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NUSO Nº 230 / Noviembre - Diciembre 2010

Me acuerdo

Me acuerdo

Me acuerdo del dinero.

Me acuerdo del personaje de Bohumil Hrabal que arrojaba calderilla en las aceras, para que ricos y pobres se agacharan a recogerla, como si les perteneciera.

Me acuerdo de la primera vez que me pagaron por tres libros vendidos, en una boleta rosada. Fue en una librería que no existe, en una unidad monetaria que no existe.

Me acuerdo de El Turco, el perro de dientes criminales de Honoré de Balzac, que recibía a las decenas de acreedores diarios que tenía el narrador con sus ladridos amenazantes mientras Balzac, en el piso de arriba, escribía dos o tres novelas simultáneamente para pagar esas deudas.

Me acuerdo de la sentencia de Elizabeth Costello: «Si aceptas el dinero, también tienes que aceptar el espectáculo».

Me acuerdo de una advertencia a los funcionarios del Estado de Benjamín Franklin: «El primer error que se comete en los negocios públicos es consagrarse a ellos».Me acuerdo de las cartas lastimeras de Edgar Allan Poe a su madrastra, y a veces incluso al padrastro, donde les pide que por favor le envíen dinero.

Me acuerdo de los siete empleos que tuvo que aceptar Mario Vargas Llosa para mantener a Julia Urquidi, su primera esposa.

Me acuerdo de que Charles Dickens dejó al morir, en 1870, propiedades valoradas en 80.000 libras, el equivalente a 8,3 millones de euros. Arthur Conan Doyle, a su muerte en 1931, dejó lo que a día de hoy serían 3,6 millones de euros. Lewis Carroll, quien murió en 1898, dejó 4.145 libras, equivalente a 538.500 euros.

Me acuerdo de que a Michael Chabon le ofrecieron un adelanto, muy generoso, por la primera frase de una novela que aún no había escrito.

Me acuerdo de que Anton Chéjov decidió convertirse en médico rural para paliar así la mala conciencia que le daba ganar tanto dinero con sus obras de teatro.

Me acuerdo de la primera vez que me rechazaron para una beca en una residencia literaria en Berlín.

Me acuerdo del narrador peruano Manuel Scorza, invitado a un encuentro de escritores en Argentina, donde habían publicado una novela suya y supuestamente le adeudaban regalías, quien cuando fue invitado a dar su testimonio anunció: «No traigo una palabra, traigo una cuenta».

Me acuerdo de un mendigo que cada vez que recibía una moneda, la mordía.

Me acuerdo de que había un programa de TV llamado El show de los libros.

Me acuerdo de Herman Hesse, quien al final de su vida le pagaba a un amigo actor para que se hiciera pasar por él y atendiera a sus lectores, dándoles siempre buenos consejos literarios.

Me acuerdo de que Lenin mandaba editar un ejemplar especial del diario Pravda para el anciano Máximo Gorki, que le era enviado todos los días a un hogar también regalado por el Estado, donde no había malas noticias.

Me acuerdo de que la única actividad literaria pública en la que Tomasi de Lampedusa participó fue un encuentro de escritores. Asistió acompañando a un primo suyo, que se las daba de poeta. La manera de vestir de ambos personajes intrascendentes, dicen quienes los recuerdan de esas veladas, era elegantemente provinciana y anacrónica.

Me acuerdo del huraño Thomas Pynchon, de quien solo se conoce una foto escolar de peinado en gomina y visibles dientes de conejo, quien aparece en un capítulo de «Los Simpson» con una bolsa de papel en la cabeza y dos aureolas recortadas en el lugar de los ojos.

Me acuerdo de Lord Byron, quien gustaba posar de aristócrata tanto como de ateo pero cuya herencia real, más allá de los títulos nobiliarios y blasones, era más bien una renta insignificante.

Me acuerdo de que, según Jesús Marchamalo, Clarice Lispector dijo alguna vez que prefería salir guapa en un periódico antes que recibir una buena crítica.

Me acuerdo de una superstición literaria que me confesó, en la década de los 90, el poeta y narrador español Benjamín Prado: cada vez que llegaba a una nueva ciudad, buscaba el primer ejemplar de un libro suyo que veía y lo compraba. En Cusco de esos años no pudo encontrar ningún ejemplar para cumplir su superstición, por cierto, aunque para ser honesto tampoco encontró ninguna librería.

Me acuerdo de una cita de Tolstoi: «El dinero es una nueva forma de esclavitud que solo se distingue de la antigua por el hecho de que es impersonal; no existe una relación humana entre amo y esclavo».

Me acuerdo de una anotación en el diario de Tolstoi: «Le pedí dinero prestado a Turguéniev y lo perdí».

Me acuerdo de una cita fabulosa que encontré de Santa Teresa de Jesús, pero no recuerdo dónde: «Rezo mejor cuando estoy cómoda».

Me acuerdo de Truman Capote (y no hay nada más que decir al respecto, porque con mencionar su nombre ya todas las anécdotas están contadas).

Me acuerdo de Camilo José Cela perdiendo póstumamente el juicio contra una autora que lo acusó de haberse robado el argumento de su novela inédita, que ella mandó al concurso Planeta cuando Cela fue jurado, para escribir La cruz de San Cristóbal.

Me acuerdo de la frase de Gabriel García Márquez: «Todos los editores son ricos, y todos los escritores son pobres».

Me acuerdo de Paul Theroux que, al enterarse de que V.S. Naipaul había vendido a un comprador de libros usados el ejemplar de una novela que Theroux le había dedicado, sin tener la gentileza por cierto de arrancar la dedicatoria, decidió escribir un libro para desnudar la maldad del Premio Nobel indio titulado La sombra de Naipaul.

Me acuerdo del escritor japonés Ryu Murakami, quien editó su nueva novela exclusivamente para usuarios de iTunes.

Me acuerdo de Fogwill diciendo sobre la novela El pasado de Alan Pauls, en la que se identifica a sí mismo como personaje: «él hace un parricidio malo, porque a lo largo de todo eso, hace la misma operación de Borges: que los mocasines, que la modernidad, que la droga, que esto, que lo otro, que el yate, que la regata Río de Janeiro-Ciudad del Cabo. Todo eso. Y en ningún momento dice que yo escribo mejor que él. Y eso es lo primero que tendría que decir».

Me acuerdo de un poeta peruano al cual, en un show de televisión, le regalaron una máquina de escribir eléctrica y un pliego de papel donde una academia literaria lo nominaba oficialmente al Premio Nobel.

Me acuerdo de Anton Chéjov escribiendo cuentos por encargo, por los que recibía la modestísima suma de cinco kopecs la línea. Nunca podía pasarse, además, de una cantidad de líneas determinada por la revista porque, de verse obligado a borrar una línea de más, la angurria de Chéjov le hubiera hecho sufrir pensando que perdía cinco kopecs.

Me acuerdo de las deudas de juego de Fiodor Dostoievski, que lo hicieron huir primero a barrios distintos, luego a provincias diferentes, y al final a Europa occidental.

Me acuerdo de que Julio Verne firmó un contrato con sus editores para entregar tres novelas al año.

Me acuerdo de G.K. Chesterton, quien tenía tantos problemas y una desconfianza instintiva tal contra los bancos que decidió llevar con él siempre todo su dinero repartido en cada bolsillo de su ropa, incluyendo el pequeño del chaleco.

Me acuerdo de que en la casa de infancia de Sándor Márai funcionaba un banco.

Me acuerdo de que Vladimir Nabokov había heredado, a los 17 años, un millón de dólares de un tío suyo. A los 18 años debió huir de Rusia con toda su familia, sin llevarse nada más que un baúl con las iniciales de la familia y algunas joyas escondidas en los talcos.

Me acuerdo de que cuando Vladimir Nabokov pudo al fin dejar de enseñar y vivir de las regalías de sus libros, en especial de Lolita, se fue a vivir a un hotel en Suiza con su esposa Vera y su hijo Dmitri. Rentó todo un piso para ellos. Siempre le gustaba alquilar los sitios donde vivía con su familia, sin importar el éxito o el fracaso económico. Desde que perdió sus posesiones en Rusia, nunca tuvo una propiedad inmobiliaria.

Me acuerdo de los adelantos que pedía Dostoievski a sus editores para poder mantener a la viuda de su hermano y a sí mismo.

Me acuerdo de una conferencia que dio Witold Gombrowicz en setiembre de 1947, en la librería Fray Mocho, llamada «Contra los poetas»; entre los asistentes estaba el gerente de un banco polaco afincado en Buenos Aires que le ofreció trabajo. Y Gombrowicz aceptó.

Me acuerdo de Albert Camus trabajando como agente de aduanas en Argel.

Me acuerdo de T.S. Eliot trabajando en un banco en Londres.

Me acuerdo de que James Joyce trabajó también en un banco.

Me acuerdo de que Franz Kafka trabajó en una compañía de seguros, asociada a un banco.

Me acuerdo de que Jack London trabajó buscando oro ilegalmente.

Me acuerdo de que Ezra Pound estaba obsesionado con la usura. Que tenía un programa de radio donde, además de alabar al fascismo, solía pedir al aire que los líderes del mundo lo recibiesen para advertirles cómo combatir la usura.Me acuerdo de Arthur Rimbaud que abandonó antes de los 20 años la poesía, sobre todo porque los poetas eran pobres, y viajó por países exóticos buscando hacerse rico. Logró una fortuna en Etiopía como traficante de armas. Murió a los 37 años por la secuela de un carcinoma en la rodilla derecha, que al final de su vida tuvo que ser amputada. Dicen que el carcinoma ocurrió porque Rimbaud soportaba demasiado peso en el lado derecho al no quererse desprender de un talego de ocho kilos (equivalente a 15.000 francos en monedas de oro) que ataba, religiosamente, todos los días a su pierna.

Me acuerdo de que James Joyce pagaba las largas jornadas de colaboraciones como secretario del joven irlandés Samuel Beckett con ropa vieja, sacos y corbatas, y a veces con algunos francos.

Me acuerdo de que Iris Murdoch, que despreciaba la televisión, terminó su vida con el mal de Alzheimer y solo la animaba ver los Teletubbies. Ella, que era tan poco materialista y despreciaba las posesiones materiales antes de la enfermedad, luego empezó a recoger basura de las calles y acumularla en su cuarto como si fueran tesoros.

Me acuerdo del narrador peruano Miguel Gutiérrez quien, luego de décadas de sostener un discurso contra las editoriales españolas y los escritores que se «venden» a ellas por un plato de lentejas, terminó publicando su obra completa en Alfaguara Perú. «Sí, es una contradicción», declaró entonces, «pero ¿qué quieren?, ¿que me muera de hambre?».

Me acuerdo de que Marcel Proust salía siempre de casa con un lirio en la levita y era el invitado de honor de todas las fiestas que se organizaban, no solo por su sentido del humor y su posición social (jamás tan buena como sus atuendos) sino porque era el árbitro de la moda en su época. Sabía qué postre era el que debía escogerse, de qué color debían vestirse los anfitriones y, sobre todo, conocía tan bien los chismes de sociedad que podía dictar qué invitado no podía sentarse al lado de qué otro invitado y por qué razones, añadiendo luego los nombres de quienes debían quedar definitivamente fuera de las listas de invitados por una temporada.

Me acuerdo de que el costoso tren de vida de Francis Scott Fizgerald dependía, económicamente, de los relatos publicados en el Saturday Evening Post o el Esquire. Le pagaban tan bien que solía dejar una bandeja llena de dinero como propina para que los empleados pudieran «servirse» a su gusto.Me acuerdo de Bruce Chatwin quien decía que, antes de saber qué quería escribir, debía saber dónde quería hacerlo. Una prestada cabaña lejana, una casa en un balneario, un yate, lugares así.

Me acuerdo de que una de las hipótesis sobre el nombre del poemario Trilce de César Vallejo dice que se debe a que el poemario costaba tres soles.

Me acuerdo cuando tenía ocho años y un borracho, mientras esperaba que le corten el pelo, ofreció pagarme un sol si le contaba el argumento de Robinson Crusoe.

Me acuerdo del espejo que tenía Marguerite Yourcenar frente a la entrada de su lujosa residencia, justo a la altura de la cabeza, así su rostro era lo primero que podía ver cuando llegaba a casa.

Me acuerdo de que Ernest Hemingway acusaba a Francis Scott Fitzgerald de escribir buenos cuentos en una primera versión, y luego reescribirlos y editarlos, buscándoles siempre el lado comercial, para que le paguen más en las revistas donde los editaba.

Me acuerdo de Gatsby comparando los ojos de Daisy con monedas de oro.

Me acuerdo de Carmen Balcells, el boom y las fotos en blanco y negro de los años de apogeo de los escritores latinoamericanos en Barcelona.

Me acuerdo de que, a pesar de que Roberto Bolaño dejó como albacea literario a Ignacio Echevarría y este publicó todo lo inédito, cuando la viuda de Bolaño cambió de agente este encontró una novela inédita llamada El Tercer Reich.

Me acuerdo de que al nuevo agente literario de Roberto Bolaño, Andrew Wylie, lo apodan «El Chacal».

Me acuerdo del primer escritor-industria del mundo literario, Alejandro Dumas, quien se hizo millonario y se arruinó con deudas al final de su vida. En la demencia senil, despertaba dando alaridos de temor por volverse pobre. Su hijo le dejaba monedas de centavos en los cajones de velador para tranquilizarlo. Dumas contaba las monedas con placer y luego las ordenaba en pilas antes de volver a dormir.

Me acuerdo de que Charles Dickens fue el primer escritor en hacer un book tour y cobrar por sus lecturas públicas a lo largo de Gran Bretaña. En esos recitales él representaba los papeles de todos sus personajes. Tenía groupies por todo el país. Murió millonario.

Me acuerdo de que el primer sueldo que tuvo Charles Dickens, cuando era un niño, fue por envolver potes de betún. Lo hacía durante horas en una vitrina, a vista de todos, como parte de un espectáculo que servía de publicidad para el dueño de la fábrica. Ganaba seis chelines semanales por su talento.

Me acuerdo de Fiodor Dostoievski que debió escribir su novela El jugador en 26 días, a toda marcha y a destajo, para pagar una deuda de juego.

Me acuerdo de que Robert Hirst escribió que Mark Twain sería el mejor blogger del siglo XIX, pero que Mark Twain jamás hubiera sido blogger porque no hacía nada si no le pagaban.

Me acuerdo de que Martin Amis se cambió de agente literario, y se peleó públicamente con su mejor amigo, el escritor Julian Barnes, aduciendo que necesitaba mejores adelantos para pagar sus operaciones odontológicas.

Me acuerdo de que Jonathan Franzen pidió que se sacara de la carátula de su novela Las correcciones el sticker que dice que ese libro está recomendado por Oprah. El libro fue un éxito de ventas, en parte, por ser el libro que Oprah no pudo recomendar.

Me acuerdo de las peleas entre los parientes de Stieg Larsson y su viuda por ver quién se queda con los derechos intelectuales de la saga de Larsson. Los parientes, que viven en un campo helado y perdido de Suecia y cada día ven cómo se abulta su cuenta corriente sin poder evitarlo ni entenderlo, quieren darle dos millones de euros a cambio de que no vuelva a referirse a Larsson como su «esposo».

Me acuerdo de que luego de una pelea por regalías supuestamente escamoteadas, Javier Marías devolvió el trofeo del Premio Herralde (que ganó en 1986 con El hombre sentimental) y sacó el libro de su bibliografía.

Me acuerdo del título de las memorias del editor español Mario Muchnik: Lo peor no son los autores.

Me acuerdo de Rodrigo Fresán diciendo: «Si se piensa un poco, tal vez el verdadero misterio resida no en que un escritor decida desaparecer, sino en que haya tantos escritores mostrándose demasiado».Me acuerdo de que J.K. Rowling le pidió plata prestada a una amiga para escribir el primer libro de Harry Potter y no tener que seguir buscando empleo, pues estaba en paro. Luego de unos años, le devolvió el dinero y además le regaló una casa.

Me acuerdo de J.D. Salinger ganándole un juicio por derechos de autor a un sujeto que escribió la «continuación» de El guardián entre el centeno, con un Holden Caulfield anciano y con problemas de contención urinaria.

Me acuerdo del vagabundo Charles Bukowski echando un sucio relato en el correo para ver si le caían unos dólares de una revista underground, para poder gastarlos en el hipódromo, sin saber que terminaría una década más tarde convirtiéndose en un hombre rico gracias a decenas de cuentos, poemas y novelas idénticos al primer relato.

Me acuerdo de Jaime Bayly diciéndole a la embajada peruana en España que si no le pagaban el billete en primera clase, no viajaba a Madrid para un encuentro de narradores peruanos.

Me acuerdo de que una revista le ofreció a William Faulkner 5.000 dólares para que escriba un relato sobre su vida. La respuesta de Faulkner fue una contraoferta: le ofrecía a la revista los mismos 5.000 dólares para que dejen de pedirle tonterías.

Me acuerdo de que Fernando Vallejo dijo que ofrecería el dinero del premio Rómulo Gallegos a una Sociedad Protectora de Perros Abandonados.

Me acuerdo de la «carta de autenticidad» que escribió en el 2009 Cormac McCarthy cuando puso en subasta en Christie’s su vieja Olivetti, al fin malograda, para donar lo conseguido al Santa Fe Institute: «Esta máquina de escribir fue comprada por mí en una casa de empeño en Knoxville Tennessee en el otoño de 1958. Pagué cincuenta dólares por ella. Es una Olivetti Lettera 32 y el número de serie es 2143668. No ha sido arreglada o limpiada salvo una vez que le saqué el polvo con un compresor de aire en una estación de servicio en el otoño de 2009 cuando ya estaba empezando a mostrar signos de desgaste... He tipiado sobre la máquina de escribir todos los libros que he escrito, incluyendo tres que no se han publicado aún. Incluyendo todos los borradores y correspondencia que escribí diría que han sido cerca de cinco millones de palabras a lo largo de un periodo de 50 años».Me acuerdo del narrador peruano Osvaldo Reynoso declarando en la Feria del Libro de Santiago de Chile que no está de acuerdo con las editoriales transnacionales para las cuales el libro es un negocio, luego declarando que por eso él prefiere autoeditarse y, a continuación, declarando que pasará a vender sus libros entre los asistentes.

Me acuerdo de los editores de Norman Mailer quienes, luego de diez meses de mantenerlo, le preguntaron a bocajarro: «¿Vas a darnos una novela o nos devolverás el dinero?».

Me acuerdo de que el primer libro de Mario Bellatin, Las mujeres de sal (1986), se vendió íntegramente con bonos de prepublicación antes de que se imprimiese.

Me acuerdo del prefacio al libro didáctico Suspenso de Patricia Highsmith donde, además de aconsejar cómo escribir un buen libro de suspenso, dice: «uno no siempre puede contar con su agente (…) Los agentes, como todo el mundo, pueden ser perezosos, especialmente con aquellos clientes que no están ganando demasiado dinero. De ahí que la mayoría de las veces sea el escritor quien deba tomar cartas en el asunto y pensar modos de dar a conocer su talento».

Me acuerdo de que Barbara Probst Solomon dijo alguna vez: «El dinero mantiene sujeta una novela: elimina la tentación hacia las falsas autobiografías y evita que el novelista se vuelva ‘piadoso’».

Me acuerdo de la ponencia que Zadie Smith leyó en Filadelfia, en 2001, durante el festival McSweeney’s, sobre los book tours llamada: «On the Road: American Writers and Their Hair».

Me acuerdo de que en esa ponencia Zadie Smith dijo que al escritor que estaba en gira literaria le ocurrían cuatro cosas necesariamente (y cito en inglés porque me acuerdo que todo escritor debe saber inglés):

1. The writer gains 15 pounds.

2. The writer can find a minibar within five seconds of opening a door, irrespective of wood-paneling camouflage.

3. Any original thought the writer ever had – every pretty black mark she ever made on a piece of white paper – is replaced by the endlessly reoccurring phenomena of the writer’s own name rising up at them in embossed font on the front of a book they have come to despise.

4. The writer is reduced to embracing the only creative subject she has left: writing about writing and writers. And, if she is lucky, hair.

Me acuerdo del escritor peruano de principios de siglo XX, Abraham Valdelomar, quien decía que el principal deber de un escritor en el Perú era abrirse camino evitando que los demás lo aplasten.

Me acuerdo de Homero componiendo poemas épicos según su auditorio, compuesto por colonos o guerreros.

Me acuerdo de haber oído que Jean-Paul Sartre explicitó, con mucho detenimiento, en una carta a la Academia Sueca que otorga los premios Nobel, que no podía aceptar el premio pero sí el dinero.

Me acuerdo del editor de una célebre editorial independiente peruana, quien publicó a un joven autor sin cobrarle pero pidiéndole que «compre parte de la edición» para apoyarlo. Compró 100 libros.

Me acuerdo de que un librero desembolsó 511.424 euros por una primera edición de Una temporada en el infierno, dedicada por el autor a Paul Verlaine. Cuando apareció, el libro costaba un franco. Durante su vida, Rimbaud no vendió un solo ejemplar de ese libro.

Me acuerdo de Jorge Luis Borges pidiéndole a Epifanía de Robledo, «Fanny», que fuese a buscar el dinero que guardaba entre las páginas de sus libros.

Me acuerdo de José Donoso quejándose de que la habitación que le habían asignado en la Universidad de Cornell para unas conferencias probablemente era muy inferior a la que le asignaron a Mario Vargas Llosa por el mismo asunto.

Me acuerdo de Julio Villanueva Chang que creyó que podía ser interesante hacer una crónica del dentista que atendió a Gabriel García Márquez en Cartagena.

Me acuerdo de Stephen King llorando en el suelo de su sala, con el auricular del teléfono en el oído, escuchando la cifra impresionante que le iban a pagar como adelanto de su primera novela, Carrie, mientras su hija hervía en fiebre y no tenía dinero para medicinas.

Me acuerdo de Mecenas presentándole al emperador Augusto al poeta Virgilio, con esperanza de que este le ofreciera escribir La Eneida.

Me acuerdo de que Mark Twain fue el primer escritor en aprovechar su fama y su imagen para hacer publicidad. Primero publicitó una pluma estilográfica y luego uno de los primeros modelos en máquinas de escribir.

Me acuerdo de que Jaime Bayly dijo que Alfaguara le pagó 100.000 euros por su libro anterior, que le pagó 100.000 euros por su reciente libro, y que probablemente le pagará 100.000 euros por el siguiente.

Me acuerdo de Norman Mailer escribiendo en un libro de comentarios y memorias literarias: «Pasas tu vida de trabajo como un escritor y dependes de eso: tu ingreso, tu espíritu y tu hígado están en estrecha relación con los Negocios Literarios».

Me acuerdo de los García Márquez vendiendo los últimos artefactos domésticos para pagar el envío por correo de los originales de Cien años de soledad a Argentina.

Me acuerdo de la segunda vez que me rechazaron para una beca en una residencia literaria en Berlín.

Me acuerdo de que Paul Auster escribió una novela policial, a la que llamó «novela alimentaria» para venderla fácilmente. La novela apareció luego de dos años y solo le pagaron 2.000 dólares por ella, cifra a la cual se le debió restar una serie de tributos y comisiones, quedando al final 999 dólares.

Me acuerdo de un mendigo en las calles de San Juan de Puerto Rico pidiendo caridad con un POS inalámbrico para tarjetas de crédito.

Me acuerdo de que al final de su vida Isak Dinesen, es decir la condesa Karen Blixen, solo podía alimentarse de una dieta consistente en ostras y champán.

Me acuerdo de que mientras escribía Efecto invernadero, Mario Bellatin había decidido dedicarse exclusivamente a la escritura y, por tanto, no tenía dinero; se movilizaba en bicicleta con un loro en el hombro, vivía en un cuarto 4x4 prestado y unos amigos lo alimentaban gratis en un restaurante de menú, pero siempre debía llegar al final de la hora de almuerzo.

Me acuerdo de que a Robert Louis Stevenson le gustaba escribir en tabernas de mala muerte junto al muelle, rodeado de marineros, prostitutas y delincuentes, quienes lo adoptaban amablemente llamándolo «levita de terciopelo».

Me acuerdo de un artista del Pop Art nacido en Arkansas, Joe Brainard, que en 1970 usó la técnica del collage para escribir su primer librito llamado I Remember, que apareció con el sello Angel Hair.

Me acuerdo del personaje de Bohumil Hrabal que, en pijama, colocaba parsimoniosamente un billete de cien coronas al lado de otro, por toda la alfombra de la habitación, «todo él empapado de felicidad, como un niño pequeño».

Me acuerdo de la obra de Georges Perec: Je me souviens.


En este artículo
Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 230, Noviembre - Diciembre 2010, ISSN: 0251-3552


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