Tema central
NUSO Nº 215 / Mayo - Junio 2008

Algunas reflexiones sobre los nuevos desafíos latinoamericanos

En los últimos años, América Latina demostró que es posible compatibilizar un alto crecimiento económico con avances sociales significativos. Sin embargo, el cambio de algunas condiciones externas, consecuencia de la crisis de Estados Unidos y la inflación mundial, obligan a reflexionar sobre la posibilidad de realizar algunos cambios. Es necesario, en primer lugar, revisar los sistemas tributarios, que en América Latina descansan básicamente en los impuestos sobre el consumo, y elevar la recaudación de los impuestos sobre la renta, de modo de lograr efectos más progresivos. Al mismo tiempo, es importante garantizar el incremento del gasto social registrado en los últimos años, pero también procurar una mayor eficiencia en la asignación de esos recursos. Solo así será posible compatibilizar el desarrollo económico con el bienestar social.

Algunas reflexiones sobre los nuevos desafíos latinoamericanos

Desigualdad es sinónimo de América Latina. Cuando se compara la región con otras zonas del mundo, la desigualdad aparece como el rasgo más característico. Las diferencias entre ricos y pobres, entre empleo formal e informal, entre privilegiados y excluidos, concentran la atención tanto de los análisis académicos como de los gobiernos. Varios motivos explican esta persistente desigualdad: desde razones históricas hasta la falta de voluntad política para resolverla. Sin embargo, la forma, la expansión y la gestión de nuestras economías son factores determinantes para entender el cuadro de desigualdad actual y las posibles formas de disminuirla.

El combate contra la desigualdad –y la lucha contra la pobreza– ha comenzado a ganar espacio en las políticas públicas, y así lo evidencian la creación y la expansión de diferentes programas sociales, como los de transferencia de renta. Es posible incluso que estos programas de transferencia de renta hayan contribuido a desplazar la atención de las necesarias políticas públicas de carácter universal, como las de educación y salud. Lo que es innegable, en todo caso, es que la creciente conciencia acerca de la necesidad de combatir la desigualdad ha cambiado la agenda del debate acerca de la política fiscal en América Latina. Frente al desafío de conciliar el financiamiento responsable con un gasto social creciente, la cuestión fiscal se convierte en el principal punto de interconexión entre las políticas económicas y sociales.

Conciliar políticas sociales más activas con políticas económicas que promuevan el crecimiento sin comprometer la estabilidad constituye el objeto de reflexión del presente trabajo. Se anticipa que no se pretende resolver en tan pocas líneas un problema tan vasto, sino ofrecer algunos elementos para contribuir al debate.

Si el desafío ya es complicado, se torna todavía más difícil al tener en cuenta los condicionamientos históricos. Basta recordar que, además de la desigualdad, otra característica típica de América Latina es que ha constituido un campo de pruebas para una amplia variedad de «modelos» no convencionales de políticas económicas. Desde inicios del siglo XX, la región alternó periodos de mayor o menor intervención estatal, apertura al comercio exterior, ingresos y fugas de capitales, expansión acelerada y fuerte retracción de la inversión pública, junto con la emergencia tardía de nuevas formas de protesta social. Esas políticas, calificadas como diferentes estilos de desarrollo, fueron clasificadas como «neoliberales», «reformistas» o «desarrollistas», entre otras definiciones (Bielschowsky/Mussi).Hasta fines del siglo pasado, se registraron sucesivas y graves crisis externas, que incluso golpearon a los países más importantes, como Brasil, Argentina y México, convirtiendo a la región en el epicentro de turbulencias que tuvieron efectos en la economía internacional. El nuevo siglo trajo un ciclo de rápida e intensa expansión económica, al menos desde 2002, empujada inicialmente por las exportaciones favorecidas por la aceleración del crecimiento mundial (aún mayor entre las economías emergentes, especialmente en China) y el consecuente incremento de los precios de los commodities. En un primer momento, el incremento de los ingresos públicos mejoró los resultados fiscales –el superávit se elevó y la deuda se redujo–, lo que luego permitió una expansión del gasto, desde los programas sociales hasta las inversiones en infraestructura. La bonanza externa se transformó en una bonanza económica, fiscal y social.

Pero la perspectiva de la región debería despertar al menos cierta preocupación. El origen de la bonanza (el sector externo) puede ser también el que provoque la tempestad: la desaceleración de la economía estadounidense y las fuertes turbulencias financieras internacionales que se viven hoy constituyen un peligro, aunque sea diferido, de una moderación e incluso de una inversión del ciclo de crecimiento. Ello sin contar el regreso de la inflación a escala internacional por la subida de los precios de los commodities, que ya no solo afecta al petróleo sino también a los alimentos, sin que sea posible todavía estimar si se trata de un fenómeno estructural o de un efecto de la especulación.

La tristemente histórica volatilidad económica y política de América Latina obliga a formularnos la siguiente pregunta: ¿se justifica el optimismo? (Machinea/Kacef). Algunos académicos –y la gran mayoría de los políticos– mantienen una visión optimista. Desde este punto de vista, el incremento de los precios de los commodities, aunque impacta en la inflación, puede transformarse también en un remedio para las economías latinoamericanas, teniendo en cuenta que la región es un importante productor agrícola y de minerales, para no hablar de los nuevos descubrimientos de petróleo. La crisis de las economías desarrolladas puede ser corta y no tan profunda. Además, la expansión de China y del resto de las potencias emergentes podría compensar la desaceleración de los países ricos. Irónicamente, la única certeza para América Latina es la fuerte incertidumbre. En este contexto, es difícil pedir moderación macroeconómica y prudencia fiscal a gobiernos que, después de años, por primera vez pudieron comenzar a enfrentar las demandas económicas y sociales reprimidas, especialmente con un gasto público que supera los estándares más altos de las últimas décadas. En ese sentido, este artículo defiende la idea de que existe una mayor madurez en la gestión de la política económica en la región y que las políticas sociales se han consolidado a punto tal que han reducido el supuesto conflicto entre lo social y lo económico. Sin embargo, es preciso reflexionar más y cuestionarse mejor el papel reservado al Estado en esa nueva trayectoria de desarrollo.

En efecto, hoy es necesario avanzar en nuevas reformas (por ejemplo, en el campo tributario y de la seguridad social). Y al mismo tiempo, para consolidar los avances sociales, será necesario mejorar la calidad del gasto.

Desde ya, es necesario anticipar y refutar la idea de que esto supone un regreso al neoliberalismo. En realidad, más allá de cualquier ideología, no prestar atención a los temas propuestos implica despreocuparse del crecimiento y, por lo tanto, debilitar cualquier posibilidad de avanzar hacia políticas sociales universales. Si esto ocurre, crece la importancia de los programas focalizados en los más pobres, que disminuyen la pobreza pero no transforman la sociedad. Además, creer que la globalización fusionó la economía mundial con la nacional implica suponer que no existe ningún interés nacional que deba ser defendido y trabajado (Serra). Nada más liberal que, frente a una posible reversión de la tendencia positiva, limitarse a rogar que la crisis de los países más ricos no llegue a los más pobres, o sentarse a esperar que lleguen los beneficios derivados del auge de China, en lugar de repensar, desde cada país, los problemas y las prioridades, y diseñar una estrategia de largo plazo para buscar y conciliar el crecimiento económico con el bienestar social.

Impulsar una nueva agenda de reformas, incluida una nueva política fiscal, constituye una actitud progresista. Es justamente lo opuesto al neoliberalismo, que apuesta a que el desarrollo se produzca como resultado de los vientos que soplan desde el exterior. En una estrategia progresista (Serra), la producción y el empleo son incentivados mediante acciones públicas deliberadas, se busca la excelencia en la regulación estatal –lo que implica sustituir al antiguo Estado que interviene directamente en la economía– y en las políticas sociales que privilegian la universalidad –lo que supone atreverse a ofrecer a los sectores más pobres un tratamiento más integral que una mera asistencia social–. En esta agenda transformadora, repensar los modelos de financiamiento y de gasto público resulta crucial. En resumen, la tesis central de este artículo es que América Latina demostró, en los últimos años, que es capaz de compatibilizar la búsqueda de mayor desarrollo económico con un mayor bienestar social, pero que hoy existen nuevos e importantes desafíos para continuar ese camino. Para desarrollar esta argumentación, el artículo está estructurado en dos partes. La primera analiza la compatibilidad entre crecimiento económico y políticas sociales. La segunda procura identificar los desafíos que deben enfrentarse para profundizar esta convergencia. La reciente (y excelente) evolución económica y social

América Latina creció 26,5% entre 2002 y 2007, la mayor expansión continua desde la década del 70 (Machinea/Kacef). Esta evolución no fue igual en todos los países. Los dos más grandes, Brasil y México, mostraron un crecimiento menor, mientras que otros, como Argentina y Venezuela, registraron una tasa mayor tras haberse recuperado de crisis profundas. En general, la renta per cápita se elevó 18,4% entre 2002 y 2007. La renta anual promedio de un latinoamericano es hoy de 8.700 dólares, medida según poder de compra. En términos comparativos, nuestra región equivaldría a una clase media mundial (PNUD).

Al mismo tiempo, la región ha registrado una evolución favorable de los indicadores sociales, aunque por supuesto continúa lejos de los niveles de los países más ricos. Uno de los avances más importantes fue la reducción de la pobreza, de 48,3% en 1990 a 35,1% en 2006. La pobreza extrema, en tanto, también disminuyó, de 22,5% a 12,5%. En términos absolutos, los datos de 2006 confirmaron una caída del número de pobres: 71 millones, frente a 93 millones en 1990 (Cepal 2007b).

El Índice de Desarrollo Humano (IDH) de América Latina alcanzó 0,803 en 2005, muy superior a otras regiones menos desarrolladas, próximo al de los países del Este europeo (0,808) y no muy distante del de los integrantes de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) (0,916). La cobertura en los tres niveles educativos alcanzó 81,2%, frente a 88,6% de la OCDE y 64,1% del promedio de los países menos desarrollados. En la enseñanza primaria, la cobertura alcanzó 94% en 2005. En el plano de la salud, la mortalidad infantil se redujo, de 86 por cada 100.000 nacimientos en 1970 a 26 por cada 100.000 en 2005, aunque todavía lejos de los países ricos (nueve por cada 100.000) (PNUD).Más recientemente, los indicadores de desigualdad presentaron también una evolución favorable. El coeficiente de Gini de los principales países, como Argentina, Brasil, Chile y México, mejoró en los últimos años (Cepal 2007b). Incluso en países con una alta concentración de la renta, como algunos de los de América Central, se registraron también pequeñas mejoras. No obstante, la desigualdad en América Latina continúa siendo muy elevada: el Gini supera en dos tercios al de la OCDE. El decil más rico recibe, en promedio, 36% de la renta de los hogares; la diferencia de renta entre el quintil más rico y el más pobre es de aproximadamente 20 veces.

La mejora en las condiciones de vida de los latinoamericanos estuvo asociada a un aumento continuo del gasto social. Medido per cápita, el promedio de América Latina pasó de 440 dólares en 1990 a 624 a fines de 2000 y 658 en 2005. En porcentaje, durante los 90 el gasto se elevó en 41,8% y en lo que va del siglo se incrementó 5,5%. En otras palabras, desde 1990 el gasto social se elevó prácticamente 50%. En términos de porcentaje del PIB de la región, el incremento, como muestra el gráfico 1, fue de cerca de tres puntos, ya que pasó de 12,9% a 15,9% (Cepal 2007b). El análisis del gasto social requiere importantes aclaraciones. En primer lugar, las diferencias entre los países son significativas. En el país con mayor gasto per cápita, este es 17 veces mayor que en el de menor gasto. En segundo lugar, hay que apuntar que no fue en la educación ni en la salud donde ocurrieron los mayores incrementos del gasto social: como muestra el gráfico 2, más de la mitad del gasto social adicional fue absorbido por aumentos destinados a la previsión social y la asistencia social.

Más allá del aumento del gasto y de las áreas a las que se destinó, es importante analizar su financiamiento. El incremento del gasto social se explica por aumentos en la carga tributaria más que por una mayor participación en el presupuesto, es decir, por registrar un crecimiento mayor que otros gastos. En términos generales, en 2005 el gasto social representó cerca de 80% del gasto público total, un porcentaje no muy diferente del de 1990. Por otro lado, estimaciones de la Cepal indican que, en los últimos años, la presión tributaria media de la región se incrementó cuatro puntos, de 16% a inicios de los 90 a cerca de 20% en 2005. Por lo tanto, el aumento en el gasto social estuvo asociado a un incremento de los ingresos.

En ese sentido, es necesario subrayar una importante conclusión del estudio Cohesión social: inclusión y sentido de pertenencia en América Latina y el Caribe de la Cepal (2007c), en el sentido de que la evolución del gasto social acompañó el crecimiento económico regional sin perder prioridad en momentos de crisis. Es decir, existió un comportamiento procíclico entre el gasto público social y el crecimiento económico (ver gráfico 3), pero al mismo tiempo este exhibió resistencia en tiempos de menor crecimiento o crisis. Por ejemplo, a comienzos de los 90, el incremento del gasto social fue casi el triple que el crecimiento económico. En los momentos de crisis, como en 1995 en México y en 2002 en Argentina, el gasto social tuvo mayor resistencia. La experiencia brasileña confirma la creciente rigidez del gasto social independientemente de la evolución de la economía (Araújo). El carácter procíclico del gasto social responde, en gran parte, a la capacidad de financiamiento del Estado. La expansión reciente del gasto fue resultado, principalmente, del aumento de la presión tributaria. Pero como ya se señaló, el gasto social muestra también cierta resistencia a disminuir en periodos de crisis. En ese sentido, un determinante del gasto social que no tiene carácter cíclico es el político. La evidente preocupación por la cuestión social es una respuesta de los gobiernos a sus electores. La sucesión de elecciones en todos los países de la región contribuyó a darle visibilidad y a instalar en el centro del debate público las acciones sociales. Hasta 2002, a falta de un mayor dinamismo económico, se exigió una focalización de las políticas sociales. Ese diagnóstico fue reconocido por los sectores más comprometidos con las reformas liberales, que incluyeron en su agenda la utilización de programas focalizados. Los resultados iniciales de esos programas generaron una razonable cobertura y progresividad en los gastos.

Además de mejorar la situación social, el gasto público social ha contribuido al crecimiento económico a través de un incremento del consumo masivo. Los programas de combate al trabajo infantil y esclavo y los subsidios para mejorar y extender el acceso a la educación y la previsión social reducen la presión sobre el mercado de trabajo. Ello, junto con políticas de mejoramiento de las condiciones salariales por una mayor capacidad de negociación de los sindicatos, además de los programas de transferencia de renta, produce una expansión del ingreso nacional. A esto hay que sumar el estímulo derivado de una mayor oferta de crédito, ya sea vinculado al consumo (como por ejemplo, de automóviles) o inversiones (en viviendas). En el caso de Brasil, esta expansión del crédito se vio facilitada por iniciativas gubernamentales para ampliar el acceso y reducir los costos de los préstamos bancarios.

La expansión del consumo estimula el mercado interno. La ocupación de la actual capacidad productiva alienta decisiones de inversión y la búsqueda de una mayor productividad, especialmente frente a la competencia de productos importados facilitada, en casi todos los países, por la depreciación del dólar. Este ciclo genera un aumento de la demanda de energía y logística, que exige una infraestructura capaz de garantizar el aumento de la producción. En ese punto, la inversión estatal resulta fundamental (Afonso/Biasoto/Araújo).

En este ciclo virtuoso, la vulnerabilidad externa debe ser reducida o controlada. Los recientes resultados de la balanza de pagos de América Latina facilitaron la expansión del consumo: la mejora de los términos de intercambio (20% entre 2002 y 2007), el fuerte incremento de las exportaciones (en 2007 fueron el doble que en 2000), el balance positivo en cuenta corriente y la consecuente acumulación de reservas internacionales definen un escenario inédito. Varios países lograron reducir sensiblemente su deuda externa neta: a fines de 2007, la deuda bruta de la región se estimaba en 677.000 millones de dólares, con reservas de 440.000 millones (en 2002, la deuda era 746.000 millones y las reservas, 165.000 millones) (Cepal 2007a).

Con una menor vulnerabilidad externa, América Latina exhibe un equilibrio macroeconómico. En los últimos años, la región consiguió controlar el proceso inflacionario. En 2002, el promedio de inflación había alcanzado 12,2%, el doble que el año anterior, debido a la crisis de Argentina y las presiones especulativas en Brasil. En 2006, la inflación ya había retrocedido a 5% y en 2007 fue de solo 6,1%. Esto fue resultado, entre otros factores, del comportamiento de la tasa de cambio. Tomando como base el año 2000, la tasa de cambio efectiva real de la región en 2007 estaba solo 11% desvalorizada, tras haber llegado a desvalorizarse casi 25% en 2004, lo que implica una apreciación de 12%. Ese proceso reciente de valorización o estabilidad real de la tasa de cambio se observa en casi todos los países (Cepal 2007a).

Los resultados fiscales, especialmente en aquellos países con ingresos vinculados a la exportación de recursos naturales, posibilitaron significativos superávits primarios. En el promedio regional, el déficit primario de 0,3% del PIB en 2003 se convirtió en un superávit de 2,2% del PIB en 2007.

En suma, se ha registrado un importante avance del gasto social en simultáneo con una bonanza económica y un equilibrio macroeconómico. Hasta el momento, el incremento del gasto social no generó dificultades para su financiamiento. Por el contrario, demostró haber contribuido al mantenimiento del nivel de actividad interna, además de procurar mantener las condiciones básicas de educación y salud. Sin embargo, el gasto social de varios países de la región sigue siendo insuficiente para atender las demandas y los derechos de la población.

Los nuevos desafíos para el desarrollo

Aunque la experiencia reciente de América Latina permitió compatibilizar el aumento de gasto social con el crecimiento económico, la percepción general es que el nivel de bienestar alcanzado no es suficiente. De hecho, existe una creciente demanda por más derechos, ya sean económicos, sociales o culturales. Por un lado, la función del Estado consiste en proveer de la forma más eficiente posible los servicios necesarios para que todos puedan usufructuar esos derechos. Por otro lado, la capacidad efectiva del Estado de realizar esa tarea se encuentra limitada por la falta de recursos, por la regresividad de sus políticas o por la incapacidad para ofrecer esos servicios.

En 2002, la Cepal ya alertaba sobre la dificultad de compatibilizar ambas cosas. «La vigencia de los derechos económicos, sociales y culturales tiene que ser compatible con el nivel de desarrollo alcanzado y con el ‘pacto fiscal’ que prevalece en cada sociedad, evitando que se traduzcan en expectativas insatisfechas o en desequilibrios macroeconómicos que afecten, por otras vías, a los sectores que se busca proteger» (Cepal 2002).

En este contexto, la ya mencionada madurez de la gestión económica y la eficiencia de las políticas sociales constituyen factores claves para enfrentar los nuevos desafíos. Esto implica buscar más recursos mediante la expansión de la producción y de la productividad y gestionar mejor los servicios sociales. Pero, como sostiene Lerda (2008), esto será posible teniendo en cuenta que «cada país solo puede aspirar a la equidad que su Tesoro Nacional puede financiar». En este contexto, los desafíos que se imponen son al menos dos: una nueva agenda tributaria y una mayor eficiencia en el uso del gasto social.

Hacia una nueva agenda tributaria. La búsqueda de equidad puede convertirse en central para una reforma tributaria en América Latina (Centrángolo/Sabaini). En las décadas del 80 y 90, el IVA fue el instrumento que más atención mereció. Pero este proceso de reforma tributaria fue incompleto: la recaudación todavía es baja, atender las obligaciones tributarias genera altos costos y resulta muy complejo (compliance), el sistema continúa siendo ineficiente para las empresas (no competitivo) e inequitativo para las familias (regresivo).

Una nueva ola de reformas debería desplazar el IVA como pilar central de la recaudación y reemplazarlo por los impuestos a la renta y el patrimonio. Si se tienen en cuenta estas cuestiones, la distancia entre las economías latinoamericanas y los países más ricos es amplia. Una comparación reciente (Barreix/Roca) muestra que la presión tributaria promedio de los países de la OCDE es de 35,9%, contra 20,5% en América Latina. Esto implica que aquellos países recaudan 78% más. Pero la distancia total oculta las diferencias entre impuestos. En el IVA, los países de la OCDE recaudan solo 16% más que los latinoamericanos, mientras que en el caso del impuesto a la renta la diferencia es 229% y en el caso de la renta personal, 658%.

Esta comparación estadística permite presentar algunas reflexiones sobre los rasgos más característicos de la estructura tributaria latinoamericana. El IVA latinoamericano está muy próximo al europeo, con una semejante –y adecuada– organización institucional, aunque aquí las alícuotas tienden a ser superiores, la base más reducida y el cobro se realiza de manera poco simplificada. El IVA es un buen instrumento de recaudación, pero tiene un efecto redistributivo moderado (Barreix/Roca). En ese sentido, una región como América Latina, caracterizada por una profunda desigualdad, exige una buena selectividad en la aplicación del impuesto. Esto supone más franjas con diferentes alícuotas cada una, una amplia extensión en los bienes de consumo de lujo o superfluo y una reducción en los de la canasta básica. Esto, sin embargo, se ve obstaculizado por la simplicidad del impuesto y la concentración del cobro en las importaciones y los regímenes de presunción (incluso en la sustitución tributaria e incidencia de las microempresas solo sobre la facturación). El resultado es que, contra lo que recomiendan la teoría y el sentido común, el sistema impositivo latinoamericano tiende a concentrarse en impuestos indirectos que generan un efecto regresivo, como lo demuestra el caso brasileño.

La gran apuesta de una nueva reforma debería concentrarse, entonces, en el impuesto a la renta personal (las ganancias de los individuos). En América Latina, las alícuotas fueron reducidas a porcentajes un poco más bajos que los aplicados en los países ricos, pero la base tiende a ser muy limitada debido a las exenciones. La comparación con la OCDE indica que puede haber un potencial de recaudación por explotar, pues nada justifica que la diferencia entre el impuesto a la renta personal y los demás tributos, especialmente el IVA, sea tan grande. Además de incrementar la recaudación, una reforma en este sentido genera un efecto redistributivo.

Mientras casi todos los países latinoamericanos se inclinan por la creación y el cobro de impuestos considerados dudosos y polémicos –como el impuesto a las transacciones financieras y a las exportaciones y la generalización de los regímenes simplificados–, al mismo tiempo recaudan muy poco a través de gravámenes a la propiedad, pese a que algunos países innovaron de un modo tal que gravaron hasta los activos empresariales.

En el caso de las contribuciones sobre los salarios, los países latinoamericanos recaudan mucho menos que los de la OCDE pese a tener alícuotas muy elevadas. Esta diferencia se explica por una serie de factores, como el menor tamaño relativo del mercado formal de trabajo, las altas y estructurales tasas de desempleo y el hecho de que los ciudadanos ricos actúan muchas veces como empresas individuales.

El desafío es mayor de lo que parece. Si en cualquier región del mundo el cobro de impuestos se dificulta por los problemas a la hora de identificar y gravar adecuadamente actividades en expansión, como el comercio electrónico, los servicios profesionales, la agricultura, las microempresas y el trabajo informal, qué decir de una región en la que esto se agrava por la desigualdad de la renta, del consumo y de la riqueza. Ello, desde luego, complica el diseño de un sistema tributario más justo. Por ejemplo, es difícil elevar el impuesto a la renta sobre una población con una clase media limitada y un pequeño porcentaje de ricos con altas ganancias en el exterior o vía empresas. Es todavía más difícil, por ejemplo, cobrar un impuesto patrimonial cuando gran parte de la población reside en habitaciones miserables en las ciudades, mientras que en el campo proliferan latifundios rurales cuyos propietarios dominan las políticas locales.

Otra cuestión que debe ser enfrentada es la necesidad de una formalización de los negocios y del propio mercado de trabajo. Las contribuciones sociales y las demás formas de tributación de los salarios también deben constituir un tema central en esa nueva agenda de equidad tributaria. En este punto, el problema no se limita a la tendencia a que los trabajadores con baja calificación y bajos salarios no tengan una relación formal y estén, por lo tanto, fuera del mundo del trabajo formal, conformando un sector informal relevante o hasta dominante en la economía. Es importante señalar además que, en la cima de la pirámide, cada vez más trabajadores de alta calificación tienden a salir del mercado formal y organizarse como personas jurídicas, muchas veces por falta de opciones, dado que el empleador impone una determinada forma de contratación con el objetivo de reducir sus costos (tributarios) y sus riesgos (de empleo). Este fenómeno, característico de Chile desde hace un tiempo, se repite en economías grandes, como la brasileña, y ya aparece en las menores, como en la de Ecuador. Muchas veces a los empresarios les resulta más fácil contratar trabajadores como prestadores de servicios que como empleados. Ello deprime no solo la base de las contribuciones sociales, sino también el rendimiento del trabajo sometido a impuesto a las ganancias.

Frente a tales desafíos, una nueva agenda de reforma tributaria que gire en torno de la equidad requiere un apoyo popular más fuerte y decisivo que las reformas de fines del siglo pasado. Algunas condiciones permiten cierto optimismo. Son innegables los avances institucionales hacia una mayor transparencia de las cuentas públicas, con un incremento de la participación popular directa en el proceso presupuestario y una mejor preparación y responsabilidad de los legisladores. Además, la modernización de la cobranza de impuestos y de la gestión fiscal ha avanzado: se realizaron inversiones importantes en la informatización, muchas veces con decisivo apoyo externo proveniente de las agencias multilaterales. Finalmente, será necesario conciliar la dependencia del «pragmatismo recaudador» que prevalece en muchos países de la región (métodos de presunción de base, sustitución de contribuyentes, regímenes simplificados e impuestos temporarios a las transacciones financieras) con la modernización del diseño y de la gestión impositiva.

Hacia una mayor eficiencia del gasto social. Como ya señalamos, el gasto social en América Latina registró un aumento significativo, aunque persisten importantes diferencias entre países, con niveles insuficientes en ciertas áreas, mientras que el gasto en previsión social representa una parte significativa de ese incremento. En este contexto, se imponen dos desafíos: distinguir dónde se necesitan más recursos y buscar una mayor eficiencia del gasto.

En muchos países, la solución propuesta es aumentar la presión tributaria para financiar ese incremento del gasto social. Esto genera fuertes resistencias que muchas veces terminan frustrando estas propuestas. Países con una presión tributaria menor, como México o los de Centroamérica, buscan atender la necesidad de un mayor gasto social con recursos no tributarios, provenientes de las empresas estatales, la explotación de recursos naturales o la ayuda externa. Los países con una presión tributaria mayor, que consiguieron ampliar la base de cobro y modernizar la maquinaria recaudatoria, logran recursos adicionales por esta vía. La reforma chilena de los 90, que permitió incrementar la recaudación para financiar el gasto social, es un ejemplo. En Brasil, el incremento en las alícuotas de las contribuciones sociales posibilitó la cobertura de esos gastos.

En los últimos años, la presión popular para elevar el gasto social se incrementó con el ejercicio democrático de reivindicación de los derechos ciudadanos. El mayor peso de la seguridad social en el gasto social es un reflejo de los cambios demográficos, pero también de la recuperación de los valores reales de los beneficios –que a menudo incluyó un aumento en las pensiones mínimas– luego de la corrosión producida por las diferentes crisis. En varios países, el debate sobre el futuro de la previsión social frente a la capacidad de financiamiento de sus prestaciones permanece vigente. En las otras áreas que forman parte del gasto social, como salud y educación, se intentó consolidar los presupuestos o buscar mecanismos de protección del gasto. En Brasil, por ejemplo, se vincula el gasto en salud a la evolución del PIB.

En la confluencia de esos dos movimientos (aumento de la presión tributaria y, simultáneamente, del gasto social), el contribuyente latinoamericano –personas físicas y jurídicas– todavía discute cuál debe ser el límite de los nuevos impuestos y contribuciones y cuál es su verdadero impacto sobre la pobreza y la desigualdad. Aunque este tema alude sobre todo al sector formal de la economía, que es el que paga impuestos directos, también involucra a la totalidad de la población, debido a la característica regresiva e indirecta de la estructura tributaria y la utilización generalizada del IVA. Pero además el acceso al gasto social está diferenciado. El sector formal tiene la posibilidad de reclamar por sus derechos previsionales, mientras que los sectores más pobres, generalmente informales, concentran sus reclamos en los servicios públicos básicos de salud y educación.

Las críticas acerca de la ineficiencia del gasto social surgen a partir de este debate. Diferentes pruebas de evaluación en la educación o en los índices de atención de la salud demuestran el mal desempeño de la región. En ese sentido, algunos ejercicios de evaluación del gasto público indican que no necesariamente un mayor gasto social está ligado a mejores resultados. Ribeiro (2008) identificó una mayor eficiencia de los gastos públicos en países con un menor gasto total. Por su parte, Mesa-Lago (2007) alerta sobre el desafío de utilizar el gasto de salud en Brasil en el combate contra la pobreza y la desigualdad.

¿Qué estrategias han adoptado los países de la región en relación con su gasto social? Una primera estrategia es la de la «inclusión social»: buscar identificar a los grupos excluidos y compensarlos de tal forma que su vulnerabilidad sea mitigada o atenuada en la emergencia. Los programas de transferencia de renta, como el Bolsa Familia en Brasil, el Oportunidades en México o el Chile Solidario, son ejemplos de esa opción. Otra estrategia es la del incremento del capital humano y social, para mejorar la formación de las personas y las instituciones, por medio del acceso universal a una educación de calidad, a la salud y a la seguridad social. La Constitución brasileña de 1988 es un ejemplo del intento de construir esa estrategia ciudadana y solidaria. Una tercera estrategia es la de la libertad de iniciativa, que en teoría apunta a generar oportunidades para todos, con menor intervención del Estado, de modo que la economía recompense los esfuerzos individuales y promueva una mejor asignación de los recursos. Esa última estrategia está en la base de las reformas neoliberales de los 90.

La realidad latinoamericana actual es resultado de una combinación de esas estrategias. Se ha logrado estabilizar la economía, reducir la pobreza y la miseria y recuperar el crecimiento. Pero ¿estamos efectivamente creando estructuras sociales más justas? La desigualdad puede haberse reducido, pero la violencia alcanza niveles casi insostenibles. El crecimiento económico puede haberse retomado, pero la perspectiva de ascenso social a través del trabajo asalariado parece cada vez más difícil. Mientras festejamos los pocos billetes adicionales destinados a los sectores más pobres, observamos una clase media asfixiada por la presión tributaria. Mientras los empresarios celebran una mayor capacidad de manejar sus empresas en una economía de baja inflación, la competencia fomentada por la apertura y la globalización eleva sus riesgos. Por último, se observa un Estado que continúa creciendo pero que muchas veces no ofrece los servicios prometidos y a menudo está controlado por dirigentes que desafían la ética mediante la corrupción y la injusticia.

Conclusiones

Las reflexiones acerca de la necesidad de construir una nueva agenda tributaria y mejorar la eficiencia del gasto social tienen como fundamento una idea simple y esencial: las políticas sociales no deben ser tratadas de modo aislado de la política económica. No basta con crear y expandir programas de transferencia de renta; es preciso también universalizar la educación y la salud y generar nuevos empleos para fortalecer la cohesión social. Ese ideal, tan caro a los países europeos, hoy comienza a ser tenido en cuenta en América Latina. Pero es necesario recordar que el Estado de bienestar europeo es financiado por una estructura tributaria muy diferente de la latinoamericana: no solo recauda más, sino que lo hace de forma más progresiva, con más impuestos sobre las ganancias, contribuciones y patrimonios, y menos impuestos sobre las ventas: exactamente lo opuesto a lo que sucede en América Latina. En América Latina hay una demanda creciente de consolidación de la democracia y, al mismo tiempo, de reducción de la pobreza y la desigualdad, cuestiones que ya no pueden ser enfrentadas solo mediante el gasto público. No alcanza apenas con expandir el gasto social. La magnitud del problema y la urgencia de la sociedad por encontrar soluciones han comenzado a cambiar el foco de atención: adoptar una estrategia social que comprenda también el sistema tributario y lograr una mayor productividad del gasto social mediante la modernización de la gestión son los dos grandes desafíos. Es necesario ocuparse de cómo los impuestos se distribuyen entre las clases sociales y, al mismo tiempo, de la forma en que los recursos públicos se destinan a las diferentes áreas sociales. En el mediano y largo plazos, el éxito en esta tarea –recaudar mejor y gastar mejor– será decisivo para avanzar y conciliar el bienestar económico y social de América Latina.

Bibliografía

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Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 215, Mayo - Junio 2008, ISSN: 0251-3552


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