Entradas y salidas para armar la Bogotá ciudadana
Nueva Sociedad 231 / Enero - Febrero 2011
En el resurgimiento urbano y cultural, Bogotá se ha colombianizado. Esto implica que deja de ser la ciudad encerrada en supuestos «auténticos» para dar paso a las múltiples culturas, estilos, etnias, culinarias, sones, mezclas cromáticas y hasta creencias que la habitan y que, a su vez, representan la vasta y compleja polifonía nacional. El artículo indaga las esperanzas y frustraciones de Bogotá, sus miedos y sus perspectivas de futuro, a través de un prisma que combina innovaciones en infraestructura urbana, nuevas modas musicales y hasta antiguos olores.
Un poeta
En el poeta bogotano José Asunción Silva se reconoce la entrada a la modernidad de las letras colombianas al permitirnos pasar del verso rancio, costumbrista y retorista de sus antepasados, a uno musical, desprendido de calificativos innecesarios y cargado de belleza y misterio. En la introducción a una de las primeras obras completas de José Asunción Silva, solicitada en 1915 al filósofo y pensador español Miguel de Unamuno, este escribió con evidente reconocimiento al poeta americano: «No puede decirse que diga alguna cosa. Silva canta, como un pájaro triste que siente el advenimiento de la muerte a la hora en que se acuesta el sol»1. ¿Qué le ha dejado a la cultura bogotana y colombiana Silva, aquel joven que muere a los 31 años, el 24 de mayo de 1896, cuando ya el mundo se aprestaba a recibir el siglo XX? Nos dejó eso, cantos. Cantos poderosos en su ritmo que metieron nuestra cultura en otro tiempo. He aquí su melodía para estar a la par con quienes lo reconocen como símbolo bogotano de sus letras: «¡Oh la sombra de los cuerpos que se juntan con las sombras de las almas! ¡Oh las sombras que se buscan en las noches de tristezas y de lágrimas!».
Quizá sean los versos más repetidos durante 100 años en Bogotá y desde estas tierras en eco por los espíritus universales que reconocen en el poeta bogotano a uno de los impulsores y creadores modernos del canto de la poesía y las letras. Bien se admite que el «Nocturno» de Silva provoca tal avance en la ciudad lírica de la lengua castellana desde Bogotá, como lo provoca para el inglés de Estados Unidos «El cuervo» de Edgar A. Poe. Ese gran poema nocturno que se relaciona profundamente con la vieja Bogotá gris, escrito durante una agónica y corta vida por manos tan delicadas que sin embargo pudieron dispararse el tiro mortal –dijo el otro poeta, Pablo Neruda–, abre las puertas de terciopelo de un castellano del cual siempre se ha sentido orgullosa Bogotá, magnífico y tenebroso, de un idioma hispano nunca antes usado de ese modo, conducido por un ángel nocturno desde el bogotanísimo barrio La Candelaria, donde se inicia esta urbe de la mano de los constructores españoles en 1538.
Son esos magníficos versos que repetimos los bogotanos cuando estamos tristes y alegres, cuando queremos y estamos enamorados, o cuando huimos aterrorizados ante la noche y la muerte. Con esos versos extraños, pero sin duda nuevos, frescos y juveniles, se despide Bogotá del siglo XIX, de un mundo más pastoril y campesino, y entra en otra lírica urbana que se abre al nacimiento de un siglo XX que traerá a la nación industria, maquinaria, ciudades, carreteras, nuevos medios de comunicación, progreso económico. Pero también guerras, muertes, luchas contra narcotraficantes, bombas, ataques guerrilleros a la infraestructura pública, odios entre partidos, descomposición social, corrupción de los políticos y venganzas sin fin que se extienden por toda la centuria e ingresan aún desafiantes al nuevo milenio del siglo XXI.
Un magnicidio
Desde nuestro enfoque del estudio de los imaginarios urbanos, hay cualidades determinantes en cada ciudad que la condensan y cualifican. El trazado de una ciudad es cualidad, también lo son sus letras, sus sensaciones, sus escalas cromáticas, sus sonidos, sus sitios, sus historias. Y entre todas hay una que más cualifica a Bogotá como materia cultural. Sobrevive en una gran herida colectiva: un magnicidio que le ha impreso un carácter y, no obstante sus funestas consecuencias, la hizo nacer como ciudad moderna: el asesinato del gran líder mestizo Jorge Eliécer Gaitán el 12 de abril de 1948.
El asesinato de Gaitán constituyó un sacrificio sin el consiguiente perdón social, que podría ser el destino hasta generoso de un magnicidio para una comunidad. Si lo que el sacrificio fija en el rito es la esperanza, querría decir que apunta a establecer la posibilidad colectiva de canalizar la violencia. Al no construirse esos canales, aparece en su lugar la culpabilidad colectiva que, sostenida en el tiempo, hace aparecer otra figura: la víctima siguiente. La otra víctima que repite el círculo maldito donde cualquiera que pretenda darle salida puede ser la siguiente presa. Gaitán se revela en los espíritus bogotanos como su fantasma errante que atraviesa toda la segunda mitad del siglo XX. Pagar la culpa por semejante magnicidio es una deuda todavía en proceso. Pero suenan campanas en el nuevo milenio que algo nos anuncian para despertar del penoso duelo. Por medio del sacrificio fundamentador se da acceso a la culpa, pero también a los ritos de liberación para redimirse de ella.
Trazados de ciudad y arquitectos
Bogotá ha tenido en su historia varios trazados, pero en especial debemos recordar dos para comprender sus cualidades físicas actuales. El primero, con el cual nace la ciudad hace más de 450 años (se fundó en 1538), sigue la cuadrícula hispánica sobre un centro donde se ubican los poderes civiles y religiosos, a partir del cual se construyen las manzanas en forma de cuadrados y en el que domina la construcción en teja y ladrillo; cada uno de sus cuatro lados se llama «cuadra». El segundo, por encargo que se hizo al reconocido arquitecto suizo Le Corbusier –quien fue invitado a Bogotá en 1947–, concibe una ciudad de bulevares que darían rotación y ligereza al tránsito vehicular. Se invitó a Le Corbusier para que realizara un plan piloto de Bogotá y su llegada coincide con el periodo del asesinato de Gaitán.
Esos dos trazados todavía operan como los criterios determinantes de la concepción física y así, en su mayor parte, Bogotá es recorrible por manzanas cuadradas con una numeración progresiva de sur a norte, a partir de la calle primera, y de Oriente a Occidente. Las vías paralelas a sus cerros al Oriente se llaman «carreras» y van de Sur a Norte, y las perpendiculares se denominan «calles» y circulan de Oriente a Occidente. En Bogotá, por esto mismo, se sube y baja, según nos alejemos de los cerros yendo a Occidente, hacia el Aeropuerto Eldorado, o nos acerquemos cuando estamos escalando hacia los dos cerros que la enmarcan y la nombran: Monserrate, su iglesia, y Guadalupe, la escultura de una inmensa virgen blanca. La presencia de Le Corbusier en Bogotá durante los años 50, luego del vandalismo ocasionado por el asesinato del líder Gaitán, que incendió y destruyó parte importante de la arquitectura del centro de la ciudad, dejó hechos positivos como la Oficina de Planes Reguladores para que los arquitectos se comprometieran con un desarrollo armónico de la ciudad y en la construcción integral de planes de vías.
No obstante, es en las décadas de los 70 y 80 cuando aparecen dos arquitectos llamados a proponer una arquitectura moderna, pero dentro de parámetros locales, aprovechando la bella geografía bogotana, la tradición de materiales como el ladrillo o la guadua y su historia arquitectónica, desde ciertos rudimentos indígenas o negros, siguiendo la influencia española, francesa e inglesa. Se trata de Germán Samper y Rogelio Salmona. Samper, luego de colaborar con Le Corbusier, regresa al país para plantear una arquitectura de fachadas salientes y usos extensos de colores y curvas irregulares. Salmona, por su parte, considerado por muchos el gran arquitecto del país (murió recientemente, en enero de 2008), también fue colaborador de Le Corbusier y realizó su monumental obra Torres del Parque, en el Centro Internacional de Bogotá, con ejemplar respeto tanto por el entorno paisajístico natural –los cerros– como por el entorno urbano –sus alrededores, como la Plaza de Toros–, y con un uso delicado del ladrillo; un ambiente dirigido a permitir agradables caminatas por el Parque de la Independencia. Las hoy llamadas Torres de Salmona pasaron a ser consideradas un verdadero aporte colombiano al patrimonio universal de la arquitectura, no solo en construcción sino en diseño urbano. Estas torres ganan en popularidad y aceptación hasta el punto de que los ciudadanos las reconocen como propias y las califican como uno de los espacios urbanos que identifican la ciudad2, y reconocen también en ellas el inicio del gran intento de la Bogotá actual por ampliar los espacios públicos y dotar a algunas de sus calles de un uso especial para transeúntes, como ocurre con las ciclovías.
Clima frío de montaña, ambiente caribe de la costa
Bogotá es una ciudad nublada, y sus cerros –termómetro natural para pronosticar el tiempo– muchas veces se oscurecen y se tornan grises apenas despuntando el día, y dan lugar a oscuros nubarrones que recorren la ciudad por los aires, distrayéndola con sus extraños dibujos. Al indagar por el clima, en su mayoría, los bogotanos aún consideran la ciudad fría y gris. El frío en calidad de emblema dominante en la percepción del medio ambiente de la ciudad tiene explicación para quienes llegan a vivirla. Gabriel García Márquez hizo popular la imagen del hombre de tierra caliente que llega a Bogotá (en su caso, en los años 50) y casi «muere de frío», por lo que debe usar abrigo y sombrero. No porque Bogotá sea tan fría (13 grados centígrados es su media de temperatura), sino porque llueve constantemente: en el año 2000 llovió 140 días, en el siguiente fueron 188 y, en promedio en la última década, 1523. Cuando se preguntó a los bogotanos por la representación de su carácter en relación con el clima, de nuevo aparecieron dos puntas en las escalas positivas y negativas: en la escala negativa, Bogotá es melancólica; en la escala positiva, es serena. Si hacemos esta proyección fantasmagórica tenemos esta ecuación:Bogotá gris = + melancólica + serena + temible
Dibujamos entonces la imagen de una ciudad en realidad fría. Para 70,7% de los consultados en nuestra investigación es fría. Pero algo y mucho cambia en el restante 30%, que sin excepción corresponde a una proyección de futuro por tratarse de una población joven –tanto hombres como mujeres– y, en su mayoría (88%), que provienen de afuera de la ciudad, o sea, migrantes internos del país. En este caso han nacido nuevos colores para su representación: el amarillo y el rojo. Estos jóvenes son los mismos que disfrutan de la música vallenata proveniente de la costa atlántica, de la salsa que proviene de Cali desde la costa pacífica –al occidente del país–, o de Cuba o de las Antillas, que escuchan rock en español o internacional, que siguen el pop de Shakira o de Madonna, que llenan los espectáculos de Carlos Vives y Alejandro Sanz o Juanes. La relación entre música y color de la ciudad es un hecho notable de mediación de sus espacios de convivencia pues, como lo hemos podido comprobar, los seguidores de esos ritmos bailables ven a Bogotá coloreada mientras los otros, adultos y mayores o nacidos en la ciudad con dos generaciones, la encuentran gris. Así las cosas, se puede afirmar con tranquilidad que el color de todas las ciudades corresponde a una construcción cultural. Entonces, en Bogotá la ecuación tiende a cambiar por el siguiente teorema:
Bogotá amarilla y roja = + cálida + optimista + segura
Consultamos un estudio paralelo sobre el castellano hablado en Bogotá4 y encontramos algo para corroborar lo dicho. En una muestra de 487 personas, al preguntárseles por el género del epíteto frío/fría referido a Bogotá, 79,35% de las mujeres lo nombró masculino: Bogotá es frío. Mientras que, al contrario, 66,8% de los hombres lo dijo en femenino, fría: Bogotá es fría. Algo así como que se le otorga el género al objeto referido de acuerdo con el sexo opuesto. Y las mujeres que sienten a Bogotá frío, en su mayoría, son inmigrantes de otras regiones de la capital o son personas mayores y más bien de solo educación primaria. Al contrario, en la Bogotá fría predominan los hombres, ciudadanos nativos, y son personas con mayor educación formal.
Si admitimos la relación, por lo demás ya marcada por escritores o artistas como Wassily Kandinsky5, de sinestesia perceptiva y de mediación entre música y color de la ciudad –pues el sonido ideal se modifica por asociación con otras formas–, debemos entonces preguntarnos sobre la elección de los géneros musicales en relación con Bogotá. En este caso nos ha parecido significativo entender esta sinestesia desde el punto de vista de las edades y las clases sociales de los entrevistados6. Se puede hacer una entrada general: la música folclórica y colombiana de la costa atlántica es la preferida por las personas adultas y mayores, mientras que el vallenato y el reguetón caribeño, la salsa de Cali y la cubana, al igual que el rock en español y el de EEUU, son los preferidos por jóvenes de entre 13 y 24 años.
Dentro de los jóvenes, en especial de clases altas, se encuentran marcaciones por el rap, al contrario de una idea general de que son los sectores populares sus mayores cultivadores. El rock alternativo tipo tecno lo prefieren los sectores altos, mientras que el alternativo tipo trance va para sectores medios y populares. Las rancheras (ritmos mexicanos) resultaron ser la música de los sectores populares; la salsa y la música de protesta son de los jóvenes de clase media, en especial de formación universitaria, pero esos mismos jóvenes, en particular en las noches bogotanas, vienen en los últimos años intensificando la música electrónica y el reguetón caribe. La música folclórica tradicional de influencia española, como el bambuco, se va para sectores medios y altos, pero mayores, y se puede decir que en todas las clases y edades hay identificación con ritmos como la cumbia y, en especial, el vallenato. Se puede afirmar así que el vallenato y el rock constituyen las músicas más escuchadas y que definen la ciudad de hoy en el nuevo milenio. De ahí parte la tendencia a que el mismo color de Bogotá se esté transformando, desde el gris de los adultos hacia ondas cromáticas más vivas y vistosas, como el amarillo y el rojo de los jóvenes y, por lo general, como dije, de ciudadanos nacidos o con origen en las provincias.
Así se puede proponer otra ecuación, que recoge esta producción imaginaria del color y la música de la Bogotá del nuevo milenio:
Bogotá Caribe = + joven + amarilla + rock y vallenato
frente a
Bogotá andina = + vieja + gris + bambuco y pasillo
De este modo, la Bogotá vieja de rolos o cachacos7 –como se denomina a los bogotanos–, triste y serena, enfrentada con la Bogotá de inmigrantes provincianos, optimistas y alegres. Entonces la Bogotá literaria, del lenguaje y los poetas, frente a la Bogotá moderna, de internet, de expansión física al Occidente –si la vemos espacialmente– y de aventureros para salir adelante, sin mayor historia en la ciudad.
En conclusión provisional, argumentamos que Bogotá va «caribeñizándose» en su ingreso al siglo XXI, y que la civilización costeña del Atlántico, de la literatura, la música y hasta el clima, y de un colorido hacia un deseado vibrante amarillo, salvaguarda a los bogotanos de su temible frío y de su lenguaje acartonado y gris. Quizá sea esta la diferencia con otras ciudades andinas del continente, como Santiago o Quito, que no tienen costas en el Atlántico. «Caribeñizarse» debe entenderse por «colombianizarse», pues la ciudad también adquiere el color y la personalidad de sus múltiples migraciones nacionales, que llegan a la capital con distintas etnias y diversos grupos culturales. Pero «caribe» es la manera visual de decir, dentro del mapa del país, que su ambiente físico y cultural se calienta. Es tan fuerte el imaginario caribe de Bogotá, que no es extraño encontrar a extranjeros que llegan a la ciudad, situada a 2.600 metros sobre el mar, listos para enfrentarla con gafas de sol ardiente y con trajes como para las cálidas playas de Cartagena o Santa Marta.
Seis emblemas
Termino estas notas con una evocación de seis de los emblemas construidos por la ciudadanía para abordar de modo afectivo su ciudad actual. Llamo emblemas a los objetos que representan, de modo altamente cualificado, un imaginario ciudadano, y entiendo por imaginarios urbanos la expresión de sentimientos colectivos que producen asombro social en su percepción desde una dimensión estética; por tanto, percibir bajo un estado imaginario no es solo un ejercicio de la cognición sino de los sentires y los deseos.
He seleccionado seis de los emblemas dominantes de la ciudad, y concluyo con una radiografía emblemática que busca recoger en una imagen evocativa a la Bogotá de hoy.
Anhelo cumplido: ciudad verde, espacio y servicios públicos. En la memoria de los años del nuevo milenio8 se puede decir que los ciudadanos hacen un reconocimiento colectivo a la recuperación del espacio público, asociada a dos de sus alcaldes, Enrique Peñalosa (1998-2001) y Antanas Mockus (2001-2004), y a la realización de distintas actividades para tal logro, como reorganizar el sistema de transporte, recuperar parques, organizar eventos deportivos, artísticos o culturales de gran peso en la ciudad, además de construir enormes y bien dotadas bibliotecas públicas en barrios populares y de lograr una cobertura de 100% en agua y luz y cifras cercanas en los otros servicios públicos, junto con un aumento en el consumo de electrodomésticos y de compra de bienes en más de 50% para el año 2010 respecto a tres años antes; o sea, una Bogotá más consumista. Bogotá, al terminar la década, reconoce, según el Consejo Nacional de Política Económica y Social (Conpes)9, un aumento sin precedentes en la venta de servicios (hasta constituir 60% del total de su riqueza), al tiempo que produce 42% de los ingresos del país (con 18% de la población nacional).
La Bogotá de estos años es una ciudad que aprovecha el uso de las calles y de espacios públicos, dando continuidad a las ciclovías hechas desde 1988 y que han sido parte fundamental del imaginario de Bogotá «como tierra caliente y costeña». Distintos eventos masivos aumentan la percepción del espacio público, tales como rock, ópera, jazz o ballet, conciertos de música caribeña, la llegada de varias nuevas salas de cine en centros comerciales, la construcción de Maloka (centro de arte y tecnología) en el occidente de la ciudad, la reconstrucción de la zona más deprimida de la ciudad, el Cartucho, o la creación del sistema de transporte Transmilenio, que vino a sobreponerse al deseo de metro de los habitantes de la ciudad. Es una ciudad, en fin, más optimista, que siente menos inseguridad, orgullosa de varios de sus sitios, a lo cual contribuyeron las campañas oficiales exhibidas por la televisión, que muestran a Bogotá al lado de las ciudades más importantes de América en posibilidades de ofertas culturales, comerciales y turísticas.
La Bogotá de 2010 alcanza 15 metros cuadrados de zonas verdes por habitante, cuando 10 años antes eran solo 3, y se ubica así entre las cinco ciudades más verdes de la región, luego de Curitiba, Río de Janeiro, Belo Horizonte y Brasilia10. A partir de 2001 se concibió un plan para dotarla de 400 parques de barrio –17 zonales y 7 metropolitanos–, que constituyó la primera fase del proyecto, ya concluida, mientras la segunda prevé similares medidas. Ya se puede decir que los parques metropolitanos, para disfrute de toda la ciudad, se triplicarían, y se proyectan otros 21, con lo que se ganará en lugares de encuentro colectivo, mejor aire y belleza paisajística.
Esa Bogotá de los parques es todavía una novedad llena de poder imaginario. Los ciudadanos, cuando se los interroga por sitios de paseo, de encuentro, de familia, de diversión para los domingos, han coincidido en señalar como nuevos sitios de placer el parque El Salitre y el Central Simón Bolívar, y podríamos reconocerlos como emblemas bogotanos, junto a monumentos como la Plaza de Bolívar o a sitios como el barrio colonial de La Candelaria. Ellos representan la Bogotá de los últimos diez años, con apertura al Occidente. Se quebró así la posibilidad única de crecimiento hacia el Norte que se había impuesto desde los años 50, luego del asesinato de Gaitán.
Un sentimiento: el miedo. A pesar del optimismo descrito, cuando los bogotanos expresan sus sentimientos sobre su ciudad, el más notable de todos es aún el miedo, si bien este viene reduciéndose en los últimos años, según el informe presentado por la Veeduría Distrital sobre la geografía de la muerte en Bogotá. Al examinar la tasas reales de homicidios de la década de 1990, encontramos que por cada 100.000 habitantes se pasó de 48 asesinatos en 1990 a 80 en 1993, el pico más alto, y luego la cifra fue descendiendo hasta llegar a 40 al finalizar 1999, a 34 comenzando el nuevo milenio y a 29 en 2002. Así, en el periodo 1993-1999 se observa una reducción que supera el 50% (4.164 muertes violentas)11 y al llegar a 2007-2008 baja a 17,6. Lo anterior hace que, comparativamente, Bogotá presente una situación favorable, por supuesto que en medio de la desgracia de un porcentaje todavía alto si lo comparamos con Europa (con 8,9 homicidios por cada 100.000 habitantes), pero más bajo que el promedio de América Latina (25,612). Las siguientes son las tasas de homicidios a fines de 2009: en Caracas, 210; San Salvador, 53; Jamaica, 49; Guatemala, 45,2; Honduras, 42,9. En este contexto, Colombia tiene 33,8, pero con un contraste irritante y vergonzoso entre ciudades: Bogotá, la capital, registra 19,6, mientras que Medellín marca 35 y Buenaventura, en el Pacífico y con población de origen africano, llega a 74.
Emblema olfativo: pan caliente a toda hora. Las panaderías donde se vende pan caliente a toda hora fueron reconocidas en mi investigación de 200013 como el primer lugar de encuentro ciudadano. Años después, sus olores siguen siendo reconocidos entre los favoritos de los bogotanos. Se puede decir que no hay barrio en la ciudad que no tenga varias panaderías. Es costumbre en la urbanización de la ciudad, en sectores medios y populares, que luego de construir una primera calle y unas pocas edificaciones, se abra el primer negocio, que suele ser una panadería, también llamada cafetería, lugar donde se come el pan y es posible encontrarse con los amigos y vecinos. Nunca fueron señaladas como portadoras de malos olores, ni como tristes ni peligrosas.
En las escalas de valoración se puede decir que las panaderías constituyen el escenario tradicional que más respeto y disfrute merece para los bogotanos, y cuando se invita a alguien a casa, espacio hoy preferido para hacer visitas y encuentros, se le ofrece como principal manjar unas onces a las cinco de la tarde, con pan. Este acertijo bogotano de las onces tiene su explicación. Se trata de una costumbre campesina que se adapta a la ciudad: las once corresponden a once horas luego de la levantada en el campo a las 5 de la mañana, que dan justo esa hora de la tarde. Es costumbre que todavía se mantiene y ha sido revivida por sitios públicos como Casa Medina, panaderías de Carulla, Salón de Onces Yanuba, Centro Chía, junto a otras panaderías a la salida del sur y norte de la ciudad, todas mencionadas con buenos olores. Tomar café con leche y pan a las cuatro, o un poco más tarde, cuando llega el crepúsculo, es una de las delicias de la ciudad que los adultos llaman «costumbre santafereña», recordando el tiempo en que Bogotá se llamaba Santafé. Quizás el lugar más emblemático de esa costumbre en la Bogotá vieja sea la pequeña tienda Puerta Falsa, ubicada en el barrio de La Candelaria, con 70 años de antigüedad y donde todavía se hacen viajes para disfrutar sus onces. Las panaderías bogotanas, pues, huelen delicioso, a tradición del siglo XIX, a pan caliente y a café colombiano.
Emblema espacial: ciclovías como playas. El gran escenario de diversión asociado al deporte y a los encuentros son las ciclovías bogotanas. En rigor, el Campín (estadio de fútbol), las ciclovías y el Palacio de los Deportes suman cerca de 34% de preferencias para hacer deporte, verlo o divertirse en distintos días, pero en especial los domingos. En un estudio paralelo sobre Bogotá, los ciudadanos reconocen que el aumento en su calidad de vida se da junto a un mayor acceso a la cultura, la recreación y el deporte para 76% de los encuestados, el transporte para 72% y el arreglo de parques y zonas verdes para 70%14.
Las ciclovías se han calificado en Bogotá como espacio público óptimo, que crea una sociedad más igualitaria que el automóvil, que en Bogotá tiene razones para su calificación elitista. Las ciclorrutas, por su parte, han logrado ya 400 kilómetros de ejecución. Pero esto se debe más a la participación ciudadana que a una infraestructura adecuada para el desplazamiento de ciclistas con suficiente seguridad y comodidad. De acuerdo con cifras del Instituto de Medicina Legal y Ciencias Forenses, las lesiones fatales por accidentes de tránsito en ciclistas se incrementaron 61% entre 1999 y 2000, pasando de 59 casos en 1999 a 95 en 2000. En 2001 la cifra ascendió a 102 muertes15. También se señala que todavía las bici-rutas son de particular uso masculino: los hombres suman 95% de su uso cotidiano los días entre semana, pero no los domingos, donde es igualitaria la participación. En cuanto a la edad de uso de la cicla, se observa que 41% de los usuarios tiene entre 21 y 30 años.
Junto a las ventajas de la cicla como reductora de contaminación, economía y deporte para los ciudadanos, en Bogotá la bicicleta en algo ha cumplido –y aún puede hacerlo más– el papel de civilizadora urbana. El hecho de que se use sin distinciones de clase, que se implemente cada vez más como transporte cotidiano y que los domingos sea la excusa para que los ciudadanos exhiban sus cuerpos ante los demás constituyen indicios de que la cicla puede pasar a convertirse en un emblema ciudadano. Si se logra el propósito del Plan de Desarrollo del Sistema Integral de Transporte, entonces tendríamos un fenómeno de ciudadanos por las calles pidiendo a diario sus derechos, reclamando vías, seguridad, aire y, en fin, belleza a la ciudad. La belleza como derecho ciudadano iniciada con este invento bogotano de las ciclovías.
Las ciclovías han merecido distintas metáforas, pero hay una que cala en un profundo deseo bogotano: tener playa y mar a 2.600 metros de altura. Y como ello no es posible, las ciclovías aparecen como sustitutas. Allí se va los domingos y días festivos a ver mujeres en pantalonetas, allí se camina lento y seductor y allí mismo se usan cremas para el sol, se llevan gafas negras y hasta se habla con los otros caminantes. Todo como un buen día playero, cuando se sale a disfrutar el mirar y ser mirado. Se trata de un desafío no solo al frío bogotano, sino a su carácter andino cerrado y, peor, a una dirigencia de la ciudad llena de moralismos sobre el cuerpo y atestada de un elitismo excluyente, donde el placer visual se practica a escondidas y entre unos pocos elegidos.
Emblema nocturno: un edificio de luces. Arco iris de luces de Bogotá. Así empiezan a denominar titulares de periódicos y ciudadanos a la iluminación de la Torre de Colpatria, hecha con el objetivo de que la ciudad pueda ser observada desde diferentes puntos. Este edificio, una torre de 48 pisos, luego de la iluminación se ha convertido en una nueva atracción urbana, pues desde diciembre de 1998 se ha abierto el último piso para ver Bogotá desde modernos telescopios, como los que se utilizan en otras partes del mundo y que funcionan simplemente con una moneda, como sucede en el Empire State en Nueva York o la Torre Eiffel en París. Esta edificación, debido a la instalación de colores que la recorren de arriba abajo y que cambian permanentemente, ha venido a darle un inesperado colorido al centro capitalino. Su ubicación es extraordinaria, pues está situada en la parte más vistosa del llamado Centro Internacional, colindando con los puentes de la 26 y la Iglesia Colonial de San Diego y, hacia el Oriente, con el Museo de Arte Moderno de Bogotá y los bellos cerros capitalinos. Su intervención con esas luces y los binóculos la han convertido también en atractivo turístico y, por tanto, los ciudadanos la han vuelto a mirar, descubriendo lo público desde la mirada vertical. Es un nuevo punto de vista de la ciudad y un nuevo hito que podría estar más cerca de una experiencia audiovisual.
¿Este ejercicio del arco iris bogotano es del arte o de la arquitectura? Sus fronteras han desaparecido. La seducción visual toma sitio en Bogotá con esta torre, ejercicio que se repite con la moda ciudadana de jóvenes de estratos altos de ir los fines de semana a La Calera, pequeño pueblo situado en las alturas de la sabana de Bogotá, saliendo por el Nororiente, un paseo nocturno que incluye paradas por distintos sitios para admirar desde lo alto y desde afuera las luces de la ciudad. Se da acá algo de lo que los expertos llaman «arquitectura panorámica», cuando la ciudad se mira como ensueño: comenzó quizá con el primer globo aerostático de 1858 sobre París y sigue siempre que podamos ver paisajes de la ciudad como totalidad y desde arriba.
Emblema negativo: caos vehicular y metro soñado. La apuesta de la Bogotá futura se hace desde el transporte. Sus ciudadanos, al terminar la primera década del milenio, no aguantan más el fracaso del sistema de transporte, lo que origina la compra de motos: pasamos, en los últimos siete años, de 20.000 a 120.000 motos, de 103.000 a 200.000 autos, y aparecen las bici-taxis, con más de 5.000. A su vez, los bloqueos contra el Transmilenio (TM) se dan día de por medio: se le adjudica demora, sobrecupo e inseguridad, y la percepción ciudadana cambió: de un «hermoso gusano rojo que volaba» hace diez años, cuando nació, a un tractor pesado y repleto, donde estrujan, manosean y roban, en especial celulares.
Mientras tanto, los ciudadanos siguen soñando con un metro. No se trata de una pelea entre metro y TM, pues este ya nos dio lo mejor que pudo. El caso del borde oriental de la ciudad es revelador. El TM recoge en la avenida Caracas 600.0000 pasajeros por día, pero por este sobreúso de más de 25% de sus reales posibilidades, ha reducido su velocidad en 30%. Ese borde (de la calle 1 hasta la 170 entre la Circunvalar y la NQS) moviliza 3.500.000 pasajeros por día, y en 2018, cuando Bogotá y su área metropolitana tengan 11 millones de humanos, recogerá 4.000.000. Así que el metro parecería ser el único capaz de responder con una velocidad y comodidad razonables para que la urbe no colapse en infraestructura.
Entonces, cuando los bogotanos protestan o piensan en su ciudad futura y se imaginan un cambio radical del sistema, no es caprichoso. La reciente encuesta «Bogotá Cómo Vamos»16 señala un aumento de la insatisfacción con todos sus sistemas de transporte: en 2008 era de 26% y ahora es de 37%. La insatisfacción con el TM es de 75%, y cuando se examinan las principales empresas de buen servicio, TM no aparece, pero sí lo hace cuando miramos las tres peores, junto con Mantenimiento Vial y Contraloría. Al cruzar esta información con las variables que han constituido reales conquistas en la capital, aparece lo que se ha consolidado más que en ninguna otra ciudad en la región: 100% de cobertura en agua, luz y alcantarillado. Lo peor es el transporte y la inseguridad, que vienen en picada en las últimas alcaldías.
Bogotá en una bolita
Si mirásemos a Bogotá en un círculo de 100 ciudadanos, o proyectásemos a 100 otros datos de su cultura urbana17, para el año 2010 esta sería su crucial radiografía, con sus cualidades, aciertos y retos: 54 habitantes son mujeres y 46, hombres; 6 tienen más de 65 años, 60 son menores de 30; de sus barrios por estrato económico, 94 corresponden a los más pobres y 6, a los más ricos; los 10 ciudadanos más pobres reciben 1 peso, mientras que los 10 más ricos, 54; por cada policía público hay 15 celadores privados; el agua y la luz llegan a 100, el alcantarillado a 95, y acceden a educación básica 98 niños en edad escolar, mientras que a internet, 60; de 100 accidentes, 58 involucran a peatones; los ciudadanos se movilizan así: 3 en moto, 3 en bicicleta, 6 en taxi, 4 a pie, 14 en vehículos privados, 24 en TM y 46 en otro transporte público; 70 están satisfechos con su trabajo y 78 creen que el futuro será mejor. Entre todas la capitales de América Latina, Bogotá era la más optimista desde los inicios del nuevo milenio, pero en la encuesta de junio de 2009 del Latinobarómetro ocupa lugares intermedios18, lo que sugiere una pérdida del porvenir en los imaginarios urbanos de Bogotá.
- 1. «Prólogo» en José Asunción Silva: Obras completas, Bedout, Bogotá, 1968, p. 5.
- 2. Encuestas de percepción ciudadana adelantadas para el libro Bogotá imaginada, de Armando Silva (Taurus, Bogotá, 2003).
- 3. En «Bogotá Cómo Vamos», publicación de El Tiempo, Fundación Corona, Instituto fes de Desarrollo, Cámara de Comercio de Bogotá y City tv, que registra mes a mes las transformaciones físicas y de servicios de la ciudad, en Suburbia No 6 y 7, 2001.
- 4. Joaquín Montes y Jennie Figueroa: El español hablado en Bogotá: análisis previo a su estratificación social, Instituto Caro y Cuervo, Bogotá, 1998, p. 58.
- 5. De lo espiritual en el arte, Labor, Barcelona, 1988, p. 62 y ss.
- 6. Son tres los puntos de vista dominantes en los estudios de imaginarios urbanos: género, estratos sociales y grupos de edades, además de otros seis que se tienen en cuenta en los análisis urbanos: generación en la ciudad, oficio, estudios, trabajo, lugar de vivienda y recorridos espaciales diarios. Ver A. Silva: Metodología de investigación en imaginarios urbanos: hacia el desarrollo de un urbanismo desde los ciudadanos, cab, Bogotá, 2004, pp. 35-55.
- 7. Esta figura del «cachaco» representada en distintas narrativas, cine, literatura o televisión, tiene origen etimológico en el francés de comienzos del siglo xx (Francia tuvo gran influencia cultural sobre Bogotá). «Ese tipo es de caché», suele decirse todavía. La palabra completa es cachet, incluida en algunos diccionarios como galicismo para significar estilo propio, personalidad… la calidad superior de alguna cosa; carácter, más precisamente. Y la palabra coat, que significa «abrigo» en inglés, se le unió para formar el cachet-coat, abrigo de marca que evoluciona en el término híbrido de cachaco: el bogotano antiguo, también de buena marca y estilo y de lengua bien hablada.
- 8. A. Silva: Bogotá imaginada, cit., p. 101 y ss.
- 9. Ente colombiano, adscrito a Planeación Nacional, que dictamina las políticas económicas y sus modos de financiación.
- 10. Javier Silva Herrera: «Bogotá, entre las seis ciudades más verdes de Latinoamérica» en El Tiempo, 27/11/2010, www.eltiempo.com/colombia/bogota/articulo-web-new-nota-interior-8463760.html.
- 11. A. Silva: Bogotá imaginada, cit., p. 109.
- 12. «Homicidios, problema en alza en América Latina» en El Tiempo, 18/7/2008, sección internacional, p. 19.
- 13. A. Silva: Bogotá imaginada, cit., p. 131.
- 14. «Bogotá Cómo Vamos», cit.
- 15. Juan Carlos Florez: «Ciclorrutas bogotanas», documento de trabajo para el Concejo de Bogotá, 2002, mimeo, p. 7.
- 16. Boletines 2, del año 2010.
- 17. A. Silva: «Imagined Bogotá» en Città. Architettura e società. 10. Mostra Internazionale di Architettura. La Biennale di Venezia, Fondazione La Biennale, Venecia, 2006, p. 122.
- 18. «Latinoamérica optimista a pesar de todo, Latinobarómetro anual», Santiago de Chile, en El Tiempo, 4/6/2010.