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NUSO Nº 200 / Noviembre - Diciembre 2005

«Enlatados» o modelos propios. Una hipótesis sobre el estancamiento latinoamericano

El estancamiento latinoamericano se explica por múltiples razones. Algunos requisitos básicos -mayores tasas deinversión, mejor educación y más tecnología- no se cumplen debido a graves problemas institucionales que impiden desarrollar la confianza y la credibilidad entre los ciudadanos. A modo de hipótesis, el artículo sostiene que los sucesivos fracasos en materia de desarrollo están relacionados con la poca atención que los distintos modelos han prestado a las culturas políticas y organizacionales locales, lo que hace que la población no los asuma como propios ni pueda convertirse en portadora del procesode cambio. Importados como «enlatados», esos modelos generan resistencias que permiten preservar la identidad pero perpetúan la pobreza. Entonces, ¿por qué noaprovechar los nichos y las fugas de la cultura para apalancar desde allí el desarrollo?

«Enlatados» o modelos propios. Una hipótesis sobre el estancamiento latinoamericano

Una hipótesis sobre el estancamiento latinoamericano

El estancamiento latinoamericano se explica por múltiples razones. Algunos requisitos básicos –mayores tasas de inversión, mejor educación y más tecnología– no se cumplen debido a graves problemas institucionales que impiden desarrollar la confianza y la credibilidad entre los ciudadanos. A modo de hipótesis, el artículo sostiene que los sucesivos fracasos en materia de desarrollo están relacionados con la poca atención que los distintos modelos han prestado a las culturas políticas y organizacionales locales, lo que hace que la población no los asuma como propios ni pueda convertirse en portadora del proceso de cambio. Importados como «enlatados», esos modelos generan resistencias que permiten preservar la identidad pero perpetúan la pobreza. Entonces, ¿por qué no aprovechar los nichos y las fugas de la cultura para apalancar desde allí el desarrollo?

La pregunta por el estancamiento

Las respuestas económicas al interrogante acerca de por qué crece tan poco nuestra región tienen un consenso relativamente amplio que es posible sintetizar en el siguiente análisis:

¿Por qué América Latina no crece como China? Para que la producción crezca tiene que contar con demanda suficiente; si la interna es pequeña, porque los ingresos de la población son reducidos, es necesaria la externa. Para un país económicamente pequeño ésta es potencialmente ilimitada. De tal modo, el límite de producción está dado por la capacidad instalada que aumenta con la inversión. Los recursos de inversión provienen del ahorro interno completado con el ahorro externo, es decir con inversión extranjera. En este contexto es explicable por qué China crece tanto. No es debido a su estructura económica, similar a la latinoamericana. Crece porque cuenta con una demanda externa ilimitada y porque experimenta una expansión aceleradísima de su capacidad instalada gracias a su elevada tasa de inversión. En 2003, China invirtió 47% del PIB, (...). América Latina alcanza con dificultad tasas de inversión del 15%-20%. La demanda externa en China es ilimitada porque su producción es competitiva. No es que China lo sea; los productores chinos son los competitivos. Ser competitivo es poder vender en el mercado internacional. Para ello el precio de venta del bien o servicio que el productor puede vender tiene que ser mayor que el costo de producirlo. Por lo tanto, ser competitivo es ser rentable.

Pocas veces nos abocamos a entender las razones institucionales por las que se incumplen esas conocidas prenociones económicas, como las bajas tasas de inversión –que convirtieron a América Latina en exportadora neta de capitales. Tampoco se indaga las razones que explican la pervivencia de bajos niveles educativos y tecnológicos, la extrema desigualdad de ingreso y propiedad entre ricos y pobres (rubro en el que la región ostenta el triste récord mundial), la escasa credibilidad de la dirigencia política, los elevados niveles de corrupción y la precariedad del sistema jurídico, todo ello en sociedades que carecen de la tradición de disciplinamiento cultural que parece tener la sociedad china.

En comparación con lo que ocurre en la inmensa nación asiática, y aun conociendo de ésta solo retazos de historia, es fácil identificar en América Latina estrangulamientos institucionales que frenan la inversión de los capitalistas latinoamericanos en su propia región. Que los agentes económicos privados inviertan en la economía supone confianzas, imaginarios compartidos y, sobre todo, sujetos portadores del proceso, como lo fue en su momento el empresario burgués, que nunca tuvo protagonismo en América Latina debido a la debilidad de la sociedad civil, tan imbricada con el Estado. Un Estado, además, cooptado casi siempre por oligarquías carentes de intereses estratégicos nacionales, a diferencia de lo que sucede en el caso chino.

La historia económica muestra que siempre hay un actor portador del proceso económico, que lo lidera, orienta, incentiva y protagoniza. En la China de hoy –al igual que ayer en el sudeste de Asia y anteayer en Inglaterra, Francia o Alemania–, el Estado ocupa un rol relevante, lo que señala una dirección endógena, que surge de la matriz sociocultural y política de la nación e incorpora así el amplio abanico de factores que explican el desarrollo económico. Distinta es la situación latinoamericana de las últimas décadas: salvo contados momentos en que el Estado ha sido protagónico, y por periodos relativamente cortos, cada vez con mayor frecuencia los portadores son externos, con lo cual la carta de navegación no responde a las problemáticas, las necesidades ni las demandas nacionales.

Con excepción de etapas acotadas, como el errático periodo de sustitución de importaciones, la región parece haber adscrito de antemano a laglobalización, asumiéndola como una suerte de realidad inmensa, fatídica e inmodificable, frente a la cual se resignaron instrumentos clave de política económica que podrían haber corregido situaciones indeseables del proceso. Pero eso no es nuevo en la región. En los últimos 50 o 60 años, las sociedades latinoamericanas han sido bombardeadas con modelos de desarrollo diseñados y pensados afuera, que instan a reemplazar los estilos de interacción por prácticas más modernas y supuestamente más eficaces. Así, se nos ha dicho a través de las teorías socioeconómicas más diversas que la cultura vigente debe ser reemplazada, dada la evidente disfuncionalidad para el desarrollo económico de sus formas caudillistas, prebendarias, patrimoniales y clientelistas, que frenan el despliegue de racionalidadinstrumental. Demasiada insistencia en un único modo posible al que hay que adaptarse, ya sea en nombre de las distintas teorías de la modernización en su momento, o en el del Consenso de Washington hoy: pese a diferencias ideológicas y énfasis distintos, ambos mantuvieron formatos etnocéntricos.

Hay también razones metodológicas relevantes:

La cultura política se puede fácilmente presentar como una máquina cerrada sobre sí misma, condenada a autorreproducirse indefinidamente salvo la intervención masiva de una desintegración venida de afuera. Y aun en este caso límite, la fuerte persistencia de los sincretismos culturales mestizos es testigo de que las culturasaborígenes y criollas tuvieron y siguen teniendo una enorme capacidad asimiladora y resignificadora de las presuntamente avallasadoras imposiciones culturales de la modernidad europea (...).

La paradoja es que, para obviar ese supuesto callejón sin salida de la cultura, se apela a vías estructurales o sistémicas como la reingeniería institucional, con rangos operacionales definidos, acotados y predecibles para el cambio en clave de causa-efecto. Sin embargo, al introducir variables que no se integran al mundo de la vida, de la gente común o de los operadores estatales, aquéllas no se reproducen en las prácticas cotidianas ni se sustentan a mediano y largo plazo, lo que produce efectos en el desarrollo político y económico. El magro desempeño económico latinoamericano acentúa los antiguos problemas de gobernabilidad que empantanan la región, que se debate entre la apatía y el desencanto, entre la resistencia y la aceptación irreflexiva del discurso dominante. El resultado es el agotamiento de la legitimidad del modelo hegemónico actual sin que aparezcan alternativas.

A pesar de los discursos e informes tranquilizadores de ciertos actores multilaterales, se constatan rupturas de magnitud desconocida. Las crisis financieras –el «tequilazo» en México en 1995, la crisis asiática de 1997, la crisis rusa de 1998, la de Brasil en 1999 y la de Argentina en 2001, por nombrar las más devastadoras para la región– han contribuido a incrementar la confusión. No toda la prédica fue en vano, si se observan las mejoras en el control fiscal, el mantenimiento de bajas tasas inflacionarias, la autonomía relativa de los bancos centrales, la mayor apertura comercial de las economías y una deuda pública que, si bien es todavía muy abultada, resulta sensiblemente menor que en el pasado.

Pero frente al crecimiento de 7,7% anual del Sudeste asiático durante los últimos 25 años, o al promedio mundial de 3,3%, el 2,8% de la región es extremadamente magro, y la situación es agravada por la elevada natalidad, el incremento del número de pobres y la persistencia de extremos rangos de inequidad socioeconómica. Al igual que en el pasado, la recurrencia de malos resultados económicos, en lugar de llevar a una autocrítica reflexiva, enfatiza la urgencia de adoptar prácticas modernizantes en la interacción social.

De la Malinche y el «nuevo rico»

La hegemonía de modelos exógenos en nuestros pueblos no es responsabilidad exclusiva de los economistas. Son tan fuertes la influencia y la fascinación que producen las categorías de la racionalidad moderna entre sociólogos y cientistas políticos –pensemos en los modelos neoweberianos y las teorías de la modernización en que muchos fuimos formados–, que resulta difícil integrar el diagnóstico a acciones construidas a partir de la interacción real de la gente. Así, se importan paquetes, basados en su mayoría en esquemas como el que muestra el cuadro 1. Para cada bloque de acciones macro, existen orientaciones esperadas de la acción (cuadro 2). Con matices y variaciones implícitas o explícitas, este tipo de modelo ha primado en los distintos esquemas socioeconómicos a los que nuestra región sigue sometida, el último de los cuales es el famoso Consenso de Washington, llamado también «neoliberal» o simplemente «racionalidad económica». Pero lo fue también en su momento, con otro énfasis, la «teoría de la dependencia», por nombrar uno que se encuentra en las antípodas.

Como se sabe, en las sociedades tradicionales predominan las pautas del bloque I para orientar las acciones que se implementan, en tanto que las sociedades modernas se guían por el bloque II, el de las reglas técnicas. En consecuencia, siempre se nos dijo y se nos continúa diciendo que si queremos salir de la pobreza debemos orientar las acciones según el bloque de reglas técnicas. Pero si bien las prácticas prebendarias y patrimoniales son disfuncionales a los prerrequisitos del desarrollo moderno, eso se debe no tanto a su naturaleza intrínseca, como se ha creído hasta ahora, sino a la peculiaridad con que son usadas por el sistema de poder que las reproduce y sostiene. La estructura conceptual interna de esas prácticas prebendarias y clientelistas posee proyección universal, al igual que cualquier cultura. La diferencia radica en que al insistir tanto con modelos exógenos y no explorar el alcance de las prácticas propias, desconocemos su potencial y su capacidad para promover y acompañar las acciones que requiere la economía moderna.

El resultado es que, con independencia de sus ventajas técnicas, como no surgen de la experiencia propia o de la interacción social, ni toman en cuenta la matriz cultural a partir de la cual ésta reproduce sus prácticas, los modelos exógenos terminan siendo invasores. Entonces, o bien son rechazados de plano o bien adoptados a medias, y fracasan irremediablemente. Con ello se reitera un circuito fatídico y desgastante, porque a excepción del «nuevo rico», la experiencia indica que, sencillamente, la gente no puede abandonar la pobreza a costa de perder su identidad.Prejuicios, lugares comunes y el síndrome Malinche impiden visualizar la falsa antinomia entre lo propio y lo ajeno, lo tradicional y lo moderno, estructura analítica de carácter dicotómico con premisas formales que provienen de una manera limitada de reproducir la modernidad en cuanto fenómeno técnico, político y filosófico. Cuesta darse cuenta, por ejemplo, de que el clientelismo, el asistencialismo y el prebendarismo –que, usados en su formato más hollado, son nefastos para la construcción de ciudadanía– integran matrices culturales con importantes componentes de solidaridad colectiva; si bien no encajan en la teoría liberal del individualismo posesivo, se relacionan con la tradición comunitaria de culturas políticas de raíces agrarias muchas veces anteriores a la Colonia y con identidades clave no necesariamente reñidas con negocios altamente sofisticados. Así, formas tradicionales, basadas en modelos de clan familiar, han resultado exitosas en negocios de elevada complejidad en distintas partes del mundo, muchos de los cuales se han integrado a gran escala en la globalización.

Si se exploran algunas valiosas tradiciones comunitarias en clave de transparencia y legalidad, se observará que tienen mucho que aportarle a un rediseño del mundo que tome en cuenta la noción de «vida buena». Se trata de un objetivo clásico de la teoría política, que la pragmática económica (disfrazada de virtuosismo técnico y con escaso conocimiento de los reales motivos que inducen a la acción) no contempla, ya que concibe el lucro como única motivación. Pero, afortunadamente, la ideología del «nuevo rico» no es masiva; la gente no está dispuesta a olvidarse de sí misma para salir de la pobreza, salvo cuando se encuentra en los niveles de sobrevivencia. Éste es un importante activo de las sociedades latinoamericanas que, solo por culpa de la falta de imaginación de quienes diseñan los modelos de desarrollo (burócratas internacionales), no se ha convertido en una fortaleza. La «burbuja de la pobreza» es un ejemplo que, en mi opinión, tiene el carácter de prueba de la centralidad de las identidades en la reproducción del mundo de la vida.

La burbuja de la pobreza

Que a nadie le gusta la pobreza resulta más que evidente, pero eso no significa que se esté dispuesto a hacer cualquier cosa por salir de ella, como parecen decirnos los modelos modernizantes. Las comunidades y las personas poseen valores en los que creen, identidades a las que tienen afecto y que dan sentido a sus vidas, espacios de encuentro y necesidad de estar con el otro para ser ellas mismas, sueños compartidos y fragmentados, esperanzas, ritmos y cadencias para la risa y el llanto, aun entre los pobres, o quizás especialmente entre ellos. De lo contrario, ¿cómo entender una de las paradojas más notables de la cultura política latinoamericana, la burbuja de la pobreza?

El término «burbuja» tiene connotaciones de mundo aparte, un espacio de contención por el que se opta para no ver el exterior y para protegerse de las amenazas que ese exterior supone. Pero ¿cómo se puede estar protegido del mundo exterior en una burbuja de pobreza, que implica la desprotección radical y, acaso, la principal de las amenazas? Hay aquí una clave de ciertas culturas políticas nacionales y, específicamente, de las subculturas pobres de América Latina. ¿Cómo entender la pobreza, que es una condena, en calidad de burbuja y como protectora?

Lejos de estar felices, quienes se encuentran dentro de la burbuja de pobreza parecen condenados a una realidad que, aunque poco confortable, les impide ponerse en movimiento. No saben cómo ni hacia dónde ir, en gran medida porque los mensajes del éxito económico apelan casi siempre al individuo, lo que en comunidades con alta interacción social produce desarraigo. Sin redes de identidad, las personas no devienen sujetos sociales portadores del cambio económico, salvo como individuos aislados. Si las prácticas basadas en una interacción social «moderna» resultan exitosas a costa de que las distintas tribus y comunidades deban renunciar a sus identidades, ¿dónde van a sustentar, como colectivo, ese desarrollo? En este sentido, podría explorarse la enorme fortaleza económica de las cooperativas en el caso de Paraguay, o loslogros de las fábricas recuperadas en Argentina.

Crisis de pensamiento e interrogantes ciegos

¿En qué creemos los latinoamericanos hoy? Si nos guiamos por lo que dicen las encuestas, en la lotería, el fútbol, la televisión y las papas fritas. Lo característico de nuestra época es el pasar; el pasar de largo, como dijera Nietzsche. La lotería, la televisión y el fútbol, no necesariamente en ese orden, son nuestras formas predilectas de pasar de largo.

Pero ¿qué pasa de largo en verdad? Una realidad incierta y cada vez menos inequívoca, que se encarga de sojuzgar los cuerpos y los sueños, sometidos al fetichismo operativo con su implacable tiranía de la productividad, signados por la falta de tiempo, con márgenes de utilidad existencial decrecientes. Nos faltan personas e instituciones, sistemas educativos y opinión pública que ayuden a reflexionar sobre el decurso de realidad al que estamosentregados. La falta de tradición de pensamiento es un obstáculo importante, ya que la mercantilización de la enseñanza no encuentra, como en los países europeos, una resistencia real por parte de instituciones de excelencia arraigadas en la cultura, con lo cual todo cede frente al fetichismo operativo.

Las universidades proliferan, aunque cada vez producen menos pensamiento crítico. Horribles entidades procesadoras de «enlatados» se levantan de la noche a la mañana para implantar –en quienes pueden pagar sus cuotas mensuales– fórmulas según el modelo «Mc Combo», que convierte a los alumnos en salmoneros, sojeros o faenadores de avestruces, «emprendedores», a través de la nueva filosofía en boga, que, por cierto, es la refutación misma de todo pensamiento colectivo, aunque ciertamente una eficiente salida frente a los problemas de reproducción económica e inestabilidad laboral.

Para las ramas más dinámicas de la economía, y debido a la relevancia que ha adquirido el conocimiento en la generación de capital, se puso de moda la llamada «gestión del conocimiento», que básicamente busca conectar yvisibilizar la información disponible para su uso más eficiente, pero que no pone el saber al servicio de la comunidad, no resuelve la producción de conocimiento nuevo, ni tampoco la necesaria reflexión que el conocimiento requiere; difícilmente podría lograrlo si concibe el ámbito del pensar como gestión.

No es que antes se reflexionara demasiado, pero existieron algunas entidades regionales que desarrollaron ideas y pensaron políticas que incorporaban temas a la agenda global. Actualmente, no disponemos de think tanks en torno de proyectos de país, y menos aún de propuestas para la región analizadas y pensadas para discutir con los actores relevantes. Nos hemos estancado incluso en el nivel de productividad que, según un estudio reciente, es idéntico al de hace 20 años.

Ahora bien, la crisis de pensamiento, de rango universal, indica que el predominio incontestado de lógicas medio a fin, basadas exclusivamente en la ganancia, no da espacio para una educación real, porque el pensamiento tiene un tempo distinto del fetichismo operativo que prevalece y un habitus que transcurre por fuera o por encima del mercado. La paradoja es que la reproducción del mundo supone estructuras y personas que no encuentran sustento en el sistema educativo actual, cuestión que visualiza con especial maestría Cornelius Castoriadis:

Un matemático genial, profesor de la facultad, ganará entre 15.000 y 20.000 francos por mes en el mejor de los casos; pero sus estudiantes, ya al final del 4o año, si deciden abandonar las matemáticas y dedicarse a la informática para una gran empresa, comenzarán su carrera a los 24 años ganando 40.000 o 50.000 francos. En este ejemplo, vemos la ruina de la lógica interna del sistema: necesita, para vivir, de esa locura linda del que quiere ser matemático, o ser el sabio Cosinus. ¿Cómo puede continuar el sistema en estas condiciones? Continúa porque sigue gozando de modelos de identificación producidos en otros tiempos: el matemático que acabo de mencionar, el juez íntegro, el burócrata legalista, el obrero consciente, el maestro, que sin ninguna razón sigue interesándose en su profesión. Pero no hay nada en el sistema que justifique los valores que estas personas encarnan, que invisten y que se supone que persiguen en su actividad.

En un mundo globalizado y caracterizado por la imposición de grandes sistemas económicos y políticos, donde conviven muchas identidades, lo anterior se agudiza y agrava hasta límites indecibles. No vemos instancias capaces de apalancar reflexiones imprescindibles. Si se renuncia como comunidad política a la construcción social de la realidad, cae en el olvido el imaginario en el sentido planteado por el mismo Castoriadis, lo que se expresa como sequía de la imaginación de los seres humanos singulares. En la construcción de nuevas prácticas ciudadanas puede haber, quizás, una salida interesante.

Las buenas prácticas: ¿salida o nuevo estancamiento?

La noción de «buenas prácticas» se basa en el capital social y se refiere a acciones que estimulan una ciudadanía activa preocupada por controlar el Estado, que busca el protagonismo de la gente común en la toma de decisiones públicas y una mayor transparencia de las autoridades locales, regionales y nacionales, y que se esfuerza por construir demanda desde la base, materializando la incidencia de las autoridades políticas. Esto conforma un mapa mucho más concreto para la reproducción material del cotidiano de las personas y los grupos que los modelos abstractos ya comentados.

Es también un avance respecto de la imposición de grandes formatos modélicos, debido a dos razones principales. La primera, porque reduce el ámbito de la intervención a la agencia, es decir, a unidades de acción acotadas y verificables desde un punto de vista empírico. La segunda, porque reconoce que la cuestión se juega en la reproducción material de interacciones y experiencias, en lugar de abstracciones generales y formales que bajen desde un Olimpo del deber ser hacia la realidad cotidiana y que se convierten casi siempre en imposición invasora. No obstante su potencial virtuoso, las buenas prácticas son un terreno minado y deben ser abordadas con precaución, dado que existe la fuerte tentación de convertirlas en un atributo sustantivo o, para decirlo de forma directa, en un nuevo «enlatado» que se construye en función de los buenos resultados conseguidos en una localidad específica, para ser replicado e implantado en otras localidades, que poco o nada tienen que ver con aquélla, lo que termina reproduciendo una vez más la metodología del modelo invasor.

La experiencia indica que la única forma de que las buenas prácticas se conviertan en avances inclusivos es a partir de la construcción de la demanda en cada localidad, cuando se trata de la sociedad civil, y de cada repartición estatal estratégica, cuando se trata del Estado. Pero para entender esto resulta imprescindible comprender la diferencia existente entre la «necesidad», que se encuentra todavía en el estadio del asistencialismo, y la «demanda», que introduce formatos de ciudadanía activa. Por contraste, las malas prácticas no se distinguen de las buenas en su contenido, sino en su método. Dicen lo mismo, pero no tienen en cuenta las formas de relación existentes con antelación, carecen de intercambio horizontal y de recursividad, se replican desde afuera y, por ende, invaden interacciones de la sociedad civil. Lo mismo ocurre con las reparticiones públicas, cuando se les imponen modelos de reforma, que fracasan por la misma razón.

Aun con las mejores intenciones, si se llega a las comunidades con buenas prácticas en el bolsillo para implantarlas desde afuera, se elimina la participación como tal, con lo cual se obtiene la peor de las prácticas posibles. Uno de los problemas principales del fracaso de la reforma del Estado en la mayoría de los países de la región se debe a que los modelos impuestos empiezan siempre desde cero, como si los funcionarios públicos no hubieran hecho nada bueno hasta la llegada de los iluminados reformadores.

Conclusión

Las formas asistencialistas y patrimoniales latinoamericanas siguen vigentes y gozan de buena salud a pesar de su carácter nefasto, porque hemos sido incapaces de entender que encarnan identidades, pertenencias y afectos. Entonces, en lugar de rechazarlas en bloque como se ha hecho hasta ahora desde las teorías de la modernidad –con lo cual se asusta a la gente, que vuelve al poder asistencialista perverso de los caudillos tradicionales–, es necesario articular las prácticas desde la participación ciudadana, que desbloquea los componentes prebendarios y patrimoniales, pero integra los aspectos virtuosos de identidad y pertenencia que distinguen esas formas culturales. Para ello, hay que explorar sus nichos y fugas desarrollando ciudadanía activa desde la base, es decir desde la interacción real y desde ese saber y sincretismo colectivo que permite una visión más inclusiva de la sociedad. No es algo fácil ni exento de riesgos y limitaciones. Pero, en cualquier caso, no parece haber muchas alternativas si queremos abandonar el eterno y agotador periplo de Sísifo.

Bibliografía

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Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 200, Noviembre - Diciembre 2005, ISSN: 0251-3552


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