No todos los caminos conducen a Roma
El papa Francisco y la posible reforma de la Iglesia católica
Nueva Sociedad 260 / Noviembre - Diciembre 2015
La religión no desapareció con la modernización; se sigue creyendo, pero ese creer es hoy objeto de una elección individual más que de la pertenencia a una cultura determinada. Se trata de un fenómeno de «deslocalización» de la religión que desafía la pesada y eurocéntrica estructura de la Iglesia católica. ¿Cómo liberar al espíritu evangélico de la armadura teológico-romana? ¿Cómo recuperar la conexión con el Evangelio, frente al desafío de otras religiones como las pentecostales? Ahí aparece el rol del papa «que vino del fin del mundo» y se propone varias reformas en la forma romana de la Iglesia.
Nota: traducción del italiano de Aldo Giacometti.
La forma romana que asumió el catolicismo a lo largo de la historia del cristianismo ya no parece ser del todo adecuada para los tiempos que corren1. En África, en América Latina y en Asia el catolicismo se enfrenta con nuevas iglesias de matriz evangélica o carismática que, con su ímpetu misionero y litúrgico, están escribiendo una nueva página de la historia religiosa poscolonial de pueblos enteros. Las iglesias nacionales católicas, incluso cuando están dirigidas por pastores que reflejan la línea de restauración querida por los papas precedentes, también están en busca de un modo propio de ser Iglesia. ¿Cómo ser católicos sin tener que conformarse siempre y en todo con las líneas político-religiosas de Roma, fieles a la autoridad de Pedro pero relativamente lejanas de la teología europea; respetuosas de los cánones litúrgicos, como se vinieron definiendo con el Concilio Vaticano ii, sin ignorar el fervor de los ritos de las nuevas iglesias pentecostales, imitados por parte de los movimientos católicos de tendencia carismática?
La reconquista de visibilidad en el espacio público por parte de la Iglesia institucional no debe llevarnos a engaño. Todo esto parece ir en contra de las hipótesis de secularización de la sociedad contemporánea2. Pero en realidad, la modernidad sigue produciendo sus efectos, incluso en su fase tardía. La religión no desaparece del horizonte de sentido de una vasta multitud de sujetos, más bien se ajusta a los estilos de vida propios de la modernidad tardía. Se sigue creyendo, pero el creer es objeto de una elección individual3. No basta: se sigue creyendo, pero ya sin lazos estables con el lugar, donde la religión de nacimiento (el catolicismo), en el largo aliento de la historia, ofreció una referencia constante para expresar la fe de los individuos. La deslocalización y la movilidad en lo que concierne a la pertenencia religiosa, por lo tanto, aparecen como tendencias que se concilian con la manera moderna de creer: voy a rezar o me encuentro con otros creyentes ahí adonde me lleva el corazón o la curiosidad por lo nuevo4.
Una religiosidad de este tipo no se reconquista con la fuerza de la doctrina. Prefiere la experiencia directa de lo sagrado, la inmediatez de las relaciones que un guía espiritual sabe establecer con una comunidad de fieles, mostrando con señales visibles la coherencia con el espíritu evangélico de la pobreza y la misericordia.
Creo que el cambio de paso que el papa Francisco parece querer imprimirle a la Iglesia católica puede ser leído a la luz de las reflexiones recién expuestas. En este sentido, el papa Benedicto xvi podría ser considerado como el último papa. En primer lugar porque Jorge Bergoglio, aunque cercano a la cultura europea, viene de lejos, de fuera de Europa; en segundo lugar, porque parece haber intuido que no se gobierna una comunidad mundial como la católica poniendo en el centro la primacía de la teología católica eurocéntrica y la forma romana de la Iglesia. El objetivo se vuelve distinto: liberar al espíritu evangélico de la armadura teológico-romana; menos proclamas y más señales para una Iglesia que querría ser ejemplarmente más coherente y fiel al espíritu del Evangelio de la caridad y de la pobreza.
La orgullosa pretensión de la Iglesia de ser la única vía de salvación, reafirmada con intransigencia por Joseph Ratzinger en varios documentos y discursos5, ya no rige en un campo religioso cada vez más competitivo entre nuevos y viejos cristianismos. ¿Qué es hoy en día un movimiento como El-Shaddai6, nacido en el seno de la Iglesia católica filipina, con un séquito, según dicen los estudiosos del fenómeno, de cerca de diez millones de seguidores, sino una confirmación de una forma posmoderna de creer sin mediaciones institucionales de obispos y curas, ya que se entrega a un líder carismático como Mike Velarde? ¿O qué muestra el caso de Marcelo Rossi en Brasil, cura cantautor que celebra misa con los paramentos sagrados pero imitando el estilo comunicativo de los pastores de las megaiglesias neopentecostales7?
¿Cuáles son entonces los desafíos que el papa Francisco decidió tomar en serio sabiendo que hoy en día ya no todos los caminos conducen a Roma? Me voy a limitar a describir solo los que son internos a la Iglesia misma y que constituyen, a mi parecer, los nudos no resueltos de una posible reforma de la forma romana del catolicismo, que con el correr de los siglos se convirtió en una religión global.
¿Qué significa hoy en día ser una comunidad de creyentes, en la cual las personas estén intensamente comprometidas, sin asimetrías entre el clero y los laicos? ¿Cómo recomponer las fracturas internas que se produjeron entre temas cruciales como la justicia social –en una época dominada por el culto al capitalismo financiero8– y la posibilidad de conciliar desarrollo económico y respeto del medio ambiente? Además, ¿hasta cuándo van a poder quedar en estado de latencia la cuestión de la obligación del celibato eclesiástico y el acceso de las mujeres al sacerdocio? Y por último, ¿cómo reformar la estructura organizativa de la Iglesia misma para volverla más próxima a la idea de una Iglesia de los pobres y para los pobres? Las cuestiones internas lo son solo en apariencia; de hecho, reflejan precisamente las distintas maneras del pensar y sentir católicos, que se manifiestan en formas variadas entre quienes se consideran creyentes convencidos, militantes y partícipes del destino de su Iglesia y quienes, del otro lado, mantienen una reserva mental acerca de muchas cuestiones doctrinarias y éticas que la Iglesia, como depositaria de una verdad revelada, mantiene quizás como incuestionables y no negociables.
La sociedad contemporánea vio aumentar en general, en el ciclo relativamente largo de la crisis de la economía de mercado y de los sistemas de bienestar, la brecha entre ricos y pobres. Nos volvemos cada vez más una sociedad clepsidra. Pocos ricos en el vértice y muchos que van cayendo en la escala económica y social. En particular, la novedad de la crisis consiste, por un lado, en la cada vez más desequilibrada distribución de la riqueza, y, por el otro, en la tendencial caída del valor del trabajo, sobre todo para las nuevas generaciones, las mujeres y las personas que ocupan las capas sociales medio-bajas. Estas ven cómo disminuyen las asistencias sociales mínimas, que los sistemas de bienestar fueron capaces de garantizar hasta hace algunas décadas. La especulación financiera puso en crisis a sectores productivos enteros: en vez de producir bienes y mercancías, hoy produce desocupación.
Si todo esto es cierto, la crisis está creando una polarización en el interior del mundo católico. El símbolo que divide lo representa la figura del extranjero: el inmigrante que llega de mundos lejanos e intenta rehacer una vida como nuestro vecino de al lado. La línea de fractura que ahora también divide a los católicos, sobre todo en Europa, es entre quienes consideran al inmigrado como un invasor que amenaza la identidad nacional y religiosa y quienes lo consideran, en cambio, una persona con la cual establecer un diálogo cultural y religioso. El nacimiento de nuevos partidos políticos en Europa que tienen aceptación porque se muestran más firmes al confrontar la «invasión del extranjero» confirma este punto. Las iglesias católicas nacionales parecen atravesadas por un combate: de un lado, Cáritas y los grupos del voluntariado católico se muestran a favor de la defensa de los derechos sociales y civiles de los inmigrantes; del otro, las autoridades eclesiásticas, aun cuando se muestran solícitas en cuanto a la tutela de los derechos de los inmigrantes, incluidos los derechos a la libertad de religión y de culto, se muestran prudentes en lo referente a la promoción de formas de diálogo interreligioso, por temor a que se generen confusiones y se debilite el sentimiento de pertenencia a la Iglesia católica.
Para que se entienda mejor mi punto de vista, me gustaría usar una metáfora. El domingo, en misa, en el preciso momento en que el sacerdote invita a los fieles desde el altar a intercambiar un gesto de paz, ¿hasta qué punto el darse las manos y la recitación de la fórmula «que la paz sea contigo» les dan paz a las personas, que cumplen con el gesto pero que en realidad alimentan pareceres distintos en materia de elecciones éticas cruciales, sociales, políticas y también de los modelos de Iglesia?
Los desafíos internos
Los católicos son distintos entre sí no solo porque piensan de manera diferente en el campo social, político o respecto a los temas planteados por la bioética, sino también porque de un tiempo a esta parte han perdido el sentimiento católico: el sentimiento de ser y pertenecer a una comunidad de destino, de la cual recibir el sentido para el accionar cotidiano y en vista de las elecciones fundamentales de la vida. Con una fórmula elíptica, se puede afirmar que la libertad de creer puso en crisis la solidaridad en el creer. A fuerza de reivindicar la libertad de conciencia individual en materia de fe, también los católicos se volvieron, en general, más individualistas en el creer. El desafío principal que los católicos tienen ante sí son las distintas maneras de vivir la experiencia de comunidad. El nacimiento de los movimientos de despertar en el campo católico, del Concilio Vaticano ii en adelante, ha señalado con fuerza –y no de hoy– qué es lo que está en juego. La novedad que se afirma es, de hecho, la progresiva aceptación, por parte de la jerarquía eclesiástica, de la diferenciación de carismas y especializaciones funcionales, que superan las divisiones tradicionales propias de un modelo organicista de sociedad que la Iglesia católica, desde el siglo xix y hasta hace algunas décadas, tenía en mente. La sociedad era vista, de hecho, como un organismo vivo y ordenado naturalmente por Dios, compuesto por cuerpos intermedios (de la familia a los entes de gobierno local, de las asociaciones de emprendedores a las de profesionales y así) y por todas las partes representadas por las morfologías naturales del hecho social mismo (edad, género, profesión, etc.).¿Qué tienen en común entre sí hoy en día Comunión y Liberación, la Acción Católica, Renovación en el Espíritu, las comunidades neocatecúmenas, las comunidades de escucha de la Biblia, los Focolares y muchos otros agrupamientos? Quienes adhieren son creyentes que viven de manera diferente su pertenencia a la Iglesia católica. Militar en uno u otro grupo no es lo mismo. Los motivos de la diversa militancia se vinculan con una concepción diferente del ser cristiano y del sentirse parte de la Iglesia católica. Hasta ahora la unidad estaba garantizada por la virtud de obediencia a la figura del papa. A Bergoglio todo eso ya no le parece suficiente. Él se siente el jefe de la Iglesia, pero quiere serlo como señal de unidad, no por ser portador de un carisma personal (como sucedía con el papa Juan Pablo ii), sino por lo que dice y, consecuentemente, hace.
Me gustaría dar un solo ejemplo para explicar lo que acabo de decir. Lo puedo dar desde un punto geográfico, neurálgico, en la marcha de los inmigrantes hacia Europa. Me refiero a la isla de Lampedusa, un pañuelito de tierra entre las costas de Sicilia y las del África septentrional. Cada noche, por cada cien que logran desembarcar mueren en el mar unos diez. Uno de los primeros gestos que llevó a cabo el papa Francisco, en julio de 2013, fue el de ir a la isla, arrojar al mar un ramo de flores y celebrar una misa en un altar armado con partes de una barcaza hundida. Allí no se limitó a rezar por los muertos en el mar, sino que criticó la «globalización de la indiferencia». Este tema lo iba a desarrollar más tarde, en varias oportunidades, cuando, a dos años exactos de distancia, afirmó que no recibir a los inmigrantes que huyen de guerras y hambrunas ¡es un acto de guerra! Su gesto y sus palabras dividen a la opinión pública, incluida una parte del mundo católico. Pero lo que le importa a Bergoglio es mostrar el rostro misericordioso y de cercanía con los más débiles, si ello sirve para volver transparente el espíritu evangélico.
La reforma de la forma romana: ¿misión imposible?
La frase que pronunció el papa Francisco pocos instantes después de ser nombrado, al asomarse al balcón sobre la plaza San Pedro, el 19 de marzo de 2013, puede ser considerada como una metáfora de lo que vengo señalando: «parece que mis hermanos cardenales fueron a buscarlo [al papa] casi al fin del mundo». Se entiende, no al tradicional centro de la catolicidad, Europa. Es como si, con esa frase, Bergoglio fuese consciente de su relativa lejanía de Roma; como si fuese consciente de ser portador de una idea de Iglesia relativamente distinta de la que él estaba acostumbrado a guiar, cuando era todavía obispo de Buenos Aires. ¿Cómo piensa la institución Iglesia –parafraseando a Mary Douglas– en la cabeza de Bergoglio9?
La impresión que me hice, como italiano, siguiendo los primeros pasos de su pontificado, es que el papa Francisco está convencido de que llegó el momento de reformar la estructura de gobierno y de poder de una organización compleja como lo es la Iglesia católica romana. El impacto de su pontificado en la forma política de la Iglesia me parece entonces relevante y destinado a producir efectos no despreciables en el cambio del modelo de funcionamiento de la Iglesia misma. Por ahora tales efectos no son plenamente visibles. Sin embargo, los primeros movimientos, prudentes en algunos casos, ásperos y decididos en otros, dejan entrever la dirección hacia la cual el papado de un hombre que viene del fin del mundo pretende ir.
Me ubico en el punto de vista de la sociología de las organizaciones religiosas y me pregunto cómo se va configurando en estos dos años de pontificado el proyecto de reforma del poder central de la Iglesia católica romana. En otras palabras, se trata de analizar cómo está intentando cambiar el actual papa la cultura organizativa de la Iglesia, desestructurando uno de los mecanismos que históricamente conformaron y configuraron el tipo-Iglesia como un sistema burocrático autosuficiente, con una organización de poder piramidal y centralizado, dirigido por una oligarquía como soporte de un poder de tipo monárquico, absoluto. La novedad que introdujo el actual papa consiste, de hecho, no tanto y no solo en renovar su poder de comunicar la palabra dada (por Cristo), sino también en provocar un cambio en los estilos de vida y de trabajo en el interior de la Iglesia, justamente una mutación de la cultura organizativa del grupo dirigente y en el funcionamiento de los aparatos administrativos de la Iglesia misma en su complejidad10.
Un interés particular para examinar tal proceso deriva del hecho, no secundario, de que quien escribe vive en Italia, en el país en que tiene sede el Estado del Vaticano y que, desde hace siglos, está acostumbrado a mirar las vicisitudes del catolicismo ya sea del punto de vista político (en todos los sentidos: desde la vida interna de la Iglesia hasta el rol directo o indirecto que jugó en la vida política nacional, en sentido estricto) o desde el religioso. En otras palabras, la proximidad ayuda al observador a entender mejor cuál podría ser el impacto del papa Francisco en general en la forma organizativa de la Iglesia universal y, por extensión, en una Iglesia como la italiana, que con el correr de los siglos ligó sus cambios a las suertes de la curia romana y a sus múltiples relaciones con el mundo económico y político.
Observando los primeros movimientos que hizo en el primer bienio de su pontificado, lo que el papa Francisco parece tener en mente se puede resumir en una fórmula: el poder central en la Iglesia deberá ser, cada vez más, un momento de síntesis de decisiones descentradas y concertadas. En otras palabras, el punto nodal del proyecto de reforma de la forma-Iglesia consiste en la reconfiguración del proceso de toma de decisiones en su interior. Para usar una imagen tradicional y, de distintas maneras, ya desgastada, se trata de superar la estructura piramidal para favorecer un modelo de estrella: no más «un solo hombre al frente», sino un jefe espiritual que haga funcionar una serie de organismos colectivos, que toman decisiones y comparten elecciones y responsabilidad, sin dejarlo justamente en la soledad de quien tiene que decidir en última instancia. Acá no se trata tanto de los contenidos de la decisión, sino más bien del modo en que se llega a asumirla colegiadamente, para arribar a una toma de posición erga omnes en materia de fe o de moral o cuidado a una dirección pastoral acerca de la vida de la Iglesia misma. Justamente porque se trata de llegar a todos (erga omnes), la decisión deberá ser lo más compartida posible, planteada como exigencia convencida y no impuesta como deber al cual hay que obedecer y basta (perinde ac cadaver, según la conocida fórmula de Ignacio de Loyola en cuanto a la virtud de obediencia impuesta a los miembros de la Compañía de Jesús). Digo decisión; otra cosa es hablar de administración. Quien decide sabe que, después, lo que fue establecido deberá ser traducido a la práctica, mediante las técnicas de la administración propias de cualquier megaorganización dotada de un aparato burocrático. En la Iglesia católica, verdadera multinacional de la fe, el aparato administrativo está representado históricamente por lo que se conoce como la curia. Por curia se entiende un complejo de organismos que con el correr de los siglos se reforzó y articuló cada vez más en correspondencia con la formación del poder temporal de los papas. Con el fin de ese poder, también la curia sufrió un redimensionamiento, aunque por supuesto no perdió peso. Puede ser interesante revisar la definición canónica de la curia para comprender sus funciones: «En el ejercicio de su potestad suprema, plena e inmediata sobre toda la Iglesia, el pontífice romano cuenta con ministerios de la curia romana, que puede cumplir el trabajo en su nombre para beneficio de la Iglesia y al servicio de los pastores sagrados»11.
La curia se volvió con el correr de los siglos lo que Robert Michels pensaba de la burocracia: una férrea oligarquía, que se hizo progresivamente autónoma, un aparato administrativo (incluido el financiero) relativamente autorreferencial respecto de la forma política con la cual predicar el Evangelio12. La curia impuso una cultura organizativa de tipo piramidal: una cadena de mando desde arriba hacia abajo y una división del trabajo pastoral por sectores de competencia y, con frecuencia, en competición entre sí, generando formas de carrerismo, formación de grupos de poder, revanchas y envidias personales13.
¿Qué está haciendo el papa Francisco para modificar esa estructura de poder? Para empezar, nombró un comité ad personam, un restringido grupo de cardenales que lo acompañan en esta delicada fase de reconfiguración de la forma organizativa. Estoy hablando del grupo conocido como c9, un comité de ocho cardenales, nombrado el 28 de septiembre de 2013 con la explícita misión de «ayudar al papa a gobernar la Iglesia y a estudiar el proyecto de revisión de la Constitución apostólica Pastor Bonus en la curia». A los ocho cardenales se les sumó, un tiempo después, el actual secretario de Estado del Vaticano Pietro Parolin. Si observamos la composición del comité, encontramos en la orden: un italiano (Giuseppe Bertello, con importantes misiones en Asia, en Corea del Sur y sobre todo en África, con Ruanda como última escala, donde intentó interceder por la reconciliación entre hutus y tutsis); un chileno (Francisco Javier Errázuriz Ossa, proveniente del mundo de los institutos religiosos, específicamente del Instituto de los Padres de Schönstatt), un indio (Oswald Gracias, obispo de Mumbai), un alemán (Reinhard Marx, actual presidente de la conferencia episcopal alemana), un congoleño (Laurent Monsengwo, arzobispo de Kinsasa), un estadounidense (Sean Patrick O‘Malley, primer fraile de la orden de los capuchinos en ser nombrado cardenal), un australiano (George Pell, hijo de un anglicano no practicante y de una ferviente católica irlandesa) y, por último, un hondureño (óscar Andrés Rodríguez Maradiaga, arzobispo de Tegucigalpa, presidente de Cáritas Internacional y presidente del Consejo Episcopal Latinoamericano, Celam). Como se ve, la mayoría de los componentes no es europea, pequeña señal concreta de superación del eurocentrismo católico que caracterizó sustancialmente la figura de los papas hasta la elección del argentino Bergoglio.
Este comité es un grupo de trabajo con una tarea limitada. De todos modos se configura, aunque en una etapa transitoria, como un organismo colegiado que se suma a los otros tres con los cuales cuenta habitualmente el papa para tomar decisiones y establecer direcciones generales, y que son el consistorio (que reúne a los cardenales), el sínodo (que reúne a los obispos) y la comisión plenaria de los jefes ministeriales de la curia. La impresión que han recabado los observadores de los primeros gestos hechos por el papa al enfrentarse con estos distintos organismos es que pretende, por un lado, hacerlos funcionar según el método de trabajo de grupo, que estimule una corresponsabilidad de los componentes y de los participantes y, por el otro lado, que gradualmente el baricentro del poder decisional se traslade cada vez más de la curia a los organismos colegiados.
Las consecuencias del camino elegido son palpables. Por un lado, el papa desea que los principales organismos colectivos se expresen efectivamente y no se limiten a aprobar «lo que dice el papa», poniéndose de pie y sacándose de la cabeza el solideo (como en el caso del consistorio) para dar el placet. Por otro lado, parece querer reconducir gradualmente a la curia a funciones puramente administrativas, con una tendencia a redimensionar los poderes de los grandes burócratas curiales (los grandes managers, por así decir, del Estado del Vaticano), que no han brillado y no brillan en algunos casos, según el papa, por sus virtudes evangélicas.
De hecho, alcanza con releer a contraluz el discurso pronunciado por el papa Francisco ante la curia romana, con motivo de los saludos navideños de 2014. Lo sorprendente, dados la ocasión y a quienes tenía enfrente, es que Bergoglio no se limitó a dar los saludos de feliz Navidad, sino que habló abiertamente, y con una dureza digna de lo que Jesús les dijo a los mercaderes del templo, de las 15 enfermedades que afligen a la misma curia. Leyendo el discurso a la luz de la aproximación que elegí, la sociología de las organizaciones religiosas, es como si el administrador delegado de una gran empresa multinacional intentara transmitir un mensaje claro: el perfil de gestión tiene que cambiar y, como consecuencia, tiene que surgir un nuevo tipo de gerente a la altura del modelo de empresa que tiene en mente.
Conclusión
¿Logrará el papa Francisco llevar a cabo la empresa de cambiar la cultura organizativa de la Iglesia católica? Dicho en otros términos, ¿logrará reconectar la fuerza del mensaje evangélico con la forma organizativa que asumió la Iglesia? Se trata de superar el eurocentrismo católico, mantener juntas las diversas opciones ideológicas que se enfrentan en el interior de la Iglesia, reducir el peso de la burocracia eclesiástica, enfrentar temas ya maduros (desde el celibato obligatorio hasta la posibilidad de ordenar a las mujeres como ministros, quizás gradualmente mediante la recuperación de la antigua figura de las diaconisas), valorizar el rol de los laicos. Como se ve, se trata de una lista o una agenda que acelera las pulsaciones, teniendo en cuenta que Bergoglio ya no es joven (tiene 78 años) y la inercia de un aparato organizativo romanocéntrico secular. ¿Logrará, finalmente, dar una respuesta a lo que dos monjas italianas y un párroco pidieron con extraordinaria sinceridad?
Muchos cambios que serían necesarios (...) seguirán siendo tabú mientras la Iglesia, reclamándose portadora de la verdad absoluta, considere menor de edad al resto de la humanidad. (...) El mundo sigue siendo considerado como un simple destinatario y no como un sujeto, y esto es todavía más evidente en el imaginario de la Iglesia acerca de las mujeres. (...) Querríamos expresar nuestra sufrida tristeza en la mirada de la Iglesia, sin mística ni profundidad, todavía anclada a sus ganas de seguir siendo un pequeño imperio, concentrada en salvaguardarse y conservarse a sí misma y su poder, arriesgándose a extraviar su alma, el espíritu, su soplo vital.14
Es pronto para responder la pregunta. Lo que es cierto es la preocupación que empieza a tomar forma en el interior del mundo católico, en esa parte que convencionalmente estamos acostumbrados a llamar conservadora, en un frente amplio que va desde los movimientos y grupos de católicos tradicionalistas, que nunca aceptaron las innovaciones del Concilio Vaticano ii, hasta exponentes del aparato eclesiástico de la curia y de algunas poderosas iglesias nacionales. Empiezan a circular los primeros llamados de católicos críticos en los enfrentamientos de líneas de acción pastoral y de reestructuración del modelo organizativo de la Iglesia, y los primeros libros que reúnen las opiniones de autorizados cardenales (estadounidenses, italianos y alemanes) preocupados por las aperturas pastorales sobre la familia (comunión a los divorciados, atención a los homosexuales y así), agrupados en la línea que se puede resumir con un eslogan: misericordia no quiere decir abandono de los mandamientos de la doctrina católica.
Se trata de una línea de fractura, por ahora ampliamente compensada por el elevado consenso que el papa Francisco obtiene en los sondeos nacionales y a escala internacional. Es la señal, sin embargo, del desafío que este papa le lanzó a su Iglesia para cambiarla. Lo que significa, en términos sociológicos, lograr volver compatible la fidelidad a la palabra de Cristo (el mensaje evangélico originario) con una nueva forma organizativa de Iglesia, más liviana y menos comprometida con los poderes de este mundo.
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1.
Acerca de este concepto, v. Carl Schmitt: Römischer Katholizismus und politische Form, Theatiner, Múnich, 1925. [Hay edición en español: Catolicismo romano y forma politica, Tecnos, Madrid, 2011].
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2.
José Casanova: Public Religion in the Modern World, Chicago University Press, Chicago, 1994. [Hay edición en español: Religiones públicas en el mundo moderno, Madrid, ppc, 2000].
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3.
Danièle Hervieu-Léger: Le pèlerin et le converti, Flammarion, París, 1999. [Hay edición en español: El peregrino y el convertido, Ediciones del Helénico, México, df, 2004]. Patrick Michel: La grande mutation, Albin Michel, París, 1995; Antonela Capelle-Pogăcean, P. Michel y E. Pace (eds.): Religion(s) et identité(s) en Europe. L’épreuve du pluriel, Presses de la Fondation Nationale des Sciences Politiques, París, 2008.
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4.
Grace Davie: Europe: The Exceptional Case, Darton, Longman & Todd, Londres, 2002; D. Hervieu-Léger: Catholicisme, la fin d’un monde, Bayard, París, 2003; Sébastien Fath: Dieu xxl, Autrement, París, 2008; Alfonso Pérez Agote (ed.): Portraits du catholicisme: une comparaison européenne, pur, Rennes, 2013; y Karel Dobbelaere y A. Pérez-Agote (eds.): The Intimate. Polity and the Catholic Church, Leuven University Press, Lovaina, 2015.
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5.
V., en particular, la lectio magistralis «Fede, ragione e università», que tuvo lugar en Ratisbona el 12 de septiembre de 2006 y que suscitó muchas polémicas por la crítica dirigida al islam. En realidad, el blanco crítico era el protestantismo, visto como matriz cultural del relativismo moderno.
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6.
Acerca de este movimiento, v. Katharine L. Wiegele: Investing in Miracles: El Shaddai and the Transformation of Popular Catholicism in the Philippines, Hawaii University Press, Hawái, 2004.
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7.
Ver Brenda Carranza: Catolicismo midiático, Ideias & Letras, Aparecida, 2011.
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8.
Ver Walter Benjamin: Kapitalismus als Religion [fragmento, 1921] en Gesammelte Schriften, Suhrkamp, Fráncfort del Meno, 1991.
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9.
V. M. Douglas: Purity and Danger, Routledge, Londres, 1966. [Hay edición en español: Pureza y peligro, Siglo Veintiuno, Madrid, 1973].
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10.
Acerca del tema de la relación entre mensaje evangélico y las distintas formas organizativas que se afirmaron en el cristianismo, v. E. Pace: Il carisma, la fede, la chiesa. Introduzione alla sociologia del cristianesimo, Carocci, Roma, 2013.
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11.
Christus Dominus, 1953, disponible en www.vatican.va/archive/hist_councils/ii_vatican_council/documents/vat-ii_decree_19651028_christus-dominus_it.html, mi énfasis.
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12.
V. Robert Michels: Zur Soziologie des Parteiwesens in der modernen Demokratie, Leipzig, Klinkhardt, 1911. [Hay edición en español: Los partidos políticos. Un estudio sociológico de las tendencias oligárquicas de la democracia moderna, Amorrortu, Buenos Aires, 1962].
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13.
Ver Alberto Melloni: «La novità di papa Francesco nella scena religiosa italiana» en Paolo Naso y Brunetto Salvarani (eds.): I ponti di Babele, Dehoniane, Bolonia, 2015.
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14.
V. hermanas Stefania Baldini, Antonietta Potente y don Alessandro Santoro: «Francesco e la Chiesa-monarchia» en MicroMega No 6/2015.