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NUSO Nº 220 / Marzo - Abril 2009

La canción del pirata

La canción del pirata

El día en que el editor de una revista ofreció pagarme un texto con un paquete de películas pirata a elegir de entre una lista de 2.000 títulos, supe que el triunfo del comercio ilegal en México no era una mera posibilidad estadística, sino el futuro de nuestra civilización. Algunos podrán descalificarme como comentador de este tema justamente por la resignación con que me le acerco. Pero mi resignación, me parece, está justificada.

En México las empresas productoras de bienes y servicios pierden cada año alrededor de 1.200 millones de dólares por la venta de imitaciones; es decir, en pesos y al fluctuante cambio actual, más o menos unos 17.500 millones al año. Por encima de esa cifra macro que puede querer decir mucho o nada, hablemos de los números del comercio real, el de las calles: ocho de cada diez películas; siete de cada diez CD musicales; 6,5 de cada diez programas informáticos; seis de cada diez sistemas de televisión por cable; tres de cada diez de televisión por satélite; cinco de cada diez prendas de vestir; tres de cada diez libros; dos de cada tres pares de zapatos tenis; tres de cada diez botellas de vinos y licores; la mitad de las telas comercializadas en México y de 20% a 40% de las joyas vendidas en el país son productos pirata.

Según una encuesta de Amcham difundida por la agencia Notimex en noviembre de 2008, 76% de los mexicanos adquirieron algún producto pirata durante el último año. Existe, claro, quien se niega a adquirir imitaciones. Pero sus razones, generalmente éticas o de estatus, no resisten la menor revisión desde el punto de vista económico. Porque, pese a las insistentes campañas del gobierno que la desautorizan, la piratería no es sino la trampa en la que el capitalismo cae llevado por su misma lógica (aunque la frase suene a vulgata marxista): ¿cómo podría un consumidor resistirse a una serie de productos que pueden llegar a dar el mismo grado de satisfacción que los originales, pero a un precio sustancialmente menor y, en no pocas ocasiones, con una mayor variedad y disponibilidad que las del prototipo?

A la vez, el hecho es que la piratería mexicana se ha refinado. Lejanos quedaron los tiempos en que los tenis «Nike» o «Reebok» medraban en tianguis y mercados; lejanos también los que vieron nacer y decaer a los bolsos «Luis Vuitton» o las películas tomadas con cámara vacilante directamente de una proyección y en las cuales no era inhabitual ver las cabezas y los hombros de los espectadores, percibir susurros, risas y aplausos y hasta escuchar cómo se mascaban palomitas… Antiguo objeto de chiste y escarnio social más que de comercio a gran escala, la vieja piratería se ha sintonizado estupendamente con la lógica del mercado actual. En un mundo comercial en que la imagen ha ganado la partida al contenido, las imitaciones, como anticipaba Guy Debord en otro contexto, han terminado por ser preferidas a los originales.

Los ejemplos del porqué están al alcance del anecdotario de cualquiera. Hay tenis pirata de mejor calidad y diseño que los originales. Hay ropa indistinguible de la de marca, a la que basta una etiqueta para certificar su confección. Hay colecciones de DVD que no pueden prescindir de las traducciones y hasta las reediciones que los piratas ponen en circulación cuando las tiendas «oficiales» son incapaces de cubrir la demanda. Hay libros imposibles de encontrar si no es bajándolos de internet.

Es bien sabido que en las estaciones del metro en la Ciudad de México, así como en tianguis de todo el país, circularon traducciones de los diferentes volúmenes de Harry Potter meses antes de que la oficial apareciera en las mesas de novedades de las librerías. Vamos: cualquiera que desembolse 50 pesos puede adquirir en los mismos lugares un DVD con los archivos en formato Word o pdf de cientos de libros de todos los géneros y las épocas.

De muy poco, si es que de algo, han servido los mensajes públicos (ora amenazantes, ora lacrimógenos) con los que las autoridades pretenden hacer sentir culpables a los ciudadanos por adquirir productos pirata. Decirle a un padre de familia que está enseñando a sus hijos a robar al comprarles películas pirata parece poco eficiente cuando llevar al cine (boletos y palomitas incluidos) a esos mismos hijos está económicamente fuera del alcance de una parte considerable de la población. Amenazar a los piratas con penas de cárcel y multas fabulosas parece poco efectivo en un país en que la justicia se encuentra reiteradamente bajo sospecha y en el que tantos delincuentes han salido victoriosos de acusaciones judiciales que parecían irrefutables.

Además, los mensajes pasan por alto que los mayores consumidores y hasta productores de piratería del futuro no son tétricos mercachifles, sino jóvenes de cierto nivel intelectual. Porque es justamente la red global el mecanismo con el que la piratería ha dado su paso mayor hacia lo que, supongo, será su victoria sin paliativos sobre el comercio formal. Y es que internet ofrece a cualquiera con dos ochavos de conocimientos informáticos la posibilidad de convertirse en su propio pirata.

La escurridiza cultura, como en los tiempos en que Gutenberg desquició el reparto tradicional del conocimiento con la invención de la imprenta de tipos móviles, constituye la frontera final de la piratería, la de más largo alcance.

Vaya: uno no puede hacerse sus propios zapatos tenis, ni confeccionar sus propias sábanas ni mezclar con fortuna su propio perfume. Pero sí que puede hacerse de una biblioteca virtual de lo más respetable, de una videoteca de envidia y de una colección de música asombrosa con tan solo saberse mover en la red. Y con un costo que ha pasado de lo accesible a lo simbólico. Con pagar la conexión al módem es suficiente. ¿Comercio envilecido hasta convertir al cliente en ladrón o la forma más perfecta de mercado, la que no implica el intercambio de dinero?

Expongo esas dudas a Pablo, un joven pero experimentado pirata informático, que pasó de vender discos y DVD en los tianguis a distribuir gratuitamente música, libros y películas en red mediante un blog:

Nadie parece darse cuenta de que la red es el mercado del futuro. Uno da un pago bajo y genérico para entrar a ella, y a partir de eso es capaz de convertirse en dueño de una cantidad ilimitada de información. No cabe duda de que el mercado no va a estar contento con ello y que lo va a limitar y prohibir, pero el hecho es que, hasta ahora, el libre intercambio de información le ha ganado la batalla al mercado cada vez. Para cuando prohíban los mecanismos de intercambio que ahora existen, habrá otros nuevos, mejores.

Al optimismo de Pablo, que dejó el mercado ilegal para pasarse a un tipo de piratería que podríamos describir como «evangélico», se opone el realismo de Mayra, vendedora de películas en un mercado de Guadalajara:

Nosotros solo distribuimos lo que nos mandan los fuertes del negocio, que están en el DF [Ciudad de México]. Y ellos no lo cruzan del otro lado [Estados Unidos], porque lo bajan de internet. Los piratas realmente fuertes no son los comerciantes de películas, sino los distribuidores de ropa y de zapatos y aparatos. Y ellos muchas veces tienen contactos con las mismas empresas. A veces se vende como mercancía pirata una que es nomás mercancía original vieja o ya pasada de moda, para rematarla. A veces prueban si un producto va a pegar [tener éxito] y lo sacan antes como piratería. Y si pega, pues lo sacan mejorado. La gente del dinero es la misma, toda.

Así, pues, la piratería podría no ser el virus que cambie al capitalismo, sino algo que conforme con él algo más parecido a aquella vieja imagen de los tratados de alquimia: la serpiente que se muerde la propia cola. Vaya: el mercado colándose hasta los terrenos en donde parecería estar impedido de entrar. Vaya: el mismo viejo comercio, jugando bajo unas (pocas) reglas nuevas.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 220, Marzo - Abril 2009, ISSN: 0251-3552


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