Opinión
enero 2018

México 2018: panorama antes de la tormenta electoral

México enfrenta un escenario electoral que tiene al candidato progresista Andrés Manuel López Obrador como favorito. Pero el viejo Partido Revolucionario Institucional (PRI) movilizará todas sus fuerzas y no vacilará en usar métodos «extrainstitucionales» para evitar una derrota. Recién se inicia una cerrera que, por ahora, tiene final abierto.

<p>México 2018: panorama antes de la tormenta electoral</p>

Aunque oficialmente la campaña electoral se abre en marzo, los principales candidatos a la presidencia de México ya están definidos y aprovechan el periodo de precandidaturas en el interior de sus partidos y coaliciones para hacer proselitismo y posicionarse en la contienda. Se inicia así una campaña maratónica: seis meses de derroche de recursos públicos, de lluvia de promesas, spots, anuncios, carteles, consignas, autocomplacencias, debates, descalificaciones, acusaciones, rumores, intrigas y, visto el contexto nacional y los actores que lo habitan, episodios de violencia cuya magnitud y alcance no se pueden prever.

El candidato progresista Andrés Manuel López Obrador (AMLO), como es su costumbre, entró anticipadamente en la lucha preelectoral, intensificando desde el año pasado sus giras por el país y trabajando en el diseño del programa y del equipo que lo acompañarán en la campaña –ambos, dicho sea de paso, más conservadores que en sus dos anteriores postulaciones–.

AMLO encabeza las encuestas en buena medida por esta ventaja temporal, por ser su tercer intento de llegar a la presidencia mexicana, por la visibilidad y exposición mediática producto de su carisma y de los ataques de sus adversarios y detractores, además del hecho de haber creado un partido de alcance nacional a su imagen y semejanza. El Movimiento de Renovación Nacional (Morena) desplazó al Partido de la Revolución Democrática (PRD) y ocupó su lugar en el centroizquierda del escenario político. Dentro del abanico de variantes del progresismo, AMLO optó por un perfil menos izquierdista y más nacional popular y plebeyo, con pizcas de antineoliberalismo y llamados a la democratización en un sentido antioligárquico. Pero, en el interior del partido, las prácticas políticas siguen teñidas de caudillismo, centralismo, falta de debate abierto y de participación. Inclusive cunde un patriotismo de partido que dificulta alianzas y acercamientos no instrumentales con otros actores de la sociedad civil organizada y movilizada.

Los grupos dirigentes de Morena, homologados por el principio de la lealtad hacia el exalcalde la Ciudad de México, se distinguen por su heterogeneidad de origen y orientación política, oscilan en distintos tonos de gris entre sensibilidades conservadoras y progresistas, conviven en el partido exintegrantes Partido Revolucionario Institucional (PRI) y del PRD, líderes de sectores populares organizados, empresarios e intelectuales de izquierda. A pesar de esta gran diversidad sociológica e ideológica articulada en última instancia por el liderazgo de AMLO, Morena es visto por importantes fracciones de las clases subalternas mexicanas como la única alternativa real de poder en el contexto actual. Así que muchos de quienes sienten la necesidad y la urgencia de participar políticamente frente al estado dramático del país, sean críticos, resignados o entusiastas respecto de este instrumento político y de su líder, terminan agrupándose detrás de la candidatura del dirigente tabasqueño y esa gran maquinaria electoral en que está deviniendo Morena.

Si para los simpatizantes y los militantes de base, como para AMLO y su ala izquierda, el único objetivo es finalmente ganarle a la que llaman la «mafia en el poder», muchos dirigentes, en particular los que se fueron sumando en tiempos recientes y se reciclaron en búsqueda de un puesto, se conformarían con mantener sus empleos en las instituciones públicas, lograr una bancada parlamentaria numerosa a escala federal que les permita ocupar un curul y conquistar algunas alcaldías o estados y con ello acceder a porciones significativas de recursos públicos.

En particular, en la elección del Jefe de Gobierno, la Asamblea legislativa y los alcaldes delegacionales de la Ciudad de México se va a medir la relación entre el crecimiento y asentamiento de Morena y la crisis terminal –o, por el contrario, la capacidad de supervivencia– del PRD. La Ciudad de México ha sido la vitrina del alcance y los límites de la oposición de centroizquierda en los últimos 20 años, desde la elección de Cuauhtémoc Cárdenas en 1997. Alcance y límites no solo electorales, de la influencia persistente del progresismo en la capital, en contraste con su histórica dificultad para alcanzar la mayoría relativa en otras partes del país, sino también de proyecto político y de capacidad de plasmarlo en políticas de gobierno. En efecto, la secuencia de los cuatro alcaldes progresistas Cárdenas-López Obrador-Ebrard-Mancera mostró poca discontinuidad respecto de las formas y los contenidos de la política priísta de combinación de asistencialismo, clientelismo y neoliberalismo, salvo algunas loables pero puntuales iniciativas redistributivas, de obras públicas o de ampliación de derechos que se dieron en particular durante el gobierno de AMLO (2000-2006).

Morena presenta su mejor cara en la Ciudad de México de la mano de su candidata, Claudia Sheinbaum, una académica de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) que combina credenciales de izquierda, virtudes personales y una carrera política siempre cercana y leal a López Obrador. Su perfil, más que el de AMLO, puede y debería atraer a importantes sectores de jóvenes y de clase media progresista ilustrada, cuyo peso es importante tanto en términos de caudal de votos como de impacto en la formación de opinión pública. Pero mantener el control administrativo de la Ciudad es, por otra parte, la apuesta vital del PRD, desangrado por un éxodo de cuadros y militantes hacia Morena, desperfilado por haber aceptado el Pacto por México del presidente Enrique Peña Nieto y totalmente subsumido a la lógica y prácticas del sistema político mexicano, es decir del «estilo priísta» de hacer política. Reducido a algunas bases clientelares en la capital y algunos otros estados, el PRD requiere del oxígeno del acceso a puestos de gobierno local y al financiamiento público ya que el que fuera el principal partido independiente de oposición de centroizquierda se está convirtiendo en un pequeño partido paraestatal destinado, por el sistema electoral mayoritario, a venderse al mejor postor para asegurarse el registro electoral y el financiamiento público.

En este sentido, el principal enemigo del PRD ha sido y será el obradorismo ya que compite en el mismo terreno geográfico y político y esta propensión lo hace atractivo para el régimen, tanto para el PRI como para el derechista Partido Acción Nacional (PAN), como instrumento para desgastar y restar votos a Morena. Así fue que, por la desesperada necesidad de mantenerse incrustado parasitariamente en las instituciones, el PRD culminó su deriva con un «desliz» ideológico y entró en una alianza –como socio minoritario– con la derecha panista, bautizada Por México al Frente.

Tampoco en el interior del PAN, después de dos mandatos presidenciales que no satisficieron ni a propios ni a extraños, el clima y las perspectivas aparecen promisorios, aunque este partido cuenta con una sólida retaguardia de arraigo electoral local en el centro-norte del país. La candidatura presidencial del joven dirigente nacional Ricardo Anaya generó resistencias en el partido e inclusive una fractura con el grupo del expresidente Felipe Calderón, que decidió impulsar la candidatura independiente de su esposa, Margarita Zavala. Otro candidato independiente será Jaime Rodríguez, conocido como el Bronco, un ex priísta que combina un discurso demagógico en contra de la partidocracia y un pragmatismo muy tradicional en el ejercicio del poder como gobernador del estado de Nuevo León.

A la izquierda de todo el espectro partidario, la candidata indígena zapatista, Marichuy Patricio, busca aprovechar la coyuntura para revitalizar y dar consistencia y proyección a las luchas que, en particular desde los territorios y las comunidades indígenas, están resistiendo el despojo de los bienes comunes que se expresa en megaproyectos que devastan entornos rurales y urbanos. El discurso anticapitalista de Marichuy convoca a organizar la resistencia y la lucha a las clases subalternas agraviadas por el desmantelamiento de derechos sociales por las reformas educativa y energética, y la reciente Ley de Seguridad Interior. A diferencia de la Otra Campaña de 2006, organizada por el zapatismo en un contexto más desfavorable en términos de oportunidades y correlación de fuerzas, el tono de la precampaña de Marichuy es marcadamente defensivo y de resistencia. El ambiente adverso y la pérdida de influencia del zapatismo hacen que inclusive la recolección de las 800.000 firmas necesarias para inscribirse como candidata independiente se está revelando un escollo difícilmente superable.

Esta pléyade multicolor de candidatos parece anunciar una dispersión del voto opositor que favorecerá inexorablemente al PRI que, por lo demás, es el único verdadero partido nacional, ya que el PAN tradicionalmente no alcanza a tener una presencia importante en algunos estados del centro-sur-oeste mientras que PRD y Morena no tienen fuerza significativa en varias entidades del norte.

No obstante, el PRI, al final del sexenio de Peña Nieto, no tiene mucho que ofrecer y carga sobre sí gran parte de la responsabilidad histórica y política por la degradación de las condiciones de vida y convivencia que atraviesa a la sociedad mexicana. Ni el PRI de ayer ni el de hoy gozan de prestigio, pero allí se refugian grandes y pequeños intereses. Dando por descontado el apoyo de las elites y las burocracias, no va a ser fácil construir una imagen nacional-popular a su candidato «ciudadano», José Antonio Meade, un tecnócrata de apellido anglosajón, sin militancia en el PRI que fue Secretario de Hacienda con Peña Nieto pero participó también en los gobiernos panistas anteriores. Pero, al mismo tiempo los recursos del priísmo y el apoyo militante de los medios de comunicación masiva pueden confeccionar un simpático y afable Pepe Toño Meade, que se de baños de pueblo y ofrezca pan y circo por la mañana para por la tarde tranquilizar a los mercados y confabular con las confederaciones patronales, los bancos y el gobierno de Estados Unidos. No hay que olvidar que, hace solo seis años, se manufacturó a un candidato carente de todo carisma como Peña Nieto y que ni siquiera un movimiento poderoso en su contra y la juventud movilizada en el #YoSoy132 pudieron desarmar esa impostura.

En última instancia, si llegaran a fallar las operaciones de campaña –la manipulación mediática, la red de alianzas con los poderes fácticos, el uso masivo de recursos y el control clientelar del voto– queda el extremo, pero tradicional y eficaz remedio, del fraude electoral. A menos que un desborde democrático lo impida. En efecto, la historia reciente enseña que, al calor de la contienda sexenal, suelen brotar imprevisibles fenómenos extrainstitucionales. Fraudes descarados frente a la emergencia de masivos movimientos democráticos, voto del miedo frente al levantamiento zapatista, asesinato de un candidato priísta fueron algunos de los repertorios elegidos. Así, lo único que se puede prever es que, dado lo que está en juego, la disputa difícilmente quedará en los estrechos y endebles marcos de las reglas del juego electoral.



Newsletter

Suscribase al newsletter