Coyuntura
NUSO Nº 302 / Noviembre - Diciembre 2022

La tercera vez de Lula en un Brasil partido en dos

Luiz Inácio Lula da Silva volverá a la Presidencia, el 1° de enero próximo, tras haber derrotado a Jair Bolsonaro por un escaso margen. Si bien el alguna vez obrero metalúrgico logró salir de la prisión y regresar al poder articulando una amplia alianza democrática, el bolsonarismo mostró resiliencia como expresión de una parte importante de la sociedad brasileña.

La tercera vez de Lula en un Brasil partido en dos

El domingo 30 de octubre fue, para muchos, una noche de alivio algo increíble, en Brasil y en el mundo, antes de que ese alivio tornara en alegría. Luiz Inácio Lula da Silva fue elegido presidente, por tercera vez, derrotando por poco al mandatario saliente Jair Bolsonaro, ubicado en las redes de la extrema derecha global. Se trata de una resurrección política sin precedentes, y no solo en América Latina, tras años de bombardeo mediático y persecución judicial que le costaron a Lula una docena de condenas y 580 días de cárcel.

Pero los retos que le esperan al alguna vez obrero metalúrgico en los próximos meses y años serán aún más complejos que la durísima campaña electoral que acaba de terminar. Lo primero y más importante, llegar a la investidura evitando una posible reacción del núcleo duro (y armado) del bolsonarismo. Y luego, poner en pie un país puesto de rodillas por años de neoliberalismo económico salvaje y corroído por un extremismo ideológico conservador y agresivo, que ha captado a la mitad del electorado. 

Inmediatamente después de que el Tribunal Supremo Electoral (tse) confirmara los resultados, en su primera declaración como presidente electo ante cientos de periodistas e invitados internacionales reunidos en un hotel de San Pablo, Lula tendió la mano a las decenas de millones de brasileños que acababan de votar por Bolsonaro:

A partir del 1° de enero de 2023, gobernaré para 215 millones de brasileños, y no solo para los que me han votado. No hay dos Brasiles. Somos un solo país, un pueblo, una gran nación. A nadie le interesa vivir en una familia donde reina la discordia. Es hora de reunir a las familias de nuevo, para reconstruir los lazos de amistad rotos por la propagación criminal del odio. (...) Este país necesita de paz y unidad.

Sin embargo, describir el Brasil que salió de las urnas como un país dividido es un eufemismo: está prácticamente partido en dos. Lula obtuvo 60,3 millones de votos en la segunda vuelta frente a los 58,2 millones de Bolsonaro. Una diferencia mínima (50,9% frente a 49,1% de los votos válidos) sobre los 124 millones de votantes (otros 32 millones de brasileños −20,5% de los votantes con derecho a voto− no acudieron a las urnas aunque el voto es obligatorio y los índices de abstención son tradicionalmente bajos). En comparación con la primera vuelta de las elecciones, el 2 de octubre, Lula aumentó su votación en solo tres millones de sufragios (había recibido 57,2 millones de preferencias, o 48,4% de los votos válidos), mientras que Bolsonaro agregó siete millones (había recibido 51 millones de preferencias, 43,2% de los votos válidos). Un resultado sorprendente, teniendo en cuenta que los dos candidatos más votados que no pasaron a la segunda vuelta (Simone Tebet, que había recibido 4,9 millones de votos, y Ciro Gomes, que había recibido 3,5 millones) apoyaron a Lula. Tebet, sobre todo, hizo una gran campaña a favor del ex-presidente para la segunda vuelta, mientras que Gomes, que había sido ministro en el primer gobierno de Lula (2003-2006), se mantuvo al margen. Este político, supuestamente ubicado en la centroizquierda, había hecho lo mismo en 2018, cuando Bolsonaro fue elegido en segunda vuelta contra el candidato del Partido de los Trabajadores (pt), el ex-alcalde de San Pablo Fernando Haddad, escogido a último momento para sustituir a Lula, detenido poco antes de las elecciones, cuando todas las encuestas lo daban como candidato favorito. En aquel entonces, Gomes obtuvo 13,3 millones de votos en la primera vuelta (12,4%), pero se negó a apoyar a Haddad para cerrarle el paso a Bolsonaro. 

Los resultados de las elecciones presidenciales de 2022 muestran que en cuatro años el bolsonarismo ha arraigado mucho más profundamente en Brasil de lo que parecía hace unas semanas. Todos los sondeos previos a la primera vuelta habían subestimado el consenso electoral en torno de la extrema derecha: a Lula le daban un 50%-51%, frente a 36%-37% de Bolsonaro (para la segunda vuelta, el margen de error fue menor, pero siguió subestimando la fuerza electoral del presidente saliente). Los especialistas en estadística explicaron que el error se debió principalmente a la falta de actualización del censo: el último se realizó en 2010 (el previsto para 2020 se pospuso), y desde entonces han cambiado varios aspectos demográficos cruciales, lo que hace que las muestras utilizadas hayan quedado obsoletas. Más allá de los problemas metodológicos de las encuestas, está claro que se ha producido una profunda transformación cultural y política, en un sentido conservador. Para «reconstruir el alma de este país, recuperar la generosidad, la solidaridad, el respeto a las diferencias», como prometió Lula, será necesario no solo un programa económico inclusivo, sino la capacidad de recrear una hegemonía cultural progresista en la sociedad.

En sus dos primeros mandatos (2003-2010), Lula promovió una serie de programas sociales para mejorar las condiciones materiales de vida de los segmentos más pobres de la población, pero nunca atacó las raíces estructurales de la profunda desigualdad del país. El «lulismo», como lo define el politólogo André Singer, fue una forma de reformismo débil y de conciliación permanente con las elites políticas y económicas tradicionales. Al mismo tiempo, los gobiernos encabezados por el pt promulgaron importantes reformas que, por primera vez, dieron acceso a la educación superior a millones de mujeres y varones jóvenes de las periferias, la mayoría afrodescendientes: casi todos ellos fueron los primeros de sus familias en poder ir a la universidad y en soñar con el ascenso social. 

Esta «nueva clase media» tuvo, durante unos años, un acceso a bienes de consumo que antes era impensable. A partir de la gran recesión provocada por el gobierno de Dilma Rousseff en 2015, profundizada por el gobierno golpista de Michel Temer (2016-2018) y luego el de Bolsonaro, decenas de millones de brasileños fueron empujados nuevamente por debajo de la línea de pobreza. Sin embargo, algunos cambios sociales profundos resultaron más duraderos. En el caso de las mujeres, los años de expansión económica ofrecieron una oportunidad sin precedentes de autonomía y empoderamiento, que les permitió enfrentarse cada vez más al sistema patriarcal. Especialmente en las grandes ciudades, empezaron a extenderse pautas de comportamiento más abiertas. Aunque los prejuicios y la homofobia siguen siendo profundos, la lucha por los derechos lgbti+ se hizo omnipresente, y una nueva generación dejó de esconderse y se visibilizaron las relaciones entre personas del mismo sexo en la esfera pública.

A medida que la sociedad ha ido evolucionando, se ha producido un aumento del conservadurismo popular, estrechamente relacionado con la difusión de las iglesias evangélicas pentecostales. Los evangélicos no han dejado de crecer desde finales de la década de 1980. Se calcula que ahora son al menos un tercio de la población y son uno de los principales pilares de apoyo social y electoral del bolsonarismo. El catolicismo popular, que estuvo muy presente durante la dictadura militar (1964-1985) y la redemocratización, y con el que el pt siempre ha mantenido estrechas relaciones, ha ido perdiendo terreno en favor de varios discursos promovidos por pastores neopentecostales, que tienen como uno de sus ejes la denominada «teología de la prosperidad», basada en el esfuerzo individual para mejorar las condiciones materiales de vida de los fieles. 

Si los brasileños más pobres tuvieron la ilusión de cambiar de clase social durante los dos gobiernos de Lula y el primer mandato de Rousseff, sus condiciones de vida reales no se habían modificado realmente, en especial, el espacio público en las interminables periferias de las grandes ciudades. La ausencia de transporte público de calidad, de educación, de sanidad, de lugares de encuentro y de oferta cultural ha alimentado la frustración, abriendo una avenida para las iglesias pentecostales, que operan como espacios comunitarios en contextos de elevada precariedad social. Ellas suplen las carencias del Estado ofreciendo una red de apoyo mutuo y de socialización entre los fieles1 y exigen, a cambio, el respeto de una serie de valores sociales y de comportamientos profundamente conservadores (además del pago del dízimo: una tasa equivalente a 10% de todo lo que ganan los fieles). Desde las periferias, la presencia de las iglesias pentecostales se extendió gradualmente a todas las áreas y clases sociales de Brasil. Los sectores más duros de la Iglesia católica aprovecharon este discurso para impulsar una agenda de valores cada vez más conservadora, empezando por una férrea oposición al aborto. 

En una especie de oposición especular, la tendencia a la modernización del comportamiento individual ha empezado a alimentar la resistencia conservadora. Esto es lo que los investigadores norteamericanos Pippa Norris y Ronald Inglehart, en su ya clásico estudio sobre el auge del populismo autoritario, han llamado el contragolpe cultural2

El orden, la tradición, la familia, la religión, la patria, la propiedad y la lealtad son los principales pilares del discurso autoritario bolsonarista, que refleja la cosmovisión socialmente conservadora que impregna la mayoría de las reivindicaciones pentecostales. Esta visión enfatiza el miedo a los «otros» (personas con valores políticos y culturales, preferencias sexuales, creencias religiosas o color de piel diferentes) como una amenaza para la «comunidad» nacional –en Brasil viven relativamente pocos inmigrantes, refugiados y extranjeros no cristianos, por lo que el discurso autoritario tiene características menos xenófobas que en Europa o Estados Unidos–. Lo que unifica el discurso conservador-autoritario bolsonarista con sus epígonos globales es la crítica a la modernidad y la difusión del laicismo. Su imagen de las sociedades ideales y de los proyectos políticos exalta una utopía nacionalista basada en los valores tradicionales y una visión del mundo sustentada en la aspiración de volver a una supuesta edad de oro de claras jerarquías sociales y raciales y de un dominio patriarcal incuestionable3. El Brasil de 2022 es muy diferente del que eligió a Lula para su primer mandato hace 20 años. Es un país más poblado (ha pasado de 180 a 215 millones de habitantes), menos joven, aún más urbano (en el sureste, 93% de la población vive en ciudades), extremadamente más conectado (80% de la población utiliza ya las redes sociales) y muy diferente en términos de producción. El proceso de desindustrialización del país, ya incipiente, se aceleró aún más tras el golpe de Estado de 2016. En la actualidad, el sector industrial representa algo más de 10% del pib, mientras que la agroindustria, concentrada principalmente en la producción de productos básicos para la exportación (soja, cereales, carne vacuna, aves de corral, etc.) representa el 26%. 

La desindustrialización en el sureste –especialmente evidente en el cinturón industrial de San Pablo, donde Lula comenzó su carrera política como carismático líder sindical metalúrgico en los años 70– ha ido acompañada de la consolidación de un fuerte sector agrícola en el centro-oeste. El crecimiento de la agroindustria ha producido un cambio no solo en la estructura económica del país, sino también en la superestructura cultural: ha reforzado un conjunto de valores y visiones del mundo que se oponen a los de los grandes centros urbanos. Por un lado, la maquinaria agrícola, la defensa de los agrotóxicos, la deforestación acelerada, los enormes camiones, los valores conservadores y la música «sertaneja»; por otro, una creciente preocupación por la protección del medio ambiente, un ideal de vida urbana cosmopolita, un fuerte movimiento por los derechos sexuales y reproductivos, y un creciente apoyo a la despenalización de las drogas. 

Los resultados de las elecciones de 2022 reflejan claramente la división entre las diferentes almas de Brasil. Según Datafolha, uno de los principales institutos de encuestas del país, Lula fue elegido gracias al voto mayoritario obtenido en sectores específicos de la población: mujeres (52% contra 41% de Bolsonaro); jóvenes entre 16 y 24 años (53% contra 39%); votantes mayores de 45 años (51% contra 43%); votantes con menos años de estudio (60% contra 34%); los más pobres, con ingresos familiares de hasta dos salarios mínimos, equivalentes a 470 dólares (61% a 33%); habitantes del nordeste del país (67% a 28%); los católicos (55% a 39%); y los que se autodenominan afrodescendientes (60% a 34%)4. En cambio, el voto a Bolsonaro fue mayoritario en el sureste, sur, norte y centro-oeste del país, entre los hombres, la población blanca y los más ricos. El bolsonarismo, sin embargo, también atrajo a una parte importante de la clase media baja que en el pasado se había beneficiado de las políticas sociales y económicas de los gobiernos del pt y que dio la espalda al lulismo, a partir de las grandes manifestaciones de 2013 y de las denuncias de corrupción en la operación Lava Jato (la que llevó a Lula a la cárcel, con una manipulación judicial desmontada por el Supremo Tribunal Federal).

En este difícil contexto, la campaña electoral de Lula en 2022 giró en torno de tres ejes. Por un lado, una plataforma dirigida a la base de la pirámide social que representa la parte fundamental del electorado lulista: sacar al país de nuevo del mapa del hambre de la Organización de las Naciones Unidas (onu), aumentar el empleo, los ingresos y el acceso a la salud. «Volveremos a poder hacer barbacoas y beber cerveza los fines de semana», repetía Lula en sus mítines. En segundo lugar, Lula trató de tranquilizar al electorado bolsonarista sobre la base de los valores conservadores. Durante la fase final de la campaña electoral, por ejemplo, dio un giro parcial a su posición tradicional en relación con el aborto, que siempre había tratado como «una cuestión de salud pública», al declarar: «No solo estoy en contra del aborto, sino que las mujeres con las que me casé también están en contra del aborto. Creo que casi todo el mundo está en contra del aborto. No solo porque somos defensores de la vida, sino porque debe ser algo muy desagradable y doloroso». En Brasil, es teóricamente posible, si bien muy complicado, abortar legalmente cuando hay riesgo para la salud de la mujer, cuando el embarazo es resultado de una violación y cuando el feto es anencefálico. En todos los demás casos es imposible realizar el procedimiento de forma legal. Las mujeres más ricas suelen pagar para abortar en clínicas privadas, aunque sea más difícil ahora también para ellas. Para las mujeres afrodescendientes y pobres, el aborto ilegal sigue siendo una de las principales causas de muerte materna en Brasil, y durante décadas el movimiento feminista ha luchado sin éxito por su legalización.

Al mismo tiempo, desde finales de 2021, Lula construyó pacientemente una alianza lo más amplia posible para defender la democracia, es decir, para evitar un segundo mandato de Bolsonaro y la profundización de su modelo autoritario, aglutinando a fuerzas muy alejadas entre sí: desde el Partido Socialismo y Libertad (psol), nacido de una escisión de la izquierda del pt en 2006, hasta el Partido de la Social Democracia Brasileña (psdb), el partido de centroderecha del ex-presidente Fernando Henrique Cardoso (1995-2002), además de una serie de figuras públicas moderadas. Como vicepresidente, Lula eligió (e impuso en el pt) a Geraldo Alckmin, ex-gobernador de San Pablo y ex-candidato presidencial del psdb en 2006 y 2018, al que había derrotado 16 años antes. Poco a poco, muchos de los antiguos adversarios de Lula, empezando por el propio Cardoso, prácticamente todos los economistas de referencia antes vinculados al psdb y muchos nombres del sector financiero apoyaron su candidatura. Por eso no es de extrañar que, tras la victoria de Lula, la bolsa de San Pablo (bovespa) cerrara al alza y el real se apreciara frente al dólar. El cosmopolita capital brasileño, que había apoyado a Bolsonaro en 2018 pensando que podría mantenerlo a raya, finalmente, por falta de alternativas, se alineó con la orientación imperante en los círculos diplomáticos internacionales y en los consejos de administración de las grandes multinacionales: en las actuales circunstancias, Lula representaba la única posibilidad de levantar a Brasil y pacificarlo. Las catastróficas decisiones del gobierno de Bolsonaro –desde la luz verde a la destrucción desenfrenada de la Amazonía hasta el manejo negacionista de la pandemia de covid-19, que costó cientos de miles de víctimas– convirtieron al país en un paria mundial, cada vez más aislado y menos atractivo para la inversión extranjera.

En contactos confidenciales con diplomáticos acreditados en Brasilia, varios embajadores manifestaron sin ambages que sus gobiernos esperaban ansiosamente la elección de Lula: «El mundo lo necesita, señor presidente», le dijo a Lula el representante de un importante país europeo durante un encuentro antes de las elecciones. En cuanto el tse de Brasil confirmó la certeza matemática de la elección de Lula, a las 19:59 horas del domingo 30 de octubre, inmediatamente llegaron notas de felicitación de decenas de cancillerías de todo el mundo. Entre los primeros mensajes están el de la Casa Blanca de Joe Biden, el del presidente francés Emmanuel Macron, el del argentino Alberto Fernández y el del mexicano Andrés Manuel López Obrador. Una operación diplomática coordinada con el objetivo de reducir las posibilidades de que Bolsonaro no reconociera el resultado de las urnas e intentara un golpe de Estado con el posible apoyo de milicias leales y sectores de las Fuerzas Armadas o de la Policía.

La derrota tomó por sorpresa a Bolsonaro y a sus bases. Para ganar las elecciones, el gobierno había utilizado todos los medios posibles: miles de millones de euros de ayuda a las familias distribuidos en un golpe de efecto justo antes de las elecciones, intimidación de los votantes de Lula, una incesante campaña de desinformación en las redes sociales, que a menudo caía en lo grotesco (por ejemplo, acusando a Lula de haber hecho un «pacto con el diablo» en el periodo previo a las elecciones). El bolsonarismo es un circuito cerrado de noticias propias y teorías conspirativas que circulan constantemente en redes sociales abiertas (Twitter, Facebook, YouTube) y en grupos cerrados de WhatsApp y Telegram. Todos ellos parecían genuinamente convencidos de que el «mito» –como llaman sus bases a Bolsonaro– sería confirmado como presidente por otros cuatro años. Ante la derrota y sin ningún elemento concreto que le permitiera impugnar el resultado, Bolsonaro se recluyó en su residencia oficial y permaneció en silencio durante casi 48 horas, sin felicitar a Lula ni dar ninguna indicación a los suyos. 

Durante la primera semana después de la votación, se desarrollaron dos movimientos en paralelo. En el plano institucional, varios de los aliados más cercanos a Bolsonaro reconocieron la derrota y se mostraron dispuestos a favorecer la transición institucional con el nuevo gobierno. Al mismo tiempo, la base bolsonarista se movilizó. En todo el país, durante tres días, cientos de carreteras y autopistas fueron bloqueadas por camiones y barricadas improvisadas. Ante la orden de desalojo emitida por el Supremo Tribunal Federal, Bolsonaro publicó un vídeo en la noche del miércoles 2 de noviembre en el que pedía a su gente que desalojara las calles.

El mismo día, seguidores de Bolsonaro organizaron grandes manifestaciones frente a los centros de mando del ejército en varias ciudades, exigiendo la intervención de las Fuerzas Armadas para bloquear el advenimiento de una futura «dictadura» del pt y de Lula. Pero las Fuerzas Armadas no parecen dispuestas a embarcarse en una aventura de dudoso resultado y sin ningún apoyo internacional. El general (de la reserva) Hamilton Mourão, vicepresidente de Bolsonaro en el primer mandato y senador electo en los comicios de este año, intervino inmediatamente con una serie de mensajes en Twitter para descartar la posibilidad de un golpe militar por la presión internacional5 y sugerir un camino institucional para volver al poder «mucho más fuerte» en 2026.

Los dos meses de transición hasta la toma de posesión de Lula, el 1o de enero de 2023, serán difíciles y tensos. Incluso si el mando de las Fuerzas Armadas mantiene su línea de neutralidad, pueden estallar otros focos de inestabilidad. En sus casi cuatro años de gobierno, por ejemplo, Bolsonaro ha facilitado la compra de armas, incluidos rifles de asalto. Actualmente hay más de 675.000 cac (siglas en portugués de los Cazadores, Tiradores y Coleccionistas [de armas]) en todo Brasil, que poseen más de un millón de armas de fuego6: en términos numéricos, un contingente mayor que el de las Fuerzas Armadas y las policías estatales de todo el país.

Aun así, los verdaderos problemas vendrán después, cuando las decisiones de Lula tengan que asegurar el cumplimiento de las dos grandes promesas de su campaña electoral: la rápida mejora de las condiciones de vida de la población más pobre y la pacificación democrática del país, desmontando la arquitectura autoritaria, institucional y simbólica construida por el bolsonarismo. Y todo ello, sin tener mayoría en el Congreso y teniendo que negociar a cada paso con el llamado centrão (gran centro), que apoya al gobierno de turno a cambio de privilegios, financiamientos y prebendas. 

La indolora cuadratura del círculo que logró Lula 20 años atrás no tiene posibilidades de repetirse. El mundo se enfrenta a una recesión global y hasta la economía china se está desacelerando: las exportaciones de commodities ya no podrán financiar una nueva fase de inclusión sin confrontación social, o como se solía llamarla en otros tiempos, sin lucha de clases. Para satisfacer las demandas de la base social y electoral del lulismo, será necesario reducir rápidamente la desigualdad en el país haciendo que los más ricos paguen la factura. Una reforma fiscal que corrija el injusto sistema tributario brasileño podría ser el primer paso. Para ello, el nuevo gobierno tendrá que enfrentarse al descontento de las clases privilegiadas, que perderán ingresos, pero también de una parte importante de la coalición que eligió a Lula, empezando por el vicepresidente Alckmin, que ha sido nombrado líder de la transición. Pero si no elige este camino, Lula correrá el riesgo de no brindar las mejoras prometidas a los más pobres, traicionando a su base social y abriendo la puerta al regreso del bolsonarismo en 2026, con o sin Jair Bolsonaro.

La base de sustentación del bolsonarismo, basada en las tres b (biblia, buey y bala) es fuerte, estructurada y no desaparecerá. En el Congreso y en las calles, sus representantes harán una dura oposición. El Partido Liberal, al cual Bolsonaro se afilió antes de las elecciones, salió de las urnas como la primera formación tanto en la Cámara de Diputados como en la de Senadores. Como escribió agudamente el académico Roberto Andrés, el proyecto reaccionario del bolsonarismo fue capaz de dar cohesión a las diferentes tendencias conservadoras, indicando un proyecto de sociedad, aunque este sea ilusorio e irrealizable. Para debilitarlo, será necesario producir perspectivas reales de futuro que vayan más allá de la vuelta a los años dorados del primer lulismo. Esto solo puede ocurrir a través de un proceso incremental de mejora social, en el que las tendencias progresistas se refuercen a través de opciones y políticas públicas7.

Son decisiones que condicionarán las perspectivas de la izquierda y de la democracia brasileña durante al menos una generación. Antes de la segunda vuelta, Lula cumplió 77 años, y durante la campaña electoral dejó claro que, en cualquier caso, no se presentará como candidato a un cuarto mandato: «cuando llegue el 31 de diciembre de 2026, cuando entreguemos este mandato a otra persona, este país estará bien». De las decisiones de Lula y de su resultado concreto dependerá quién sea el candidato a sucederlo en el campo democrático –un cuadro de la izquierda, de centro o de centroderecha– y si este candidato (o candidata) logrará derrotar a la extrema derecha bolsonarista. De todo esto dependerá el futuro de Brasil y, por extensión, el de la segunda ola de gobiernos progresistas en América Latina.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 302, Noviembre - Diciembre 2022, ISSN: 0251-3552


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