Opinión
abril 2016

Una lógica progresista para el comercio internacional

Frente a una globalización que no beneficia a todos por igual, es necesario tomar partido y reformar el sistema de comercio.

Una lógica progresista para el comercio internacional

El sistema de comercio internacional nunca fue muy bien visto en Estados Unidos. Ni la Organización Mundial del Comercio ni los numerosos tratados comerciales regionales, como el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA) y el Acuerdo Transpacífico (ATP), han tenido mucho apoyo de la opinión pública. Pero la oposición, aunque amplia, era difusa.

La diferencia hoy es que el comercio internacional está en el centro del debate político. Dos precandidatos a la presidencia de los Estados Unidos, Bernie Sanders y Donald Trump, han hecho de la oposición a esos acuerdos un elemento fundamental de sus campañas. Y a juzgar por el tono de los otros precandidatos, defender la globalización en el clima político actual equivale a un suicidio electoral.

Tal vez la retórica populista en relación con el tema sea excesiva, pero ya pocos niegan que el malestar subyacente es real. La globalización no benefició a todos por igual. El impacto de las importaciones baratas venidas de China y otros países arruinó a muchas familias de clase trabajadora, mientras se beneficiaban los financistas y los profesionales capacitados que pueden aprovechar el acceso a mercados ampliados. Si bien la globalización no fue el único factor (ni el más importante) del aumento de desigualdad en las economías avanzadas, su contribución es innegable.

Lo que da al comercio internacional tanta relevancia política es que plantea cuestiones de equidad que el otro gran factor de desigualdad (la tecnología) no genera. Si pierdo mi empleo porque un competidor innova y presenta un producto mejor, mal puedo quejarme. Pero si ese competidor subcontrata mano de obra a empresas extranjeras que hacen cosas que en mi país serían ilegales (por ejemplo, impedir a sus trabajadores organizarse y negociar en forma colectiva), tengo motivos reales para protestar.

Sanders es un ferviente promotor de una renegociación de los tratados comerciales que refleje mejor los intereses de los trabajadores. Pero argumentos como los suyos chocan enseguida con la objeción de que una moratoria o anulación de los tratados de libre comercio perjudicaría a los más pobres del mundo, al disminuir sus posibilidades de salir de la pobreza gracias al crecimiento impulsado por las exportaciones. Un titular de Vox.com, un sitio web de noticias muy popular y normalmente moderado, señaló que «para los pobres de otros países, esto es lo más preocupante que dijo Bernie Sanders».

Pero fijar reglas de comercio internacional más atentas a las inquietudes sociales y distributivas de los países avanzados no es necesariamente incompatible con el crecimiento económico de los países pobres. Presentar la cuestión como una disyuntiva entre tratados comerciales y pobreza mundial es hacerle un flaco favor a la causa de los entusiastas de la globalización, y encierra a los progresistas en un dilema innecesario.

En primer lugar, el discurso tradicional sobre los beneficios del comercio internacional para las economías en desarrollo omite un aspecto crucial. Los países que consiguieron sacar provecho de la globalización, como China y Vietnam, emplearon una estrategia que combinó la promoción de las exportaciones con una variedad de políticas contrarias a las normas actuales del comercio internacional. Para crear nuevas industrias de valor agregado en esos países fue esencial la aplicación de subsidios, normas de contenido local mínimo, regulación de la inversión y, a menudo, también barreras a las importaciones. Los países que confiaron exclusivamente en el libre comercio (el primer ejemplo que viene a la mente es México) se estancaron.

Por eso, poner restricciones al comercio internacional no es necesariamente perjudicial para los países en desarrollo. China no hubiera podido mantener su increíblemente exitosa estrategia de industrialización siguiendo normas como las de la OMC durante los ochenta y los noventa. A Vietnam, el ATP le da ciertas garantías de acceso continuo al mercado en Estados Unidos (que ya tiene bastante bajas sus barreras), pero a cambio de aceptar restricciones referidas a políticas de subsidios, propiedad intelectual y regulación de la inversión.

En segundo lugar, no hay antecedentes históricos que sugieran que los países pobres necesitan una anulación o gran disminución de barreras comerciales en las economías avanzadas para obtener grandes ventajas de la globalización. En realidad, las experiencias de crecimiento exportador más espectaculares hasta la fecha (Japón, Corea del Sur, Taiwán y China) se dieron todas en momentos en que los aranceles a las importaciones en Estados Unidos y Europa estaban en niveles moderados, superiores a los de la actualidad.

De modo que para los progresistas que se preocupan al mismo tiempo por la desigualdad en los países ricos y la pobreza en el resto del mundo, hay una buena noticia: se puede avanzar en ambos frentes. Pero eso demanda transformar drásticamente nuestra visión de los tratados comerciales.

El sistema de comercio internacional hoy se basa en una extraña lógica mercantilista: ustedes reducen sus barreras y a cambio nosotros reducimos las nuestras. Esta estrategia ha sido notablemente exitosa para promover la expansión de los intercambios comerciales, pero tiene escaso sustento económico. Ahora que ya hay una gran apertura de la economía mundial, este «intercambio de acceso a los mercados» causa más problemas de los que resuelve.

Es hora de adoptar una lógica diferente, la del «intercambio de espacio de políticas». Los países pobres y los ricos por igual necesitan hacerse margen para lograr sus objetivos respectivos. Los primeros deben reestructurar sus economías y promover nuevas industrias, y los segundos deben resolver problemas locales de desigualdad y justicia distributiva. Para esto habrá que ponerle algunas trabas a la globalización.

El mejor modo de lograr esta reingeniería institucional sería volver a escribir las normas multilaterales. Por ejemplo, la cláusula de «salvaguardas» de la OMC se podría ampliar para permitir la imposición de restricciones comerciales (con sujeción a normas procedimentales) en aquellos casos en que pueda demostrarse un conflicto entre las importaciones y las normas sociales locales (doy más detalles en mi libro La paradoja de la globalización). Asimismo, los tratados comerciales podrían incorporar un «margen de desarrollo» que dé a los países pobres la autonomía necesaria para buscar la diversificación económica.

Los progresistas no deben creerse un discurso falso y contraproducente que enfrenta los intereses de los pobres del mundo con los de las clases bajas y medias de los países ricos. Con suficiente imaginación institucional, el sistema de comercio internacional puede reformarse para beneficio de ambas partes.


Traducción: Esteban Flamini

Fuente: Project Syndicate


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