África en el torbellino de la volatilidad global
Nueva Sociedad 310 / Marzo - Abril 2024
Pese a los avances de décadas recientes en términos de movilización de la sociedad civil e integración regional, tras la pandemia el continente africano ha visto resurgir los golpes de Estado y la violencia en varios de sus países. Esto sucede en un nuevo contexto global que ha convertido la región en un estratégico tablero geopolítico en el que, además de las potencias occidentales o de China, países como Turquía, la India o Rusia han intensificado y complejizado sus agendas económicas y diplomáticas.
Introducción
El escenario global pospandémico ha tenido un gran impacto sobre la realidad presente del continente africano y sobre sus perspectivas de futuro. Hasta no hace mucho, las previsiones y discursos internacionales sobre esta región eran considerablemente optimistas. En el plano económico, algunas de las economías del mundo que crecieron más rápido y de forma constante eran africanas, como Angola, Nigeria, Etiopía y Ruanda. Al inicio de la década de 2010, también se ensalzaba un aparente descenso del número de conflictos armados, con la finalización de algunas guerras históricas, como la de Angola (en 2002) o la de Sudán (en 2005). En 2013, la Unión Africana (ua), en el contexto de la conmemoración de los 50 años de la antigua Organización para la Unidad Africana (oua), presentaba su flamante «Agenda 2063», un conjunto de medidas y objetivos que dibujaban a cinco décadas vista un continente libre de pobreza, económicamente mucho más integrado, políticamente capaz de minimizar la presencia e impacto de la violencia armada y culturalmente anclado en los valores de un nuevo panafricanismo que aspiraba a dejar atrás la histórica dependencia de las potencias internacionales.
En ese marco, las numerosas movilizaciones y protestas políticas que se producían desde 2011 en buena parte del continente también podían interpretarse como el resurgir de una ciudadanía cada vez más articulada y conectada, que exigía a sus dirigentes avances políticos y sociales palpables, o bien, en muchos casos, que se resistía al intento de sus gobernantes de perpetuarse en el poder. Así, en 2012, la ciudadanía senegalesa logró poner contra las cuerdas el intento de Abdulaye Wade de modificar la Constitución para presentarse a un nuevo mandato. En 2014, los movimientos de protesta en Burkina Faso hicieron lo propio con el régimen de Blaise Compaoré, y en 2019, en Sudán, por citar solo otro de los muchos ejemplos, la revuelta liderada por grupos de mujeres logró poner punto final a más de tres décadas del régimen autocrático de Omar al-Bashir, iniciando un proceso histórico de transición hacia la democracia. Más recientemente, en mayo de 2019, entraba en vigor la llamada Área Continental Africana de Libre Comercio (afcfta, por sus siglas en inglés), con la ratificación efectuada por 23 países. Se trataba de un hito histórico y de gran potencial interno: el afcfta tiene previsto consolidar un mercado continental de 54 países con más de 1.300 millones de habitantes en la actualidad (2.500 millones para 2050) y un pib combinado de 3,4 billones de dólares, lo que puede ser clave, precisamente, para que África logre una mayor autonomía política, económica y comercial en el escenario internacional. Todos estos vientos de cambio, considerablemente favorables para el conjunto de las sociedades africanas y para el lugar del continente africano en el contexto mundial, coexistían con otras tendencias preocupantes que, en definitiva, dibujaban un continente complejo y hacían que África caminara en muchas y diferentes direcciones1. El impacto de la pandemia, sin embargo, supuso a partir de entonces, no solo para el continente africano sino para el conjunto de la realidad global, un verdadero punto de inflexión. África superó con muy buena nota los embates de la primera ola de la crisis provocada por el covid-19 a partir de finales de 2019. El papel del Centro para el Control y la Prevención de Enfermedades (cdc, por sus siglas en inglés), un organismo creado en el seno de la ua tras la crisis provocada por la epidemia del ébola que afectó a varios países de África occidental entre 2014 y 2016, fue crucial a este respecto. Pero más allá de la gestión exitosa que la ua logró en esta primera fase de la pandemia, el continente africano ha quedado atrapado desde entonces en el torbellino de la volatilidad internacional. Si bien los estragos humanos directamente causados por el covid-19 fueron limitados, los efectos económicos y sociales indirectos han sido desde entonces más que notables y han agudizado los problemas de inseguridad alimentaria o de inestabilidad económica para multitud de países. Asimismo, la pandemia fue también la excusa para que determinados regímenes políticos endurecieran las medidas represivas contra grupos políticos opositores, contra movimientos sociales o bien contra algunas minorías. Tan solo dos años después del inicio de la pandemia, el escenario internacional sufría una nueva convulsión con la invasión rusa de Ucrania. Nuevamente, los efectos sociales y humanitarios no se harían esperar en el conjunto del continente. La dependencia, sobre todo en la región del Cuerno de África, de las reservas de cereales procedentes de Ucrania o de Rusia volvió a incrementar las cifras de inseguridad alimentaria y, por consiguiente, la volatilidad social y política. La situación en Ucrania ha agudizado también el fenómeno de la competencia global por el continente africano. La llamada «nueva disputa por África» («The New Scramble for Africa»), tal y como The Economist y otros medios han denominado esta dinámica global desde hace un tiempo, ha convertido la región en un tablero geopolítico de primer orden, en el que además de las potencias occidentales o de China, países como Turquía, la India o Rusia han intensificado y complejizado sus agendas económicas y diplomáticas de forma extraordinaria2. En este contexto global y regional de creciente volatilidad y competencia, África ha sido escenario de sucesivos golpes de Estado en países como Malí, Guinea o Burkina Faso, y ha visto cómo la esperanzadora transición política en Sudán quedaba comprometida, en especial tras el enfrentamiento entre diferentes facciones del ejército desde abril de 2023. Asimismo, las tensiones abiertas en algunos países por la tradicional presencia de Francia, el deterioro de la seguridad en regiones como el Sahel, el incierto rumbo del conflicto armado en Etiopía, el polémico despliegue de los efectivos rusos del grupo Wagner o la creciente militarización internacional contribuyen a la percepción general de que África ha entrado en una etapa de importante inestabilidad. Las siguientes páginas tratan de explicar, precisamente, la retroalimentación de todos estos fenómenos. El texto se divide en tres apartados principales. En la primera parte, se analizan algunas tendencias vinculadas a la deriva autocrática del continente, haciendo especial énfasis en la ola de golpes de Estado que el continente experimentó en los últimos tres años, así como en algunos escenarios como el de Sudán. En la segunda parte se analiza el papel de la Unión Europea en la región del Sahel y el de nuevos actores, como el grupo Wagner, para entender algunas de las implicaciones que las nuevas dinámicas geopolíticas están teniendo para el conjunto del continente africano. La tercera y última parte dibuja, a modo de conclusión, algunas de las perspectivas y dilemas que toda esta realidad genera.
¿Regresión política y democrática en África?
Golpes de Estado en el contexto de inestabilidad global
Es imposible hacer un análisis lineal del progreso o deterioro de la democracia en África. No existe una evolución unívoca, pero sí la constatación de algunas tendencias. El escenario que siguió a las Primaveras Árabes alimentó una ola de protestas histórica en el continente africano, que dura hasta hoy, 12 años después. En numerosos contextos, los nuevos movimientos sociales, liderados por jóvenes urbanos, mucho más formados y muy «conectados», han ido planteando sucesivas revueltas, de mayor o menor calado y con más o menos resultados, pero todas ellas han dibujado un escenario de sociedades africanas cansadas de sus dirigentes políticos incapaces de lograr mejoras sociales o económicas para el conjunto de sus poblaciones, o bien hartas de los intentos de algunos gobernantes de manipular las constituciones que limitan el número de mandatos. Este último aspecto ha sido especialmente significativo a la hora de entender las causas inmediatas que han despertado una parte notable de las movilizaciones políticas en África en la última década3. Esta ola de protestas y la creciente insatisfacción social con los regímenes políticos no son algo circunscrito al continente africano, sino que se insertan en una tendencia mundial de evidente erosión del modelo de democracias liberales, tal y como ponen de relieve contextos como el de Estados Unidos, Brasil o Hungría4. A su vez, las movilizaciones sociales africanas pueden ser también interpretadas como un signo de «madurez democrática». Existe una nueva generación de jóvenes que no solo está impugnando el funcionamiento de una buena parte de los sistemas políticos africanos, sino que en el fondo está contribuyendo a gestar una nueva cultura democrática, sobre la base de parámetros más autóctonos, si tenemos en cuenta que la idea de la «democracia liberal» ha sido habitualmente un proyecto más exógeno que propio, en el que la participación de los actores políticos africanos ha sido bastante limitada. En esta línea, el Afrobarómetro pone de relieve el arraigo social hacia los valores democráticos. En su encuesta de 2019, mostraba que más de dos tercios (68%) de los encuestados consideraban que la democracia era la mejor forma de gobierno, y más de 70% rechazaba abandonar un sistema multipartidista en favor de un «hombre fuerte» (78%), de un «sistema de partido único» (74%) o de un «gobierno militar» (72%). La misma encuesta, sin embargo, atempera este balance señalando que, por ejemplo, en algunos países como Sudáfrica, Burkina Faso, Madagascar o Mozambique, menos de un cuarto de la población prefería un sistema democrático a uno autoritario, o bien que la tendencia registra un declive de 14 puntos si se compara la evolución de los últimos años5. Más allá de las cifras, el mensaje de las protestas puede interpretarse, en definitiva, como una demanda social de mayor y mejor democracia, de nuevos y mejores liderazgos políticos, y de menos tutela e injerencia externa. Aunque estas tendencias políticas prepandémicas eran ambiguas, mostraban la coexistencia de diferentes rumbos y arrojaban algunas señales esperanzadoras. El impacto de la crisis del covid-19 ha sido, sin embargo, funesto, no solo en términos sociales o humanitarios, sino también políticos. El contexto global de aprobación de restricciones para contener el virus ya había llevado a muchos dirigentes africanos a aprovechar esta coyuntura para intensificar su represión contra determinados grupos, siendo las minorías, como los colectivos lgtbi+6, los grupos opositores7 o las mujeres refugiadas8, algunos de los principales afectados. Por otra parte, el deterioro del panorama social (incremento de la pobreza, aumento del precio de los alimentos básicos, etc.) amplificó el clima de descontento social con los dirigentes y las instituciones de muchos países, y así recrudecieron la confrontación y las dinámicas de violencia, en muchos casos9. En esa creciente inestabilidad se inserta la ola de golpes de Estado que se han sucedido a lo largo y ancho del continente en los últimos tres años. Los datos ofrecidos por un estudio de la Escola de Cultura de Pau son especialmente ilustrativos: si entre 2000 y 2019 el continente africano experimentó un total de 17 golpes de Estado, solo en el periodo entre 2020 y 2022 el número de golpes alcanzó un total de 12, con una tasa de éxito de 58%10; especialmente relevantes fueron los sucesivos golpes en Malí (2020, 2021), Burkina Faso (2022), Chad (2021), Guinea-Conakry (2021) o Sudán (2021). Aunque las causas que explican estos procesos son complejas y diversas, con ingredientes coyunturales y estructurales, y un papel más o menos significativo de las injerencias regionales o internacionales, la nueva ola de golpismo no se explica sin el efecto de tracción que el actual contexto de inestabilidad regional y global tiene tras el impacto de la pandemia (2020) y de la guerra en Ucrania (2022). No obstante, cabe poner estas cifras en contexto. Desde la década de 1960, momento de las independencias africanas, hasta el inicio del nuevo milenio, la realidad de los golpes de Estado en África era recurrente y masiva. El nuevo y más activo papel de la ua a partir de 2002 llevaría a un notable descenso en estas dos últimas dos décadas (v. gráfico), una tendencia que podría verse comprometida con la realidad pospandémica de estos tres últimos años.
En esta línea, el Índice de Gobernanza Africana de la Fundación Mo Ibrahim ha detectado un notable estancamiento de los indicadores que miden la mejora de la gobernanza media, después de una década de mejora ininterrumpida. A pesar de que el informe destaca cómo la media de gobernanza de 2022, a pesar de este estancamiento, es mejor que la que el mismo informe registraba una década atrás, en 2012, es contundente cuando afirma que «desde el inicio de la covid-19 se ha observado una tendencia preocupante de violencia respaldada por el Estado, con una aceleración de las tasas de violencia contra civiles y conflictos armados»11. Por su parte, la respuesta de la ua a este escenario ha sido algo ambivalente. Aunque el organismo está provisto de algunos instrumentos que tienen como objetivo sancionar y aislar a aquellos dirigentes que han llegado al poder o que se perpetúan en él de forma ilegítima, tales como la Carta Africana sobre Democracia, Elecciones y Gobernanza o la Declaración de Lomé, firmada por todos los países africanos en 2000, cunde la sensación de que la organización regional es poco efectiva en la implementación de las sanciones. La percepción de deterioro político y de la situación de seguridad en el continente también se nutre de la creciente tensión en países considerablemente estables, como es el caso más reciente de Senegal, pero sobre todo de la situación de violencia y conflictividad en contextos tan significativos como el este de la República Democrática del Congo, el norte de Mozambique (la región de Cabo Delgado), la República Centroafricana o Etiopía, entre varios otros. En algunos de ellos la violencia entre el gobierno y los grupos armados operativos o los grupos yihadistas ha recrudecido. En otros contextos, como el de la región etíope de Tigray o en Sudán del Sur, se han firmado acuerdos de paz que abren la puerta a la finalización de las hostilidades, mientras que en algunos, como es el caso de Sudán, que analizaremos a continuación, el horizonte de consolidación de una transición política se ha visto frustrado.
Sudán como síntoma de la volatilidad
En abril de 2019, tras meses de protestas en las calles de Jartum y otras partes del país, la estudiante sudanesa Alaa Salah se convirtió en un ícono de las movilizaciones tras hacerse viral un video en el que entonaba cánticos contra el todavía presidente Omar al-Bashir, que ostentaba el poder desde 1989. Sudán era hasta ese momento una de las más férreas dictaduras en el continente africano. El régimen había sido protagonista de la guerra contra las Fuerzas de Defensa Popular de Sudán del Sur (spla, por sus siglas en inglés) en el sur del país (desde 2011, Sudán del Sur), el enfrentamiento armado que mayor número de víctimas mortales causó en el África poscolonial, con más de dos millones de muertos. Sudán también era un país vetado en la escena internacional, acusado, entre otras cosas, de haber acogido al entonces líder de Al-Qaeda, Osama Bin Laden. Cuando en abril de 2019 las protestas políticas lograron poner fin al régimen de al-Bashir, que fue arrestado por el propio aparato militar sudanés, parecía que el país podía inaugurar una etapa histórica y esperanzadora. En junio de 2019, sin embargo, y tras meses de movilizaciones sociales que pedían un gobierno de transición civil, las milicias paramilitares de la Fuerza de Apoyo Rápido (rsf, por sus siglas en inglés), acusadas de cometer crímenes de guerra en el conflicto de la región sudanesa de Darfur desde 2003, asesinaron al menos a 128 personas en lo que se conoció como la «masacre de Jartum»12. Dos meses más tarde, y con la mediación de la ua y de Etiopía, manifestantes y militares acordaron la constitución de un gobierno de transición mixto, con civiles y militares, que sería dirigido por el político Abdalla Hamdok hasta la celebración de elecciones en 2023. Desde entonces, el gobierno de transición tendría que afrontar el intento de asesinato de Hamdok (marzo de 2020), el impacto de una inflación desbocada ya en el contexto de pandemia, y hasta un golpe de Estado por parte de sectores del ejército, en septiembre de 2021, que abriría desde ese momento el rumbo errático del gobierno de transición.
En ese contexto tuvieron lugar los acontecimientos más recientes de mediados de abril de 2023 y que condicionan de forma extraordinaria el futuro democrático de Sudán. El enfrentamiento armado iniciado entre las Fuerzas Armadas Sudanesas (fas), lideradas por el general Adbel Fattah al-Burhan, jefe de Estado de facto desde el golpe de 2021, y las rsf, encabezadas por el también general Mohamed Hamdan Dagalo, alias Hemedti, suponen la peor crisis enfrentada por el gobierno de transición desde la caída de al-Bashir. A finales de mayo de 2023, los enfrentamientos habían provocado más de 400 muertos, provocado la huida de miles de personas y agudizado la crisis económica y humanitaria que desde hace años sufre el país. Las causas de la disputa no solo se vinculan con la rivalidad personal entre los dos generales (tal y como la mayoría de los medios de comunicación han señalado de forma algo simplificada), sino sobre todo con la disputa por la hegemonía entre estas dos fuerzas militares, que coexistieron en los años de al-Bashir como contrapeso la una de la otra, alimentando una dinámica de desconfianza mutua en la que la población civil, una vez más, es la principal perjudicada13. La situación en Sudán es, de este modo, un síntoma de la volatilidad política que enfrenta el conjunto del continente en el marco de una dinámica global extraordinariamente imprevisible. Por un lado, la actual crisis sudanesa hace presagiar escenarios no demasiado favorables para el futuro del país, al menos en el corto plazo. La mediación de múltiples actores, especialmente de la Autoridad Intergubernamental sobre el Desarrollo (igad, por sus siglas en inglés), ha logrado treguas puntuales, pero no una negociación sobre aspectos de fondo que logren restablecer la posibilidad, acordada en 2021, de que el gobierno sudanés sea pilotado estrictamente por población civil. Los escenarios a este respecto llevan a pensar en la victoria de una de las partes, y por lo tanto, a una mayor militarización del proceso post-al-Bashir, sometiendo al país y al conjunto de la sociedad a una guerra interna de largo recorrido con importantes consecuencias sociales y humanitarias; o bien a una situación de enfrentamiento latente, con negociaciones esporádicas, pero que hagan difícil devolver la centralidad que la población civil ha tenido desde el inicio del proceso revolucionario en 2019. Sudán parece, además, seguir los pasos de Burkina Faso, un país que también inició un prometedor proceso en 2014, con la revuelta liderada por el movimiento ciudadano Le Balai Citoyen [Escoba ciudadana], que logró la expulsión de otro histórico mandatario de corte autócrata, Blaise Compaoré. En 2022, sin embargo, Burkina Faso presenciaba la llegada al poder de una junta militar en medio de un contexto local y regional (el Sahel) cada vez más inestable y militarizado. Sudán y Burkina Faso envían, de este modo, un mensaje a otros procesos de democratización liderados por la ciudadanía (en la República Democrática del Congo, en Uganda, etc.) sobre lo difícil y peligroso, pero también lo improbable, que puede llegar a ser un verdadero cambio político. Asimismo, la situación en Sudán, como también sucede con la de Burkina Faso, se inserta en una geopolítica regional y global cada vez más compleja. El Cuerno de África alberga de forma histórica determinadas dinámicas en las que es clave el papel de actores como Etiopía, Kenia o Uganda. Paradójicamente, el eterno rival sudanés, Sudán del Sur, se ha ofrecido como un lugar de mediación, un papel que Jartum llevó a cabo también durante la guerra que enfrentó a las diferentes facciones del spla entre 2013 y 2018, ya en el contexto de un Sudán del Sur independiente. Si ampliamos el foco, el posible apoyo militar de Egipto a las fas de al-Burhan, o el de una de las figuras clave en la Libia actual, Jalifa Haftar, a las rsf de Hemedti, impregnan el conflicto de una fuerte dimensión regional, como sucede con muchos otros contextos en África14. Por otra parte, dado su importante respaldo económico al régimen interino de Burhan-Hemedti, vigente desde 2021, Estados del Golfo como Arabia Saudita y Emiratos Árabes Unidos presionan ahora a ambas partes para que adopten una solución diplomática que pueda proteger sus intereses estratégicos a largo plazo. Turquía o Qatar observan también de cerca la evolución de la contienda. Mientras tanto, un actor no estatal, la empresa de seguridad privada rusa Wagner, con estrechos lazos con el gobierno del Kremlin, ha sido acusada de apoyar directamente a Hemedti. Tal y como explica el analista de African Arguments Mohamed Kheir Omer, los signos esperanzadores en estos momentos son los «comités de resistencia», sectores pertenecientes a los colectivos que han impulsado las movilizaciones desde 2019 y que en la coyuntura actual se encargan de apoyar las necesidades de las comunidades locales15.
¿África como epicentro de una nueva geopolítica mundial?
Sumado a la deriva autocrática del continente, este segundo apartado hace especial referencia a otras dos tendencias que dan cuenta del escenario de cambio que la región está experimentando. Por un lado, las dificultades de actores tradicionales como la ue para hacer frente a una coyuntura cada vez más inestable. Por otro lado, la presencia de nuevos actores que están llevando a una reorganización de las alianzas y a nuevas tensiones y dinámicas geopolíticas.
Los dilemas del «giro pragmático» de la ue en el Sahel
La crisis que estalló en el norte de Malí en enero de 2012 puede considerarse como el punto de inflexión del actual escenario de violencia e inestabilidad política y militar que afecta al Sahel, región fronteriza semiárida situada entre el Sahara y la subregión de África occidental que comprende zonas de Malí, Mauritania, Níger, Burkina Faso y Senegal. Lo que empezó siendo un conflicto localizado acabó adquiriendo un carácter regional y transfronterizo que, sobre todo desde 2016, ha afectado a la llamada «triple frontera», conocida como Liptako-Gourma, que integra zonas de Malí, Burkina Faso y Níger, si bien en ocasiones los incidentes violentos también han tenido un impacto importante en otros países del golfo de Guinea como Togo, Benin, Costa de Marfil o Ghana16. Según el Proyecto de Datos sobre Localización y Sucesos de Conflictos Armados (acled, por sus siglas en inglés), la violencia en el Sahel ha provocado entre enero de 2012 y diciembre de 2021 casi 8.000 eventos violentos que han dejado cerca de 22.000 víctimas mortales y más de 2,5 millones de personas desplazadas17. A partir de 2019, Burkina Faso reemplazó a Malí como epicentro de la intensidad de la crisis en la región, mientras que 2022 se convirtió en el año más mortífero tanto para Burkina Faso como para Malí desde que comenzara la crisis en 201218. La extensión de la violencia en la región ha ido configurando una red de actores irregulares muy compleja en la que sobresalen por su preponderancia e influencia dos principales: el Jama’at Nusrat al-Islam wal-Muslimin (jnim) y el Estado Islámico en el Gran Sahara (isgs). Esta realidad de escalada de la violencia ha presenciado en paralelo la llegada de múltiples actores regionales (el llamado g-5, la Comunidad Económica de Estados de África Occidental, la ua) e internacionales (Organización de las Naciones Unidas, Francia, eeuu, la ue, Rusia, etc.) que han desplegado un gran número de iniciativas, en su mayoría, militares. Lejos de lograr un descenso de la violencia, la militarización de la región ha ido en paralelo a un aumento sin precedentes de los ataques armados y del número de víctimas mortales. Como mencionamos anteriormente, la realidad política de la mayoría de los países de esta región ha sufrido un constante deterioro con la sucesión en pocos meses de hasta cuatro golpes de Estado (tres de ellos exitosos): el primero ocurrió en agosto de 2020 en Malí; el segundo (fallido), en marzo de 2021 en Níger; el tercero, en abril de 2021 en Chad, tras el asesinato del presidente Idriss Déby; y finalmente, en mayo de 2021, la Junta Militar perpetró en Malí otro golpe interno19.
Como en todas las realidades de conflictividad que acontecen en el continente africano, el debate sobre las causas de la violencia es muy denso y suele llevar a simplificaciones. El grueso del análisis mediático ha puesto el acento en la deriva fundamentalista y la identidad religiosa de los grupos que reclutan en la región, mientras que otros discursos han señalado el problema de la «explosión demográfica», los efectos de la crisis climática o la fragilidad o colapso de las instituciones estatales. Desde análisis más sociopolíticos se ha hecho especial hincapié en la falta generalizada de oportunidades de una población que entiende la proliferación de grupos armados como una ocasión para acceder a mejoras materiales o de otro tipo. Sea como fuere, en la comprensión de la violencia en el Sahel es importante subrayar la multidimensionalidad de este fenómeno y la interacción compleja de múltiples factores históricos, políticos, sociales y económicos que se despliegan a escala local, regional, internacional y transnacional20. La situación de creciente actividad armada y de violencia que la región del Sahel ha experimentado se ha convertido en una de las principales prioridades de la política exterior europea en el continente africano en los últimos años. La ue ha estructurado su presencia en la región sobre la base de diferentes estrategias que han ido endureciendo la visión política de Bruselas respecto de los problemas de fondo y las respuestas. Claramente, la visión securitaria se ha ido abriendo paso y ha desplazado a la visión más normativa que tradicionalmente caracterizó el papel de la ue en África. En 2015, el Consejo de la ue adoptó, por ejemplo, el llamado Plan de Acción Regional para el Sahel 2015-2020 (srap, por sus siglas en inglés), una estrategia que pivota en torno de la prevención y la lucha contra la radicalización, la gestión de las fronteras y el combate contra el tráfico ilícito y la delincuencia transnacional, y en la que el fenómeno migratorio se construye explícitamente como un problema de seguridad21. La estrategia europea también se ha traducido en el despliegue de diversas misiones militares, la mayoría en el marco de la llamada Política Común de Seguridad y Defensa (csdp) de la ue, a saber: la Misión de Capacitación de la ue en Níger (eucap Sahel Níger), aprobada en agosto de 2012 como misión civil de desarrollo de capacidades con el mandato de formar y asesorar a las fuerzas de seguridad internas de Níger; la Misión de Formación de la ue en Malí (eutm Mali), en febrero de 2013, con el objetivo de ayudar a las Fuerzas Armadas de ese país a restaurar su capacidad militar, y la Misión de Capacitación de la ue en Malí (eucap Sahel Mali), en abril de 2014, con el mandato de asistir al gobierno de este país en la reforma de sus fuerzas de seguridad interna (v. cuadro).
En ese marco estratégico, la ue está presenciando cómo los acontecimientos regionales y globales hacen del Sahel un escenario cada vez más complejo. En agosto de 2022, el gobierno de Emmanuel Macron anunció la retirada de las tropas francesas de Malí, mientras que en enero de 2023, la Junta Militar de Burkina Faso exigió la salida de la presencia francesa del país. Se trata de un hecho de gran calado simbólico, por la enorme ascendencia histórica que París tiene sobre toda esta región, y da cuenta de la hostilidad con que los nuevos gobiernos en estos dos países (que han llegado mediante golpes de Estado) tratan a un actor tan relevante como Francia, a la vez que tejen nuevas alianzas, como veremos más adelante, con otros actores como Rusia. Este hecho ha obligado a Francia, pero también a la ue, a reorganizar su presencia en torno de un país que todavía les ofrece ciertas garantías como es Níger. En este complejo y volátil contexto, da la sensación de que la ue ha empezado a tomar en consideración las implicaciones que está teniendo su «giro pragmático» (materializado en el enfoque que privilegia la estrategia securitaria por encima de la visión normativa). Por un lado, la ue seguramente aspira –así lo han demostrado las declaraciones del actual alto representante de la ue para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, Josep Borrell, en sus visitas al continente– a proyectar un papel mucho más político en un entorno regional y global crecientemente competitivo y complejo. A su vez, la falta de resultados pone en entredicho la efectividad de su estrategia: a mayor presencia militar hasta el momento, la situación de inseguridad ha ido en aumento. Falta ver también los efectos que la guerra en Ucrania podría tener sobre este rumbo. Y lo que sería más preocupante para los intereses de Bruselas: el énfasis securitario en el continente africano contradice algunos principios normativos que habían guiado hasta ahora la estrategia de la ue, como por ejemplo, el respeto al principio de «apropiación local», lo que contribuye a minar su legitimidad social y política. Esta falta de legitimidad social, sobre todo de la presencia francesa, es la que ha dado alas a una creciente y cada vez más importante influencia de actores como el grupo Wagner y Rusia.
Wagner y la «nueva Guerra Fría» en África
Desde el inicio de la invasión rusa de Ucrania, el protagonismo del llamado grupo Wagner, una empresa de seguridad privada rusa, dirigida por Yevgeny Prigozhin hasta su muerte en agosto de 2023, ha ganado espacio, especialmente por su creciente influencia en el continente africano. Wagner no es nueva en la región. Desde 2017 mantiene vínculos con sectores militares sudaneses (mencionados con anterioridad) que le han permitido, a través de su empresa Meroe Gold, explotar las reservas de oro del norte de este país22. De forma creciente, su influencia se ha ido extendiendo también a diversos países africanos, algunos en el Sahel, como Malí o Burkina Faso, pero también a otros como la República Centroafricana, Libia, Chad, Eritrea, Zimbabue o Mozambique. Su modus operandi se basa habitualmente en un apoyo militar directo, a veces para combatir frontalmente a grupos yihadistas, a cambio de beneficios económicos y de obtener una mayor influencia en países que observan con creciente desconfianza a socios habituales como Francia o eeuu. Para el analista de Foreign Affairs Colin P. Clarke,
Wagner ofrece un trato fáustico a quienes necesitan ayuda en materia de seguridad: protege a los regímenes y lucha contra los insurgentes, pero a cambio exige su libra de carne. Wagner mata a civiles, explota redes empresariales, exacerba los agravios entre grupos y entre ciudadanos y, en última instancia, deja a los países en peor situación que antes de la llegada de sus combatientes.23
Esta dinámica se ha constatado en países como Mozambique, Malí o República Centroafricana, donde estos mercenarios han sido acusados de ser responsables directos de matanzas indiscriminadas y de violaciones sistemáticas de derechos humanos. Un informe reciente de la onu aseguraba que la empresa de seguridad rusa era la responsable de la muerte de 500 personas en mayo de 2023 en la localidad maliense de Mopti24. Pero no solo eso. La creciente influencia de Wagner está siendo también interpretada como parte de la estrategia del Kremlin para obtener una mayor influencia en el continente africano. En un contexto mundial de creciente aislamiento de Moscú, especialmente tras la invasión de Ucrania, el gobierno de Putin ha encontrado en África un lugar donde diversificar y ampliar sus alianzas. Rusia no es, sin embargo, un actor nuevo en la región. Su trayectoria histórica en el continente, especialmente en la etapa de Guerra Fría, fue más que relevante. En los últimos años, en el contexto de creciente interés global por este territorio, Moscú ha intensificado su estrategia, centrada en la comercialización de armas con algunos de sus socios preferenciales (Sudán es uno de ellos), pero también en garantizarse el acceso a ciertos recursos energéticos. La guerra en Ucrania aceleró, por lo tanto, una estrategia que ya tenía rasgos determinados y que llevó, por ejemplo, a que a inicios de 2023, el ministro ruso de Relaciones Exteriores, Serguéi Lavrov, visitara hasta un total de siete países africanos. La relación preferente que ha establecido con gobiernos como el de la Junta Militar de Malí o el de la República Centroafricana han supuesto también que Moscú esté teniendo un papel privilegiado en la formación de las fuerzas de seguridad de estos países. Esto es observado con creciente preocupación por eeuu, a punto tal que muchos consideran que podría conllevar una suerte de «nueva Guerra Fría» en África25. Durante el gobierno de Donald Trump, Washington confirió un papel marginal al continente africano. En el nivel estratégico, fue bastante continuista con algunas de las políticas impulsadas por sus predecesores, pero en el plano retórico y diplomático el continente ocupó un lugar insignificante en la agenda exterior estadounidense (Trump no efectuó viajes oficiales a ningún país africano) e incluso recibió un trato ofensivo (cuando el presidente se refirió, por ejemplo, a Haití y a los países africanos como «shithole countries» [países de mierda]). El renovado interés del gobierno de Joe Biden por África, sin embargo, también ha despertado críticas, ya que se considera que se trata de un interés esencialmente geoestratégico y reactivo a los movimientos de Moscú o de Beijing en este territorio26. Algunos países africanos han entendido esta coyuntura como una forma de ajustar cuentas con los tradicionales socios occidentales. El alineamiento de muchos de ellos con los intereses rusos y chinos puede estar recreando el regreso de un Sur global más articulado. La votación en la Asamblea General de la onu para condenar la invasión rusa en marzo de 2022 fue bastante significativa al respecto: 30 países africanos apoyaron la condena, pero otros 22 se abstuvieron (Eritrea fue el único que votó en contra), algo impensable hace un tiempo por las consecuencias diplomáticas que para muchos de ellos podría tener esta decisión. Países como Sudáfrica han sido incluso acusados de respaldar directamente a Rusia en su guerra en Ucrania, algo que el gobierno de Cyril Ramaphosa ha rechazado frontalmente27.
Para la mayoría de países africanos, no obstante, este creciente interés global por el continente ofrece considerables posibilidades diplomáticas y económicas y, sobre todo, rompe la dependencia de las estrategias planteadas por los países occidentales. África reclama un nuevo papel en el escenario internacional, fruto de esta cambiante correlación de fuerzas, un hecho que se traduce en iniciativas y declaraciones concretas. En mayo de 2023, los presidentes de Sudáfrica, Senegal, Egipto, la República del Congo, Uganda y Zambia anunciaron su viaje a Rusia y Ucrania para impulsar una misión negociadora de paz. Por otro lado, en la cumbre del g-7 de ese mismo año, el comisario de Comercio de la Unión Africana, Albert Muchanga, declaraba que África no aceptará «seguir siendo simplemente una fuente de materias primas» y que el continente aspira a un futuro de «relaciones auténticas y mutuamente beneficiosas» con sus socios comerciales28. En definitiva, síntomas de una realidad global cambiante en la que África está buscando su propio lugar.
A modo de conclusión
Este artículo ha tratado de analizar las dos principales tendencias políticas en el continente africano. Por un lado, un palpable estancamiento e incluso regresión democrática, ejemplificada por la ola de golpes de Estado que en los últimos tres años han afectado a una decena de países. Por otro lado, la creciente competencia geopolítica entre «nuevos» y no tan nuevos actores que ha llevado a un cierto realineamiento de muchos países africanos en el escenario internacional y, en definitiva, a la búsqueda por parte del continente de una posición diferente a la recibida hasta ahora en las relaciones internacionales. Todo ello, hemos argumentado, ha tenido lugar de forma especialmente intensificada tras el impacto de la pandemia y la invasión rusa de Ucrania, acontecimientos que aceleraron algunas dinámicas ya existentes o que incorporaron nuevas variables en un entorno global caracterizado por la volatilidad y la imprevisibilidad. Estas dinámicas presentan algunos aspectos positivos y otros generan una especial preocupación. En cuanto a lo positivo, el contexto pospandémico de aceleración de la multipolaridad en el continente ofrece claramente nuevas alianzas y posibilidades a contextos que hasta hace poco dependían de las agendas y estrategias diseñadas por los países occidentales. La articulación de algunos foros internacionales en los que los países africanos tienen más voz y una aparente mayor relevancia también contribuye a minar la situación periférica del continente en el orden internacional actual. Ante la dificultad de una reforma de las instituciones internacionales de mediados del siglo xx, el nuevo contexto multipolar está alumbrando nuevos espacios en los que África está, a priori, más presente. Queda por ver el recorrido de estas iniciativas, el espacio real que los actores africanos tienen y, sobre todo, el peso que las sociedades del continente adquirirán a la postre en este tipo de foros. Este último aspecto es, de hecho, el que mayor preocupación suscita. Si los altavoces de esta nueva realidad africana son, cada vez más, regímenes de dudosa credibilidad en su respeto de los derechos humanos, quizás la representatividad de África en este nuevo orden global quedará restringida a los actores con más poder político y, sobre todo, militar, pero no implicará un cambio sustancial para la vida del conjunto de sus sociedades. Por lo tanto, el papel de los movimientos sociales y de las organizaciones de la sociedad civil, y muy especialmente, de los grupos de mujeres, será clave en la capacidad de construir en los próximos años un escenario regional y global más justo y democrático.
Nota: una primera versión de este artículo se publicó en CEIPAZ: Policrisis y rupturas del orden global. Anuario 2022-2023, CEIPAZ, Madrid, 2023.
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Ó. Mateos: «África subsahariana: entre la deriva autoritaria y los nuevos procesos de democratización» en CEIPAZ: Ascenso del nacionalismo y el autoritarismo en el escenario internacional. Anuario 2018-2019, CEIPAZ, Madrid, 2019.
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2.
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3.
Lisa Mueller: Political Protest in Contemporary Africa, Cambridge UP, Cambridge, 2018.
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8.
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12.
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13.
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15.
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20.
Ver Morten Bøås y Francesco Strazzari: «Governance, Fragility and Insurgency in the Sahel: A Hybrid Political Order in the Making» en The International Spectator vol. 55 No 4, 2020; Ó. Mateos: «De la agenda normativa al ‘giro pragmático’: causas, implicaciones y dilemas de la estrategia securitaria de la UE en el Sahel» en UNISCI Journal vol. 60 No 1, 2022.
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Luis Esteban G.: «Wagner, la guardia pretoriana de Putin» en Política Exterior, 15/3/2023.
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