Opinión
julio 2020

Los pergaminos del nuevo mundo

Los próximos meses y años forzarán cambios geopolíticos a escala nacional y global que reconfigurarán el actual orden mundial. Los desafíos deben ser afrontados con unidad, no con confrontación.

Los pergaminos del nuevo mundo

Aunque resulte muy difícil pronosticar cómo será el mundo post-covid-19, parece haber consenso entre los principales analistas en que se producirán profundos cambios en el orden vigente desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, orden que incluye las importantes transformaciones geopolíticas –menos estables de lo que se suponía– que se dieron con la caída del «socialismo real» y la disolución de la Unión Soviética.

Uno de los cambios más predecibles, sobre el que no parece haber mucho desacuerdo (al margen de los juicios de valor al respecto), es que China ha superado a Estados Unidos como la mayor economía del planeta. Esta superación ya se ha producido en términos de poder adquisitivo, un criterio utilizado a menudo por las instituciones financieras internacionales, como el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial, para depurar las fluctuaciones cambiarias a la hora de medir el peso económico de cada país. En unos pocos años más, con toda probabilidad, la economía china superará a la estadounidense también en términos de PIB medido en precios de mercado.

Cabe señalar que el ascenso económico de China, como suele ocurrir, se refleja en el plano político y, en menor medida –pero de manera perceptible–, en el terreno militar-estratégico. Incluso los pensadores occidentales, en particular los estadounidenses, señalan el crecimiento del llamado «poder blando» (soft power) chino, en contraste con la pérdida de atractivo de Estados Unidos. Investigaciones recientes, realizadas durante la pandemia, han puesto de manifiesto esa pérdida de popularidad de la autodenominada «tierra de la libertad» en el imaginario de los países europeos, en especial en Alemania. En los últimos años se ha registrado un incremento del atractivo de China gracias a programas como la «Iniciativa de la Franja y la Ruta», también llamada «Nueva Ruta de la Seda», que han llevado al país asiático a líderes de varias naciones desarrolladas. El atractivo de China, a pesar de que se mantengan reticencias respecto a su régimen político, tenderá a acentuarse a corto y medio plazo por la percepción de que, mejor o peor, el país fue capaz de contener el virus, por su activismo diplomático en acciones de cooperación relacionadas con la pandemia, y por su mayor disponibilidad para realizar inversiones en otras regiones del mundo. Al mismo tiempo, la actitud de indiferencia o incluso de hostilidad de Donald Trump hacia otros países dará lugar, como señaló entre otros Joseph Nye (creador del concepto), a un declive aún más pronunciado del «poder blando» estadounidense.

Una de las grandes incógnitas, que se aclarará en los próximos meses, es precisamente hacia dónde se dirige la política exterior de Estados Unidos. Es obvio que los intereses estructurales estadounidenses seguirán siendo los mismos, empezando por el capital financiero, las grandes empresas de tecnología y las consideraciones estratégico-militares, aunque los intercambios internos derivados de la pandemia y la creciente agitación de la población afroestadounidense puedan modular sustancialmente la forma en que esos intereses se presenten y defiendan en todo el mundo. En esencia, se trata de saber, a la hora de elegir entre Joe Biden y Trump, si Washington mantendrá una actitud de defensa agresiva de sus intereses económicos y estratégicos, sin tener en cuenta otras posiciones o sensibilidades; o si, como ha ocurrido en gran medida desde la Segunda Guerra Mundial, tratará de modular su acción para evitar conflictos arriesgados y enfrentamientos innecesarios. Tendremos respuesta a esta pregunta en los primeros días de noviembre.

Este retroceso de Estados Unidos frente a China podría indicar que el mundo transitará del remedo de unipolaridad que sucedió a la Guerra Fría, que ya se había ido desvaneciendo en las dos últimas décadas, hacia una nueva bipolaridad (algunos analistas hablan de una «nueva Guerra Fría»). No hay que subestimar el potencial de conflicto y rivalidad entre las dos economías más grandes del mundo. Un respetado analista político que ha ocupado importantes cargos en el gobierno de Estados Unidos, Graham Allison, acuñó la expresión «trampa de Tucídides», relativa al riesgo (o la casi certeza) de confrontación o guerra cuando una potencia emergente supera o amenaza la supremacía de otra hasta entonces dominante. Esto fue lo que pasó entre Atenas y Esparta en la Guerra del Peloponeso, cinco siglos antes de nuestra era.

Pero esto no es necesariamente así. En primer lugar, desde un punto de vista estratégico-militar, no se puede descartar a Rusia, cuyo potencial de armamento moderno altamente destructivo ha sido continuamente actualizado y mejorado; desde cohetes hipersónicos hasta torpedos de gran alcance con capacidad nuclear. Además, Rusia posee un vastísimo territorio, que va desde el corazón de Europa hasta las lejanas tierras árticas del Extremo Oriente, rico en recursos naturales, empezando por petróleo y gas, cuyo papel en la economía mundial no necesita comentario alguno. Por no mencionar el hecho de que, tras el periodo de «resaca» yeltsiana, tras la disolución de la Unión Soviética, Moscú demostró de nuevo una gran firmeza en la escena internacional, ilustrada, entre otras cosas, por sus acciones en Crimea y Siria. Así, desde un punto de vista estratégico-militar, pero con evidente impacto político, sería quizás más correcto hablar, en lugar de bipolaridad, como mencioné antes, de un «trípode» en el que tres superpotencias buscarían equilibrios variables.

Hoy, este equilibrio tiende a manifestarse mediante una alianza «euroasiática» entre Moscú y Beijing, frente a un gobierno estadounidense deliberadamente agresivo y muy imprevisible, como quedó demostrado en los conflictos de Siria y Afganistán y, en cierta medida, en relación con Corea del Norte. Pero la estabilidad de esta alianza está lejos de ser algo permanente. Nada descarta la posibilidad de que, como en el pasado (¿quién no recuerda el conflicto chino-soviético de los años 60 y 70?), se produzcan choques de intereses entre las dos grandes potencias del continente euroasiático de los que, llegado el momento, pueda beneficiarse Washington. Una frontera común muy extensa puede dar lugar a importantes acciones de cooperación, pero a menudo también es una fuente de fricción. Este no es el escenario más probable por el momento, dada la gran dependencia de Rusia de la inversión y el apoyo económico chino, pero no hay que descartarlo en un escenario a largo plazo.

Este «trípode estratégico» no agota el cuadro de actores que conformarán el nuevo orden mundial posvirus, sin embargo. En un mundo reconstruido, la Unión Europea seguirá teniendo un peso relevante. Las decisiones recientes parecen indicar una voluntad renovada de sus integrantes más importantes, en particular la Alemania de Angela Merkel y la Francia de Emmanuel Macron, de fortalecer a la Unión, especialmente en lo que refiere a una nueva comprensión del papel de las instituciones europeas en la política fiscal. Además de los préstamos, los gobiernos europeos han acordado importantes incentivos directos, en forma de subvenciones en el rango del billón de euros, para impulsar la reconstrucción después de la pandemia. Obviamente, es necesario esperar para ver cómo estas buenas intenciones anunciadas por la Comisión Europea se traducen en proyectos concretos en beneficio de las economías más afectadas por la crisis. En un sistema multipolar, en el que será necesario contrarrestar el ejercicio bruto del poder con actitudes de auténtica cooperación, no debe subestimarse la capacidad de iniciativa y negociación de la Unión Europea. Paradójicamente, a mediano plazo, el Brexit, que siempre se señaló como un síntoma de debilidad, puede haber contribuido a reforzar el eje París-Berlín, con ramificaciones, sobre todo, en el sur de Europa. Por supuesto, la unidad europea seguirá enfrentando a grandes desafíos, entre ellos la tendencia autocrática de algunos países de la antigua órbita soviética, que amenaza con debilitar la imagen democrática que el Viejo Continente desea proyectar. En cualquier caso, en las principales negociaciones sobre cuestiones globales, como el clima, la inmigración, el comercio y los derechos humanos, Europa tenderá a actuar de manera coordinada. En un mundo de grandes bloques (Estados Unidos, China y Rusia son bloques en sí mismos), la Unión Europea hará sentir su influencia.

Esto nos lleva, finalmente, a la pregunta: ¿cuál es el lugar de América Latina y el Caribe y, en particular, de Brasil en la construcción del Nuevo Orden? Una opción para los países de la región sería actuar de forma aislada, tratando cada uno de ellos de sacar el máximo número de ventajas individuales de alianzas preferenciales con alguno de los principales polos estratégicos. Esta opción por la «subalternidad», que de hecho ha sido practicada ya por algunos gobiernos, nos dejará rehenes de los intereses de una de las grandes potencias responsables del equilibrio mundial. Siempre que el interés de un país o de la región choque con el poder hegemónico, el país o la región tendrán que ceder. En cuanto a los valores, se dejarán de lado ideas como la solidaridad, la cooperación y el diálogo pacífico en favor del «destino manifiesto» del país líder. Parecería más lógico, en una nueva «multipolaridad» (aunque con rasgos de bipolaridad) que se avecina, que las naciones de América Latina y el Caribe actúen lo más unidas que sea posible, ya que como países en desarrollo, deben seguir preparándose para los grandes retos económicos y tecnológicos del futuro.

Por supuesto, se hace hasta difícil imaginar hoy en día, con gobiernos tan dispares y con el mayor de los países de la región adoptando una política de sumisión explícita, que se pueda producir un escenario de mayor independencia. Pero es fundamental que mantengamos claridad al respecto, para poder implementar una verdadera política de integración y cooperación latinoamericana y caribeña (si es necesario, en nuestro caso, precedida de una mayor integración sudamericana), cuando las condiciones lo permitan.

Este sueño de una unidad sur/latinoamericana (y caribeña), para ser efectivo, no puede prescindir de asociaciones con otros grupos de países en desarrollo. A pesar de su diversidad de situaciones y de inclinaciones políticas, África ha sabido mantenerse unida en las principales cuestiones mundiales, desde el cambio climático hasta el acceso a las vacunas, desde la oposición a las sanciones económicas hasta la promoción del multilateralismo. La cooperación con África, en el caso de Brasil una obligación histórica y cultural, es esencial para satisfacer los intereses de las naciones en desarrollo, como se ha puesto de manifiesto en más de una ocasión en los debates sobre medio ambiente, comercio o salud mundial. Algo similar ocurrirá con los países en desarrollo de Asia (además de China, que, en sentido estricto, no puede considerarse «en desarrollo»), comenzando por la India, cuya economía, medida por el poder adquisitivo, está entre las cinco más grandes del mundo. Hasta qué punto estas naciones lograrán una posición independiente sin caer en la subordinación o, por el contrario, en la hostilidad hacia China, es algo que tendrá que ser observado y sobre lo que no nos es posible hacer predicciones claras.

Cabe hacer aquí un paréntesis para señalar que la visión estratégica que prevalece hoy en Washington ya está tratando de subvertir la eficacia de este «arreglo multipolar». En mitad de la pandemia y bajo el liderazgo del secretario de Estado estadounidense, titulares de la cartera de asuntos exteriores de siete países se reunieron por vía virtual. Además de Estados Unidos, según noticiarios indios, estuvieron presentes ministros y ministras de relaciones exteriores de Brasil, Israel, la India, Australia, Japón y Corea del Sur. Este grupo, aparentemente heterogéneo, tiene un rasgo común: ya sea por razones ideológicas o por intereses y rivalidades regionales, se los considera aliados potenciales en una hipotética política de confrontación con China. Curiosamente, entre ellos no encontramos ningún país de Europa, cuyos gobiernos se han venido mostrando bastante pragmáticos respecto a Beijing. Aunque sería prematuro valorar la estabilidad de esta configuración, sí pone de manifiesto cómo el actual gobierno estadounidense prevé un eventual régimen de corte antichino, uno, por cierto, totalmente contrario a nuestros intereses como país y como región. Grupos como los BRICS y el Foro IBSA (India, Brasil, Sudáfrica), de los que Brasil forma parte, pueden y deben actuar para diluir esta visión de confrontación.

Sería muy simplista no considerar, en previsión de lo que podría ser un nuevo orden mundial, los cambios que se producirán en los países o transversalmente dentro de ellos. Las impresionantes manifestaciones antirracistas que se han extendido desde Estados Unidos al mundo, con fuertes connotaciones de prácticas colonialistas aún presentes en las políticas migratorias de los países europeos, exigirán reformas de largo aliento, que se sumarán a otras ya exigidas por la pandemia, como mejores servicios de salud o la ampliación de la esfera pública en cuestiones sociales y culturales. Por otra parte, el cansancio en relación con el neoliberalismo, que ha provocado protestas masivas en países como Chile, Colombia y Ecuador, tenderá a extenderse por toda la región en la estela de la recesión y del desempleo, en la medida en que las políticas de austeridad miopes no den paso a la inversión pública y a una mayor participación directa del Estado. No puede descartarse que, en algunos países de instituciones frágiles o debilitadas, se produzcan grandes convulsiones sociales, que tanto podrían apuntar hacia una verdadera democratización de la sociedad, como –hay que reconocerlo– despertar anhelos de seguridad y orden con connotaciones fascistas, más allá de las tendencias ya presentes en países como Brasil y Bolivia. Tales transformaciones internas, cuya dirección dependerá, en parte, de la capacidad de articulación de las fuerzas progresistas, no pueden ser ignoradas en el diseño del futuro orden internacional.

En definitiva, en los meses y años venideros, los cambios internos y los del marco geopolítico mundial interactuarán para que un nuevo orden sustituya al actual. Esto debería tener lugar, en diversos grados, en instituciones oficiales, como la Organización de las Naciones Unidas, y en las informales, como las diversas «G», en las que se debaten cuestiones mundiales y se elaboran consensos que luego orientarán decisiones nacionales e internacionales. Cuestiones como el clima, la pandemia y el empleo estarán en el centro de estos debates. Que se produzcan desde una perspectiva de solidaridad y cooperación o de egoísmo y conflicto dependerá de las articulaciones que puedan hacer los Estados nacionales y los grupos transnacionales, incluida la sociedad civil. Como siempre, la historia solo plantea los problemas. Depende de los seres humanos, debidamente conectados, resolverlos.


Este artículo es producto de la alianza entre Nueva Sociedad y la Internacional Progresista. Lea el contenido original aquí




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