El
asunto migratorio cuenta
con escaso
espacio en el ya precario diálogo intergubernamental de
América
Latina y el Caribe, a pesar de que muchos países de la región
expulsan
poblaciones o sirven
de tránsito
clandestino de migrantes que huyen de la violencia o buscan mejores
oportunidades en Estados Unidos,
país con el que tampoco existe concertación al respecto.
El
sueño americano atrae gentes que viajan sin visa desde Asia (en
especial de India, Nepal, Bangladés, China y Pakistán), África
(ante todo Senegal, Ghana, Congo, Somalia), Medio Oriente (Siria),
Latinoamérica y el Caribe (en particular Centroamérica, Haití y
Cuba).
La
emigración cubana ha sido constante por la situación de la isla y
por la Ley
de Ajuste Cubano que, desde 1966, les otorga residencia, permiso de
trabajo, ayudas sociales y reunificación familiar. En 1994, ante la
multiplicación de las balsas por el estrecho de La Florida,
Washington decidió que los migrantes interceptados en el mar serían
devueltos a Cuba, y sólo los que lograran pisar territorio
estadounidense
recibirían los beneficios. Ante el temor de que la normalización de
relaciones entre Estados Unidos y la isla lleve a la
restricción
o supresión de esa ley, y aprovechando que Raúl Castro levantó las
restricciones para viajar y vender vivienda, la migración cubana se
ha intensificado y ha cambiado de ruta.
Como
Ecuador suprimió la visa en 2008, enseguida llegaron allí cubanos
en avión y otros migrantes de fuera del continente con el propósito
de atravesar en forma clandestina ese país y otros siete más
(Colombia, Panamá, Costa Rica, Nicaragua, Honduras, Guatemala y
México) hasta llegar a Estados Unidos. A partir de 2016, Ecuador
aceptó la petición de sus vecinos de volver a exigir visa. El
número de los migrantes que llegan a Brasil y siguen por la Amazonia
pasando por Guyana
o directamente por Colombia se ha incrementado.
También migran cubanos desde Venezuela a donde habían llegado en
intercambio y de donde desertan.
Para
los países centroamericanos expulsores de población, el flujo de
más de 30.000 cubanos en los dos últimos años se ha hecho
insostenible. Cada uno trata de descargar el problema en su vecino.
El 15 de noviembre de 2015, Nicaragua cerró su frontera con Costa
Rica para impedir la entrada a 8.000 cubanos. A mediados de
diciembre, Costa Rica cerró su frontera con Panamá e impidió el
ingreso de más de mil cubanos, y para facilitar la salida de los que
ya se encontraban allí tendió un puente aéreo con El Salvador,
Guatemala y México. En mayo de 2016, Panamá cerró la frontera con
Colombia y lanzó la «Operación Escudo» para «blindar»
el país ante el narcotráfico, y envió a México a los cubanos que
pudieran pagar su transporte; los otros fueron retornados al punto de
ingreso desde Colombia adonde llegan gentes que ya antes habían
iniciado su periplo de 8.000 km. Allí se ha concentrado el problema.
La
Canciller colombiana consideró adecuada la medida de Panamá porque
podría combatir la ilegalidad, ayudar a que Colombia no sea un país
de tráfico ilegal y mantener el tránsito de colombianos que tengan
resuelta su situación migratoria. Con su homólogo ecuatoriano
anunció un acuerdo sobre deportaciones, control de pasos fronterizos
irregulares y coordinación entre autoridades migratorias de ambos
países incluso con Panamá.
A
un mes de esas medidas, el problema, lejos de resolverse, se ha
agravado para los migrantes y para las pequeñas poblaciones
colombianas que ven llegar más gente de la que allí habita.
Migrantes cansados y arruinados, mujeres embarazadas y con hijos
pequeños, enfermos o heridos, se enfrentan a la escasez de comida,
agua y hospedaje, y al hacinamiento con riesgos sanitarios y de
salud. Pueblos llenos de penurias ven deteriorar sus ya precarias
condiciones de vida. Las autoridades locales afirman que esa
situación insostenible puede derivar en una crisis humanitaria o de
orden público. Migración Colombia, la Armada Nacional y otras
entidades nacionales consideran que, con salvoconductos, esas
personas deben abandonar el país y volver a la última frontera de
donde partieron.
Algunos
tratan de llegar a Panamá de noche, cruzando el Golfo de Urabá pese
al peligro de sus olas, en embarcaciones ilegales y sin ninguna
seguridad. Otros lo intentan por la espesa selva del Darién,
compartida por Colombia y Panamá. Muchos son abandonados en el mar o
en la selva. Por dos mil dólares y a cambio de cargar a sus espaldas
entre cinco y veinte kilos de cocaína, mafias y contrabandistas
tratan de pasar a los migrantes por esa selva; entre más droga
carguen mayores recursos pueden obtener para cruzar por Centroamérica
y pagar los cinco mil dólares que exigen los ‘coyotes’ mexicanos
por el paso a Estados Unidos.
Los
países de origen, tránsito o acogida se
limitan a detener,
criminalizar y deportar a los migrantes, sin otorgarles mayor
protección a personas que arriesgan
su
vida y son
víctimas de todo tipo de peligros. Las redes
criminales de trata de personas y los funcionarios corruptos los
roban, maltratan y hasta asesinan. Los migrantes gastan varias veces
más de lo que les costaría un vuelo desde su país hasta Estados
Unidos, pero como no obtienen visas deben pagar más de diez mil
dólares a traficantes de personas y en soborno a autoridades
civiles, policiales y militares.
La
Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños ignora el asunto.
Otro tanto sucede en la cumbre de las Américas. Algo hace la
Comisión Interamericana de Derechos Humanos, que se encuentra
amenazada porque los Estados no aportan recursos para su
funcionamiento. Mientras tanto, Trump
estimula el racismo y clama por enclaustrar a su país.