Opinión
mayo 2017

Pesimismo y nostalgia en la era de los populismos

Los partidos de extrema derecha están usando la añoranza por el pasado como un subterfugio para defender medidas xenófobas, sexistas, homófobas y aislacionistas. ¿Cómo pueden las democracias combatir la nostalgia que amenaza con minar el orden liberal?

<p>Pesimismo y nostalgia en la era de los populismos</p>

Las democracias occidentales se enfrentan a dos viejos fantasmas: el pesimismo y la nostalgia. Un estudio realizado por YouGov revela que 65% de los europeos y estadounidenses piensan que el mundo está empeorando y que las nuevas generaciones serán más pobres que las anteriores, mientras que tan solo 6% considera que las cosas están mejorando. Esta siniestra sensación de decadencia no solo está afectando a nuestras economías y comportamientos sociales, sino que también está teniendo consecuencias políticas sin precedentes.

Tradicionalmente, el pesimismo estaba asociado a la apatía política y a la abstención. Los individuos con bajas expectativas en el futuro y escasa confianza en las instituciones solían convertirse en figuras invisibles que no participaban de los debates públicos ni acudían a las urnas a votar. Pero tras la crisis financiera de 2008 esto cambió. Al calor de las políticas de austeridad, surgieron nuevos partidos y líderes populistas dispuestos a capitalizar el pesimismo y la nostalgia por un pasado percibido como mejor para movilizar apoyos y revertir el statu quo.

Ocurrió primero en Reino Unido, durante la campaña del Brexit. La mayoría de los referendos sirven para acometer un nuevo proyecto, ya sea aprobar una nueva Constitución, unirse a un organismo internacional o cambiar la estructura del Estado. El referéndum del Brexit, sin embargo, acabó convirtiéndose en un debate en torno de dos interpretaciones históricas enfrentadas. Los británicos que pensaban que la vida en Reino Unido había mejorado tras su incorporación a la Unión Europea en 1973 votaron «Remain» (73%); quienes pensaban que había empeorado votaron «Leave» (58%). Asuntos como la inmigración, la economía o la soberanía nacional fueron en última instancia reducidos a una cuestión de cómo se percibe el progreso.

Algo similar ocurrió, poco después, en Estados Unidos. Una encuesta del Pew Research Center revela que, el día de las elecciones, la población norteamericana estaba dividida entre quienes pensaban que la vida había mejorado desde los años 60 y quienes pensaban que había empeorado (47% y 49% respectivamente). La mayoría de los optimistas votaron por Hillary Clinton (59%), mientras que los pesimistas apoyaron masivamente a Donald Trump (81%), un hombre de 70 años que, a diferencia de Barack Obama, no les prometía cambio ni progreso, sino la posibilidad de «Make America great again» y de devolverla a un pasado indefinido en el que el país –y sus mayorías blancas cristianas– gozaban de una hegemonía económica y social incontestada.

Discursos muy parecidos están proliferando en Europa continental, donde varios partidos populistas de extrema derecha están tratando de capitalizar el pesimismo de la ciudadanía para impulsar sus agendas xenófobas, nacionalistas y antieuropeas. En Francia, el proyecto nostálgico del Frente Nacional, que pretende recuperar el franco, abandonar la UE para reforzar el Estado central y revertir las políticas multiculturales de las últimas décadas, ha permitido a Marine Le Pen cosechar 34% de los votos en las elecciones presidenciales de la semana pasada. En Alemania, Alternative für Deutschland aspira a conseguir entre 7% y 8% del electorado en los comicios de septiembre, lo que la convertiría en la primera fuerza ultraderechista en acceder al Bundestag. Un estudio de la Universidad de Mannheim apunta cuál es el nexo común que une al grueso (62%) de sus simpatizantes: la firme creencia en que el pasado era mejor y que el país ha empeorado debido a la llegada de inmigrantes de etnia y religión diferentes.

Es evidente que estas narrativas pesimistas suponen una seria amenaza no solo para la UE, sino para el orden liberal en su conjunto. La cuestión es: ¿de dónde proviene esta nostalgia? ¿Qué consecuencias puede tener para el orden mundial? Y, lo que es quizá más importante, ¿cómo puede ser combatida?

Las causas

Como ya notara el sociólogo Fred Davis, la nostalgia es una respuesta común en aquellos grupos sociales que sienten la continuidad de su identidad amenazada, algo que tiende a ocurrir en periodos de transformaciones profundas y aceleradas. Las disrupciones tecnológicas y los cambios socioeconómicos que estas generan suelen provocar ansiedad y miedo entre los individuos de una cierta edad quienes, sobrecogidos por la aparente complejidad, inestabilidad e incoherencia de las nuevas circunstancias, buscan refugio en un pasado percibido como mejor.

Existen al menos dos explicaciones científicas de este fenómeno. La primera tiene que ver con la tendencia humana a concebir el pasado como una antítesis del presente, y no mediante un análisis equilibrado de la evidencia histórica. Si la sociedad es ahora impersonal y desigual –plantea este razonamiento–, en el pasado debió ser personal e igualitaria; si la vida es ahora precaria y difícil, antes debió ser sencilla y llena de certidumbres. La segunda explicación es conocida como rosy retrospection bias. Numerosos estudios demuestran que, a partir de una cierta edad, las personas tendemos a atribuir a nuestros recuerdos un carácter más positivo del que realmente tuvieron, especialmente si los acontecimientos rememorados ocurrieron durante nuestra juventud. Estos recuerdos falsos pueden edulcorar nuestra visión del pasado y distorsionar nuestro juicio a la hora de tomar decisiones, ya que los seres humanos estamos programados para repetir aquellas experiencias que recordamos como positivas.

El resultado de este doble proceso mental es un pasado simplificado e idealizado, convertido en una «edad dorada» en la que todo fue mejor que ahora; una idea sugestiva que políticos de todo espectro ideológico han usado en repetidas ocasiones a lo largo de la historia. Benito Mussolini se hizo con el poder prometiendo que devolvería Italia al antiguo esplendor del Imperio Romano. El conservador británico A.K. Chesterton lo hizo oponiéndose a la entrada de inmigrantes de color a Reino Unido y apelando a la recuperación de la cultura y los valores victorianos. Ronald Reagan instrumentalizó la nostalgia por los años 50, presentada como la culminación del sueño americano, para justificar su desmantelamiento del Estado de Bienestar en Estados Unidos.

Hoy vivimos en una época de cambios frenéticos e impredecibles. No es por tanto sorprendente que aquellos sectores sociales que se sienten más amenazados por las últimas transformaciones socioeconómicas estén entregando su voto a esos partidos que les prometen un regreso a las dulces aguas del ayer; cuando los gobiernos controlaban sus economías nacionales, los políticos no mentían y los robots y los extranjeros no les arrebataban el trabajo.

Las consecuencias

Sin embargo, esta tendencia plantea severos problemas que no podemos obviar. La nostalgia es inocua –incluso positiva– cuando sirve para edulcorar recuerdos personales e inspirar novelas y películas históricas. Pero cuando se convierte en el núcleo de un proyecto político y de las esperanzas de sus votantes, tiende a resultar desastrosa.

Primero, porque la nostalgia es ilusoria; representa un salto a un bote salvavidas imaginario desde un barco que ni siquiera está hundiéndose. La edad dorada a la que estos movimientos populistas quieren llevarnos nunca existió. Muy por el contrario, es el resultado de una imagen idealizada, construida sobre la base de sentimientos y no de evidencias históricas. En su conjunto, el pasado nunca fue mejor que el presente, ni en términos sociales, ni económicos, ni políticos.

En segundo lugar, la nostalgia es peligrosa porque es regresiva. Ya en el siglo XIX, Karl Marx condenó la política de la nostalgia por ser un artefacto conservador empleado por las clases privilegiadas para defender sus intereses y obstaculizar el progreso hacia una sociedad más justa e igualitaria. Su diagnóstico sigue teniendo hoy plena vigencia. Los partidos de extrema derecha están usando la añoranza por el pasado como un subterfugio para defender medidas xenófobas, sexistas, homófobas y aislacionistas sobre las que, de otro modo más directo, no se atreverían a pronunciarse. Cuando Trump elogia la América de los años 60, lo que en realidad hace es llamar a una vuelta de la segregación racial, del sometimiento de la mujer y de la hegemonía militar de EEUU. Esa es la «grandeza» a la que Trump quiere regresar.

Por último, la nostalgia es mala guía política porque marca un rumbo imposible de ejecutar. Creer que un país puede avanzar yendo hacia atrás es como pretender atravesar las carreteras del Himalaya con los ojos fijos en el retrovisor. Las sociedades no pueden retroceder en el tiempo –nadie puede– y, cuando lo intentan, los resultados suelen ser desastrosos, como demuestran los ejemplos recientes del Zimbabue de Robert Mugabe o la Corea de Kim Jong-un.

La solución

Así las cosas, la pregunta es: ¿cómo pueden las democracias combatir esta nostalgia que amenaza con minar el orden liberal? A mi modo de ver, se requiere un doble esfuerzo. Por un lado, es necesario que nuestra clase política mire de una vez hacia el futuro y construya nuevos proyectos que sustituyan a las utopías ya agotadas del comunismo, socialismo, neoliberalismo, etc., y que lleven a Occidente a un nuevo estadio de bienestar e igualdad. Por otro, es imprescindible que nuestros líderes miren hacia atrás y formulen narrativas históricas que pongan en valor las muchas conquistas sociales alcanzadas por la globalización, el libre mercado, la democracia y la integración europea y que denuncien las miserias de ese pasado que algunos se empeñan en idealizar. Al fin y al cabo, como dijo Kierkegaard, «la vida debe ser vivida hacia delante, pero solo puede ser comprendida hacia atrás».


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