¿Por qué puede volver a ganar el chavismo en Venezuela?
noviembre 2021
Nicolás Maduro busca ganar legitimidad en los comicios regionales del 21 de noviembre demostrando que la oposición no puede triunfar ni siquiera en unas elecciones con más garantías que las celebradas en los últimos años y con observación internacional. Las divisiones en el bloque antigubernamental explican en parte este panorama.
El 21 de noviembre se celebrarán en Venezuela las elecciones regionales en las que se renovarán los poderes estatales y locales (gobernaciones y alcaldías), así como los respectivos órganos legislativos de cada uno de ellos. Estas son quizás las elecciones con más garantías en casi una década. Se trata, claro, de garantías mínimas que no implican compromisos a posteriori por parte del gobierno, que maneja el Estado de modo absoluto (aunque no menos caótico). No se sabe si el gobierno de Nicolás Maduro respetará los resultados ni si, ante una derrota, el Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV) recurrirá nuevamente a la creación de instancias fácticas y paralelas de gobierno, llamadas «protectorados», como una forma de desconocer la elección en los hechos. Los «protectores», vale la pena aclararlo, son funcionarios designados de forma directa por el presidente en aquellas regiones donde perdió el PSUV. Ellos usurpan la función de recibir y administrar de forma directa los fondos del gobierno regional para la ejecución de obras públicas a través de ministerios y entes estatales destinados a la atención social.
De acuerdo con referencias del propio Consejo Nacional Electoral, «un total de 70.244 candidatas y candidatos optarán por los 3.082 cargos de elección popular en disputa durante las Elecciones Regionales y Municipales 2021 (…) La máxima autoridad del Poder Electoral detalló que 329 candidatos y candidatas fueron inscritos para optar por las 23 gobernaciones; mientras que 4.462 candidatas y candidatos fueron postulados para las 335 alcaldías; y 65 mil 453 por las asambleas legislativas y concejos municipales».
Para el chavismo, como para cualquier organización política con vocación de poder, las elecciones han sido desde sus inicios un gran acontecimiento. Desde 1998 –cuando decidió renunciar al abstencionismo como forma de catalizar el descontento– y hasta hoy, tras dos décadas de control casi absoluto del control estatal y social en Venezuela, el oficialismo se juega permanentemente no solo su permanencia, sino también su legitimidad y su eterna vocación y necesidad de reconocimiento ciudadano.
La legitimidad del chavismo fue revalidada casi cada año desde que Hugo Chávez accedió al poder. Desde 1999 hasta 2012, Venezuela asistió a procesos electorales en condiciones desiguales pero competitivas, que le permitieron a la oposición política acceder a distintas escalas de gobierno, algunas muy importantes, como las principales gobernaciones del país. Sin embargo, a partir de 2013 la situación cambió drásticamente. La ausencia del liderazgo carismático de Chávez, el posterior colapso de la economía por la contracción de los precios en el mercado petrolero, la corrupción masiva y altos niveles de endeudamiento sumieron a Venezuela en una crisis profunda que cambió radicalmente la disposición a la competencia que había mostrado hasta entonces el chavismo en el gobierno.
Desde la elección presidencial de 2013 en la que resultó elegido Nicolás Maduro, pasando por las elecciones de la Asamblea Nacional en 2015 –en las que la oposición obtuvo la mayoría por primera vez en casi dos décadas–, la convocatoria a una Asamblea Nacional Constituyente en 2017 y finalmente una nueva elección presidencial en 2018, la confianza en el poder electoral y la creencia en el voto como mecanismo para el cambio y la alternancia se han visto seriamente mermadas. A la manipulación del cronograma electoral según los vientos políticos fueran o no favorables al gobierno se suma la judicialización de la política. La inhabilitación de partidos y candidatos, la persecución y la represión son acompañadas del uso clientelar y del control social a partir de los recursos del Estado. La venta de alimentos subsidiados y viviendas de bajo costo ha sido parte de los mecanismos mediante los cuales el chavismo ha logrado mantenerse en el poder, a pesar de enorme rechazo que encuentra en la población y de la vocación de cambio y alternancia que manifiesta gran parte de la ciudadanía.
El autoritarismo electoral como método es solo una extensión de lo que ha sido desde sus inicios una forma de administrar el poder y el gobierno. Durante casi dos décadas, el chavismo ha tenido la oportunidad de concurrir a elecciones modificando normas y reglamentos, pero además contaba de hecho con el favor de las mayorías, por lo que, hasta 2012, se conservaban al menos las garantías mínimas para cada proceso.
La debacle de la institución electoral en las últimas dos décadas es fundamentalmente responsabilidad del gobierno. Pero también ha contribuido a ella parte de la oposición –particularmente los partidos tradicionales, las nuevas organizaciones e incluso los medios de comunicación–. Desde muy temprano, el involucramiento de un sector opositor en conspiraciones y golpes de Estado, el uso de la abstención como estrategia y hasta la promoción de una intervención militar extranjera han evidenciado la responsabilidad que la oposición ha tenido en el desprestigio del voto, además de su falta de vocación por participar en luchas concretas que pudieran restablecer la autoridad de los procesos electorales.
En momentos importantes como las elecciones regionales de 2017, la presidencial de 2018 y las convocadas para la Asamblea Nacional en 2020, la oposición política agrupada en el G4 –Acción Democrática (AD), de Henry Ramos Allup, Primero Justicia (PJ), Voluntad Popular (VP) y Un Nuevo Tiempo (UNT)– ha optado por abstenerse, lo que le ha implicado un enorme retroceso en términos de acceso a los espacios de poder efectivos: el poder local, las alcaldías, las gobernaciones y las bancas en el Parlamento.
Si bien es cierto que la judicialización de la política y la represión del Estado han tenido un fuerte impacto en la dinámica de las organizaciones políticas, también es evidente que estas organizaciones carecen de liderazgos sólidos y coherentes, así como de programas de acción política que vayan más allá de desplazar al chavismo del poder. Como esta ha sido casi su única oferta en casi dos décadas, al no lograrlo han producido una enorme frustración en sus bases, que se han visto seriamente afectadas por la crisis económica, la migración masiva y la represión del Estado.
No obstante, durante los últimos seis meses, el gobierno de Maduro ha permitido ajustes importantes en el poder electoral y ha otorgado concesiones que son, en realidad, políticas que mandata la ley en cuanto a nombramiento de dos rectores principales no vinculados al gobierno, la actualización del registro electoral, el levantamiento de inhabilitaciones a algunas figuras y candidaturas claves de la oposición, como la Mesa de Unidad Democrática, y por último, el permiso de observación electoral por parte de actores internacionales como la Unión Europea, la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y hasta el Centro Carter.
A pesar de ello, la situación de la oposición es tan precaria que podría obtener los peores resultados en su larga historia de enfrentamiento al chavismo. La fragmentación y la falta de coherencia interna, la ausencia de programas y propuestas, junto con la carencia de un discurso responsable que asuma los errores cometidos y coloque la posibilidad de votar y elegir democráticamente como la ruta en la que hay que persistir, encuentran a la oposición agrupada en el G4 en su peor momento. Y esto sucede justamente ante la primera oportunidad en que la población venezolana tiene, después de casi una década, para manifestar su descontento y su voluntad de cambio democrático sin violencias.
De cara a los resultados del proceso, las expectativas de la oposición son más bien modestas. Se espera que al menos puedan conservar las regiones que hoy gobiernan, como el fronterizo estado Táchira, aunque la división opositora puede poner en peligro esta plaza que pasaría a manos del actual «protector» Fredy Bernal, un ex-policía con amplia trayectoria en el chavismo. La oposición también tiene la posibilidad de conservar la región insular de Nueva Esparta y el estado de Mérida, así como de recuperar el estado Zulia, también fronterizo y otrora importante región productiva y petrolera. Recientemente, aparece en disputa el estado de Vargas (renombrado La Guaira en 2019), en el que los fraccionamientos y diferencias en el chavismo podrían terminar favoreciendo al candidato opositor, el joven médico José Manuel Olivares de Primero Justicia, quien hasta hace un par de meses se encontraba en el exilio.
Habrá que observar con atención cómo quedan conformados los consejos legislativos y estadales, así como los gobiernos locales, para poder caracterizar mejor cuánto se desplazan o no las fuerzas políticas vinculadas al gobierno que hoy controlan casi la totalidad de estos poderes.
En este punto, el gobierno venezolano no tiene ninguna necesidad de intervenir en los resultados electorales, dada la enorme debilidad y la dispersión en el interior del campo opositor. La muy probable victoria del PSUV y los partidos aliados se constituirá de facto en una legitimación del régimen autoritario de Maduro, que será además validado por la comunidad internacional que ha decidido participar con misiones de observación.
Tras las elecciones, puede esperarse una reestructuración a mediano y largo plazo en el interior de los partidos de oposición y la emergencia de nuevas organizaciones sociopolíticas que puedan llenar el vacío en términos programáticos y de acción colectiva para reconectar y movilizar a la población en favor de un cambio democrático.
El mayor dilema para Venezuela, que deberá enfrentar una vez pasadas las elecciones, es si esta oposición será realmente capaz de reconstruir y proponer, de forma clara y sin atajos, una ruta para recuperar realmente la democracia en Venezuela. A pocos días de las elecciones, parece poco probable que estas fuerzas sean las protagonistas del cambio. Esa transformación, tan anhelada por la inmensa mayoría ciudadana, deberá esperar todavía un poco más.