Sin
un proyecto regional propio, debilitado por el origen
no democrático de su gobierno
y por las denuncias de corrupción que caen sobre el ministro de
Relaciones Exteriores, Brasil parece estar moviéndose a la deriva en
un mundo cada día más hostil.
El
triunfo de Donald Trump en Estados Unidos
hace perder definitivamente el rumbo a la malograda estrategia
exterior del gobierno de Temer y del canciller José Serra, quienes
se imaginaban una vuelta al «realismo periférico» de los años
90.
La
inserción internacional subordinada al liderazgo de Estados Unidos y
Europa vía acuerdos de libre comercio y flujo de inversiones podría
irse a pique si Trump reafirma su promesa de suspender el tratamiento
parlamentario del Acuerdo Transatlántico (TTIP, por sus siglas en inglés), el faro que guía a
los navegantes del libre comercio en el mundo.
Al
mismo tiempo, desde el frente europeo las noticias que llegan a oídos
del ministro Serra tampoco son buenas. Tras haberse ilusionado con
que sería capaz de superar, solo con su voluntad política, los
escollos de una negociación que ya lleva trabada diez años, hoy
Serra se ve obligado a afrontar los obstáculos de siempre: cada vez
que Europa está en problemas, Brasil no saca nada que realmente
valga la pena de esa relación; concretamente, no logra que sus
productos agrícolas ingresen en el mercado europeo.
La
actitud de Serra en París demostró ser, como mínimo, de un grado
superlativo de amateurismo. China parece ser el único bastión que
se mantiene firme y accesible, sin
que esto signifique mucho para Brasil,
más allá de la garantía de algunas inversiones y la continuidad de
la apertura de ese mercado a nuestras exportaciones de soja y mineral
de hierro.
Por lo
demás, y a diferencia de otros ciclos recientes, el proyecto
Temer-Serra para América Latina se construye en clave negativa, es
decir, no es sino un antiproyecto. Si uno repasa la historia
reciente, puede observar que la integración regional latinoamericana
se fue desplegando desde los primeros años de la posguerra en la
sucesión de tres oleadas distintas. La primera, inspirada en el
desarrollismo de los años 60, tuvo como logro principal la creación
de la Comunidad Andina de Naciones (CAN), que apuntaba
fundamentalmente a reforzar la productividad de la región en vistas
a una mejor inserción internacional de cada país. El Mercosur,
diseñado en los 80, fue una expresión tardía de esa oleada, que
incorporaba en este caso una vocación de paz y democracia enfatizada
por los presidentes del periodo posdictaduras.
Ya
en la década de 1990, en pleno
auge del neoliberalismo triunfante y de su máxima expresión, la
«globalización», tomó la posta un nuevo proyecto regional, el
llamado «regionalismo abierto», cuya sistematización teórica
estuvo a cargo, paradójicamente, de la Comisión Económica para
América Latina (Cepal), la misma que otrora fuera el estandarte del
desarrollismo de Raúl Prebisch. Ese regionalismo liberal modificó
los procesos que estaban en marcha –la CAN, el Sistema de la
Integración Centroamericana (SICA) y la Comunidad del Caribe
(Caricom)– y formateó el Mercosur bajo el modelo de joint
ventures entre Estados en busca de una
mejor inserción en la economía mundial, todo ello en sintonía con
la onda de libre comercio que iba consolidándose en aquellos años
vía tratados como el Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA),
el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) y acuerdos
con la Unión Europea.
Finalmente,
el tercer proyecto fue el que podríamos llamar, en términos
generales, «progresista». Un proyecto que, además de apuntar al
progreso económico y social, buscaba en el terreno geopolítico una
mayor autonomía en los modos regionales de insertarse en el mundo.
Uno de sus principales ideólogos, Samuel Pinheiro Guimarães,
se imaginaba un Brasil activo en el mundo a
través de su inserción en la región. De este modo, fortalecer la
relación con Argentina era el primer paso para consolidar el
Mercosur, luego la Unasur, hasta construir finalmente un espacio
latinoamericano y caribeño «libre» de las potencias exteriores.
El
grado de convergencia política de la región ayudó en la
construcción de esa dimensión geopolítica del proyecto por medio
de la transformación de la antigua Comunidad Sudamericana de
Naciones y la
creación de Unasur, más la
promesa de grandes avances en el Mercosur y la fundación de la
Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC).
El proyecto pecó, sin embargo, de una elevada aspiración que acabó
no concretándose en cuanto al tan anhelado espacio económico común:
ante la eventualidad de una crisis global, en vez de invertir todos
en una salida en común, los países optaron por políticas
soberanistas, desacelerando –en lugar de ahondarlos– los
mecanismos financieros y económicos que podrían haber ofrecido
buenas herramientas no solo para afrontar la crisis, sino también la
propia integración.
Opuesto
a esos tres proyectos políticos de integración, el no proyecto que
propone Serra implica un boicot al Mercosur político que incluye a
Venezuela y al Mercosur del mercado común, vía el intento
manifiesto de lograr acuerdos de libre comercio con terceros y de
promover un corrimiento hacia el libre comercio entre los países del
bloque, varios de los cuales buscan ahora su propio acuerdo con
Estados Unidos. Todo esto, además del hecho de carecer de cualquier
política concreta respecto de las tres iniciativas regionales de las
que participa Brasil: la Unasur, el Mercosur y la CELAC.
Pero
el contexto no es sencillo, puesto que trasluce una tendencia
creciente a la «desglobalización», observable por ejemplo en el
triunfo del Brexit y el de
Trump, que estarían poniendo en evidencia el cansancio, sobre todo
entre las clases medias, ante la aplicación sin resultados positivos
de los principios del neoliberalismo económico mundial: cansancio
ante la concentración extrema de riqueza, la inestabilidad
financiera, la desigualdad y la pobreza crecientes, el desempleo o la
precarización del empleo y las migraciones forzadas, entre otras
cosas que saltan a la vista.
Lejos
de la política exterior «altiva y activa» del ex-canciller Celso
Amorim, sin un rumbo, sin un liderazgo claro, con arranques de
agresividad y desprecio de parte del ministro Serra hacia los socios
menores y teniendo que afrontar el combate externo que les
plantean los detractores del «golpe» en cada reunión o encuentro
internacional, las huestes de Itamaraty padecen hoy los efectos del
que quizás sea el momento más preocupante de nuestra historia
reciente: el de un Brasil a la deriva en el escenario internacional.
Fuente: http://brasilnomundo.org.br/analises-e-opiniao/com...
Traducción:
Cristian De Nápoli