El museo (hipernormal) que viene
Nueva Sociedad 296 / Noviembre - Diciembre 2021
Todo es para siempre hasta que un día no lo es más. La frase utilizada en un libro sobre la caída de la Unión Soviética, hace tres décadas, podría aplicarse a los museos. Han implosionado hace mucho, pero los viejos trucos los mantienen «vigentes»
Uno. Después de la pandemia, ahora sí, cambiaremos los museos. Su sentido, su aforo, el concepto de las exposiciones, la magnitud de sus dispendios, la interacción con sus visitantes…
He aquí los buenos propósitos, y las grandes consignas, con las que sus directores y directoras pretenden alargar la vida de las instituciones –y la suya propia al timón de estas– en su regreso a la normalidad. Olvidando, a conveniencia, que antes del virus ya arrastrábamos años ventilando una crisis que parecía «definitiva», a la vez que pedíamos unos cambios que desde entonces parecían inaplazables. Como si este modelo que hoy se cuestiona por enésima vez no llevara todo el siglo xxi aplicándose parches, en una huida hacia delante que lo llevó a saltar de Nueva York a Rusia, de Rusia a China, de China a los Emiratos. (Ya solo queda ponerse en manos de Elon Musk para encontrar remedio en la estratosfera). O como si hubiéramos olvidado que, justo antes de la explosión del covid-19, el Consejo Internacional de Museos (icom, por sus siglas en inglés) había lanzado una convocatoria para cambiar, precisamente, la definición de la palabra «museo», pues a sus gurús les pareció que su significado de siempre había caducado.
Ya sabemos que el Arte Contemporáneo también puede ser ese mundo en el que salvamos una crisis estructural con un retoque en el diccionario. El mismo cuyos próceres hacen malabares entre las primaveras árabes y los petrodólares. Una burbuja en la cual agarramos con la mano derecha el capital de la oligarquía latinoamericana y con la izquierda esgrimimos la ideología bolivariana. Ese perímetro precintado en el que los constructores del paradigma son los abanderados del cambio de paradigma. Una realidad paralela en la que los centinelas de la Bastilla y los dueños de la guillotina se han fundido –aquí Blanchot– «en una sola y misma presencia».
Poco importa que, a todas luces, resulte disfuncional la brecha entre su apuesta desmedida por el arte político (hiperprogramado en instituciones, galerías y hasta ferias) y su mínima capacidad de incidencia en la política artística. O que sea evidente su insolvencia para recortar la distancia entre una retórica tan grandilocuente de lo público y el lugar tan diminuto que ocupan las acciones concretas del arte en la conciencia del público.
¿Cuál es, entonces, la propuesta lanzada esta vez para la pospandemia?
Por el momento, hemos escuchado desde la demanda de un Plan Marshall para el arte hasta su equiparación con el papel higiénico en la jerarquía de nuestras necesidades. Asimismo, se sacan de la manga algunos trucos ya vistos en crisis previas. Tal es el caso de la apelación al «proceso» y el «conocimiento», a la «acción social» y las «prácticas artísticas», al «perfil pedagógico» de los museos y su lugar en el «empoderamiento de la sociedad civil».
El problema es que los eufemismos, como recuerda John McWorther, son como la ropa interior: «tienes que cambiártelos cada día». Es suficiente un sencillo ejercicio de búsqueda en Google para constatar cuánta falta hace poner en marcha la lavadora. Basta con teclear uno de estos conceptos mágicos, proceso por ejemplo, para comprobar que ni esta pócima es tan nueva, ni puede presumir de créditos demasiado fiables a la hora de salvarnos.
Hace más de una década, ante el crack financiero de 2008, la panacea del «proceso» y del «cambio de paradigma» ya corrían por los pasadizos de este mundillo al mismo tiempo que los museos publicaban cada vez menos catálogos o libros ante los recortes presupuestarios. Mucha apuesta por el conocimiento, hasta que aprietan los problemas y tiramos por la borda los soportes idóneos para alojarlo.
Más allá del repertorio de frases manidas, aquello que va a mantenerse inmutable en la nueva-vieja normalidad es «el poder del display» (aquí Mary Anne Staniszewski). Como si lo primero a salvar fuera la exposición, que ha pasado de ser un capítulo del arte a convertir el arte en un capítulo suyo.
Dos. ¿Ninguna esperanza en el horizonte? No tanto. Abordando su supuesta falta de porvenir, el ya citado Blanchot escribió que «cualquier gran arte se origina en una carencia excepcional». Y lo cierto es que, si conseguimos sustraernos de la superproducción digital reciente, la pandemia también nos legó una circunstancia a tener en cuenta: después de su obstinación por el siguiente oasis –esa pulsión por la próxima Tule que le alargaría la vida–, o de sublimar las instituciones que alojarían tal supervivencia, durante los tiempos pandémicos fuimos testigos de cómo el mundo del arte se vio obligado a volver a casa y aterrizar en una galaxia hecha a la medida del artista.
Claro que sabemos que esto ocurrió por la fuerza mayor de un virus planetario y que su impacto apenas va a durar el tiempo que demore esa maquinaria llamada Arte en reajustar su control sobre esa pieza del engranaje llamada Artista. Pero, al menos en este puente, quedó al descubierto que sin ese mecanismo hay una vida, y que en esa vida los artistas pueden recuperar parte del poder perdido o una conexión más directa con sus interlocutores. También hemos confirmado obviedades tan atendibles como que la ampliación física de los museos es mucho menos importante que su ampliación mental, que los programas deberían estar por encima de los edificios, los proyectos sobre los directores, el cómo a la altura del qué.
La incógnita es si sabremos enfilar el rumbo hacia un lugar que no sea ni la realidad paranormal del modelo artístico ni la realidad neonormal del modelo político. Si continuaremos en ese pugilato estéril o si tomaremos, por fin, la rienda de unas soluciones que pasan por no jugar con las cartas marcadas.
En cualquier caso, la continencia no fue la marca de la casa en la que cumplimos confinamiento. Más bien, al contrario, cada minuto compartimos una saturación sin precedente de las emisiones culturales. Empezando por la recomendación de cuanta obra hubiera recreado, en el pasado, la peste-cólera-fiebre amarilla-sífilis-melancolía-cáncer-locura-sida-epidemia desconocida. Y continuando con esta sobredosis de oferta que equipara museos, editoriales o plataformas (de cine, series, videojuegos, música). Por la parte que nos toca, artistas, escritores, músicos e influencers varios también nos apuntamos a la hipertrofia. Compitiendo por avasallar las redes y multiplicando, a toda costa, una presencia que refleja tanto el terror al virus como a la falsa normalidad posterior a este.
Esa avalancha, más que un cambio en el sentido de la cultura, indica una variación en la circulación habitual de su tráfico: si la gente no puede venir a mí, ya me ocuparé yo de ir a la gente. Solo que este «ir a la gente» no modifica la estrategia que ha capitaneado a esa cultura en las últimas décadas. Más bien, la ha multiplicado con una capacidad de reproducción aun superior a la pandemia que intentó amortiguar.
Pensemos, por un momento, en los museos de Arte Contemporáneo. Tan abonados a la línea que, de Aby Warburg a Didi-Huberman, los presenta como Atlas capaces de acarrear y contener todos los problemas del mundo. ¿No supuso el confinamiento una estocada a ese evangelio? ¿No crecería, a contrapié de estos referentes, una figura como la de Paul Virilio a la hora de lidiar con instituciones que la catástrofe llegó a dejar tan vacías como las ciudades en que se han levantado? ¿Y acaso no nos situaría, esta circunstancia excepcional, en el grado cero de un display que ya requiere el desplazamiento de su atención a las grandes causas de la humanidad hacia sus no siempre enaltecedoras consecuencias?
Es difícil predecir cuánto cambiará el mundo de la cultura después de lo que hemos pasado. De momento, al menos no ha salido un Stockhausen calificando la pandemia como la obra de arte perfecta («la mejor ejecutada jamás»), tal cual describió el atentado terrorista contra las Torres Gemelas de Nueva York. La tragedia del virus ha dejado al descubierto, todavía más si cabe, la obediencia indisimulada de muchos protagonistas de la cultura hacia los intereses que mueven su industria. Y a esa tropa de cool hunters que tanta pleitesía le han rendido desde todo tipo de medios, escorando por el camino a cualquiera que les hubiera recordado que la cultura puede ser, justamente, lo contrario de esas «tendencias». Tampoco vale de mucho sacar pecho sobre la importancia económica de la cultura por su lugar en el pib, si políticamente continúa relegada una y otra vez en los programas de partidos a los que, sin embargo, no deja de jalear en las campañas electorales.
Venimos de un estado de guerra en el que mezclamos el recogimiento físico con un vértigo que nos arrastró del blink al link, del zapping al sampling. Consumiendo, compartiendo y produciendo una cultura que sigue privilegiando su imposición sobre nuestra intuición, su depredación sobre nuestra selección, su indigestión sobre nuestra gestión.
La conexión entre la parábola militar y la cultura siempre me hace recordar a un actor cubano, famoso por sus papeles secundarios. Reinaldo Miravalles, que así se llamaba, tenía un arte sorprendente para robarles escenas a los protagonistas. Un par de secuencias le eran suficientes para instalarse en tu memoria, pulverizando sin piedad a galanes y buenos de la película. Su técnica, según él, era «muy fácil»: si estaba en una guerra, le bastaba con cargar su arma mientras los demás disparaban.
Si, como se nos dice, la pandemia tuvo la magnitud de una guerra, tal vez al mundo de la cultura le convenga cargar sus armas en lugar de seguir apuntándose al bombardeo. Tampoco estaría de más que, en esa ralentización de la tragedia, se detuviera en las víctimas de la contienda. Esos caídos en combate sin cañonazos de salva despidiendo su duelo. Mártires despojados de la dignidad mortuoria con la que toda cultura –en este caso funeraria– rinde tributo a sus muertos.
Y tres. En materia cultural, lo que estamos viviendo con la pandemia no es el principio de nada, sino el colofón de todo. (Pongamos «casi» antes que «nada» y «todo» para dejar constancia de que aquí pernocta un alma ponderada).
Así que, cuando hablemos del nuevo mundo que emerge de la crisis, y de cómo lo afrontarán artistas e intelectuales, valdría la pena detenerse en lo que hicimos durante el confinamiento. Aunque solo sea por eso de que en el poder siempre seremos peores que en la oposición. ¿Cuál es el prólogo que le escribimos a ese nuevo mundo llamado a desterrar las costumbres de la vieja cultura? Pues, la verdad es que no se nos ha ocurrido nada mejor que llevar al paroxismo la hiperproducción. Esa sobredosis de oferta propia de una política cultural que, en las tres últimas décadas, se ha venido ventilando simultáneamente cualquier atisbo de comunidad y cualquier atisbo de individualidad.
Lo que se está acabando de redondear, acelerado por el coronavirus, es el ciclo productivo que comenzó en 1989, cuando la nueva era global se instauró con aquel cambio de un pc (Partido Comunista) por otro pc (Personal Computer) que tanto me gusta repetir. A fin de cuentas, lo que se vino abajo con la debacle soviética no fue solo un sistema político, una noción irreversible del futuro, una cultura igualitaria o una entronización absoluta del Estado, sino también –y sobre todo– un modo de producción. Desde entonces, Autoritarismo y Mercado han atornillado su alianza, bien representada por un modelo chino que ya rige más allá de China.
Si en 1989 el paso a la producción digital significó una mutación en el sentido del trabajo, la pandemia ha servido para afianzar una transformación en el espacio de ese trabajo. Hace 30 años se tiraban muros que dividían países. Hoy esos muros empiezan a levantarse otra vez, mientras el departamento de derribos ha pasado a ocuparse de las fronteras que atomizaban el ámbito laboral y el doméstico. En 1989 millones de personas quedaron a la intemperie, una vez demolido el Estado vigilante y a la vez protector del comunismo. ¿Qué mejor paliativo, ahora, que hacer descansar la explotación en tu propia casa, con techo, sofá, internet y a resguardo de cualquier cosa parecida a una comunidad?
En un libro magistral sobre la caída de la Unión Soviética, Alexei Yurchak propuso el concepto de «hipernormalización» para explicar la debacle. Según Yurchak, en un pacto no escrito, las elites y la sociedad habían decidido mirar para otro lado y acercarse al precipicio como si no estuviera pasando nada1. Y así los sorprendió la implosión de todo un imperio.
Algo parecido está ocurriendo con los museos en la vuelta a esta falsa normalidad que ya se está programando. Han implosionado hace mucho tiempo, pero es mejor mantenerse en su inercia. Ignorando –como dice el título de Yurchak– que «todo era para siempre hasta que un día no lo fue más».
-
1.
Everything Was Forever, Until It Was No More: The Last Soviet Generation, Princeton UP, Nueva Jersey, 2006.