ¿En qué medida esas tradiciones socialistas iniciales permiten comprender algunas de las características de la izquierda comunista posterior?

Agustín Cosovschi: Una de nuestras intenciones en el libro es, justamente, la de mostrar que las tradiciones socialistas estaban presentes en los países del Este de Europa desde fines del siglo XIX, y que la formación posterior de los partidos comunistas y, mucho más tarde, de los regímenes del socialismo real, tuvo vínculos concretos con algunos de los debates planteados por los primeros socialistas. Hacer eje en la existencia de tradiciones de izquierda previas a la Revolución Rusa nos permite dejar en evidencia que las ideas socialistas, y las marxistas en particular, no constituían un elemento foráneo implantado desde la Unión Soviética –como se ha repetido tantas veces–, sino que habían emergido cuando ésta ni siquiera existía. Por otra parte, es importante aclarar que, cuando pensamos en las tradiciones socialistas de los países de Europa del Este resulta necesario observar procesos que van más allá de esa región. Es necesario, lógicamente, mirar a Moscú, pero también a distintas ciudades de Europa Occidental, como París, Berlín o Ginebra, donde algunos líderes socialistas de Europa del Este vivieron procesos de formación o educación política. Sin ir más lejos, el mariscal Józef Piłsudski fundó el Partido Socialista Polaco en París en 1892. La importancia de estas ciudades, pero también de otras como Viena, Londres o Zúrich, estaba dada de antemano, en tanto los primeros movimientos radicales de corte liberal del este y el centro de Europa habían sido ideados por líderes políticos formados en esas urbes.

Al mismo tiempo, nos interesaba plantear que, en los países de Europa del Este, las organizaciones socialistas habían tenido que plantearse desafíos distintos a los de Europa Occidental, aun cuando se encontraran en el mismo espectro ideológico. Aunque había partidos enrolados en el socialismo marxista, como el Partido Socialdemócrata de los Trabajadores, nacido en Bulgaria en 1894, sus preguntas no siempre coincidían con las de sus homólogos de Europa Occidental. Por un lado, se destacaba la pregunta por el rol de los socialistas en economías escasamente desarrolladas e industrializadas, y, por el otro, el de la cuestión nacional. Algunos socialistas, como el polaco Kazimierz Kelles-Krauz, planteaba, ya a fines del siglo XIX, que el socialismo solo cobraría potencia política si primero se conseguía tener un Estado nacional polaco, cuyos territorios estaban entonces divididos entre el Imperio Austro-Húngaro, Alemania y Rusia. Es en ese marco en el que expresamos que, en aquellas tierras, los movimientos socialistas que comenzaron a desarrollarse a fines del siglo XIX, debieron pensar la cuestión social en una relación directa con la particularidad nacional.

José Luis Aguilar López-Barajas: quisiera agregar que es muy evidente que las corrientes socialistas que se desarrollaron desde fines del siglo XIX y principios del siglo XX eran lo suficientemente versátiles como para adaptarse a distintos contextos, y que, en el caso de Europa del Este y Europa Central, requirieron de una clara adaptación a partir de dos factores centrales. El primero es el económico, marcado, como decía Agustín, por una situación de atraso en respecto al desarrollo de Europa Occidental. Aunque la situación de atraso era diferente dependiendo de cada nación –siendo las de menor desarrollo las que se encontraban bajo dominio ruso u otomano, y las de mayor desarrollo las que se encontraban bajo el dominio de Austria o Prusia–, se trataba fundamentalmente de economías agrarias, por lo que los socialistas vieron su papel no solo como uno anclado en la justicia social, sino también en la modernización. Por otro lado, estaba la llamada «cuestión nacional». Los partidos socialistas primero, y los comunistas después, llevaban el nombre de su nación, pero esa nación, por lo general, carecía de Estado. Esta situación conducía, necesariamente, a que se plantearan la cuestión nacional en términos en los que los partidos hermanos de Europa Occidental no lo hacían. La pregunta fundamental, en este sentido, es: «¿qué hacemos con la nación?», «¿cuál debe ser nuestra estrategia a nivel ideológico y a nivel pragmático sobre el problema nacional?». Esto lleva a dos respuestas. Una es la que comentaba Agustín y que, en aquel tiempo, sostenían, entre otros, los socialistas polacos y los bohemios (luego checoslovacos). Es decir, la de la necesidad de una estatalidad propia para poder pensar el desarrollo socialista posterior. La otra es la que sostenían socialistas de corte más internacionalista como Rosa Luxemburgo, para quien la apelación al carácter nacional (en ese caso al polaco) podía entorpecer la prédica internacionalista.

Estos debates y dilemas estuvieron muy lejos de resolverse en ese momento. De hecho, lo que pretendemos recuperar en el libro es que la posición «nacionalista» de muchos partidos comunistas gobernantes en Europa del Este desde 1945 fue, en buena medida, una herencia de posiciones que la izquierda de estos países ya había adoptado mucho tiempo antes, luego de aquellos debates iniciales. En definitiva, nos interesa dejar en claro que mucho antes de la segunda posguerra ya existía una presencia importante del socialismo en la región, y que la cuestión nacional había sido importante para los partidos socialistas primero y para los comunistas después. Sin embargo, esto no significa que adoptaran un discurso nacionalista excluyente semejante a los conservadores. El marco de acción podía ser la nación o, después, el Estado, pero esto casi nunca supuso excluir a minorías nacionales. De hecho, como apuntamos, el éxito de algunos partidos comunistas de entreguerras, como en el caso de Checoslovaquia, vino entre otras cosas porque los comunistas eran los únicos que no les preguntaban a sus militantes de dónde eran ni qué religión tenían.

 Si bien es muy claro que existían tradiciones socialistas enroladas en lo que podía considerarse como el socialismo de la Segunda Internacional, es igualmente claro que la Revolución Rusa de 1917 tuvo un impacto profundo en Europa del Este y Europa Central. ¿De qué manera transformó ese proceso a las izquierdas ya existentes? ¿Cómo se explican los impactos más inmediatos como, por ejemplo, el desarrollo de una breve República Soviética en Hungría, liderada por el comunista Bela Kun?

A.C.: Pese a que las tradiciones socialistas de Europa del Este no pueden ser pensadas solo a partir de los eventos de 1917, es evidente estuvieron marcadas o atravesadas por los sucesos que tuvieron lugar en Rusia durante ese año. 1917 funcionó en todo el mundo como un filtro purificador de las corrientes socialistas, en tanto estableció un nuevo criterio sobre lo que era «verdaderamente socialista» y aquello que quedaba excluido de ese marco, aun cuando formase parte de la izquierda política. Es en este sentido en el que el proceso de la Revolución Rusa y la construcción de la Unión Soviética funcionó como un gran ordenador de corrientes, en tanto dividió a quienes aceptaban –o no— ese tipo de camino y orientación socialista, y ese tipo de tecnología revolucionaria. Al igual que sucedió en otras regiones del mundo, en Europa del Este, los partidos comunistas emergieron tras el desarrollo del proceso bolchevique. Podemos mencionar, por ejemplo, la fundación del Partido Comunista Yugoslavo en 1920, pero también el Partido Comunista Húngaro en 1919 o el Partido de los Trabajadores Polacos en 1918. Pero los efectos del proceso soviético no solo se verificaron en la creación de estos partidos, sino también en una serie de efímeras experiencias políticas que tuvieron a los comunistas como actores centrales. Está, en efecto, el caso de Bela Kun, y sobre el que José seguramente pueda extenderse, pero también el del Comité Revolucionario Provisional Polaco, formado por comunistas de esa nación, pero desarrollado en Moscú a instancias de la Internacional Comunista. Ese Comité, que se instaló en Bialystok, ciudad desde la que pretendía moverse hasta Varsovia cuando el Ejército Rojo triunfase en la guerra ruso-polaca que estaba librándose, debió finalmente huir, debido a la victoria del Ejército Polaco frente al Ejército Rojo. 

 Pero cuando se produjeron todos estos sucesos políticos, el socialismo tenía, tal como decíamos anteriormente, una historia –breve, pero historia al fin– en estos países. Y es por ello que, aunque la Revolución Rusa de 1917 es, sin lugar a dudas, un punto de inflexión. Nuestra perspectiva es que el socialismo en los países de Europa del Este y Europa Central está hecho de capas: capas de experiencia, capas generacionales, e incluso de capas lingüísticas. En este sentido, 1917 es un punto de referencia importante, pero no el único. Los hay previos y los hay posteriores.

J.L.A.L-B. Creo que es importante resaltar que la Revolución Rusa tuvo efectos rápidos, a tal punto que muy poco después de la toma del poder por parte de los bolcheviques, no fueron pocos los socialistas marxistas que se lanzaron a estrategias revolucionarias, como lo muestra la experiencia de la Liga Espartaquista liderada por Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht, ambos provenientes del Partido Socialdemócrata Alemán. Sin embargo, uno de nuestros puntos fundamentales, es que el surgimiento de las alternativas comunistas en Europa del Este y Europa Central distó mucho de ser una suerte de reproducción mecánica. En realidad, la Revolución Rusa inspiró movimientos, pero esos movimientos debieron traducir la estrategia a demandas y realidades muy diferentes. Podemos verlo con el ejemplo que Bela Kun. Kun, que era simpatizante del Partido Socialdemócrata Húngaro, se se radicalizó siguiendo los parámetros de Lenin mientras se encontraba preso en la Rusia zarista. Luego de la salida de la cárcel, Kun regresó a Hungría como miembro del Partido Comunista, logró controlar parte del territorio húngaro y proclamó la República Soviética de Hungría, que fue sofocada en pocos meses. Pero la traducción del sovietismo fue muy distinta en su caso, en tanto el apoyo que consiguió no se fundó en su vocación de transformación en un sentido comunista, sino en su enfrentamiento con Checoslovaquia y Rumania para conseguir que Hungría recuperara algunos territorios perdidos con anterioridad. Esto nos muestra que la cuestión nacional, que tanto marcamos en el libro, tenía una importancia profunda en esta región, y que incluso un proceso como el de Kun podía vincularse a ella. El caso de Kun es, además, interesante para verificar los escasos apoyos a ciertas estrategias comunistas, como la de la colectivización de la tierra. Cuando Kun lanzó ese programa, muchos campesinos que lo habían apoyado comenzaron a darle la espalda. De hecho, al lanzar un programa de ese tipo había hecho lo contrario a Lenin, que para ganarse la confianza del campesinado había evitado tomar medidas drásticas como la que adoptó Kun. Cuando su gobierno fue sofocado, Kun se transformó, para los sectores conservadores, en la imagen del peligro revolucionario y, sobre todo, del mito de la «conspiración judeo-bolchevique» que «amenazaba a la nación».

¿Y cómo afectó el compromiso político inicial de las organizaciones comunistas de Europa del Este con el bolchevismo a su vocación de ser intérpretes de ciertos sentimientos nacionales?

J.L.A.L-B.: Afectó y mucho. En el caso polaco, que es bastante ilustrativo, esto se puede ver con claridad. Cuando estalló la guerra ruso-polaca en 1919, los comunistas de Polonia no sabían cómo posicionarse ante el conflicto. ¿Debían tomar la vía nacional o debían apoyar a los bolcheviques? La decisión, al final, fue la de apoyar a los bolcheviques. Pero esa decisión se les reveló, finalmente, como un error mayúsculo, en tanto el comunismo pasó a ser visto como una fuerza extraña e incluso «foránea» a la nación polaca. Luego de la Segunda Guerra Mundial, este recuerdo causó muchos problemas en Polonia, porque la percepción popular era que esos mismos comunistas, algunas décadas atrás, habían celebrado a los «invasores rusos». La idea de que los comunistas no le daban la suficiente importancia a la nación atravesaba tanto la percepción popular que obligó a los propios partidos a adoptar una prédica cada vez menos internacionalista y, por consiguiente, cada vez más centrada en sus propias características nacionales.

Mencionaban hace unos instantes la forma en la que en el período de entreguerras los actores políticos conservadores y de la extrema derecha asociaron judaísmo y bolchevismo. ¿Qué papel cumplió el mito del judeobolchevismo en Europa del Este? ¿Cómo se conectó con la inserción real de los judíos en organizaciones políticas de izquierda?

A. C.: En tanto el peso de la población judía era muy variable, la situación cambia dependiendo el país de Europa del Este en el que nos focalicemos. La región en la que se habían radicado los judíos en el Imperio Ruso era la llamada «zona de asentamiento», que se extendía desde Polonia hasta Moldavia. Esto hizo que la cuestión judía fuera fundamental en Rumania, Polonia y, por supuesto, en la Unión Soviética, pero mucho menos importante en los Balcanes, donde la población judía no solo era mucho más pequeña, sino que también estaba dividida entre askenazis y sefaradíes. La movilización de los judíos por parte de la izquierda fue, en este sentido, mucho menor en los Balcanes, con la excepción del caso de Rumania, donde los judíos sí eran un grupo amplio y la posición de los judíos en la sociedad era un factor determinante para el curso de la vida política nacional. En países de Europa Central, como Checoslovaquia o Hungría, la situación era diferente, dado que se verificaba no solo una mayor movilización, sino también una mayor integración en las estructuras de la izquierda. Los judíos que se incorporaban al socialismo y al comunismo en esos países tendían a integrarse aún más que en la propia Rusia soviética, donde, si bien podían participar en el Partido Bolchevique, seguían sosteniendo sus propias organizaciones radicales.

Otro aspecto fundamental para entender los vínculos existentes entre judaísmo y la izquierda –que por lo general tenía una presencia en las ciudades– se asocia al carácter urbano de la población judía. A diferencia de otros actores, los judíos vivían principalmente en la ciudad y no en el campo, por el simple hecho de que, durante siglos, se la había limitado el acceso a la tierra. En casos como el de Polonia y Rumania esto se ve muy claramente. Ahora bien, esto no indica, como sostenía el mito judeobolchevique, que los judíos fueran mayoritariamente de izquierda. Los había, por supuesto. Pero había muchos que no lo eran: de hecho, aquellos que sostenían posiciones económicas de cierto poder (que era otro blanco de crítica de parte de los sectores nacionalistas) estaban lejos de posicionarse en la izquierda política. La condición urbana, y ciertamente la buena posición económica que algunos judíos ocupaban, les permitía a los antisemitas de aquel momento, que podían ser, y de hecho eran, mayoritariamente anticomunistas, desarrollar su teoría según la cual los judíos eran un elemento foráneo que podían controlar tanto el dinero como el comunismo.

 J. L. A. L.-B.: Quisiera agregar, brevemente, que como elemento movilizador, el mito del judeobolchevismo tuvo un fuerte arraigo en aquellos países en los que había menos judíos o en los que, incluso, casi no los había. Puedo decir esto como investigador, pero también como español. En mi país, España, el mito del judeobolchevismo fue enarbolado en las décadas de 1930 y 1940, y tuvo grandes efectos de movilización política, aunque sin consecuencias trágicas, debido a que había muy poca población judía en el país. Ahora bien, esto es distinto en países como Hungría y en Polonia, donde sí había una población judía más o menos importante en términos numéricos. En 1922, uno de los primeros presidentes de Polonia, que no era comunista, sino cercano a los socialistas, fue asesinado por nacionalistas radicales bajo la consideración de ser «amigo de los judíos». En Hungría, el almirante Miklós Horthy, que se hizo con el poder tras sofocar a la República Soviética liderada por Bela Kun, hizo asesinar a miles de judíos a inicios de la década de 1920 esparciendo el mito del judeobolchevismo, según el cual la población judía exportaba las ideas comunistas y colaboraba con los soviéticos.

El mito judeobolchevique se fundaba, lógicamente, en una asociación directa entre judaísmo e izquierda. Pero esto requiere cierto análisis. En primer lugar, es cierto que hay una serie de cuestiones que llevaron a una parte de los judíos a socializarse en organizaciones políticas de izquierda. Por un lado, su presencia mayoritariamente urbana, que coincide con la de los propios partidos socialdemócratas y comunistas. Pero por otro lado, también incide el carácter del resto de los partidos. Veamos, por ejemplo, un caso paradigmático como el de Polonia, un país que, en las décadas de 1920 y 1930, tenía como principales organizaciones políticas al Partido Agrario, del que los judíos no formaban parte porque no estaban asentados en zonas rurales, y el Partido Demócrata Cristiano, en el que los judíos no estaban integrados por razones más que evidentes. ¿Dónde se integraban más? En los partidos de izquierda, como el socialdemócrata o el comunista. La integración en esos partidos era su principal puerta a la sociabilidad política. Sin embargo, cuando se verifica qué votaban efectivamente los judíos, se observa que la mayoría no lo hacía por los partidos marxistas. Y aquí hay una explicación parcial asociada a lo material, y es que una parte de la población judía urbana tenía una posición económica en las clases medias y medias altas, por lo que en general rechazaban las políticas de clase de los partidos marxistas.

 Luego de plantear las principales características que asumieron los partidos comunistas de Europa del Este en el período de entreguerras, ustedes trabajan sobre las distintas formas en las que se vincularon con la Unión Soviética. Y, en un extenso apartado, se refieren al modo en el que se vieron afectados por las prácticas del Gran Terror llevado a cabo por Stalin. ¿Cuáles fueron los impactos de esta política represiva para estas organizaciones? ¿Por qué destacan en el libro que el Gran Terror tuvo, al menos, una dimensión «irracional»?

A. C.: Las purgas y el terror son fundamentales para entender la situación de los partidos comunistas de Europa del Este y Europa Central a fines de la década de 1930. En el centro y el este de Europa, el impacto de estas purgas fue tremendo, al punto que algunos partidos comunistas quedaron verdaderamente diezmados. Para tener una dimensión de lo que fueron estos procesos, alcanza con decir que alrededor de 100.000 polacos fueron asesinados, al punto que el Partido Comunista de Polonia prácticamente quedó liquidado por la operación de terror. A esto podemos sumar la ejecución del propio líder del Partido Comunista de Yugoslavia, Milan Gorkić. Otro tanto puede decirse del Partido Comunista Alemán, cuyo líder, Walter Ulbricht, colaboró activamente en la eliminación de aquellos que eran sindicados como enemigos. En términos de prácticas, y no solo de números, es muy claro que el Gran Terror fue verdaderamente siniestro, a punto tal que muchos militantes comunistas eran convocados a viajar a Moscú con algún propósito, eran alojados en el Hotel Lux –al que llamamos la «jaula de oro» de la policía secreta– y luego eran torturados y asesinados. Evidentemente, existía una dimensión irracional del proceso, en tanto no trataba de cumplir ninguna expectativa lógica concreta. Ahora bien, en el mismo sentido es importante aclarar que muchos dirigentes comunistas de Europa del Este y Europa Central no eran inocentes en lo que refería a las prácticas de censura, intimidación y represión. De hecho, muchos de ellos ya habían hecho propia la cultura política estalinista, marcando permanentemente enemigos, suprimiendo el disenso y viendo en toda crítica un acto de traición. En muchos casos, esos mismos líderes fueron también víctimas de las purgas.

 Otro aspecto importante a tener en cuenta es que la represión que se llevaba a cabo en Moscú no se percibía de modo nítido en otros lugares. Sin lugar a dudas, hubo denuncias fuera de la Unión Soviética. Hubo intelectuales, artistas y militantes políticos que denunciaron la persecución y la represión. Pero se trataba, sobre todo, de rumores que estaban muy lejos de tener un impacto global. La Unión Soviética estaba cerrada en un mundo que, de por sí, era muchísimo más cerrado que el que conocemos, por lo que era posible desarrollar ciertas políticas de ocultamiento de lo que ocurría. Estamos hablando de una Unión Soviética que no es la de la Guerra Fría, sino una muy aislada, con escasos vasos comunicantes con un amplio mundo exterior. De hecho, sus vasos comunicantes eran, fundamentalmente, las propias redes comunistas.

J. L. A. L.-B: No tengo ninguna duda, y así lo expresamos en el libro, de que las purgas y el terror fueron no solo terribles, sino devastadoras en la historia del comunismo europeo. Se trató de un proceso que no solo no tuvo antecedentes previos, sino que tampoco tuvo una continuidad de esa magnitud. Es por ello que planteamos que el proceso del gran terror tuvo una dimensión de tipo irracional. Durante la Guerra Fría, se produjeron ciertas interpretaciones de ese proceso basadas en la idea del «totalitarismo», una noción que insistía sobre el poder absoluto del Estado soviético y que desde los años setenta ha sido muy discutida por historiadores e historiadoras sociales muy serios como Sheila Fitzpatrick, Lynn Viola y Claudio Ingerflom. El problema de estas perspectivas es que a veces son tautológicas y explican el terror por la naturaleza misma del Estado, sin atender a factores políticos contingentes y coyunturales que facilitan los procesos represivos. En la actualidad hay otras perspectivas que apelan a los llamados «factores emocionales», llegando a la conclusión de que el Gran Terror se había producido por un miedo justificado y real por parte de la Unión Soviética, y en particular de Stalin, a los enemigos del Estado bolchevique. Ese miedo estaba asociado, según diversos investigadores, a la posible existencia de una «quinta columna», un concepto acuñado durante la Guerra Civil Española para definir a una serie de actores del bando nacional (franquista) infiltrados en las filas republicanas. Es decir que, según este argumento, en la Unión Soviética habría habido un miedo fundado a los enemigos disfrazados de camaradas. El problema es que esta aproximación tampoco alcanza para explicar, bajo ningún término, la extensión de las purgas, sobre todo si tenemos en cuenta que, en algunas ciudades soviéticas, llegaba a haber una política de «cuotas de ejecutados»: es decir, se dictaminaba que se debía asesinar a un número determinado de personas. ¿Cuál era la funcionalidad de una política así? Para algunos esto se explica por la vocación de Stalin de producir un recambio de élites y de reemplazar a aquellos actores que le podían hacer sombra. Pero la laminación de los partidos comunistas no tenía ningún sentido, no daba ningún resultado satisfactorio. De hecho, las purgas y el terror llegaron a tal nivel que el propio Ejército se quedó sin generales de rango e importancia, lo cual explica el desastre de ese Ejército para dar una respuesta militar a las primeras campañas de la invasión nazi partir de junio de 1941. Esto indica que, si bien pueden existir argumentos que nos permitan entender el proceso, también existe una dimensión irracional del mismo. Pero cuidado, dimensión irracional no es sindicar al Gran Terror como parte de una «psicopatía de Stalin». A diferencia de lo que ha afirmado Jörg Baverowsky, un investigador alemán, para quien Stalin era peor que Hitler porque, aunque los dos hubiesen cometido asesinatos en masa, Stalin era un sádico al que le gustaba hablar de los asesinatos mientras comía con sus camaradas, nosotros evitamos caer en ese tipo de psicologismos –por cierto históricamente banales–, y vemos lo irracional como parte de un proceso político.

 Tras trabajar la forma en la que estos partidos enfrentaron al fascismo y al nazismo, y el modo en el que atravesaron la segunda guerra, ustedes abordan el modo en el que se edificaron los regímenes comunistas nacidos durante la segunda posguerra y discuten con la tesis del historiador Hugh Seton-Watson, según la cual todos ellos fueron parte de un proceso de sovietización dirigido por la propia Unión Soviética. El planteo que realizan en el libro es exactamente el opuesto: plantean que, si bien en algunos casos hubo una intervención soviética inicial apuntalando a los partidos comunistas locales, el proceso fue, más bien, el de una «autosovietización» desarrollada por actores locales. ¿Cuáles son los elementos que permiten pensar en un proceso en el que los verdaderos agentes son los locales y no los propios soviéticos?

A. C.: Creo que es importante aclarar que no hay una regla general para toda la región, pero sí hay parámetros que nos permiten ver que en algunos países el proceso de construcción de los regímenes comunistas se da de una manera y, en otros, de una muy diferente. En un país como Rumania, por poner un ejemplo, no podría haberse desarrollado ningún tipo de socialismo sin la presencia soviética. El Partido Comunista Rumano era muy pequeño, por lo que el apoyo soviético fue decisivo en su llegada al poder. Ahora, bien, al mismo tiempo que afirmamos que nunca podría haber tomado el poder sin el sostenimiento de la URSS, también afirmamos que, cuando efectivamente lo hizo y controló el Estado, se volvió realmente poderosísimo. Al día de hoy, uno de los dos grandes partidos políticos de Rumania es el Partido Socialdemócrata de Rumania, que es en gran medida el heredero del Partido Comunista. Es por ello que es central distinguir entre el apoyo y el sostenimiento inicial de los soviéticos y el desarrollo posterior de algunos de estos regímenes. Los rumanos necesitaron de los soviéticos para fundar el nuevo sistema, pero los rumanos no fueron nada inocentes en la persistencia, el desarrollo y la consolidación de ese régimen. Y esto es así por una serie de factores que se vinculan a decisiones políticas de los propios comunistas rumanos que, luego de la muerte de Stalin, optaron por una «vía nacionalista». Este es solo un ejemplo de los muchos en los cuales se produjo una sovietización que tuvo un respaldo y un impulso externo inicial, pero que tuvo una aceptación y una solidificación por parte de actores comunistas propiamente locales. Pero para que el proceso de sovietización tuviera efecto no podía depender solo de los comunistas locales: dependía también de la sociedad. Aunque nosotros no hicimos un libro de historia social, sino de historia política, resulta más que evidente que buena parte de los rumanos asumieron ese proceso de sovietización y, en una fase inicial, vieron en él beneficios claros: a saber, la modernización económica, en especial el acelerado proceso de industrialización, y también la extensión de servicios públicos y de políticas sociales que vinieron impulsadas por los gobiernos socialistas en materia de salud, educación y acceso a la vivienda. Si bien nosotros no buscamos mostrar cómo vivieron los obreros y los campesinos el desarrollo y la aceptación general del socialismo, queda muy claro que, aunque hubo episodios de resistencia al poder comunista tanto en la ciudad como en el campo, tanto en los sectores populares como entre las elites, finalmente amplias franjas de la sociedad aceptaron y acompañaron esos procesos de sovietización. En ese sentido, nuestra discusión no es solo con la hipótesis de Setton Watson, sino también y quizás especialmente con ciertos relatos que intentan presentar a estos países como las «pobres naciones de Europa del Este», víctimas de la Unión Soviética. Esa tesis, desarrollada internacionalmente por exiliados de los regímenes comunistas, según la cual el comunismo, exportado desde Rusia, había llegado para oprimir el desarrollo libre de esas naciones, es, lisa y llanamente falsa, porque presupone que la instalación y la construcción de esos regímenes dependía pura y exclusivamente de una fuerza externa y no contaba con numerosos y variados apoyos y manos ejecutoras locales. Y lo cierto es que hay suficiente documentación para mostrar que la tesis nacionalista es errónea. Ahora bien, al mismo tiempo, es igualmente falsa la hipótesis según la cual estos pueblos venían luchando durante siglos por su emancipación, y el comunismo fue el régimen que se las otorgó.

 J. L. A. L.-B.: Creo que hay ejemplos muy claros de las tesis que nosotros buscamos confrontar. Una de ellas es la de la narrativa que expresa el novelista Milán Kundera, que, en la década de 1980, afirmó que Europa Central había sido «secuestrada» por los soviéticos. La tesis del escritor, que estaba claramente destinada a salvaguardar la cultura checoslovaca -a la que él sindicaba como históricamente democrática y liberal-, consistía en afirmar que los comunistas soviéticos eran responsables de todas las atrocidades que se habían cometido en su país durante más de tres décadas de comunismo. Al sostener que la cultura histórica de Checoslovaquia era democrática, negaba que los ciudadanos checoslovacos pudieran cometer esos crímenes y esas atrocidades. Pero la realidad es que esos crímenes sí habían sido cometidos por los propios checoslovacos. Y el desarrollo del régimen comunista también había sido obra de ellos mismos. Es por ello que, para explicar la tesis de la «autosovietización»recurrimos a la idea del politólogo rumano Vladimir Tismăneanu que explica claramente que el guion se escribió en Moscú, pero lo interpretaron los actores locales. Esos actores locales no eran simples «repetidores» de la posición soviética, sino intérpretes con voluntad y vocación política propia. Ahora bien, al mismo tiempo que observamos el proceso de «autosovietización» en los distintos países, también verificamos que no se desarrolló del mismo modo en cada uno de ellos. Tenemos, por ejemplo., el caso de Hungría, donde Mátyás Rákosi, el líder comunista, percibió que la causa socialista no encontraba suficientes apoyos –en buena medida debido a la vieja experiencia de Bela Kun–, lo que lo llevó a adoptar una perspectiva más nacionalista. Algo similar puede decirse del caso polaco, donde el líder comunista Władysław Gomułka proclamó la «vía polaca al socialismo», distinguiéndola del camino de Moscú. En su país, los comunistas tuvieron, de hecho, problemas para desarrollar una política de expropiación de tierras e incluso para atraer y coptar a la intelligentsia y a los sectores universitarios. En definitiva, la forma en la que se desarrolló la sovietización varió mucho de un país a otro. Mientras que en la República Democrática Alemana y Rumania ese proceso fue muy exitoso desde un inicio, en otros países, como Polonia o Checoslovaquia, fue mucho más dificultoso, al punto que nunca llegó a concretarse del todo. Con esto lo que pretendemos mostrar es que, al final, proponer un modelo de sovietización puramente externo, que no tome en cuenta a los comunistas locales, que son los que efectivamente lo desarrollan, es absurdo y, además, es falso. La mayoría de las cosas que sucedieron en esos regímenes, tanto lo bueno como lo malo, las hicieron los actores locales.

Tras el fin de la Segunda Guerra Mundial y luego del primer tiempo de instauración de regímenes comunistas en Europa del Este y Europa Central, se produjo un acontecimiento de importancia capital: la muerte de Stalin. ¿Cómo impactó el proceso de desestalinización liderado por Nikita Kruschov en la Unión Soviética a los partidos y los regímenes comunistas de Europa del Este? ¿Cuáles fueron las diferencias entre los países a la hora de encarar este proceso? ¿Hubo quienes no lo encararon?

J. L. A. L.-B.: Nosotros pretendemos discutir la interpretación simplista según la cual, tras la muerte de Stalin, todos los países atravesaron, más o menos, un mismo proceso. Intentamos mostrar, al contrario, que la desestalinización cobró formas muy distintas. Hay países, como la República Democrática Alemana, donde la desestalinización no se produjo –al punto que Walter Ulbricht, el líder del partido y jefe del Estado, continuó en el poder–,que avanzaron en una serie de mejoras económicas y en una clara sofisticación de métodos tecnocráticos que superaron a la de otros países que sí vivieron un proceso de desestalinización. Esto indica que no hay una correlación perfecta entre desestalinización y desarrollo. Pensemos, simplemente, que Hungría, donde en 1956 la rebelión de aquellos que pedían reformas liberalizadoras fue aplastada por las balas, acabó siendo el país con mayor apertura en libertad de expresión y, por supuesto, en desarrollo económico (de ahí lo del famoso «comunismo goulash»). En otros países, como Rumania, se produjo una desestalinización acelerada, incluso antes de que Kruschev lanzara sus reformas más importantes. El objetivo de la desestalinización en Rumania, encarada por el líder del Partido Comunista, Gheorghiu-Dej, tenía justamente como objetivo asumir una política de corte más nacionalista, mostrando una autonomía relativa de la Unión Soviética. Nicolae Ceauşescu, que reemplazaría años después a Gheorghiu-Dej tras la muerte de este último, llevaría esta política mucho más allá.

 A.C.: Tal como plantea José Luis, los vínculos de los diversos países de Europa del Este y Europa Central con la Unión Soviética sufrieron cambios profundos luego de la muerte de Stalin. Pensemos, sin ir más lejos, en la Declaración de Belgrado de 1955, firmada por Kruschov y Josip Broz «Tito», el líder de la Yugoslavia comunista que, previamente, había sido muy criticado por las autoridades soviéticas. Esa declaración, en la que ambos países se comprometieron a respetar mutuamente al otro, fue el punto de partida para que Kruschov admitiera la existencia de «otros socialismos» que no eran estrictamente similares a aquel que se construía en la Unión Soviética. Por lo tanto, la Declaración de Belgrado no solo impactó en los países de Europa del Este, sino en los socialismos de todo el mundo. Por supuesto, uno podría afirmar que la esta Declaración constituyó una prolongación del proceso abierto con la muerte de Stalin, pero debemos admitir que también implicó algo más. Implicó, fundamentalmente, la asunción de una relación más simétrica –aunque no igualitaria– entre la URSS y la del resto de Estados nacionales que apostaban por el camino del socialismo. Esto no carecía en absoluto de lógica; de hecho, era una política necesaria luego de la Segunda Guerra Mundial, un período que todos, incluidos los comunistas, querían dejar atrás. Asumir la existencia de distintos socialismos equivalía, en buena medida, a aceptar el desarrollo en paz y sin interferencias de cada uno de los países.

 Como es evidente, esto no implicó una ajenidad de la Unión Soviética con los procesos socialistas que se producían en Europa del Este y Europa Central, aunque aquellos que construyeron una perspectiva que otorgaba un carácter más «nacional» al socialismo fueron los menos afectados por la injerencia de la URSS. Hubo países que, frente a la amenaza de invasión, resistieron. Países que decidieron que su interés nacional –que, obviamente, significa en estos casos el interés del régimen– les impedía aceptar una invasión soviética como la que se produjo en Hungría en 1956. Pero, ¿por qué pudieron hacerlo? En buena medida porque convencieron previamente a la población de que el sostenimiento del régimen propio venía antes que el apoyo a Moscú. El país más importante en tomar una decisión de este tipo fue, por supuesto, Yugoslavia. Pero puede decirse algo similar de Rumania e, incluso, de la pequeña y aislada Albania socialista de Enver Hoxha.

 En algunos casos se verificó una intención soviética de intervenir ante los procesos de reformas, lo que culminó intervenciones e invasiones, como en Checoslovaquia en 1968 –al igual que en la Hungría de 1956–. ¿Este tipo de intervención contaba también con manos locales?

J. L. A. L.-B.: Sí. Es importante aclarar que, aunque la Unión Soviética tenía la última palabra, buena parte de las iniciativas para acabar con la Primavera de Praga, como se conoció el proceso de reformas hacia un «socialismo con rostro humano», encabezado por Alexander Dubček, el líder del Partido Comunista de Checoslovaquia, provinieron de otros Estados socialistas, en especial de la República Democrática Alemana, que consideraban que los checoslovacos estaban yendo demasiado lejos en sus reformas. También aquí hace falta volver a insistir sobre el peso de los regímenes socialistas del Este y el impacto de sus propias decisiones sobre el destino de la región. La invasión de Praga por las tropas del Pacto de Varsovia, con excepción de los rumanos, dio la pauta de que la reforma política era imposible dentro de un socialismo, digamos, ortodoxo. Con todo, hay que subrayar que el socialismo no se petrificó luego de 1968: al contrario, la década de 1970 fue la de una gran experimentación a nivel económico, científico y tecnológico, de mayor acción de los países comunistas en la escena internacional, entre otras cosas gracias a su apoyo a movimientos anticoloniales en el Tercer Mundo. Esta dinámica continuó hasta finales de esa década, cuando la crisis económica comenzó a hacer mella en los regímenes del Este.

 En el libro manifiestan que la solidificación de los regímenes socialistas en Europa del Este y Europa Central se vinculó, entre otros muchos aspectos, a la modernización y al desarrollo económico, y que la caída de estos regímenes se asoció también a una merma muy clara de las condiciones de vida durante la década de 1980. ¿Cómo fue el impacto de ese proceso de desarrollo tanto al interior como al exterior de esos países?

J. L. A. L.-B.: El desarrollo económico que se verificó en los países socialistas durante algunas décadas impactó, en efecto, tanto dentro como fuera, a tal punto que les permitió moldear una cierta imagen de cara al mundo. La mejora económica, que se produjo en buena medida por la inversión en industria pesada que se realizó en la década de 1950, permitió incluso que muchos de estos Estados se implicaran en los procesos revolucionarios y descolonización que se estaban produciendo en el Tercer Mundo. La ayuda económica que brindaron países como Checoslovaquia o la República Democrática Alemana a los movimientos revolucionarios en Vietnam, Mozambique o Angola solo puede explicarse por unas economías que se dinamizaron de forma acelerada. A nivel interno, se produjo una mejora en las condiciones de vida de la población que fue realmente evidente y le otorgó legitimidad al socialismo tras unos primeros años de revuelta. Aunque esa legitimidad no duró demasiado tiempo, debido a que ya a inicios de la década de 1980 se verificaron nuevos problemas económicos, permitió que los líderes comunistas brindaran una imagen de sus países que contradecía claramente la de unos regímenes oscuros y pobres. Si bien, lógicamente, hubo mucha diferencia entre los distintos países, hubo un proceso general de mejora de los estándares económicos que derivó en la legitimidad interna del socialismo. Por poner solo un caso a modo de ejemplo, en la década de 1970, Polonia era vista, tanto por Europa Occidental como por Estados Unidos, como una nación prospera y casi como un «socio normal» de Occidente. El líder del país, el comunista Edward Gierek, llegó a reunirse en Estados Unidos con Gerald Ford, además de recibir a Jimmy Carter y a diversos líderes de Europa Occidental. Esa relación solo fue posible por la mejora económica. Ahora bien, esa legitimidad ganada entre 1950 y 1970, comenzó a perderse a finales de esa última década con la crisis económica que azotó a buena parte de estos países.

 Aun cuando tuvieron vínculos muy concretos con la Unión Soviética, algunos de los países sobre los que trabajan en el libro dieron claras muestras de autonomía política a la hora de construir sus regímenes socialistas. ¿En qué medida esa autonomía se vinculó a un alineamiento internacional más diverso que el que podría indicar una simple posición pro-soviética? ¿Cómo se vincularon estos regímenes socialistas con el Movimiento de los Países No Alineados y con los movimientos populares del Tercer Mundo?

A.C.: La integración económica, cultural y tecnológica del mundo de posguerra hizo que la política internacional se convirtiera en un terreno de juego importante para los países comunistas, tanto en términos militares como de influencia ideológica (soft power). Y es en ese marco en el que observamos que los países de Europa del Este no siempre siguieron al pie de la letra el guion de Moscú. El caso paradigmático es por supuesto Yugoslavia, que, desde la década de 1950, estableció vínculos más fuertes con Occidente para reforzar su posición económica frente a los soviéticos, y que, en paralelo, desarrolló una alianza diplomática muy fuerte con las naciones descolonizadas de Asia y África, en especial con el Egipto de Nasser, la India de Nehru, la Indonesia de Sukarno y la Ghana de Nkrumah. Pero en menor medida se puede decir lo mismo de Rumania, que desde la década de 1960 se declaró independiente en política exterior, y de Albania, que rechazó la desestalinización y se acercó a China. El Tercer Mundo se convirtió en un terreno de competencia para el socialismo, tanto frente a los países capitalistas, como entre ellos mismos: en América latina, por poner un ejemplo, los yugoslavos desarrollaron una estrategia para buscar aliados no solamente en competencia con los estadounidenses, sino también con los soviéticos, con los chinos, con los checoslovacos y más tarde, con los cubanos.

 A diferencia de otras historias que se han escrito sobre esta región, ustedes les dan una importancia central a los factores económicos para explicar la caída de estos regímenes. Si bien destacan la falta de democracia y de libertades, son muy claros al explicar que la disidencia solo encontró un eco cuando hubo una serie de factores materiales que afectaron a la ciudadanía de esos países. ¿Cómo se explica esa combinación de factores?

A.C.: Si la relación entre la legitimidad y la supervivencia de esos regímenes y su grado de desarrollo económico y su capacidad de mostrar beneficios materiales para la población es clara, también lo es la de su caída asociada a la pérdida de ese desarrollo y a la merma en las condiciones de vida. En la década de 1980, la propia Unión Soviética ya no disponía de la misma cantidad de recursos para hacer de la intervención económica en el extranjero una prioridad. De hecho, Gorbachov lo asumió rápidamente y, tanto por razones ideológicas como por algunas puramente económicas, tomó la decisión de que no seguir interviniendo en esos países. Lo que Gorbachov entendió claramente, porque los números así se lo indicaban, era que la URSS ya no contaba con el dinero suficiente como para salvar de una crisis al resto de los países comunistas. El sistema se había convertido en económicamente inviable. Y cuando esto sucedió, la disidencia –que había sido históricamente minoritaria– cobró mayor prestigio y capacidad de escucha. Ante un contexto de crisis grave, la represión, que era el arma histórica de los comunistas para aplacar a las voces críticas, se volvió ineficaz.

En los países de Europa del Este la crisis llevó a un descontento social mayúsculo, a tal punto que los comentaristas internacionales de Occidente no entendían cómo en un país como Yugoslavia no se producía una revolución ante la brusca bajada del estándar de vida. ¿Y por qué pensaban algunos en posibles revoluciones? Por la sencilla razón de que no se trataba de países democráticos y no había posibilidad alguna de alternancia política. Lo mismo puede decirse para el caso rumano, donde si bien la disidencia fue menos eficaz –debido a que no contaban con la herramienta del nacionalismo, que había sido «secuestrado» por el propio régimen comunista–, se produjo un estallido que se vinculó directamente a la crisis económica y social que atravesaba el país. Rumania, Hungría, Yugoslavia y Polonia eran países endeudados para poder mantener un cierto estándar de vida. Esto les garantizaba que la disidencia, que era un fenómeno de minorías, no se convirtiera en un fenómeno masivo y de mayorías. Pero la conjugación de una crisis ya incontenible y un Occidente envalentonado con su propia superioridad económica, llevó al estallido final. El socialismo cayó, entre otras cosas, porque faltaba democracia, pero no se cayó solo porque faltaba democracia. Las razones económicas son importantes y explican parte de su final. De hecho, diría que pensar la explicar la caída del socialismo sin la crisis económica es como pretender explicar su llegada al poder sin la guerra. 

J. L. A. L.-B.:: Nosotros le damos importancia a los factores económicos, aunque sin ser deterministas. La caída del comunismo impactó no solo en un descredito del socialismo como alternativa, sino que también produjo una crítica de los factores económicos como parte de la explicación histórica y social. La crítica al marxismo se volvió tan fuerte que, en determinados momentos, pareció que los factores económicos no habían tenido nada que ver con la caída de esos regímenes. En la década de 1990 cobraron fuerza posiciones según la cual la caída del socialismo real parecía deberse más a las ruidosas intervenciones globales de seis o siete intelectuales disidentes como Havel o Gyorgy Könrad que a la crisis en las condiciones de vida. No desmerecemos en absoluto la entidad de esos intelectuales; de hecho, les prestamos cierta atención en nuestro libro. Pero en ningún modo puede llegarse al reduccionismo de que la caída del socialismo real se debió a su acción disidente. Más bien, al contrario, su disidencia fue un factor clave, pero en buena medida porque complementó otros factores, entre los que se destacaban los económicos y sociales. Cuando en la década de 1950 diversos intelectuales fueron represaliados y se exiliaron de sus países, el apoyo popular que obtuvieron a sus proclamas disidentes fue exiguo. Fueron intelectuales disidentes muy valorados en el mundo occidental, pero que ciertamente carecieron de apoyo y convocatoria popular en sus propias naciones. ¿Por qué, en cambio, los intelectuales disidentes tuvieron una extensa recepción en la década de 1980? Porque la crisis económica y social hizo que cada vez más personas atendieran a esos discursos. Es esa crisis la que propicia ese encuentro entre los intelectuales y las masas, uniendo distintas críticas. Pero a esto hay que sumar otro factor, y es que en muchos casos, aquellos que se enfrentaban a las autoridades comunistas, no siempre pedían reformas más liberalizadoras. De hecho, el sindicato Solidaridad de Polonia, que se enfrentó fuertemente al régimen comunista, no pedía liberalización ni apertura económica, sino mejoras concretas en un sentido socialista, que solo eran posibles con una mayor intervención del Estado. Este es un factor que ha sido puesto poco en escena a la hora de hablar de la caída de los regímenes comunistas de Europa Central y Europa del Este. Se tiende a presumir que todo formaba parte de una demanda democrática, pero en algunos casos, ni siquiera los movimientos que se lanzaban a las calles en actitud disidente, tenían esa demanda como una cuestión central.

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