Opinión
marzo 2023

El desierto de lo virtual

Silicon Valley pretende ofrecer un mundo de «soluciones» tecnológicas a problemas sociales complejos. Atentas a la desconfianza social sobre esa posibilidad, algunas empresas apuestan ahora por el metaverso, una realidad virtual en la que todo es fantasía: incluso las soluciones que promueven.

<p>El desierto de lo virtual</p>

Diez años atrás, Evgeny Morozov publicaba To Save Everything, Click Here [Para salvar todo, cliquee aquí]. En el libro, un diagnóstico profético de la era digital, el autor argumentaba que Silicon Valley se encuentra sustentado en el «solucionismo»: la ideología que sostiene que es posible solucionar problemas sociales complejos mediante tecnología inteligente, algoritmos y aplicaciones, como por arte de magia. La relevancia del concepto se confirmó una y otra vez, a medida que los lanzamientos de nuevos productos, así como las coberturas mediáticas que los circundaban, se convertían en una celebración del poder de la tecnología para resolver problemas y se volvían actos de fervor casi religioso. La frase de Steve Jobs, «hay algo más», fue repetida una y otra vez para ser recibida con sorpresa, asombro y exhuberantes aplausos. Todo prometía ser mejor, más inteligente, más bello. Y cuando las presentaciones de productos novísimos dejaron lugar a la introducción de versiones actualizadas, los Elon Musk del mundo hicieron su entrada con visiones que revitalizaron el espíritu tecnológico de la posibilidad. Después de todo, ¿quién no desearía ser lanzado a San Francisco en una cápsula ultrarrápida Hyperloop, o a Marte en el Space X?

Hace algo más de un año, el lanzamiento de Horizon Worlds, la respuesta de Meta al metaverso, anunció una nueva fase en la historia del solucionismo tecnológico. Lo que se prometía ahora no era tanto un nuevo producto, sino un mundo –o unos mundos–completamente nuevo. Facebook se transformó en Meta Platforms, y Mark Zuckerberg (por fin), en un avatar. Guiando a los espectadores a través de la nueva realidad resplandeciente de diversión, juegos, deportes, palmeras y planetas (en galaxias de alta resolución gracias al Telescopio Espacial James Webb), Zuckerberg ofreció un vistazo de un cosmos simulado tal como lo imagina Silicon Valley: un reino lleno de trajes coloridos («skins»), inmersivos conciertos en vivo (con bandas como Post Malone y otras similares) y «asombrosas nuevas experiencias». Esta utopía ingrávida no solo desdibujó las fronteras entre lo virtual y lo real mediante la «realidad aumentada” y también a través de juegos como «Real VR Fishing» y «Forest Farm»: también pareció liberarnos para que pudiéramos, en palabras de Karl Marx, «hacer una cosa hoy y otra mañana, cazar en la mañana, pescar en la tarde, criar ganado en la noche», sin volvernos jamás verdaderos cazadores, pescadores o criadores de ganado.

Claro que Zuckerberg no se ha vuelto un referente del comunismo digital. Muy por el contrario, su visión es cabalmente capitalista: el objetivo del metaverso no radica solo en existir como un mundo-imagen alegre y a pedido, sino en generar una economía con todas las de la ley. Los miles de empleados que trabajan en esta visión han estado trajinando para crear bienes virtuales, cuya finalidad reside en imbuir el metaverso de una sensación de promesa y posibilidad: de ahí la inauguración de una tienda de ropa en junio de 2022 con productos de Balenciaga, Thom Browne y Prada, donde los usuarios pueden ir de compras para sus avatares. Igual objetivo tiene la incesante adquisición por parte de Meta de start-ups, su solicitud de patentes (tales como la tecnología de rastreo ocular orientada a optimizar biométricamente los periodos de atención a avisos publicitarios) y las inversiones en su centro de desarrollo, Reality Labs, que perdió unos 10.000 millones de dólares en 2021 y casi 9.400 millones en los primeros nueve meses de 2022. Es probable que las cosas sigan así hasta que se hayan inventado las tecnologías necesarias; la mayoría no existe aún. Si bien los lanzamientos anteriores de Silicon Valley presentaban verdaderos productos, la presentación del metaverso de Zuckerberg lo que hizo fue tratar de vender una narración conjetural o un sueño, un sueño que quizás ni siquiera hayamos soñado todavía.

La presentación de Zuckerberg fue recibida con una serie de evaluaciones e interpretaciones contradictorias. En un primer momento, hubo aprobación eufórica de parte de varios amantes de la tecnología que reconocieron el metaverso como la continuación lógica de la expectativa en torno de las cripto/NFT/cadena de bloques y evocaron el FOMO (fear of missing out, temor a perderse algo) con el fin de promover una adopción rápida. Sin embargo, el revuelo fue quedando ahogado por una cantidad sorprendentemente mayor de voces críticas: ¿No es esto solo una imitación costosa de viejas fantasías de la ciencia ficción? ¿Una pálida actualización del Second Life, olvidado hace ya mucho tiempo? Y de todos modos, ¿no ha sido siempre la tecnología de la realidad virtual, el famoso «niño blanco rico de la tecnología», una mera promesa vacía? Mientras que algunos se burlaban de la implementación tecnológica (o falta de ella) o de los chistes rebuscados de Zuckerberg, otros criticaban su metaverso como una forma de escapismo electrónico en una época de crisis climática o como una apuesta económica, una hipótesis que el desplome del valor de mercado de Meta y las cifras del trimestre actual no refutan necesariamente. Entonces, ¿qué hay, en realidad, detrás de todo el revuelo respecto de la «cuadratura del círculo», para emplear la expresión del teórico de la comunicación Vilém Flusser, de la realidad virtual, un reino en el que uno puede simular la experiencia de estar sentado en una isla bajo las palmeras pero no puede beber de verdad un cóctel Long Island? ¿Qué problema se supone que soluciona en realidad el metaverso?

Lo más probable es que el metaverso no sea más que un costoso ardid de relaciones públicas para ayudar a Meta a volver a gozar bajo la luz de la rentabilidad y la innovación gloriosa, tras la seguidilla de escándalos recientes vinculados con la protección de datos. Sin embargo, no todo salió según lo planeado. Diversas señales apuntan a tensiones dentro de la empresa, desde los tests de lealtad a los que sometió Zuckerberg a la comunidad interna y los desastrosos anuncios de relaciones públicas empleando avatares caricaturescos, hasta la «cuarentena de calidad» y el congelamiento de nuevas contrataciones y despidos. Todo ello pinta un panorama de una desilusión más amplia que apunta al desgaste del solucionismo en sí.

En forma gradual, cierta sensación que podría describirse como la «extraña reducción de la conciencia utópica», en palabras del filósofo Theodor W. Adorno, se ha estado filtrando en Silicon Valley. Hace tan solo unos años, el ex-CEO de Google Eric Schmidt todavía podía profesar la creencia de que el abordaje adecuado de la tecnología podría «resolver todos los problemas del mundo». Mark Zuckerberg aún podía argumentar, con cierta credibilidad, en favor del potencial de la «conectividad» para luchar contra el cambio climático, la pandemia y el terrorismo, y los medios de comunicación todavía podían entusiasmarse con las «revoluciones de Facebook». Hoy, la confianza en esos sueños se ha erosionado. Después de todas las esperanzas defraudadas, las avalanchas de noticias falsas y discursos de odio, las revelaciones de los denunciantes (incluidas las de Christopher Wylie y Frances Haugen) y varios juicios antimonopólicos, queda más claro que nunca que las empresas tecnológicas no han hallado las respuestas a los problemas de la sociedad, si alguna vez las buscaron, para empezar. En rigor, sus prácticas de capitalismo de vigilancia con frecuencia significaron que ellas mismas fueran un problema. En este sentido, el metaverso podría considerarse una progresión lógica: si uno no puede solucionar los problemas del mundo real, ¿por qué no crear un mundo nuevo sin problemas? Tal vez, no sean los usuarios los que estén huyendo al metaverso, sino las propias empresas de tecnología.

El futuro de internet tal como lo imagina Meta es más promisorio para las corporaciones que para los usuarios. El mundo virtual no es tanto una bella alternativa a nuestra propia realidad deficiente cuanto una extensión de ella, una «realidad aumentada» del malestar mundano. Un breve vistazo al casco «virtual» pone en evidencia ese hecho.

Zuckerberg promocionó su realidad virtual como una forma de experimentar sensaciones de presencia, intensidad y autenticidad a las que no es posible acceder por medio de los espejos negros de los dispositivos tradicionales. Pero las «experiencias inmersivas» a menudo pueden resultar problemáticas, en particular para los grupos vulnerables. 

«La realidad virtual está diseñada, en esencia, de modo tal que la mente y el cuerpo no puedan diferenciar las experiencias virtuales/digitales de las reales», escribe Nina Jane Patel, una investigadora del metaverso cuyo avatar sufrió el ataque sexual de varios usuarios en Horizon Venues, de Meta, un sitio para eventos de realidad virtual en vivo. «En alguna medida, mi respuesta fisiológica y psicológica fue como si hubiera ocurrido en realidad». Ya está claro que la simulación de Meta no es un Shangri-La digital, a pesar de sus burbujeantes cascadas y sus plantas tropicales. De ninguna manera nos liberará de diversos males; los especialistas en el tema ya están formulando advertencias acerca de su uso por parte de depredadores sexuales para abusar de niños. En palabras de Patel: «estamos diseñando no-ficción».

Meta y otras empresas tecnológicas están creando ámbitos sin ningún tipo de regulación que demostraron ser difíciles de controlar para los legisladores, incluso con la nueva infraestructura legal. También en este aspecto, parecería que las esperanzas (defraudadas) se están reformulando. Una vez más, se está quitando énfasis a la regulación en favor de soluciones técnicas. En esa línea, se implementó una herramienta para poner límites personales –una suerte de modo seguro– con el fin de hacer frente al problema del acoso sexual. No obstante, soluciones de ese tipo resultan apenas convincentes a la luz del relato de Patel acerca de su «horrible experiencia que sucedió tan rápido y antes de que pudiera siquiera pensar en habilitar la barrera de seguridad. Me quedé paralizada».

También paralizantes fueron los resultados de un experimento llevado a cabo en febrero de 2022 para indagar en qué medida pueden difundirse teorías conspirativas y noticias falsas en el metaverso. Para ese experimento, unos periodistas de BuzzFeed construyeron un Horizon World centrado en el tema de la extrema derecha decorado con eslóganes como «El 11-S fue un trabajo interno», «Basta de robar» y «El Pizzagate es verdad». Después de denunciar su propio espacio ante el sitio, los periodistas recibieron la siguiente respuesta de Meta: «Nuestro especialista capacitado en seguridad revisó su denuncia y llegó a la conclusión de que el contenido de Qniverse no viola nuestra Política de contenido en realidad virtual». Finalmente, debieron recurrir en forma directa al departamento de comunicaciones de Meta para que eliminaran el «Qniverse», una opción que no se encuentra disponible para los usuarios.

Si bien el metaverso promete ser un mundo alternativo, hay una falta manifiesta de imaginación social y política bajo sus superficies coloridas, más allá de intentos ocasionales de visualizar problemas sociales y desigualdades socioeconómicas. Este mundo potencialmente post-escasez se asegura de preservar un statu quo: la división entre quienes tienen y quienes no tienen. Los usuarios que tienen dinero contante y sonante pueden comprar bienes virtuales, NFT y experiencias siempre nuevas mediante prácticas como el gold farming (pagarles a trabajadores precarios que se dedican a hacer clics para avanzar en el juego y obtener recompensas para sí). Y mientras tanto, pueden expresar en forma virtual su posición de clase. (Una cartera de Gucci se vendió en la plataforma de juegos Roblox a un precio mayor que lo que cuesta en el mundo real). Es, por tanto, apenas sorprendente que la cantidad de eventos y servicios pagos en el metaverso siga aumentando, imponiendo barreras económicas adicionales a la participación, además del formidable costo de los cascos mismos. En línea con la interpretación que Adorno formula de la utopía como el indicio de un orden social que aún no existe, esta visión virtual de la utopía parece ser, en efecto, demasiado real para que podamos sentirnos cómodos.

Bien puede ocurrir que estemos experimentando el primer relato tech en una era de postsolucionismo, una edad en la que nadie sigue creyendo que la tecnología nos salvará y en la que las empresas no pueden pensar en nada mejor para hacer que construir un simulacro, un mundo de fantasía dañado que ofrece pocas esperanzas de salvación. En vista de estos múltiples problemas, ¿qué (además de los factores económicos) se supone que pueda volver el metaverso atractivo para los miles de millones de usuarios imaginados por Zuckerberg? Por lo que parece, el relato de un mundo sin mundo puede, tal vez, ofrecer una respuesta.

A medida que vamos comprendiendo que las catástrofes se están convirtiendo en parte de nuestro clima cotidiano y que los actos individuales de consumo sustentable no pueden resolver nuestros graves problemas, la multiopcionalidad del metaverso se vuelve más tentadora. Después de todo, nos permite diseñar entornos que nos pertenecen por completo, aislados, en apariencia, de los apocalipsis cotidianos: aquí, cada píxel, cada fracción digital de tierra y cada palmera configurada virtualmente sirven como maravillosa distracción de nuestra verdadera impotencia creativa, al tiempo que alimentan nuestra experiencia de eficacia en el logro de nuestros propósitos, de creatio ex nihilo. No tenemos necesidad de regar las plantas o de soportar niveles freáticos decrecientes en épocas de sequía. Todo lo que se marchita, se oxida o se abolla puede quitarse de la vista, borrarse. El metaverso de Meta se manifiesta como un mundo sin cuidado por el mundo, que nos seduce con la promesa de no tener que preocuparnos nunca más. Mientras que el futuro real se nos presenta como no disponible o catastrófico, Meta nos ofrece un anestésico postsolucionista.

Sin duda, el escapismo ya está aquí. Sin embargo, no está equitativamente distribuido: solo quienes se ven menos afectados por las catástrofes contemporáneas tienen la posibilidad de refugiarse sin preocupaciones en un mundo de palmeras. Esas son las únicas personas que pueden darse el lujo de abandonarse a una ilusión real: la ilusión de un mundo digital sin prerrequisitos, de una virtualidad sin materialidad. Ya hoy, rara vez vemos la infraestructura, los centros de datos, los cables submarinos o el inmenso consumo de energía que alimentan la vida digital cotidiana; quizás, los veamos con frecuencia aun menor si nos ponemos nuestros cascos de realidad virtual. Sin embargo, este nuevo mundo-imagen feliz mantiene una intensa dependencia de los recursos del mundo real: naturaleza simulada sustentada por naturaleza real. La versión de la realidad virtual de Zuckerberg requerirá un incremento estimado en mil veces la capacidad de cómputo actual. Inevitablemente, el resultado de ese incremento serán efectos multidimensionales surrealistas, en modo alguno virtuales. En otras palabras, las catástrofes de la realidad pasarán a ser las catástrofes del metaverso, y viceversa.

Sin mundo, no hay metaverso, y sin preocupación respecto del estado del mundo, no hay futuro. Como Adorno ya sabía, las utopías solo pueden alcanzarse al precio de negar la mala realidad: quien las esboce en forma prematura, y no digamos ya las ilustre con exhaustividad, mina su potencial. Y quien perpetúe la mala realidad, y no digamos ya la intensifique, destruye las condiciones mismas de posibilidad de una utopía. Bienvenidos al desierto de lo virtual.

 

Publicamos este artículo como parte de un esfuerzo común entre Nueva Sociedad y Dissent para difundir el pensamiento progresista en América. Se puede leerse la versión original en inglés aquíTraducción: Elena Odriozola 



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