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¿El mercado sigue soñando (y nosotros ya no)?


Nueva Sociedad 309 / Enero - Febrero 2024

El pensamiento de izquierda, dueño y portavoz de las utopías del siglo XX, parece haber perdido la capacidad de soñar, arrinconado en posiciones defensivas o nostálgicas, mientras el capitalismo controla todo el planeta como nunca antes y atraviesa nuestras subjetividades. Y no solo eso: desde algunos de sus enclaves, sigue proyectando diversos tipos de utopías.

<p>¿El mercado sigue soñando (y nosotros ya no)?</p>

«Hoy es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo» es una frase que nos cansamos de ver en redes sociales, sea en su versión original o con las variaciones del caso. La pronunció Slavoj Žižek durante su discurso a los manifestantes de Occupy Wall Street en octubre de 2011 tomándola del primer capítulo de Realismo capitalista, el exitoso ensayo de Mark Fisher de 20091, que a su vez la cita de Fredric Jameson, quien a su vez, en su libro Arqueologías del futuro, de 2005, se la atribuye a un «alguien» indefinido2. Paradójicamente, la frase que mejor describe la imposibilidad contemporánea de pensar un futuro distinto del presente viaja autoralmente hacia el pasado. Para encontrar el fin del futuro, nosotros también deberemos ir al pasado. 

Vida y muerte de Utopía

«La utopía, lejos de estar en ningún lugar, ha estado siempre en algún lugar: en Esparta, en la cristiandad primitiva, en los monasterios, entre los pueblos indígenas del Nuevo Mundo», dice el historiador Gregory Claeys3. En efecto, el impulso utópico no es un ejercicio fantasioso sino una especulación realista que toma experiencias concretas como modelos para futuros realizables. Así, Platón respondió a la crisis de la polis ateniense con una idealización del campamento espartano; Tomás Moro, a la crisis del feudalismo con una idealización de la vida monástica. Durante el siglo xvi, mientras Europa conquistaba el mundo y el capital comenzaba a acumularse, escritores como Tommasso Campanella, Johann Valentin Andreas y Francis Bacon absorbieron el desarrollo científico de la época para concebir sociedades progresistas y visionarias, sin resignar por eso elementos de alquimia o teocracia.

Siguiendo ese impulso, cada capitalismo demostró capacidad para imaginarse distinto. El capitalismo 1.0, con sus pesares y sus posibilidades, inspiró a los llamados socialistas utópicos. Henri de Saint-Simon, Charles Fourier, Étienne Cabet y Robert Owen fueron hombres de acción, involucrados políticamente en sus proyectos, decididos a domar el cambio tecnológico con ingeniería social. A Saint-Simon le debemos la primera tecnocracia de una tradición que llega hasta nuestros días: un gobierno mínimo de especialistas que comparten el progreso con trabajadores leales y satisfechos, sin más ideología que la eficacia y el desarrollo tecnológico. Al industrial Owen le gustaba presentarse como «ingeniero de hombres y mujeres física y moralmente mejores» y pretendía rediseñar de una manera racional la producción, la vida pública y la educación. Fourier llevaría más lejos este principio, con menos énfasis en la racionalidad económica y más en la canalización de las pasiones. Todos pretendían prevenir las revoluciones sociales con sus reformas y desconfiaban de la igualdad y la democracia. Todos ellos fueron sumamente influyentes en su época y, a pesar de que sus ideas resultaron desechadas, dejaron su simiente en funcionarios e ingenieros saintsimonianos, cooperativas y sindicatos owenianos y el precedente del falansterio de Fourier para tantos barrios privados y comunidades espirituales new age del presente.

El capitalismo 2.0 llevó el idealismo tecnocrático al paroxismo. En 1888, Edward Bellamy publicó Mirando atrás, una novela que imagina un siglo xxi maquinal y antiindividualista, con un sistema de producción centralizado de empresas estatales en el que todos participan como accionistas y miembros de un ejército de trabajadores con servicio obligatorio, so pena de cárcel por no trabajar4. En el futuro de Bellamy hay coches que vuelan, comedores colectivos, tarjetas de débito, radio, televisión y poca, muy poca libertad. En menos de un año la novela vendió 400.000 ejemplares solo en Estados Unidos, fue traducida al chino e inspiró movimientos políticos en los cinco continentes. Ese colectivismo industrial-militar muchas veces se combinó con el darwinismo y la eugenesia para dar lugar a utopías difícilmente digeribles hoy en día, entre ellas Pyrna: A Commune [Pyrna: una comuna] (1875), de Ellis James Davis, o Life in Utopia [Vida en Utopía] (1890), de John Petzler, en las que no se permite vivir a los niños enfermizos y quienes padecen enfermedades tienen prohibido casarse5. Este tipo de utopismo opresivamente moderno dejaba ver el contenido potencialmente distópico que la revolución bolchevique y la contrarrevolución fascista harían realidad.

Luego de la Segunda Guerra Mundial, los proyectos utópicos quedaron encerrados en la lógica bipolar sin mucho criterio ideológico: Occidente secuestró las granjas cooperativas israelíes; la Unión Soviética hizo otro tanto con varios nacionalismos africanos. La imaginación colectiva se simplificó. Se difundió por todo Occidente una crítica al pensamiento utópico. En la década de 1960, el erudito Lewis Mumford, sociólogo, urbanista, filólogo y autor de una historia de las utopías, rastreaba su origen en las ciudades del Neolítico, auténticas máquinas humanas administradas militarmente por un monarca teocrático. Los griegos idealizaron ese modelo cerrado que llega hasta nosotros cargado de autoritarismo, negador del crecimiento individual y la conflictividad humana. Liberales como Karl Popper, Friedrich von Hayek, Yaakov Talmón y Norman Cohn coincidieron en identificar en el pensamiento utópico religioso los orígenes del totalitarismo político del siglo xx.

El pensamiento utópico se escondió en la literatura de ciencia ficción, en especial la sci-fi sociológica y especulativa de los años 60 que, según Jameson, preparó a los lectores para el impacto del futuro como experiencia diaria, extrañando al presente como el pasado de algo por venir. Pero la caída del comunismo fue la estocada final al pensamiento utópico. Incluso la ciencia ficción cedió a entender el futuro como exacerbación del presente, como puede leerse en la obra de J.G. Ballard6 o el ciberpunk7. El futuro parecía haber llegado a su fin. 

El agotamiento del futuro

La crisis del pensamiento utópico es la manifestación de un problema más grande: la ausencia de ideas o al menos de imágenes de futuros alternativos. Uno de los primeros en diagnosticar esta tendencia no era precisamente un partidario del futuro, la modernidad ni el progreso. Reinhart Koselleck fue voluntario del ejército del iii Reich en el frente oriental durante la Segunda Guerra Mundial. Luego de la derrota y de una estadía en un campo de prisioneros soviético, estudió Historia y Filosofía en Heidelberg, buscando la tutela o al menos el consejo de docentes más o menos involucrados con el nazismo, como Martin Heidegger, Carl Schmitt, Werner Conze u Otto Brunner.

Para Koselleck, con la modernidad cambia nuestra relación con el pasado y el futuro, que él categoriza respectivamente como espacio de la experiencia (el conjunto de acontecimientos que han sido incorporados a nuestra memoria colectiva y nos permiten entender el presente) y horizonte de expectativas (temores, esperanzas, certezas e incertidumbres del presente orientados hacia lo que aún no experimentamos). En la sociedad tradicional, las expectativas se alimentaban exclusivamente del pasado. La concepción del tiempo era circular y previsible: solo podían pasar cosas que ya habían pasado. La expansión ultramarina y el desarrollo tecnológico de la modernidad abrieron un nuevo horizonte de expectativas. El tiempo se aceleró y el espacio de la experiencia se alejó cada vez más del horizonte de expectativas. El tiempo ya no se repetiría y la Historia tenía poco que enseñar. No es casual que, durante el siglo xx, los conceptos que despertaron mayores expectativas fueron los que menos pasado contenían: el socialismo y el fascismo. Lo que nos interesa aquí es que Koselleck contempla la posibilidad de que, en la medida en que nuestras expectativas se realicen o se frustren y se transformen en experiencias, nuestra relación con el tiempo vuelva a su cauce anterior: nuestro pasado se llenará de Historia, de experiencias logradas o fallidas, y el horizonte de expectativas se reducirá nuevamente. Será la lenta extinción del futuro.

En vísperas del nuevo milenio, la extinción del futuro comenzó a ser una sensación más compartida. Los grandes proyectos que ordenaron las expectativas del siglo xx se habían agotado, desde las vanguardias estéticas hasta el mismo pensamiento moderno, pasando por el comunismo. En su lugar quedaba el relato liso y lineal de las nuevas tecnologías de la información, cuya velocidad también afectaría nuestra experiencia y sensibilidad acerca del tiempo y la Historia. Tomándose de las categorías de Koselleck, el historiador François Hartog concluyó que, así como las culturas tradicionales se orientan hacia el pasado y las culturas modernas hacia el futuro, las culturas posmodernas viven solo el presente. El «presentismo» no es solo un régimen de historicidad, como lo llama Hartog, sino un tipo de sociedad: una cultura de la fugacidad y la inmediatez marcada por el colapso del futuro, un mundo de individuos bloqueados y desorientados por la ausencia de temporalidad a punto tal de cancelar sus propias alternativas8.

Ese diagnóstico se transformó en moneda corriente en la crítica cultural de principios del siglo xxi. Pensadores como Franco Berardi o Mark Fisher lo pusieron en el centro de sus reflexiones con títulos elocuentes como «después del futuro», «fenomenología del fin», «futuros perdidos» y, especialmente, «realismo capitalista»: el cierre total del horizonte bajo un capitalismo que ya prescinde de todo sistema de creencias y valores9. Incluso manifestaciones culturales potencialmente subversivas como el hip hop o el trap funcionan desde la aceptación cínica y desencantada de las reglas del mercado. La clausura del futuro parece hoy tan severa que la sociedad instintivamente comienza a buscar sus alternativas en el pasado, en la nostalgia por tiempos mejores, los movimientos identitarios por la memoria o la hauntología, que veremos más adelante.

No es casualidad que la idea de la extinción del futuro haya sido sostenida por los derrotados de cada momento (Koselleck en la posguerra, el progresismo y la izquierda en la década de 1990): el decadentismo es el canto de sirena del intelectual enojado con la Historia. Y esa mirada sesgadamente pesimista omite que, como apunta el historiador español Pablo Sánchez León, «en cierta medida, el futuro está siempre en el presente»10. Así como los relatos sobre el pasado y sobre el futuro han sido maneras de hablar sobre el presente en que estaban siendo narrados, ningún presente resiste el instinto utópico de las sociedades por pensar su futuro. Fue precisamente la capacidad de captar la libido de las utopías contraculturales de los años 60 y 70 lo que le permitió al capitalismo reinventarse como capitalismo 3.0.

El error de llorar el fin de las utopías es seguir buscándolas en la política cuando ahora nacen en el mercado. Al decir de Sánchez León, «la utopía se halla ahora dentro del orden naturalizado de las cosas, habiendo quedado insertada con éxito como un ingrediente de la ideología dominante. Y la idea general del tiempo que sugiere es la de un presente utópico»11. Es en los intestinos de este presente capitalista donde deberíamos reencontrar la utopía. 

Del capitalismo utópico a las utopías capitalistas

Pese a su individualismo y su aparente apego a la fría racionalidad del cálculo económico, el capitalismo no es inmune al utopismo. El capitalismo utópico es el título de un libro que el sociólogo francés Pierre Rosanvallon publicó en 197812. Allí distingue un capitalismo práctico, sostenido en el utilitarismo mercantil cotidiano, de otro capitalismo ideal, fundado en la ética de Adam Smith: una sociedad liberal transparente y autorregulada, que puede extender a todos los órdenes la confianza en la capacidad espontánea de los individuos para ordenarse. Las pasiones se armonizan solas, la política se funde con la economía, la representación no hace falta, el debate y el conflicto son reemplazados por reglas impersonales de funcionamiento. Este ultraliberalismo potencialmente totalitario fue abrazado por izquierdistas como William Godwin y Karl Marx y rechazado por conservadores como G.W.F. Hegel y Edmund Burke, que consideraban indispensable la mediación política de los intereses sociales y económicos.

En 1998 Rosanvallon agregó una «Introducción» al libro en la que advierte que el capitalismo utópico se acentuó desde las reformas liberales de la década de 1980, y que para evitar que la alternativa se coagulara alrededor del antiliberalismo, era necesario recuperar la mediación política de los intereses. Hoy podemos decir que eso no pasó: el mundo se debate entre el antiliberalismo de la nueva derecha y un capitalismo que sigue proyectando alegremente enclaves utópicos como WeWork13. Douglas Rushkoff observa que los más prometeicos proyectos de la burguesía digital (la colonización de Marte por Elon Musk, los proyectos de vida eterna de Google y Peter Thiel) apuntan a huir de este mundo justo antes de que se derritan los polos, se agote la tierra, se difundan las pestes o explote la violencia social14.La tragedia es que ya no se trata de un capitalismo utópico que transforme a la sociedad, sino de utopías capitalistas desarticuladas, enclaves que nos excluyen. Mientras tanto, seguimos paralizados, temerosos de pensar ya no una utopía sino el mero futuro, so pena de caer bajo el juicio de Mumford y sonar totalitarios. La colonización del futuro por el capital nos obliga a pensar utópicamente, que es pensar políticamente. La mediación política del porvenir requiere de la perturbación utópica, de nuestra capacidad de concebir o imaginar la diferencia radical del futuro.

Por un realismo utópico

Son muchos los instintos que nos llevan a imaginar detalladamente mundos mejores. Desde un liberal como Isaiah Berlin hasta un católico como Leszek Kołakowski coinciden en que el impulso utópico es un dato casi antropológico, una sensibilidad constante de las sociedades humanas. Ernst Bloch postuló que existe un oscuro pero omnipresente impulso utópico en cada cosa que hacemos con miras al futuro15. Podemos encontrar suplementos utópicos en nuestras prácticas de consumo, incluso en las propias mercancías. Vivimos rodeados de un utopismo material.

Ahora bien, ¿es posible imaginar algo tan distinto de lo conocido pero que mantenga un lazo de verosimilitud con nuestra experiencia? ¿Dónde encontrar modelos de futuro radicales pero representables y deseables, que no alimenten el miedo al totalitarismo?

Una salida posible puede ser la red de enclaves utópicos pensada por el arquitecto húngaro Yona Friedman en su libro Utopías realizables16. Para Friedman, como para todos los utopistas clásicos, el espacio de la utopía es la ciudad. Si cada ciudad se rediseña como sociedad ideal, el mundo será un archipiélago de utopías urbanas incomunicadas entre sí. Según Jameson, esos enclaves utópicos podrían federarse dentro de una infraestructura global planificada. Para nosotros, hijos del neoliberalismo, esa infraestructura global es el capitalismo. Desde el comercio medieval por el Mediterráneo hasta internet, muchas veces el mercado fue la infraestructura para federar los enclaves más diversos. Si la economía de mercado va a ser la ordenadora del mundo, podemos valernos de sus redes para articular experimentos particulares y políticas territoriales y proyectarlos hacia el futuro.

Otra respuesta posible, y no excluyente con la anterior, sería el pensamiento postutópico del historiador argentino Ezequiel Gatto. Usando una terminología compleja extraída de un racimo muy erudito de autores, Gatto parte de la base de que toda relación humana se instaura en relación con el futuro, es decir, vuelve más o menos probable algo, ergo, todas futurizan. Sin embargo Gatto distingue la futurización, como futuridad hacia un punto de llegada preestablecido, una imagen del futuro que organiza toda la práctica social, de la futurabilidad, un concepto tomado del filósofo Franco Berardi que señala un punto de partida, una imagen del presente que puede futurizarse o no, un vector contingente que puede alterar el trayecto hacia el futuro. La futurización sería un resabio posfigurativo en nuestra cultura prefigurativa, presente en todos los proyectos utópicos. Por eso Gatto va a proponer una inventiva postutópica, una futurabilidad política. Eso no significa renunciar a la futurización de las imágenes utópicas, sino proyectarse hacia el futuro de manera contingente, incluyendo la incertidumbre, la multiplicidad, la contradicción, la improvisación y la probabilidad.

La red de utopías posibles de Friedman y Jameson y las postutopías de Gatto pueden entenderse como algunas de las tantas formas de realismo utópico. Al decir de Gregory Claeys, se trata de trabajar con lo que hay, «reapropiarlo como un modo de concebir un futuro realizable. Funciona como un mapa para evitar los resultados menos deseables y alcanzar los mejores»17.


La última utopía argentina está en un cuartito de la calle Humahuaca de la ciudad de Buenos Aires: es una maqueta de la Ciudad Hidroespacial del escultor eslovaco-argentino Gyula Kosice, exhibida en su taller hoy convertido en museo. Luego de afirmar en 1944 que «el hombre no ha de terminar en la Tierra», Kosice se dedicó a maquetar en plexiglás un conjunto de hábitats móviles que estarían suspendidos a 1.000 metros sobre el nivel del mar. Ese proyecto, con el que pretendía resolver la superpoblación y liberar al hombre de la arquitectura tradicional, lo mantuvo ocupado durante los siguientes 20 años. Para entonces ya la palabra «utopía» había sido anatemizada como germen de violencias, despreciada por inútil o llorada inocuamente por la izquierda melancólica. Así renunciamos a toda idea de futuro, mientras el capitalismo nunca renunció a sus utopías.

Disputar los enclaves utópicos del capitalismo y generar los propios sin miedo a su alcance son formas concretas de abrir un futuro abstracto. Y así por fin retomar el plan del viejo Gyula: «La premisa es liberar al ser humano de toda atadura. Esta transformación, adelantada por la ciencia y la tecnología, nos hace pensar que no es una audacia infiltrarse e investigar lo absoluto, a través de lo posible, a partir de una deliberada interacción imaginativa y en cadena. Una imaginación transindividual y sin metas prefijadas de antemano»18.

Nota: una primera versión de este texto se publicó como parte del libro ¿Por qué el capitalismo puede soñar y nosotros no? (Siglo XXI Editores/Crisis, Buenos Aires, 2020).

  • 1.

    M. Fisher: Realismo capitalista, Caja Negra, Buenos Aires, 2000.

  • 2.

    F. Jameson: Arqueologías del futuro. El deseo llamado utopía y otras aproximaciones de ciencia ficción, Akal, Madrid, 2009.

  • 3.

    G. Claeys: «The Five Languages of Utopia: Their Respective Advantages and Deficiencies With a Plea for Prioritising Social Realism» en Cercles No 30, 2013.

  • 4.

    E. Bellamy: Mirando atrás, Akal, Madrid, 2014.

  • 5.

    E.J. Davis: Pyrna, A Commune: or, Under the Ice, Bickers, Londres, 1875; J. Petzler: Life in Utopia, Forgotten Books, Londres, 2018.

  • 6.

    Escritor británico (1930-2009), autor de novelas y relatos de ciencia ficción ambientados en escenarios urbanos colapsados, como Rascacielos, La isla de concreto o Exhibición de atrocidades.

  • 7.

    Subgénero de ciencia ficción surgido en la década de 1980 que combina la especulación sobre el desarrollo de internet y la inteligencia artificial con la imagen de una sociedad pauperizada y sometida a las corporaciones. Sus principales referentes son William Gibson y Bruce Sterling.

  • 8.

    F. Hartog: Regímenes de historicidad. Presentismo y experiencias del tiempo [2003], Universidad Iberoamericana, Ciudad de México, 2007.

  • 9.

    F. Berardi: Fenomenología del fin, Caja Negra, Buenos Aires, 2018 y Después del futuro. Desde el futurismo al cyberpunk. El agotamiento de la modernidad, Enclave de Libros, Madrid, 2014; M. Fisher: Los fantasmas de mi vida. Escritos sobre depresión, hauntología y futuros perdidos, Caja Negra, Buenos Aires, 2017.

  • 10.

    P. Sánchez León: «Presente utópico: una crítica a la historiografía sobre la ‘nueva historicidad’», s./f., disponible en academia.edu/.

  • 11.

    Ibíd., énfasis del original.

  • 12.

    P. Rosanvallon: El capitalismo utópico. Historia de la idea de mercado, Nueva Visión, Buenos Aires, 2006.

  • 13.

    Empresa inmobiliaria estadounidense especializada en espacios compartidos para startups, fundada en 2010 por Adam Neumann y Miguel McKelvey. Se declaró en bancarrota en 2023.

  • 14.

    D. Rushkoff: «La supervivencia de los más ricos y cómo traman abandonar el barco» en CTXT No 180, 1/8/2018. V. tb. Survival of the Richest: Escape Fantasies of the Tech Billionaires, W.W. Norton & Company, Nueva York, 2022.

  • 15.

    Citados en F. Jameson: ob. cit.

  • 16.

    Y. Friedman: Utopías realizables, Gustavo Gilli, Barcelona, 1977.

  • 17.

    G. Claeys: ob. cit.

  • 18.

    G. Kosice: «Manifiesto de la Ciudad Hidroespacial», 1971, disponible en kosice.com.ar.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista
ISSN: 0251-3552
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