Tribuna global
NUSO Nº 264 / Julio - Agosto 2016

Partidos políticos: ¡vuelvan a tomar la iniciativa!

Nunca los partidos políticos fueron tan necesarios como hoy. ¿Quién, si no los partidos, sería capaz de traducir la formación de voluntad (y de opinión) social en leyes y acción política? Sin embargo, para que puedan cumplir con esta misión, deben reaprender cómo desarrollar los debates sobre cuestiones claves. El artículo analiza en detalle la esencia y la función de los partidos y señala que el Parlamento es el lugar donde se vinculan la función de formación de la voluntad (y de opinión) de los partidos y el proceso legislativo. De ahí su importancia como espacio decisivo para la reflexión crítica sobre el estado de la representación.

Partidos políticos: ¡vuelvan a tomar la iniciativa!

Para luchar contra la indignación y el pesimismo en tiempos de supremacía política del Poder Ejecutivo y de una esfera pública desgastada, el concepto de partido político es más actual que nunca para nuestra democracia. Deberíamos redescubrirlo como aquella institución a través de la cual se torna posible representar las diferentes ideas acerca del bien común en el contexto mismo de los procesos legislativos. Porque ¿quién, si no los partidos, debería formular alternativas político-ideológicas fundamentales, que conviertan la democracia en un espacio de posibilidades reales, en lugar de dejarla debilitarse en el marco de la retórica de las circunstancias? Es hora de actuar en contra del resentimiento hacia los partidos que está resurgiendo en la actualidad. Al mismo tiempo, es necesario que los partidos se renueven para volver a cumplir su función clave en la democracia.Por diversos motivos y debido a la forma en que ha evolucionado la sociedad en las últimas décadas, los partidos se encuentran bajo mucha presión. Para empezar, les resulta extremadamente difícil desarrollar un espectro de distintas orientaciones políticas y programáticas que lleve a la creación de un espacio democrático de toma de decisiones. A menudo esto se relaciona con que ya no hay discursos combativos, ni dentro de cada partido ni entre ellos. En consecuencia, su poder representativo, que se expresa en la inclusión de convicciones e intereses de las distintas clases y ambientes sociales y en su transformación en propuestas orientativas colectivas, finalmente se va debilitando.

Es cierto que la falta de diferenciación, de discursividad y de representatividad se debe a problemas inherentes a los partidos, pero mayor peso han tenido los profundos cambios sociales, como la pérdida de capacidades de las democracias nacionales a raíz de los procesos de europeización y globalización; la pérdida de ideas por parte de una constelación (supuestamente) postideológica; la concepción de la política como una profesión para toda la vida; el retraimiento hacia lo privado como reacción a las exigencias de un mundo laboral en transformación; la extrema aceleración de la sociedad mediática y, finalmente, la existencia de una división social que se refleja en un abismo democrático.

Cómodo desprecio en lugar de intervención crítica

Sin embargo, preocupa aún más que no se discuta públicamente sobre el futuro de la democracia de los partidos. Más bien ocurre todo lo contrario. En lugar de llevarse adelante una crítica constructiva que promueva reformas, crece el resentimiento hacia los partidos por parte de los sectores medios de la sociedad. Entre esos sectores, ni siquiera los intelectuales están a salvo. En lugar de una intervención crítica, se observa un cómodo desprecio, un repliegue populista, un distanciamiento algo agresivo y el vitoreo que genera esto no solo en las barras de los cafés, sino también en las mesas de los restaurantes.

Para aquellos que piensen que la agresiva indiferencia hacia los partidos es un fenómeno nuevo, cabe señalar que el desprecio hacia esta institución y sus «negocios sucios» tiene una larga tradición antidemocrática, especialmente en la República Federal de Alemania. En definitiva, este sentimiento es tan viejo como los partidos mismos. Detrás de él está, por un lado, el anhelo autoritario de contar con una instancia neutral y objetiva que regule los asuntos políticos sin disputas democráticas ni participación de los ciudadanos. Por otro lado, está en juego un populismo basado en la inmediatez política y contrapuesto a las instituciones de la representación democrática que, a fin de cuentas, son las que posibilitan la práctica no autoritaria de la democracia en un espacio y un tiempo. El disgusto con los partidos y los políticos se ha convertido nuevamente en el lugar común de una mayoría disconforme, pero también de muchos críticos que se dicen progresistas.

En ese sentido, los famosos intelectuales de la televisión piensan que su función es crear conciencia en los ciudadanos sobre la posibilidad de no votar. Poco antes de las elecciones parlamentarias de 2013 en Alemania, Die Zeit entrevistó a 48 intelectuales y artistas y más de la mitad no fue capaz de expresar su preferencia electoral, ni mucho menos de defender a algún candidato o partido. Harald Welzer expresó su frustración posdemocrática con la siguiente pregunta: «¿Por qué ya no voy más a votar?». Para Richard David Precht, la «decisión de ir o no a votar no es realmente importante». Según Peter Sloterdijk, de los partidos existentes, «simplemente ninguno es elegible». Y para Ernst-Wilhelm Händler, votar por un partido significa «no solo aceptar algo defectuoso, sino elegirlo conscientemente».

Por lo general, se atribuye el desencanto con la política a un problema comunicacional, y de acuerdo con esta lógica solo habría que cambiar el discurso dirigido al electorado y los afiliados. Pero, en realidad, esto se puede remediar únicamente si los partidos recobran la convicción de la importancia de su tarea democrática. El malestar con los partidos no solo se debe a razones endógenas, sino que se origina en la profunda transformación que ha sufrido nuestra sociedad y en el rechazo a afrontar y participar en este cambio.

Debemos hablar de nuevo sobre la idea normativa del partido

Cada reforma de los partidos políticos debe tener en cuenta esta transformación, pero sin adaptarse ciegamente a ella. En cambio, los partidos deben reaccionar frente a las nuevas condiciones que rigen su existencia respondiendo a los fundamentos que los legitiman. Por este motivo son necesarios los debates y las propuestas acerca de cómo los partidos políticos podrían volver a estar a la altura de su papel clave en la democracia. Este es un interrogante que nos concierne a todos, y no solo a los miembros de los partidos o a aquellos que trabajan para ellos, ya que se trata nada menos que del futuro de una institución crucial en la democracia. Por eso debemos volver sobre la idea normativa del partido. Pues solo así podremos determinar dónde se encuentran los problemas reales y qué problematizaciones se basan simplemente en resentimientos. Además, la función clarificadora del partido en cuestiones normativas es indispensable para identificar perspectivas de desarrollo que contribuyan realmente al progreso democrático.

Al mismo tiempo, es inevitable preguntarse en qué se basan nuestras convicciones democráticas y nuestra confianza en los procesos democráticos. En resumen, se trata de la convicción de que mediante el diálogo o, mejor dicho, en la discusión de distintas opiniones sobre temas importantes para todos (bien común, justicia), lograremos alcanzar mejores resultados a través de una decisión que proceda de la mayoría.

A muchos les parecerá natural esta convicción democrática, pero no lo es. Se trata de renunciar a la idea de la democracia como mera lucha por los intereses propios en la que al final gana la mayoría, y de abandonar la idea de lo universal como algo que está determinado a priori. Cada noción del bien común, cada respuesta universalizable, debe incluir los distintos intereses de los afectados. La articulación de intereses –el lobbismo en beneficio propio– es una condición previa para la democracia, que exige la igualdad de acceso de todos a la discusión. Pero la democracia va más allá de esto. La articulación de intereses no es aún una propuesta de suma de una serie de intereses justos y universalizables. Recién después de discutir sobre las distintas ideas de lo universal nace la esperanza discursiva de incluir a los otros como «iguales» en la argumentación, en lugar de declarar inmediatamente la guerra cuando haya un conflicto de intereses.

Naturalmente, cualquier interpretación del bien común está casi forzosamente «teñida de intereses». Las interpretaciones morales, políticas y legales de lo «correcto para todos» se inscriben, a menudo de forma inadvertida, en los valores del correspondiente ambiente socioeconómico. Esto también ocurre en entornos educativos en apariencia altruistas y posmaterialistas, pero que en verdad tienden a defender brutalmente su estatus económico y social. Por eso la democracia como lugar de discusión sobre el bien común debe incluir un proceso continuo de autoesclarecimiento acerca de la diferencia entre el sublime interés personal y la generalización de los intereses (que tenga en cuenta los intereses propios).

La democracia no es una mera lucha de intereses opuestos ni el medio para imponer lo «universal» que existe a priori. El anhelo antidemocrático del «gobernante ilustrado» tiene hoy su continuidad en la esperanza tecnocrática puesta en la función del Poder Ejecutivo, el Judicial, las comisiones y los fiduciarios. Esto no significa que como demócratas debamos renunciar a nuestra pretensión de verdad, ni frente a los enemigos de la democracia ni en un discurso democrático asentado en consolidadas reivindicaciones de lo correcto o de verdades empíricas. Pero debe quedar claro que un nuevo argumento puede transformar o incluso negar nuestra pretensión de verdad.

En otras palabras, los partidos son aquellas instituciones que representan, en la interfaz entre la sociedad y el Poder Legislativo, diferentes opiniones sociales sobre lo que debería ser bueno para todos. Esta es la esencia del partido. En ese sentido, se los debe entender como lugares funcionales donde transcurren las discusiones sobre las distintas interpretaciones del bien común para impulsar el proceso legislativo. Son correas de transmisión entre la sociedad y el Poder Legislativo o –en palabras de Christoph Menke– «puntos de intersección entre lo particular y lo universal», puesto que «representan simples partes del conjunto social, que sin embargo intentan crear e imponer modelos para el conjunto social».

Es tarea de los partidos representar propuestas generalizables

La función democrática específica del partido solo se puede comprender si se tiene clara su función legislativa, que está preestablecida en la Constitución. Ser un «partido» significa participar en la formación de la voluntad social y reivindicar el poder de influir directamente en los resultados de los procesos legislativos parlamentarios a través de sus mandatarios. Esta característica exclusiva de los partidos no se contrapone al mandato libre establecido por la Constitución. Una buena representación tiene mucho que ver con el control ejercido a través de las elecciones, pero a partir de un momento dado, también con la confianza en la capacidad para tomar decisiones de sus representantes. Solo a partir de esta especial característica que constituye la función legislativa se comprende la particular obligación que tienen los partidos de no considerarse simplemente representantes de intereses, sino más bien paladines de diferentes opiniones sobre el bien común. Deben conocer los distintos intereses de la sociedad y también es su tarea representar propuestas generalizables. Los proyectos legislativos que aspiren a ser justos con todos los afectados solo pueden desarrollarse si los partidos son permeables a distintos intereses. Al mismo tiempo, los partidos se encuentran permanentemente ante el desafío de poner en claro que su labor interpretativa del bien común está condicionada por su propio origen socioeconómico, y de ir corrigiendo esa interpretación. Este proceso continuo de indagación se puede nutrir en la competencia con otros partidos, cuyas propuestas se identifiquen con los intereses de otros ámbitos socioeconómicos.

Por este motivo, los partidos se diferencian categóricamente de los actores del lobbismo y de las organizaciones enfocadas en un único tema, cuyas reivindicaciones colectivas se limitan a una sola cuestión, sin esforzarse por incluir otras problemáticas sociales. No hay dudas de que los lobbistas y los abogados abocados a una temática tienen un papel importante en nuestra democracia, pero ¿quién querría que ellos pudiesen decidir sobre nuestras leyes? Por lo tanto, los partidos tienen cuatro funciones en nuestra democracia. La primera es la función orientativa, que consiste en representar opiniones específicas sobre cuestiones universales; estas opiniones se plasman en ideas concretas de acción y propuestas. La segunda es la función discursiva, que expresa estas posiciones en discursos sociales e institucionales. La tercera es la función en la toma de decisiones, que se ocupa de la participación en el proceso democrático-legislativo por medio de la adopción de acuerdos. Estas tres funciones están estrechamente relacionadas con la cuarta función, que es la función representativa.

La representación justa mediante los partidos es más importante que nunca

La idea y la tarea de la institución «partido político» solo se puede comprender si se tiene en cuenta la significación democrática del correcto funcionamiento de la representación para las tres funciones. Un factor decisivo para el cumplimiento de esta función es el tiempo, porque la calidad de las decisiones que tomamos en la sociedad moderna depende, en gran medida, del tiempo del que disponemos para tomarlas. Por ende, los partidos solo pueden ejercer sus funciones democrático-legislativas cuando disponen de suficiente tiempo para formular cuestiones políticas como posiciones sociales diferenciables (función orientativa), elaborarlas discursivamente (función discursiva) y llegar a una decisión (función en la toma de decisiones). No obstante, el tiempo es un bien escaso en la democracia. Las conversaciones y los debates se convierten en decisiones (por lo menos provisionalmente), que a su vez realimentan los debates. De la finitud temporal de los procesos democráticos se puede inferir el significado fundamental que tienen los compromisos en la democracia. Es cierto que el acuerdo como ideal regulativo es un incentivo esencial, pero solo en raros casos se puede poner en práctica. También el tiempo de los ciudadanos es limitado. Pese a la importancia de llevar adelante una discusión sobre una política del tiempo más justa, el tiempo para hacerlo es limitado. En el futuro también va a ocurrir que los ciudadanos tengan tiempos distintos y que los utilicen de distinta forma. Por esta razón, es necesario representar también de forma justa a aquellos ciudadanos que no se encuentren inmersos a tiempo completo en el ámbito político como para poder representar allí sus ideas e intereses.

En contra del derrotismo que habla del «fin de la política representativa» (Simon Tormey), la representación justa es más importante que nunca, sobre todo porque el horizonte de decisiones de la política se ha vuelto a expandir espacial y temporalmente gracias a la globalización. Lo que necesitamos es una nueva reflexión y práctica de los mecanismos legitimados de representación para otorgar un nuevo dinamismo a los partidos. En lugar de distanciarnos de la representación, deberíamos preguntarnos cómo se puede mejorar la función representativa de los partidos.

En este sentido, no resulta superflua la expectativa de que los ciudadanos se consideren sujetos de nuestra democracia en un sentido republicano. La política basada en la delegación no es una política que aboga por un interés. Dejarse representar es una tarea exigente y ardua. La delegación exige dedicación. La formación de opinión lleva tiempo y necesita de conflicto. Votar es mucho más que elegir un partido o a un candidato en el cuarto oscuro. Asimismo, la representación solo tiene un valor agregado si se realiza en la atención pública de un espacio de deliberación del que nadie quede excluido. Sería errado reducir a los partidos a un perfil clásico de partidos programáticos. La perspectiva del partido político que busca el bien común se expresa a través del desarrollo de conceptos concretos sobre distintos temas (partido de conceptos); la creación e implementación de proyectos concretos con una limitación temporal (partido de proyectos); y la presencia de representantes y líderes que responden a una orientación social específica (partido de personas).

Es hora de incorporar «nuevos principios»

No obstante, la quintaesencia de un partido consiste en ponerse de acuerdo con regularidad sobre sus principios y sus interpretaciones del bien común para poder cumplir con su función central. Por eso, es un error fatal considerar los debates sobre principios y la elaboración de la plataforma programática meramente como algo que «sería bueno hacer» o incluso verlo como algo «molesto». A fin de cuentas, es justo ahí donde se decide finalmente si el partido podrá –a través de diferentes miradas acerca de la concreción de conceptos y proyectos– hacer visible una orientación social y presentarla como una opción electoral. Tener un perfil diferenciado, así como poseer una marca reconocible, no se logra de un día para otro; y las agencias de publicidad tampoco pueden ayudar a crearlos. Ambas cosas requieren trabajo. Además, no se trata simplemente de un texto impreso en un papel o de un mensaje transmitido en una pantalla, sino más bien de una apropiación discursiva de una posición fundamental común y que se expresa en cada forma de comunicación.

Referirse a la existencia de un desarrollo «postideológico» de la sociedad en el que ya no se pueden describir alternativas es un pensamiento característico de cierta pereza mental, para decirlo con delicadeza. No hay razón para añorar la antigua constelación ideológica. Quien no vea los desafíos del presente como una invitación analítica y normativa para generar respuestas orientativas básicas se está perdiendo de algo. No funciona la respuesta meramente «pragmática» frente al antimodernismo agresivo de nuestros tiempos, el desgaste de la democracia en una economía globalizada, la desigualdad en las sociedades, los movimientos globales de refugiados o la destrucción de nuestro medio ambiente. La «ideología del pragmatismo» ni siquiera es capaz de describir los problemas que tenemos, menos aún de tomar posición frente a ellos. Para defender nuestras convicciones de libertad, igualdad y democracia, debemos cerciorarnos de lo siguiente: ¿en qué consiste nuestra pretensión de verdad en una modernidad reflexiva? ¿Cuál es nuestra idea de liberalidad y cuál es nuestra exigencia a la participación social y democrática? ¿Cuál es nuestra idea política de la economía inclusiva y verde?

El llamado a crear «nuevos principios» está dirigido a los partidos en relación con su función discursiva. En oposición a las interpretaciones resignadas de la posmodernidad, los partidos deberían interpretar la ya diagnosticada «complejidad» como una invitación a la reflexión sobre los principios programáticos. De esta manera, encontrarán una orientación para sus proyectos concretos y para la toma de posición. Esto significa que los partidos deben capturar todas las propuestas intelectuales y culturales de orientación que sin duda alguna ya existen y que a su vez revisan y transforman ideas necesariamente preexistentes. (A la inversa, la teoría política y el arte también deberían entablar un diálogo con otras esferas sociales, en lugar de permanecer cómodos en el oasis de lo «verdaderamente político»).

Con ayuda de esta función ordenadora del partido en el nivel normativo, se pueden diferenciar con mayor claridad las dos formas de crítica siguientes: una crítica a los partidos que apunta a un mejor cumplimiento de sus funciones; y otra crítica que se basa en un resentimiento antidemocrático. Una crítica de los partidos que aprovecha la necesidad autoritaria de «mantener la calma» para descalificar la discusión democrática sobre alternativas políticas alimenta este tipo de resentimiento. En lugar de eso, se precisa con urgencia una forma de crítica que busque una mayor discusión de las cuestiones político-partidarias esenciales... Una crítica a los partidos políticos que se sirva de las circunstancias para robarle tiempo al discurso democrático también alimenta el resentimiento antidemocrático. Por el contrario, habría que formular con urgencia una crítica que aspire a mejorar el intercambio discursivo en un presente en el que el tiempo no abunda. Una crítica de los partidos que, en nombre de la defensa directa de la voluntad del pueblo o de los intereses de los ciudadanos, difama a las instituciones de representación legales alimenta asimismo el resentimiento antidemocrático. Por el contrario, necesitamos una crítica de los partidos que busque perfeccionar la permeabilidad social y el poder de representación de estas instituciones.

El análisis y las ideas deben complementarse nuevamente

Para poder analizar los problemas relacionados con la función –o incluso la pérdida de función– de los partidos, sería preciso desarrollar primero una imagen de cuál podría ser una descripción ideal y contemporánea de esa función. Pero muchos artículos de ciencia política solo se ocupan de describir los problemas, sin construir un puente analítico hacia los criterios normativos de sus análisis. ¿Qué significa realmente la «legitimación de la comunidad política»? ¿Cómo se mide la socialización de los ciudadanos en el proceso político? ¿Qué criterios de calidad valen para el «reclutamiento de líderes políticos»? No basta con enumerar los puntos problemáticos, hay que unir el análisis y las ideas para que vuelvan a complementarse.

Es innegable que en los últimos 25 años los partidos han perdido poder de representación. La composición social de los partidos ya no refleja la estructura social de la población porque ciertos ámbitos sociales, grupos de ingresos o profesiones están notablemente sobrerrepresentados. Síntoma de esta pérdida es la continua disminución de la participación electoral y del número de afiliados, así como la reducción en el involucramiento de determinados ámbitos sectores en los procesos de formación de voluntad política. Asimismo, ha disminuido la confianza en los partidos, y la reputación de estos y la de los políticos en la opinión pública tampoco son buenas. Del mismo modo, decrece la vinculación de los partidos con «ámbitos sociomorales» (M. Rainer Lepsius), así como la importancia de los sindicatos, las iglesias y las asociaciones, es decir de aquellas grandes organizaciones que transmiten normas y ofrecen orientaciones para la elección.

Al mismo tiempo, los partidos presentan cada vez menos propuestas de orientación que compitan entre ellas. En cambio, la competencia entre partidos gira alrededor de personas, coaliciones y cuestiones particulares; cada vez hay menos diferencias entre ellos. De igual manera, la atención mediática se centra con mayor frecuencia en las personas y en las constelaciones de poder y cada vez menos en las posturas políticas. Los position issues, o temas fundamentales, que podrían contribuir a la polarización política, están perdiendo importancia; su aparición es más bien excepcional. La competencia entre los partidos se limita principalmente a los valence issues. Por ejemplo, se discute el monto del salario mínimo y no el concepto de salario mínimo en sí. La mayor parte de las veces, solo unos pocos expertos entienden cabalmente cómo se alcanzará un objetivo específico o cómo se aplicará una medida específica, y a menudo ni siquiera todos los diputados se ocupan del tema. El resultado es un giro hacia el Poder Ejecutivo.

Los partidos deben impulsar la inclusión política y social

A esto se suma una fuerte aversión a las controversias políticas. La política se percibe cada vez menos como un lugar de discusión sobre distintas ideas y cada vez más como un espacio de moderación. Siempre se puede optar por el «centro». El acuerdo ya no se vislumbra al final de la disputa política, sino que marca su inicio por temor al castigo que puede acarrear sostener una posición de minoría dentro del partido mismo, o por miedo a que cualquier anormalidad en el contenido ofrezca a la competencia la posibilidad de atacar mediáticamente y así ahuyentar a los votantes. La fragmentación del espacio mediático, impulsada por la digitalización, lleva a que las posiciones políticas ya no se discutan en la esfera pública y a que terminen aisladas en universos digitales paralelos.

Con respecto a su función en la toma de decisiones, los partidos tienen el siguiente problema básico: pese a la creciente necesidad de dirección en las sociedades complejas, la capacidad de dirección a escala nacional está disminuyendo. Esta pérdida de capacidad de dirección se debe a la mercantilización –impulsada por la globalización– de los campos de actuación que anteriormente pertenecían al ámbito político. Esta dinámica redujo aparentemente la necesidad de legitimación de la actuación estatal, pero al mismo tiempo fue la que implicó la pérdida antes mencionada. A finales de los 90, se intentó con frecuencia remediar esta crisis de dirección del Estado mediante la incorporación de comisiones y consejos de expertos. Se esperaba una solución «racional» a las cuestiones políticas fundamentales que era preciso decidir. Si bien los consejos no sustituyeron la labor del Parlamento, sus decisiones supuestamente racionales repercutieron con fuerza en él.

La exclusión social comúnmente conduce a la autoexclusión de los afectados del proceso político. Por ahora, los partidos no le prestan mucha atención a este déficit de la democracia, ya que en el marco de la competencia interpartidaria, les parece más importante ocuparse del electorado activo. Sin embargo, este comportamiento está en contradicción con la tarea de los partidos de ser órganos de formación de voluntad política lo más representativos posibles. Para retomar esta exigencia, no será suficiente usar otro «discurso», porque la exclusión social no se debe a un problema de comunicación. Es fundamental que la participación política esté unida a la participación social. De ahí que el trabajo y la educación sean condiciones fundamentales para alcanzar la inclusión social. A la vez, no se trata solo de obedecer a un mandato social, sino que también es una obligación democrática. Por otro lado, ser abierto desde el punto de vista democrático –independientemente de las cualidades personales o colectivas, como el género o la procedencia familiar– no significa establecer una diversidad de identidades. En el futuro, los partidos deberían entenderse en mayor medida como órganos protagónicos en el proceso de inclusión social y política. Para ello, no alcanza con asegurar mejor desde el punto de vista material el estatus social de aquellos que estén excluidos. Para que las instituciones democráticas sean más abiertas, se precisa más bien de una real participación en una sociedad (de trabajo), más inclusiva.

Los partidos tienen una función social de orientación. Su obligación constitucional de participar en la creación democrática de voluntad política solo es posible en un espacio en el que existen alternativas políticas. En la esfera pública mediatizada, los discursos controvertidos con frecuencia se observan como señal de falta de orientación de los partidos y se interpreta esto como indicador de debilidad en su capacidad de negociar y liderar. Esto resulta en un carácter difuso que hace difícil un debate sostenible sobre la programática entre los partidos y, en cambio, favorece la creación de diferencias simbólicas y efímeras. Como consecuencia, se termina utilizando un lenguaje estereotipado que comunica su propia identidad pero que no tiene mucho para decir. En este contexto, tampoco se pueden promover debates sostenibles.

Por qué y cómo los partidos deben dirigir los discursos

Por lo tanto, los partidos no se toman suficientemente en serio su mandato constitucional. La creación de espacios de discursos sostenibles es una tarea difícil para los partidos y requiere tener una conciencia fuerte y habilidades sólidas. Esto vale tanto internamente para el partido en el discurso de formación de opinión, como externamente en las intervenciones públicas en las que haya posiciones en común. Hay diez puntos claves que el partido político debe contemplar para alcanzar una competencia discursiva estratégica. El primer punto consiste en hacer visible el conjunto de alternativas de orientación, que da cuenta de la existencia de un espacio de posibilidades políticas, incluyendo la difusión de argumentos y consideraciones que compiten entre sí. El segundo punto requiere de la depuración de diferentes posiciones y argumentos para que sean fácilmente comprensibles. El tercero se refiere a la necesidad de una estructura focalizada de debate, que debe ofrecer espacio para que se puedan intercambiar diferentes posiciones fundamentales y no solo opiniones individuales discrecionales. El cuarto punto trata sobre el desarrollo de plataformas conjuntas –analógicas y digitales– en las que se puedan encontrar posiciones divergentes, en lugar de crear canales de comunicación paralelos y separados. El resultado consistiría en tensiones productivas. El quinto habla del estímulo a aquellos grupos y redes internas de los partidos capaces de formular propuestas de orientación y conceptos para los debates generales. El sexto punto dice que estos actores deberían estar representados de forma razonable en el discurso. Los debates, según el séptimo punto, tendrían que estar montados de tal forma que inviten a la participación republicana. En lo que respecta al octavo punto, habría que promover una cultura, con sus correspondientes estructuras de apoyo, en la que los cambios de posición durante el proceso discursivo sean vistos como una fortaleza y no como una desventaja. El noveno punto dice que las derrotas no tendrían que transformarse automáticamente en situaciones que lleven al cuestionamiento político existencial del perdedor. Y, por último, el décimo punto refiere a la necesidad de crear conciencia sobre el hecho de que los efectos de los impulsos políticos partidarios en la sociedad requieren de una posición común clara y fácilmente identificable en el espacio social, lo que podrá lograrse a través de un discurso comprometido y esclarecedor hacia el interior del partido. La capacidad de intervención discursiva de los partidos exige estar especialmente atentos a las controversias sociales, mediáticas e intelectuales que ocurren fuera del ámbito común de los partidos políticos.

En vista de las crecientes deficiencias del Parlamento y los partidos en cuanto a la representación, la orientación y el discurso, en los últimos años los «nuevos movimientos ciudadanos» han aumentado cada vez más su presencia. Su objetivo es la participación ciudadana no mediada y la influencia de la democracia directa. En algunos casos surgió una oposición ciudadana tan fuerte que logró obtener una representación democrática en el ámbito político. No obstante, se pasó por alto el hecho de que la participación directa profundiza aún más los déficits representativos de la democracia, ya que los protagonistas proceden de ámbitos sociales determinados.

Pero tener «más» democracia no significa simplemente tener más participación. Los procesos democráticos deben diseñarse de tal forma que la participación lleve realmente a una representación mejor y más justa, problema al que recientemente se le ha prestado más atención. Ya ha habido experiencias interesantes con grupos pequeños de planificación y otros formatos de representación. En este sentido, los partidos tienen que poner al día sus métodos. Sin embargo, no alcanza con tener otra «cultura de bienvenida», porque hay que desarrollar estructuras de participación que tengan en cuenta los cambios radicales del mundo laboral y privado. Estas estructuras van desde la integración temporal de «no miembros» en proyectos, pasando por ofertas de participación que diferencien intereses específicos de acuerdo con temas y lugares, hasta la existencia de estructuras de educación y capacitación que vayan más allá de la actividad política y ofrezcan un provecho personal.

Debido a su función de formación de voluntad política, el liderazgo político no debe limitarse a un simulacro de moderación de las diferencias de opinión. Donde haya necesidad de poner dirección en ciertos temas sociales, el liderazgo político debe actuar como «inaugurador del discurso». Y no solo para garantizar la lógica del discurso, sino también para promover la participación y la pasión por la democracia. La capacidad de liderar se puede fomentar y enseñar. Ante la disminución de recursos humanos, los partidos tendrían que prestar especial atención a esta tarea. Al mismo tiempo, el liderazgo político debe contar con la posibilidad de ser derrotado.

Plataformas comunes en lugar de corrientes separadas

Los partidos tienen espacios preestablecidos para la formación de voluntad política, en especial en convenciones que se rigen por reglas compartidas. Si bien al final de estos eventos se sabe qué voluntad política fue la ganadora, no se sabe cómo se llegó a esa mayoría. A fin de convertirse en foros de formación de voluntades políticas, los partidos tienen que cambiar su estructura interna, crear foros de debate visibiles, estar abiertos a los impulsos provenientes de fuera de los partidos y también estar dispuestos a lidiar en público con las divergencias internas de forma que resulte ejemplar para toda la sociedad. Para ello se requiere de plataformas comunes en lugar de corrientes separadas; lugares en los que se puedan discutir públicamente las opciones para la creación de medidas políticas y sobre el perfil político del partido. Los parlamentos son los lugares en los que la función de formación de voluntad política de los partidos se une con la función legislativa. Por ende, son espacios claves de reflexión crítica sobre el estado actual de la representación. No es conveniente dejar en manos de comisiones de expertos, burócratas de ministerios o el Tribunal Constitucional federal el debate sobre temas políticos. El Poder Legislativo solo podrá cumplir su tarea constitucional si se concentra en definir una orientación en temas cruciales y si lleva adelante discusiones comprometidas y comprensibles, en lugar de querer introducir una normativa específica para cada caso particular.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 264, Julio - Agosto 2016, ISSN: 0251-3552


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