Opinión
marzo 2017

Qué cosa fuera la patria sin Correa

¿Puede el progresismo latinoamericano ser exitoso sin petróleo y sin el boom de las materias primas?

<p>Qué cosa fuera la patria sin Correa</p>

«¿Cómo se llama en América Latina a la izquierda sin petróleo?»

A la pregunta sigue un silencio. Nadie osa responder. El expositor toma un sorbo, apoya el vaso y remata: «Oposición».

Incomodidad, carraspeos. Una reacción airada: «No es verdad, en Nicaragua no hay petróleo». Otra, divertida: «Cambio petróleo por soja». El debate sigue, la incomodidad también. ¿Qué cosa fuera la Patria Grande sin commodities? ¿O es casualidad que la mejor etapa histórica de la izquierda latinoamericana haya coincidido con los mejores precios internacionales de los recursos naturales?

Entre 2001 y 2008, el barril de petróleo escaló de u$s 25 a u$s 150. La hipercrisis que entonces hizo temblar al mundo pasó rápido. Entre 2009 y 2014, el precio del crudo fue oscilante pero siempre alto, entre u$s 80 y u$s 120. Desde entonces, sin embargo, es todo amargura: a u$s 50 promedio el barril, no hay petroprogresismo que aguante.

Con menos dramatismo, el auge y la caída se repite para las demás commodities. Durante quince años, Sudamérica desmintió la maldición de Raúl Prebisch: los términos de intercambio (es decir, la diferencia de precio entre exportaciones e importaciones) no se deterioraban sino que mejoraban. La periferia explotaba al centro, que crecía a tasas míseras. Pero la emergencia del tercer mundo no fue consecuencia de la liberación sino de una nueva dependencia: por detrás de los fantásticos precios estaba el ascenso chino, que fue simultáneamente masivo (un quinto de la población mundial se incorporó al mercado global) y vertiginoso (su tasa de crecimiento anual rondó el 10%). Pero no fue diversificado. Así, el resurgimiento de América Latina se basó en la reprimarización productiva, que equivalió a desindustrialización relativa. Aceptable base, quizás, para una izquierda indigenista que reivindica a la Pachamama, pero no para una izquierda obrerista que aspira a mejorar el consumo urbano. A las pruebas nos remitimos: Evo sigue, Lula sale.

¿Y Correa dónde se sitúa? El caso ecuatoriano ha sido definido como populismo tecnocrático, una aparente contradicción que complejiza el análisis.

¿Con qué moneda se paga la integración?

El euro es la obra cúlmine de la integración europea, y también su talón de Aquiles. En cualquier caso, hasta hoy representa la mayor expresión institucional y simbólica de la unión continental. En esa moneda se redacta el presupuesto comunitario y se nominan las transacciones económicas internacionales. Las organizaciones latinoamericanas también presupuestan sus gastos y recursos, así como las transacciones entre privados, en una unidad monetaria americana: el dólar. Pero no son sólo el Mercosur, la Comunidad Andina y el Sistema de la Integración Centroamericana las que cuentan en dólares, sino algunos de sus estados miembros: El Salvador, Panamá y, sí, Ecuador. Con todo el dolor del mundo, Rafael Correa no logró retirarle a la Fed (el banco central de los EEUU) el poder de definir el valor de la moneda ecuatoriana. Y eso que la Fed ni pidió ni se entera de que tiene ese poder.

La desintegración monetaria de América Latina es superable o, en el peor de los casos, inocua. Eso sostienen los voluntaristas de la causa nuestramericana. En realidad, es tan trascendente en sí misma como reveladora de un fenómeno subyacente: en la región, las dinámicas centrífugas superan a las centrípetas. La integración rema contra la corriente porque, a diferencia de Europa, no existen polos gravitatorios internos (Brasil y México son más livianos y menos conectados que Alemania y Francia) ni fuerzas externas que galvanicen el frente interno (como el Plan Marshall o la amenaza soviética).

Además está la geografía. Los mapas mienten, porque transferir una superficie esférica a un plano requiere distorsionar formas o tamaños. Pero en un globo terráqueo puede observarse que Europa es minúscula al lado de América Latina, y está menos desparramada. Dos datos ilustran la idea. Primero, la frontera más extensa de Francia, que es el país más extenso de Europa, no linda con Italia, España o Alemania… sino con Brasil, en Guyana. Segundo, un pernambucano vive más cerca de Dakar, en Senegal, que de sus compatriotas de Acre, el estado brasileño que bordea a Bolivia y Perú. A las enormes distancias se agrega que los habitantes sudamericanos viven cerca de las costas y, por ende, de cara al mundo y de espaldas a sus vecinos.

En este contexto, los 16 millones de habitantes del pequeño Ecuador saben que el voto puede definir su futuro pero tendrá consecuencias menos relevantes para el resto de América Latina. Aunque gane Lenin Moreno, el candidato de Correa y la Revolución Ciudadana, su influencia regional será limitada por el poco peso del país, su difícil situación económica y la brecha de carisma. Porque, además de una bonanza extraordinaria, Chávez, Morales y Correa gozaron – como Lula, Mujica y Cristina – de personalidades excepcionales que inspiraron a sus militantes y desmoralizaron a los opositores. Los petrodólares y el carisma, quisieron los dioses o el azar, se agotaron casi al mismo tiempo.

Izquierda, paredón y después

La integración europea fue producto de tecnócratas y políticos moderados, que decidieron construir «solidaridades fácticas» entre los europeos escamoteando los debates ideológicos que los dividían. El objetivo era compartir la soberanía estatal para combatir al nacionalismo, que los había llevado a dos guerras. En América Latina, la CEPAL partía de los mismos principios: construir escala a partir de medidas técnicas y reducir el peso de ideologías y nacionalismos. El discurso bolivariano revirtió ambos principios: la ideología se pone por encima de lo técnico y el objetivo de la integración es reforzar la soberanía nacional, no compartirla. Sobre gustos no hay disputa, pero la integración definida de esa manera se contradice a sí misma. O hacemos una vaquita regional con la soberanía o la retenemos en manos de cada estado. Las dos cosas no se puede. Y es difícil encontrar un líder más celosamente nacionalista que Correa, cuya mayor frustración fue la incapacidad de desdolarizar la economía ecuatoriana y recuperar una moneda propia.

El ALBA nunca fue una organización regional sino un paraguas para múltiples acuerdos bilaterales entre Venezuela y sus clientes petroleros. Ecuador constituye un miembro autónomo porque no tiene dependencia petrolera de Caracas. En la Comunidad Andina se mantuvo al margen de los tratados negociados con Estados Unidos y la Unión Europea… al principio. Al final, firmó acuerdos de distinto tipo con ambas potencias.

La UNASUR, cuya sede está en Ecuador, fue un invento brasileño para excluir a México y redefinir a América del Sur como su zona de influencia. Secuestrada por Chávez primero y por Correa después, hoy languidece ante la retracción brasileña del mundo. Off the record, es difícil encontrar un político o diplomático brasileño que no se refiera con desprecio al mausoleo unasuriano construido en la Ciudad Mitad del Mundo. La mayoría rechaza siquiera visitarlo. Correa edificó un significante vacío.

La CELAC fue, además de una reaproximación entre Brasil y México, un artilugio europeo. La UE la reconoce como contraparte del diálogo político transatlántico. Es una proeza latinoamericana que una organización con plata registre y subsidie a un foro carente de personería jurídica, sede y presupuesto.

En síntesis, los precios de los recursos naturales favorecieron el reinado de la izquierda que, durante más de una década, gastó los dólares en casa y alimentó con palabras el sueño de la unidad. Con bajos precios la izquierda cayó, y con ella la palabra. Pero los hechos quedan: América Latina sigue siendo un mosaico de países que se llevan bien, a veces cooperan entre sí, raramente se enfrentan y no aceptan compartir soberanía.

Parafraseando al tango, los líderes latinoamericanos pueden cantarle a la integración que quizás nunca los verá como los viera, recostados en la retórica y esperándola. Salvo que, por ironías de la historia, ahora le convenga a la derecha renovada enarbolar la bandera de la Patria Grande.



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