¿La geografía es destino? México ante la renegociación del TLCAN
septiembre 2017
¿Qué está en juego en la renegociación del TLCAN? Los resultados del tratado, hasta ahora, están lejos tanto de las visiones más catastróficas como de los cantos de sirenas del libre comercio.
Según diversos analistas, el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) constituye uno de los acuerdos más importantes en la historia mexicana. Solo puede superarlo el antiguo tratado de Guadalupe Hidalgo de 1848 en el que México formalizó la pérdida de más de la mitad su territorio nacional en el final de la guerra con Estados Unidos. No es extraño que ambos sean acuerdos con aquel país. Como decía acertadamente Halford Mckinder: «después de todo la geografía es destino». Ahora el tratado se renegociará por presión del gobierno de Donald Trump, que viene generando tensión con México por la decisión presidencial de construir un muro fronterizo.
El TLCAN es una parte trascendental de la historia moderna de México. Es el cristal que ha magnificado las dinámicas estructurales de la economía del país desde que comenzó su apertura comercial en 1986 con su entrada al Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT, por su sigla en inglés). No obstante, al encarar la discusión sobre el TLCAN –y en especial ahora, en los tiempos de su renegociación– solemos toparnos con estudios y análisis que abundan en lugares comunes, cuando no en excesivos mitos sobre sus supuestos costos y beneficios. En realidad, el tratado ha dejado a los mexicanos menos de lo que se suele afirmar en la opinión pública y ha costado menos de lo que sus detractores suelen sostener.
Si juzgamos al acuerdo por sus propósitos originales, ha resultado exitoso. La inversión extranjera creció en más de 300% y las exportaciones en más de 800%. Ambos objetivos –la inversión extranjera y las exportaciones– tenían el propósito de aliviar un problema crónico de la economía mexicana: la escasez de divisas y los frecuentes problemas de balanza de pagos que caracterizaron la década de los años ochenta en los países que siguieron el esquema de industrialización por sustitución de importaciones. El modelo exportador en su conjunto, con la adopción de un tipo de cambio flexible, fueron en buena medida los responsables del logro de la tan anhelada y hoy presumida estabilidad macroeconómica.
Empero, lo anterior constituye una visión simplificadora e incompleta sobre el acuerdo comercial. Con el TLCAN no solo se produjo una aceleración en la apertura económica del país y su integración en la revolución de las cadenas globales de valor. También se asistió a una transformación en el concepto de desarrollo del país. De manera vertiginosa, México abandonó su política industrial tradicional –que había tenido tanto aciertos como errores– y se entregó a un nuevo modelo productivo. Según las palabras del ministro de comercio de aquella época, México tenía la mejor la política industrial al no tener ninguna política industrial.
Este proceso provocó un cambio de paradigma sobre la estrategia de desarrollo. La liberalización dejó de ser una actividad estratégica y pasó a ser un dogma para las administraciones subsecuentes. El Estado fue abandonando paulatinamente su rol en el impulso del crecimiento económico, a la vez que desterraba las políticas de inclusión. Si bien no tardaron en aparecer grandes ganadores del acuerdo –entre los que se destacaban sectores manufactureros de alta tecnología como el automotriz y más recientemente el aeroespacial–, también aparecieron sus grandes perdedores, entre los que se ubicaron los diversos trabajadores del campo mexicano. Si bien este era un resultado predecible del comercio internacional, el caso mexicano tenía un aditamento: los ganadores y perdedores siempre fueron los mismos. Los efectos distributivos del comercio han sido largamente ignorados desde el comienzo del tratado hasta el presente.
Si se analiza con detenimiento, es fácilmente reconocible que México ha tenido resultados mixtos en relación al TLCAN. Ha ganado al transformarse en una potencia exportadora que creó millones de empleos (entre 4 y 6 millones que dependen del comercio en la región). Pero incluso en el marco de esos beneficios existen cuestiones debatibles. El costo de la mano de obra del sector automotriz es ilustrativo al respecto. Mientras que en Canadá y EEUU el salario promedio de los operarios de la industria automotriz se ha incrementado en alrededor de 10 dólares la hora de acuerdo a datos del departamento del trabajo estadounidense, en México solo se han incrementado 2 dólares. Es un incremento que no se corresponde con las mejoras de productividad y que muestra el enorme desequilibrio de México en términos de la distribución funcional del ingreso. En México, el capital captura alrededor del 70% de las ganancias y el salario apenas un 30%. México es un caso atípico para los estándares internacionales. Una economía que exporta como pocas economías en el mundo y que crece a un ritmo más parecido a las economías del siglo XIX que a la de una economía en desarrollo en el siglo XX o XXI.
Dejando atrás este contexto, la renegociación del tratado es técnica y políticamente complicada. México parte en desventaja pues, desde la perspectiva de EEUU, la negociación parece un asunto más político que económico. Ahora mismo, está centrada en ideas absurdas como la disminución de déficits bilaterales y otras políticas que resultan o parecen más propias del mercantilismo del siglo XVIII que de las dinámicas de la economía global de nuestro tiempo. En este contexto muy peculiar, los principales campos de batalla parecen estar justo alrededor de capítulos centrales del acuerdo como el 19 sobre cómo procesar las controversias por comercio desleal, el 20 sobre mecanismos de resolución de conflictos Estado-Estado, el 12 sobre conflictos inversionista-Estado y el famoso capítulo 11 de protección de inversiones.
Todos estos capítulos tienen una marcada relevancia dado que constituyen, en su mayoría, líneas defensivas para México. Es decir, son aquellos en los que México busca producir mejoras pero no ceder en el terreno ganado. Al mismo tiempo, otras líneas de batalla en temas de contenido regional se dibujan con potenciales repercusiones sobre los sectores que se han beneficiado del tratado, como el automotriz. Una mala negociación en estos términos, que deje reglas de origen demasiado altas o incorpore reglas de contenido nacional podría acabar expulsando más empleos de las cadenas de valor que los que pretende conservar EEUU, un efecto que sería perjudicial para toda la región.
En un escenario así, probablemente sería mejor no tener un acuerdo a tener un mal acuerdo. Después de todo, las reglas de la Organización Mundial de Comercio (OMC) no son tan desfavorables y en algunos casos –como la ausencia del capítulo de protección de inversiones– resultaría potencialmente beneficiosa para México. Hasta ahora, se sabe relativamente poco sobre el rumbo de las negociaciones. Sin embargo, es reconocido que los asuntos laborales parecen ser un gran obstáculo y que otros como la propiedad intelectual también podrían serlo. Es notable que México sea el que se resista el alza salarial, sosteniendo la vieja idea de que los bajos salarios serán la fuente de su competitividad –y no otros aspectos como su capital humano–. Recordando al célebre historiador económico Robert Allen en su recuento sobre la revolución industrial y sus causas, los altos salarios hacen posible y viable la mayor inversión en educación y con ello favorecen el cambio tecnológico y las ganancias de productividad.
México haría bien en dimensionar de forma correcta los impactos del tratado construyendo un «plan B». Al menos, debería considerar y discutir públicamente cuáles son los costos y beneficios de la renegociación y que pasaría de no llegar a un acuerdo. Son muchos quienes piensan que su peor efecto sería en términos de incertidumbre de corto plazo más que de consecuencias en la estructura de la economía.
Si México opta por modernizar el acuerdo, debe hacerlo dándole seriedad a los temas laborales, incluyendo la garantía de sindicatos libres que les den fuerza de negociación a los trabajadores y que permitan la convergencia salarial al largo plazo. A un arreglo de movilidad laboral en la región y la integración de sus mercados laborales y a las cuestiones ambientales, quizá exigiendo que EEUU detenga el dumping ambiental que representará su salida del Acuerdo de París.
Un TLCAN 2.0 no debe ser un TPP 2.0: debe ser un acuerdo que le garantice oportunidades a aquellos que nunca se han beneficiado del acuerdo. De lo contrario, seguirá imperando el mismo paradigma de desarrollo. Y los resultados, por supuesto, no serán distintos.