Ensayo
NUSO Nº 267 / Enero - Febrero 2017

Sendas de la renovación La idea de una forma de vida democrática

El socialismo ha sido el fundamento normativo y ha guiado la indignación hacia el capitalismo desde hace más de 150 años; sin embargo, hoy parece haber perdido gran parte de su atractivo. En su libro La idea del socialismo. Una tentativa de actualización (Katz, en prensa), Axel Honneth explica las razones de la rápida declinación de esa poderosa idea e indaga de qué todo es posible renovarla en el siglo XXI. En este fragmento, el autor examina una falencia de origen del socialismo: limitar la idea de libertad social a la esfera económica. La idea de democracia económica no tuvo como correlato una teoría de la democracia política.

Sendas de la renovación  La idea de una forma de vida democrática

Sigue siendo un enigma teórico por qué los socialistas tempranos no hicieron ningún esfuerzo por trasladar su nuevo concepto de libertad social a otras esferas de la sociedad. Esta insólita omisión se debía al hecho de que todos los autores del movimiento que recién se gestaba veían la causa de lo que ellos llamaban el «egoísmo privado» solo en las imposiciones de comportamiento de la sociedad de mercado capitalista y, por ese motivo, creían tener que dirigir todos sus esfuerzos políticos exclusivamente a la superación de aquellas; sin capacidad para ver el valor emancipador de los derechos humanos y de los ciudadanos, surgidos con la Revolución Francesa, veían en ellos solo el permiso para la creación de riqueza privada y pensaban, por lo tanto, que podían prescindir totalmente de ellos en una futura sociedad socialista. Desde entonces, el socialismo sufre de la incapacidad de encontrar por sí mismo, con la ayuda de sus propios medios conceptuales, un acceso productivo a la idea de la democracia política; si bien hubo siempre planes para una democracia económica, para consejos de trabajadores e instituciones similares de la autogestión colectiva, estos fueron referidos únicamente a la esfera económica porque se suponía que en el futuro ya no sería necesaria una creación de voluntad ético-política del pueblo, es decir, una autolegislación democrática. El agregado posterior, algo apresurado, del adjetivo «democrático» no pudo modificar realmente nada más en este error constitutivo del socialismo original, una especie de fundamentalismo económico, dado que con él no se aclaraba en absoluto qué relación debía guardar la cooperación económica en libertad social con la construcción de la voluntad democrática; más bien se permitió que el concepto de la democracia fuera dictado por parte de los liberales, y se dejó todo como estaba, de modo que surgió una figura necesariamente híbrida, carente de toda unidad intelectual1. Cuando se empezó a percibir el déficit democrático dentro del movimiento, habría sido mejor examinar en los escritos de la generación fundacional aquellos puntos en los que probablemente haya surgido el fatal malentendido. Entonces se habría encontrado rápidamente que este tenía que ver con la incapacidad de adaptar la nueva idea orientadora de la libertad social a la realidad, que se había vuelto visible, de una sociedad que se diferencia funcionalmente, y de aplicarla, con la apertura necesaria, a la esfera social, que se estaba desvinculando paulatinamente.

Volvamos entonces nuevamente al nacimiento teórico de la idea de la libertad social para corregir a posteriori este error. Esencialmente, el concepto fue acuñado por los socialistas tempranos y el joven Marx con la intención de eliminar la rotunda contradicción que veían en el proceso de realización de los principios de legitimación del nuevo orden social liberal capitalista: que dentro del intercambio económico mediado por el mercado se había establecido un individualismo de la libertad desenfrenado, que condenaba a la miseria a las capas sin recursos, mientras que al mismo tiempo debían reinar entre todos los miembros de la sociedad, además de la «libertad», también la «fraternidad» y la «igualdad».

La idea de la libertad social debía permitir la salida de esta situación contradictoria, dado que parecía haberse encontrado en ella un mecanismo o esquema de acción según el cual la realización de la libertad de un sujeto estaría directamente ligada al requisito de la realización de la libertad del otro; si atendiendo los recaudos institucionales correspondientes los propósitos de acción individuales de los miembros de la sociedad se ensamblaran de modo tal que solo se pudieran realizar sin imposiciones cuando hay aprobación y preocupación recíprocas, la fraternidad se convertiría en forma de ejecución de la libertad y estas dos coincidirían en una comunidad de iguales. De allí infieren todos los socialistas tempranos, desde Louis Blanc, pasando por Proudhon hasta Marx, que la contradicción encontrada y, con ella, la desigualdad existente, solo podrían ser superadas si se pudiera configurar la sociedad según el modelo de una comunidad de este tipo por individuos que se complementan sin imposiciones en sus formas de actuar; junto con la oposición de libertad y fraternidad, caería la existente entre pobres y ricos, porque cada miembro de la sociedad debería ver en el otro una parte en la interacción, a quien debe ya por su propia libertad una cuota de preocupación solidaria.

Pero justamente aquí se inicia lo que denominé anteriormente un enigma de la construcción teórica de los socialistas tempranos: el modelo fecundo de la libertad social, que había probado ser clave para poder pensar la libertad individual y la solidaridad como principios que ya no se contradicen y que dependen entre sí, es desarrollado exclusivamente en referencia a la esfera del quehacer económico, sin siquiera ponderar la posibilidad de aplicarlo también a otras esferas de acción de la sociedad que estaba surgiendo en aquel momento. Si se deja de lado que una razón esencial para que se perdiera esta oportunidad fue la convicción de que todo el mal del individualismo desmedido provenía del aislamiento jurídico del individuo en la nueva forma económica del mercado, salta a la vista como segunda razón, de igual peso, nuevamente la sujeción al espíritu del industrialismo. Los padres fundadores del socialismo no estaban en condiciones, e incluso no tenían la voluntad de dar cuenta del proceso de diferenciación funcional de las esferas sociales que estaba ocurriendo ante sus propios ojos, porque estaban todos convencidos de que también en el futuro la integración de todos los ámbitos de la sociedad estaría determinada por los requerimientos de la producción industrial. A todo esto, sus antecesores liberales y sus adversarios intelectuales habían comenzado con anterioridad a ocuparse de las consecuencias sociopolíticas que se empezaron a manifestar a más tardar desde el siglo xviii en el pensamiento y en la acción, a partir de la diferenciación de distintas esferas sociales, las que de manera creciente eran tratadas solo como si siguieran sus propias leyes funcionales2: el liberalismo, ya con Hobbes, pero de manera más clara con Locke y Hume, había visto que juntamente con la diferenciación entre «moralidad» y «legalidad» había que marcar una diferencia entre los subsistemas de la «sociedad» y del «Estado», que parecían seguir sus propias regularidades, en un caso más personales privadas y en el otro, con mayor peso de lo público, neutro; de modo transversal y en un cierto grado de tensión con esta primera diferenciación, se comenzó también a distinguir un ámbito de lo puramente privado de una esfera de lo público y general, para hacer justicia a la tendencia que surgía paulatinamente de establecer relaciones matrimoniales y de amistad basadas solo en el afecto; y, por último, la disciplina aún joven de la economía política había dado pasos firmes hacia una separación de la economía y de la acción del Estado, que debían servir al objetivo de preservar las transacciones mediadas por el mercado de las intervenciones políticas3. En su Filosofía del derecho, Hegel ya proponía, como reacción a todas estas diferenciaciones liberales y haciendo una elaboración sistemática de ellas, una forma de diferenciar las distintas esferas de acción en relación con sus tareas específicas; según esta, el derecho, como medio englobante, debía asumir la función de asegurar la autonomía privada de todos los miembros de la sociedad; la familia debía garantizar la socialización y la satisfacción de las necesidades naturales; la sociedad del mercado debía asegurar la provisión suficiente de medios de subsistencia y el Estado, por último, debía hacerse cargo de la integración ético-política del todo4. Aun cuando en el socialismo temprano hubiese imperado la idea de que estas divisiones y trazados de límites eran excesivos, porque ponían en duda la primacía pura de la economía, habría que haber discutido como mínimo el desafío teórico que significaba la adopción de una diferenciación funcional; en cambio, se reaccionó a las consideraciones liberales y posliberales con mera incomprensión o se las descartó con poca reflexión, como lo había hecho Marx en su famosa crítica al Estado de derecho hegeliano5.

Si se observa con detenimiento, la omisión de los socialistas tempranos consistió en no haber hecho una distinción suficiente entre el plano empírico y el normativo en el diagnóstico ya establecido acerca de una creciente diferenciación funcional. De haberla hecho, se podría haber objetado, respecto de las condiciones dadas, que la autonomía sistémica de la acción del Estado, por ejemplo, o de las relaciones privadas no era suficiente, porque el acontecer en estos dos ámbitos seguía estando determinado en gran medida por imperativos económicos, pero al mismo tiempo se podría haber destacado, mirando al futuro, la deseabilidad de una singularidad funcional de las distintas esferas6. Sin embargo, puesto que ambos planos no fueron delimitados, hubo un deslizamiento involuntario de descripciones empíricas hacia aseveraciones normativas; al igual que en la teoría social premoderna –claramente en Saint-Simon, de manera no menos manifiesta en Marx–, se pensaba el funcionamiento de las sociedades de manera vertical, a partir de un centro de control, solo que ese lugar no lo ocupaba ahora el Estado, sino la economía. Cuánto más sagaz habría sido, cuánto más sensato desde el punto de vista teórico-social, criticar de las condiciones capitalistas de aquella época que no otorgaban a los ámbitos de acción divergentes el margen para la legalidad propia de la sociedad que le habían asignado los representantes del liberalismo. Desde una perspectiva de este tipo, se podría haber aprobado la tendencia hacia una diferenciación funcional y, con ella, haber defendido la tesis de que el amor y la política democrática merecen ser excluidos de los imperativos sistémicos de la economía, pero se habría mantenido un fuerte escepticismo respecto de la posibilidad de llevar a cabo una separación de esferas de este tipo bajo las condiciones económicas dadas. A causa de la incapacidad de seguir el camino delineado –diferenciación funcional como tarea pero no como hecho social–, el socialismo cayó desde un comienzo en una situación desafortunada respecto de la tradición liberal: a pesar de que esta nunca había tenido una teoría social propia –a excepción de pensadores como Adam Smith y Max Weber, tal vez–, podía parecer a la larga que estaba más adelantada que su adversario socialista incluso en elocuencia sociológica, solo porque aquel no le prestaba ninguna atención a la diferenciación funcional.

Una profunda incapacidad de los socialistas tempranos que ahora permite esclarecer cómo se llegó a lo que se podría denominar, en general, «ceguera jurídica»: puesto que los derechos civiles universales, aún en sus albores, como consecuencia de la negación de toda esfera de separación, solo podían ser reconocidos en el fragmento en el que tenían importancia funcional para el centro de control de la economía, necesariamente se perdió de vista el rol emancipador que podían tener, de acuerdo con su significado, en la esfera, tan distinta, de la construcción de voluntad política7. De este modo, a los socialistas tempranos les quedó vedado el acceso al potencial liberador de barreras a la comunicación que significó la institucionalización de los derechos fundamentales liberales. A todo esto, no habría habido nada más natural que utilizar el concepto de libertad social, acuñado por ellos mismos, también para dilucidar, con Rousseau, el anclaje de estos nuevos derechos en un proceso de construcción de la voluntad colectiva: si realmente, como lo establecían los documentos fundacionales de la revolución que remiten al Contrato social, a partir de aquel momento solo podían aspirar a la legitimidad, y con ella a la disposición individual de respetarlos, aquellos derechos universales que pudiesen ser aprobados en principio por cada afectado por ellos, entonces esto remitía visiblemente a un proceso de deliberación y ponderación que debería realizar no cada individuo para sí, sino todos juntos en complementación recíproca de sus convicciones8. Interpretar los derechos fundamentales recientemente proclamados como requisito de un procedimiento de autolegislación pública habría sido sencillo para los socialistas tempranos si hubieran sabido aprovechar el concepto propio de la libertad social también para esta forma de la acción política, puesto que entonces se podrían haber entendido los derechos de libertad individuales ya establecidos como un primer paso para la creación de las condiciones que le posibilitan en principio a cada individuo participar sin imposiciones en la actividad colectiva de la discusión y armonización, que claramente tenía el mismo molde del «complementarse mutuamente con el otro», como la satisfacción conjunta de necesidades en el accionar económico cooperativo: con una ampliación tal de la idea de la libertad social, la construcción de la voluntad democrática se habría revelado, de manera más clara, como acto comunicativo cuya ejecución sin imposiciones exigiría que todos los participantes contaran al menos con las libertades de expresión y de conciencia que les otorgan los derechos fundamentales. Pero no se podía llegar a una inclusión de los derechos fundamentales liberales en el pensamiento propio porque en este no se le asignaba a la acción política, en el sentido de la construcción de la voluntad democrática, ningún rol independiente; era la convicción de la mayoría de los socialistas que en el futuro toda la legislación pública necesaria podía ser resuelta por los productores junto con la regulación cooperativa de sus actividades laborales.La asombrosa ceguera respecto del significado democrático de los derechos fundamentales explica finalmente también por qué para los socialistas fue durante mucho tiempo casi imposible formar una alianza con el ala radical de los republicanos liberales9. Este movimiento, también, había surgido a partir del intento de hacer realidad las promesas aún incumplidas de la Revolución Francesa mediante una reinterpretación de sus principios rectores, solo que en este intento se tomaron como puntos de partida no las carencias de la esfera económica sino los déficits de la constitución política de la nueva configuración del Estado; en el republicanismo radical, se veía como error crucial la consideración insuficiente de la voluntad popular en la legislación política, de modo que el objetivo máximo de los esfuerzos reformistas en la época posrevolucionaria era lograr, en nombre del igualitarismo, la participación en igualdad de derechos para todos los ciudadanos en el procedimiento legislativo de la construcción de la voluntad colectiva. No es difícil reconocer en este catálogo de demandas que, en un lugar distinto y con énfasis distintos, también se expresa con fuerza la demanda por concebir la libertad ya institucionalizada más bien como una mutualidad igualitaria y una cooperación sin imposiciones, para conferirle al principio de la soberanía popular el necesario carácter de un procedimiento de deliberación democrática; y aun cuando un republicano alemán como Julius Fröbel o, poco tiempo después, un demócrata radical como el francés Léon Gambetta no usaran la misma expresión, se pueden reconocer claramente en sus escritos los esfuerzos por que la idea de la libertad social fuera provechosa para la esfera de la construcción de voluntad democrática10.

En un campo totalmente distinto, resulta igualmente perjudicial la imposibilidad de los socialistas tempranos de aceptar la diferenciación funcional de las sociedades modernas como un hecho normativo. Del mismo modo que el ámbito de la acción política, también la esfera privada, los dominios sociales del matrimonio y la familia podrían haber representado un ámbito de aplicación para la idea de la libertad social, aun cuando esta hubiese sido formulada, en principio, solo con la intención de reconfigurar la organización del quehacer económico. A diferencia de lo ocurrido con los derechos civiles, que no se quería reformar o ampliar sino, en general, abandonar, casi todos los socialistas de la primera hora creen que existe una gran necesidad de emancipación en las relaciones familiares tradicionales, porque las mujeres eran tratadas como miembros dependientes del hombre y subordinadas a él; aquí Proudhon es una excepción lamentable, porque a lo largo de su vida ensalzó siempre la familia patriarcal y, en consecuencia, no quería conceder a las mujeres ningún rol fuera de la crianza de los niños y las tareas domésticas11. Pero ya los saint-simonistas buscan soluciones institucionales para superar la primacía tradicional del hombre en el matrimonio y la familia; medio siglo más tarde, Friedrich Engels presenta su famoso tratado acerca del origen de la familia12, en el que identifica el control sobre la propiedad privada como fuente del poder masculino en las relaciones personales13. Pero ninguno de los autores que toman partido por el movimiento feminista en el siglo xix se acerca mínimamente a la idea de determinar las condiciones de ausencia de imposiciones e igualdad de derechos dentro de las relaciones personales con la ayuda del mismo modelo usado para esbozar la revolución de las relaciones de producción; a pesar de que el concepto de la libertad social evidentemente había sido tomado en un primer momento de la ilustrativa imagen del amor y de ahí fue transferido a las relaciones de trabajo en una sociedad, cuando se dirige la mirada a los asuntos del nuevo movimiento feminista no se nota esfuerzo alguno por servirse justamente de este concepto, a la inversa, para el proyecto de emancipación en el matrimonio y la familia.

También en este caso, habría sido este el camino correcto, porque justamente todas las relaciones basadas en el amor y la dedicación se entienden desde el comienzo de la Modernidad como relaciones que se basan en la idea normativa de que los participantes se complementan mutuamente en pos de la autorrealización de cada uno y por eso uno debería representar una condición de libertad para el otro14; es decir que, sin mayor esfuerzo, se podría haber tomado la idea propia de la libertad social, adaptada al caso particular de las relaciones sociales afectivas, como modelo normativo de las condiciones que deberían imperar en el matrimonio y la familia para que sus miembros puedan complementarse sin imposiciones en sus respectivos planes de vida. Que los socialistas tempranos no hayan emprendido este camino y, de este modo, hayan desaprovechado la oportunidad de obtener nociones innovadoras a partir de su visión original de la libertad social, se debe a su incapacidad de tomar nota ya incipientemente de la diferenciación funcional de las sociedades modernas: allí donde intentan decir algo acerca de la forma futura de las relaciones familiares lo hacen, nuevamente, a partir de las relaciones de producción, es decir, centrando la visión en el rol de la familia en las relaciones laborales, en vez de ver que en ella existe una esfera singular en la que deberían realizarse formas especiales de la libertad social15.

En este punto, el error, por consiguiente, fue claramente el que había ya condicionado la incapacidad de establecer productivamente un nexo con los derechos liberales de la libertad: porque no se tomó debida nota de la singularidad normativa de las relaciones privadas y, en cambio, se veía en estas solo un complemento funcional del proceso económico, es decir, se creía que era posible servirse del monismo económico, no había motivos para desarrollar una semántica autónoma de la libertad para producir mejoras en la esfera de la acción del amor, el matrimonio y la familia; en cambio, todo lo que los socialistas podían proponer para ponerse del lado del incipiente movimiento feminista estaba formulado, nuevamente, en categorías económico-políticas y apuntaba consecuentemente a liberar a las mujeres del hechizo del patriarcado integrándolas a las relaciones de producción asociativas que se crearían en el futuro16. Durante décadas, a pesar de intentos de acercamiento de ambas partes, se mantuvo una relación tensa, desafortunada, entre el movimiento obrero socialista y el incipiente feminismo; si en este último crecía la conciencia de que la emancipación de la mujer exigía no solo medidas para la igualdad entre hombres y mujeres en el derecho al voto y en el mercado laboral, sino una transformación cultural fundamental, que debería comenzar por las condiciones de socialización establecidas para poder encontrar una voz propia liberándose, primero, de los estereotipos de género impuestos, en las filas del movimiento obrero no se podía desarrollar un sensorio para este tipo de conclusiones porque había una fijación ciega en la primacía determinante de la esfera económica17. Muy distinto habría sido el decurso del feminismo, muy distinta habría sido la relación entre estos dos movimientos desde un comienzo si los socialistas hubiesen estado dispuestos a reconocer la diferenciación funcional de las sociedades modernas intentando interpretar la esfera de las relaciones personales como un lugar independiente de libertad social; entonces, con este patrón normativo –una mutualidad y una convivencia libres y sin imposiciones, también en los vínculos fundados en amor mutuo– se les hubiera vuelto visible el hecho de que la opresión de las mujeres comenzaba ya aquí, en las relaciones familiares emocionales, en las que se les imponía, con amenazas de violencia explícitas o sutiles, figuras de feminidad y roles estereotipados, que no dejaban oportunidad alguna para explorar los estados de ánimo, deseos e intereses propios; el problema, entonces, no era tanto que las mujeres participaran en igualdad de derechos en la producción económica, sino ayudarlas primero a ser autoras de una imagen propia más allá de las atribuciones masculinas. La lucha por condiciones de libertad social en la esfera del amor, el matrimonio y la familia debería haber significado ante todo liberar a las mujeres, en estos semilleros de poder masculino, de la dependencia económica, del tutelaje sostenido con violencia y de las actividades impuestas unilateralmente, hasta el punto en que pudiesen convertirse en participantes de iguales derechos en relaciones establecidas sobre la reciprocidad; y solo bajo esas condiciones de dedicación recíproca y sin imposiciones estarían ambas partes en condiciones de articular, cada una con ayuda de la otra, las necesidades y los deseos propios, que concibe como verdadera expresión de ser uno mismo.

Pero el socialismo no emprendió la senda de explorar también las relaciones personales con la ayuda del concepto de la libertad social para desarrollar a partir de ello una pauta para medidas que condujeran a mejorar la situación de vida de las mujeres. Tan ciego como se mostró frente al contenido racional de los objetivos republicanos, demostró ser frente a las objeciones del movimiento feminista, que ya eran audibles, acerca de que la igualdad entre hombres y mujeres significaba en primera instancia crear las condiciones necesarias para una articulación sin imposiciones de experiencias genuinamente femeninas, una demanda que, como es sabido, se formularía 100 años más tarde bajo el lema de la «diferencia»18. En la incapacidad de estimar correctamente el valor normativo de estos dos movimientos, se pone de manifiesto claramente una vez más la estrechez de la mirada teórico-social del socialismo desde el comienzo; sin habilidad para comprender el sentido de una lucha por la realización de las libertades sociales también en otras esferas que no fueran la de la acción económica, solo era posible relacionarse tanto con el republicanismo «de izquierda» como con el feminismo, que lentamente se radicalizaba, ignorándolos completamente o acusándolos de ser traidores de clase «burgueses», siempre que sus demandas no podían ser incluidas en los objetivos propios, puramente político-económicos; y cuando en el curso del siglo xx ambos movimientos se volvieron demasiado poderosos como para que el ignorarlos resultara un castigo, se quiso controlar la situación cada vez más difusa introduciendo el desafortunado discurso de las «contradicciones principales y secundarias», con lo que solo se delataba una vez más la férrea voluntad de fijarse a la herencia industrialista del determinismo económico. No obstante, el intento de renovar el socialismo corrigiendo a posteriori las carencias de su sensorio para abordar las diferenciaciones funcionales es una empresa mucho más difícil de lo que parece a primera vista, puesto que no alcanza con reemplazar simplemente el «centrismo» económico con la idea de esferas de acción idiosincrásicas, que siguen normas independientes; antes bien, lo que se requiere es una idea de cómo deberían comportarse en el futuro las esferas que se diferencian entre sí normativamente, para los fines de un proyecto que motiva políticamente y marca una senda hacia adelante.

  • 1.

    De manera opuesta, esto significa que en aquellos casos en los que no tuvo lugar un giro hacia el «socialismo democrático» quedó una oposición muy poco clara en lo conceptual entre «democracia» y «socialismo/comunismo». Un ejemplo lo brinda Arthur Rosenberg: Demokratie und Sozialismus. Zur politischen Geschichte der letzten 150 Jahre [1962], Europäische Verlagsanstalt, Fráncfort, 1990.

  • 2.

    Acerca de esta cuestión, v. el esclarecedor pantallazo de Niklas Luhmann: Die Gesellschaft der Gesellschaft, Suhrkamp, Fráncfort, 1997. También es muy bueno el planteo del problema hecho por Hartmann Tyrell: «Anfragen an die Theorie der gesellschaftlichen Differenzierung» en Zeitschrift für Soziologie vol. 7 No 2, 1978.

  • 3.

    Acerca de todas estas propuestas de diferenciación en el liberalismo temprano, v. Stephen Holmes: «Differenzierung und Arbeitsteilung im Denken des Liberalismus» en N. Luhmann (ed.): Soziale Differenzierung. Zur Geschichte einer Idee, Westdeutscher Verlag, Opladen, 1985.

  • 4.

    G.W.F. Hegel: Grundlinien der Philosophie des Rechts [1820-1821], Suhrkamp, Fráncfort, 2004. [Hay edición en español: Principios de la filosofía del derecho, varias ediciones].

  • 5.

    Karl Marx: «Zur Kritik der Hegelschen Rechtsphilophie. Kritik des Hegelschen Staatsrechts » en K. Marx y Friedrich Engels: Werke (MEW), tomo I. [Hay edición en español: Crítica de la filosofía del derecho de Hegel, varias ediciones].

  • 6.

    En referencia a una perspectiva de este tipo frente al acercamiento de Luhmann, v. comentario en Uwe Schimank y Ute Volkmann: «Ökonomisierung der Gesellschaft» en Andrea Maurer (ed.): Handbuch der Wirtschaftssoziologie, vs, Wiesbaden, 2008.

  • 7.

    Ver Jürgen Habermas: Faktizität und Geltung. Beiträge zur Diskurstheorie des Rechts und des demokratischen Rechtsstaats, Suhrkamp, Fráncfort, 1992, cap. III.

  • 8.

    Ibíd., cap. IV.

  • 9.

    V. para este complejo temático Wolfgang Mager: «Republik» en Otto Brunner, Werner Conze y Reinhart Koselleck (eds.): Geschichtliche Grundbegriffe. Historisches Lexikon zur politischsozialen Sprache in Deutschland, tomo 5, E. Klett, Stuttgart, 1984. En este subcapítulo acerca del debate en el movimiento obrero alemán sobre la relación con el republicanismo, se menciona que tanto Marx como Engels abogaban ocasionalmente por una aprobación meramente táctica de los objetivos del republicanismo democrático. Tb. en Robert Wuthnow: Communities of Discourse, Harvard University Press, Cambridge, 1989, p. 367 y ss., se trata la relación muy problemática de los socialistas con el republicanismo radical.

  • 10.

    Acerca de Fröbel, v. J. Habermas: «Volkssouveranität als Verfahren» en Faktizität und Geltung, cit., p. 613 y ss.; acerca de Gambetta, v. Daniel Mollenhauer: Auf der Suche nach der «wahren Republik». Die französischen «radicaux» in der frühen Dritten Republik (1870-1890), Bouvier, Bonn, 1997, en especial caps. 3, 4 y 5.

  • 11.

    V. especialmente la diatriba publicada póstumamente: Pierre-Joseph Proudhon: La pornocratie, ou Les femmes dans les temps modernes (Éd. 1875), Hachette Livre bnf, París, 2012.

  • 12.

    Respecto del rol de Barthélemy-Prosper Enfantin en relación con una movilización de los saint-simonistas por la emancipación de la mujer, v. la introducción de Gottfried Salomon- Delatour en G. Salomon-Delatour (ed.): Die Lehre Saint-Simons, H. Luchterhand, Neuwied, 1962, p. 20 y ss.

  • 13.

    F. Engels: El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado [1884], varias ediciones. Para una crítica al escrito de Engels, especialmente al «monismo económico» de la obra, v. Simone de Beauvoir: El segundo sexo [1949], varias ediciones.

  • 14.

    Acerca de este aspecto, v. A. Honneth: El derecho de la libertad, Katz, Buenos Aires-Madrid, 2014, cap. III.I.

  • 15.

    Acerca de la desafortunada relación entre el movimiento obrero y el movimiento feminista en la segunda mitad del siglo XIX, V. Ute Gerhard: Frauenbewegung und Feminismus. Eine Geschichte seit 1789, Beck, Múnich, 2009; tb. Mechthild Merfeld: Die Emanzipation der Frau in der sozialistischen Theorie und Praxis, Rowohlt, Reinbek, 1972, parte 2.

  • 16.

    V. la iluminadora reconstrucción de Antje Schrupp: «Feministischer Sozialismus? Gleichheit und Differenz in der Geschichte des Sozialismus», 1999, en Antje Schrupp im Netz, <www.antjeschrupp.de/feministischer-sozialismus>.

  • 17.

    Quien más se acerca a la idea de que la emancipación de la mujer de las cadenas de las relaciones tradicionales del matrimonio y la familia necesita de una semántica de la libertad propia es August Bebel, en un libro que se ha convertido en un clásico: Die Frau und der Sozialismus [1879], J.H.W. Dietz Nachf., Berlín, 1946. No obstante, incluso en él se nota la tendencia a considerar el «matrimonio burgués» solo como «consecuencia de las relaciones de propiedad burguesas» (p. 519) y, por lo tanto, a limitarse a la perspectiva de una socialización de las condiciones de producción sin tratar las relaciones intrafamiliares mismas (cap. 28).

  • 18.

    Una explicación muy útil y también aplicable al ámbito teórico social es la que aporta Kristina Schulz: Der lange Atem der Provokation. Die Frauenbewegung in der Bundesrepublik und in Frankreich 1968-1976, Campus, Fráncfort-Nueva York, 2002, cap. v.2.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 267, Enero - Febrero 2017, ISSN: 0251-3552


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