Tema central
NUSO Nº 201 / Enero - Febrero 2006

El trasero de Jennifer López

La explosión de visibilidad y consumo que siguió al asesinato de la cantante mexicano-americana Selena otorgó un nuevo sentido de optimismo y autoestima a los latinos. Y fue Jennifer López -protagonista de la película sobre la vida de Selena y dueña también de un gran trasero- quien adquirió verdadera conciencia del rol de su cuerpo como identificación cultural panlatina. El artículo ensaya una epistemología de la retaguardia para analizar el lugar de Jennifer (y de Selena) como emblema de la mujer latina revalorizada y, al mismo tiempo, como agente perturbador de los cánones estéticos y culturales estadounidenses.

El trasero de Jennifer López

Nadie lo sabía entonces, pero la nueva onda cultural latina comenzó en 1995, cuando la cantante tejana Selena Quintanilla fue asesinada por Yolanda Saldívar, la presidenta de su club de fans. A pesar de lo trágico –en el sentido clásico– del episodio, la explosión de visibilidad que siguió les dio un nuevo sentido de optimismo, posibilidad y autoestima a muchos latinos. El editor de la revista People, por ejemplo, llegó a degustar ese vasto apetito de ciudadanía cultural de más de 30 millones de latinos (y sus 190.000 millones de dólares de poder adquisitivo), cuando en 24 horas vendió cerca de un millón de copias de la edición especial dedicada a Selena. En ese instante, las miradas del capital y los anhelos de reconocimiento de los latinos se unieron en un largo beso de posibilidades, y «explotó» el boom cultural actual.

La muerte de Selena tuvo un impacto particularmente fuerte entre sus pares latinos en el mundo del entretenimiento, quienes atendían a una base leal de fanáticos necesitados de productos que inmortalizaran a la cantante. Ávidos productores de teatro latinos respondieron con gritos de ¡Selena vive! y Selena Forever (el musical), mientras que los ejecutivos de Hollywood se arriesgaron con el talento latino, algunas carreras moribundas revivieron y los sueños de crossover se convirtieron en realidad para las actrices de tez trigueña.

Este proceso lo vivió con gran intensidad, en carne propia, la actriz Jennifer López, protagonista de la película sobre la vida de Selena. Con gran entusiasmo, López predicó el nuevo evangelio del orgullo latino con (estereo)típica pasión boricua. En cumplimiento de su misión, López no solo proveyó a los fanáticos de Selena de un vehículo para un luto gozoso –su propio cuerpo– sino que también dirigió una cruzada para hacer de su cuerpo una referencia obligatoria del diálogo de raza y etnicidad impulsado por la nueva realidad demográfica. Entre los muchos que fuimos llamados a ayudarla –me incluyo–, el estado de ánimo era jovial, exuberantemente confiado y salvajemente bacanal. Y, a pesar de las connotaciones católicas de la canonización popular de Selena, el ambiente era más cercano al de una asamblea pentecostal, cantando al ritmo de una ruidosa pandereta: «¡Llevo el gozo en mi alma y en mi corazón!».

El motivo del éxito de la película quizás radique en que caímos en una intensa necrofilia ante la pérdida de una vida joven, algo frecuente en los barrios y las ciudades de América Latina. Lo excepcional de Selena, sin embargo, fue que, a diferencia de quienes son asesinados cuando falla una negociación de drogas, ella pasó a la santidad no solamente por morir joven, sino por serlo mientras viajaba hacia un lugar por tantos anhelado: el llamado «sueño americano». Sin embargo, aun para aquellos de nosotros que no creíamos ya en un sueño que se escabullía más rápido que la reforma del Estado de bienestar, la película nos evitó cualquier ansiedad psicológica, garantizando de esa manera nuestro disfrute. Por un lado, el filme nos asegura que, con trabajo duro, talento y una familia sólida, «nosotros», los latinos, podemos triunfar, igual que el resto de los estadounidenses. Por otro lado, el hecho de no pertenecer a un clan cerrado y ambicioso, procrear hijos ordinarios o carecer de la disciplina para luchar con más ahínco es atemperado por la manera en que Selena murió: los ricos también lloran.

El día que fui a ver la película, junto a tantos otros latinos, pensaba en ésta y otras disquisiciones de rigor, cuando transcurridos veinte minutos, comenzó a invadirme una extraña sensación de pavor. Como la guagua enorme que guiaba Selena Quintanilla, el pacto mimético, que por lo general une al espectador con la película biográfica, se rompió inexplicablemente. Sin importar cuánto me esforzaba, no veía a Selena. O veía a Jennifer López y a Selena, fantasmagóricamente yuxtapuestas como en una superficie de vidrio; o veía simplemente a Jennifer. Al final, «Jennifer» terminó sonando más fuerte en mi cabeza que Selena. Decidí entonces abandonar el terreno de la crítica cultural tradicional y entrar por la puerta de atrás en los placeres discursivos injustamente negados por la academia y la intelectualidad seria.

Finales postreros: Jennifer es el medio

A diferencia de la mayoría de las actrices puertorriqueñas nacidas en Estados Unidos en las últimas cinco décadas, Jennifer López ha podido jugar en los márgenes y salir al otro lado. Ni muy oscura ni muy blanca, personifica la belleza boricua ideal (algo en lo que aparentemente «fracasó» Rosie Pérez). Pero, al mismo tiempo, el sello de «puertorriqueña» (una identidad racial que se vive en EEUU como una mancha de plátano) no siempre se le adhiere sobre la frente. Una columna de la revista People, por ejemplo, se refirió a ella como «de ascendencia (…) puertorriqueña». En un puñado de artículos de otros periódicos y revistas, ella es simplemente «nativa» de Nueva York o criada en el Bronx.Irónicamente, el único momento previo al estreno de Selena en el cual López se convirtió en puertorriqueña fue cuando algunos mexicano-americanos protestaron porque le hubieran dado el papel. Interrogada por los medios sobre la desaprobación que enfrentaba por haber sido seleccionada, López insistió en que compartía con la cantante una identidad étnica más allá de sus orígenes «nacionales». «No creo que la actriz que haga el papel tenga que ser mexicano-americana porque Selena lo fuera», dijo López. «Selena y yo somos latinas, y ambas tenemos la experiencia común de haber crecido latinas en este país. Eso es suficiente.»

En esta coyuntura, López optaba por defender su latinidad por razones fundamentalmente estratégicas. Para una boricua, es mucho más conveniente identificarse como «latina» en la esfera pública nacional, ya que los puertorriqueños tienen menos influencia institucional y población general en EEUU que los mexicanos, incluso en la ciudad capital de la industria del entretenimiento, Hollywood. Esto no quiere decir que los puertorriqueños, los cubanos o los dominicanos renuncien completamente a sus ambiciones etno-nacionalistas, pero sí indica que su latinidad, aunque no sea «genuina», tiene algo de materialidad.

La carrera de Selena, por ejemplo, es un buen punto de arranque para examinar de qué formas se produce la «cosa latina» en EEUU. Para llegar más allá del nicho del mercado tejano, la cantante expandió su repertorio e incluyó géneros musicales del Caribe y América Latina, que se sumaron a aquellos panlatinoamericanos, como el bolero. Luego pasó a grabar en inglés, incorporando las influencias caribeñas neoyorquinas. En esta trayectoria de expansión de mercados y público, Selena pasó de ser tejana (una identidad «regional» territorializada) a ser latina (una «minoría» nacional). Lo «latino» se refiere aquí no tanto a una identidad cultural como a una divisa específicamente estadounidense para negociaciones económicas y políticas, una tecnología para exigir y repartir emociones, votos, mercados y recursos al mismo nivel –y, esperaríamos, a un precio más considerable– que otras minorías racializadas. Es también un llamado a la valorización colectiva en términos gringos, una manera de que grupos diversos, que sufren de formas de discriminación paralelas, unan sus recursos.

Esta película, entonces, no fue simplemente una película, sino un experimento a gran escala sobre la viabilidad comercial y la cohesión de la latinidad estadounidense. Fue también una máquina de dinero que finalmente (y de una vez por todas) probó que el grupo racializado más grande en «América» estaba dispuesto a pagar por verse en la pantalla grande. Lo que estaba en juego era si los latinos ya formábamos parte de EEUU a punto tal que gozosamente ansiáramos nuestra propia explotación.

Es tal vez por eso que, finalmente, la controversia sobre el hecho de que López hiciera de una tejana no fue mas allá de algunos dimes y diretes étnicos, y muchos que estaban contrariados por la selección más tarde admitieron: «una vez vimos los avances, nos pusimos contentos». Pero si bien la crítica chicana quedó apaciguada por el éxito, no sucedió lo mismo con la opinión pública en general. Esto impulsó a López a buscar refugio en un lugar de identificación panlatino (y africano) para protegerse de las miradas que matan: «Decir que una puertorriqueña no podía interpretar a Selena, una chica de Texas, es llevar las cosas un poco lejos. Selena se parecía a mí. Era trigueña y era, bueno, curvilínea».

Con esta observación, López produjo su contribución más importante a la definición de qué se trataba esto de ser latino en EEUU: más que en sus ambiciones de crossover, o en definiciones políticas y comerciales de latinidad, la identificación estrecha de López con Selena se basaba en la experiencia común de tener un físico similar, un cuerpo considerado abyecto según los estándares americanos de belleza, valor y decoro. En las palabras de la periodista Bárbara Renaud-González, la identificación popular con Selena se explicaba precisamente por su cuerpo:

Con su ropa simple y piel canela, [Selena] se veía exactamente como su gente (…) Ella nos mostraba cuán bellos podríamos ser, y lo hizo sin teñirse su pelo chinita Fanta o usar esos opresivos lentes de contacto azules que hicieron que muchas pareciéramos ángeles caídos –ella era la hermosa chola morena que nunca olvidó a su pueblo, y nos sentimos bajo su protección.

El director de la película, Gregory Nava, que influyó mucho en la selección de López, vio el asunto con claridad desde el principio: «Si has sido criado en este país, desde niño te dan esta imagen de la belleza. Y si eres pocha (mexicano-americana) no eres tú. Así que desde niño te hacen sentir mal sobre la forma en que te ves, o por la forma de tu cuerpo, por tener caderas anchas o lo que sea».

El discurso académico sobre las prácticas culturales «latinas» tiende a usar conceptos «serios» tales como clase, idioma, religión y familia para estudiar a los latinos y movilizarlos políticamente. Sin embargo, fue precisamente el cuerpo, particularmente las curvas (o, en el lenguaje boricua menos refinado y callejero, el culo), lo que utilizó López, igual que otros tantos, para abordar el tema de cómo las latinas se constituyen en sujetos racializados, qué clase de capital cultural (bajo) se asocia con sus cuerpos, y cómo el cuerpo puede materializarse en un punto de placer, aun si esto se produce a raíz de la vergüenza y la humillación. Como indica la propia López, utilizando el método feminista del consciousness raising: «En mis películas, yo siempre había sentido que la gente de vestuario me miraba un poco disgustada e inmediatamente trataba de entallarme con cosas que escondieran mi trasero. Lo sabía. Ellos no lo decían, pero yo lo sabía. En esta película, era diferente».

Nación de traseros: hacia una epistemología de la retaguardia

Aunque certera, la estrategia de López atravesó otras pruebas de fuego. Un momento clave tuvo lugar durante un capítulo especial del programa televisivo Cristina, cuando el público tuvo la oportunidad de medir, a través del uso del idioma, si estos «latinos» eran «uno de los suyos» (puertorriqueños o mexicanos), copias de segunda mano («nuyoricans» o chicanos), o simplemente impostores (norteamericanos). Mientras que el actor Jon Seda (también de «ascendencia» puertorriqueña) logró solamente empezar sus oraciones en español pero rápidamente tuvo que pasar al inglés, el productor Moctesuma Esparza habló bien mexicano, aunque se crió en Los Ángeles. El español de Jennifer López fue un caso aparte: un clásico acento «nuyorican», repleto de inflexiones del Bronx, con vocablos ocasionales en inglés y sintaxis en español.Pero cualesquiera que hayan sido los remilgos de los puristas lingüísticos mientras López hablaba su spanglish, éstos deben haberse esfumado cuando la pregunta principal de la noche finalmente llegó. Como en otros programas durante la promoción de Selena, llegó un momento durante la entrevista en que la pregunta tuvo que ser formulada: «¿Todo eso es tuyo?» En otras palabras, ¿es ese enorme trasero tuyo o es prostético? López no pareció ofenderse. Es más: sonrió, se paró, dio una vuelta de 360 grados, se dio una palmadita en el trasero, y se sentó triunfante: «Todo es mío».

Una vez establecido que la latinidad en EEUU no es cuestión de idioma sino de cuerpos, la compulsión de López de hablar sobre su trasero en entrevista tras entrevista –antes y después del estreno de la película– constituye una conciencia aguda de su rol histórico como el próximo gran trasero en la cultura latina, de su lugar como gran vengadora de la fobia anal anglosajona, además de la encarnación de un modo subalterno de reconocer nuestra vergonzosa identidad en EEUU. Si bien en el contexto de las revistas populares estadounidenses y las secciones de entretenimiento de los periódicos la afirmación de López de su cuerpo se leía como una defensa de otra sensualidad, de estándares de belleza (alter)nativos, mi argumento es que, en realidad, era mucho más que eso.

La adulación de López a su trasero fue una manera de popularizar cierta «actitud» en relación con la cultura hegemónica. Como señala Freud, la invitación a ver o (visualmente) acariciar el trasero constituye un «reto o desprecio desafiante, es en realidad un acto de ternura que ha sido rebasado por la represión». El filósofo ruso Mijail Bajtin coincide y añade que mostrar el trasero es un signo de venganza: «El trasero es la ‘parte de atrás de la cara’, la ‘cara virada hacia adentro’. El gesto grotesco de mostrar las nalgas aún se utiliza en nuestros tiempos».

Si la vergüenza se expresa en la cara, la manifestación de López era, por lo menos, una triple guerra simbólica contra la exclusión: «mostrar el culo» como una señal de orgullo; «bésame el culo» como una forma de venganza contra una mirada cultural hostil; y «te voy a meter una patada por el culo» para contrarrestar la explotación económica implícita en el racismo. Hablar constantemente de grandes traseros en los medios estadounidenses es también una manera de «rebajar» la discusión, de llevarla lejos del valor otorgado a la celebridad dominante en cuanto a senos, narices (finas), cabello (rubio) y caras (blancas). Por eso, en voz alta y continuamente, López se quejaba de que los ajustadores de vestuario y los productores miraran su trasero y mentalmente repasaran diferentes modos de esconderlo. «En todas las otras películas que he hecho [aparte de Selena], siempre parece que tratan de esconderlo o piensan que me veo gorda. O que no estoy en la tradición estadounidense de la belleza». La compulsión de López a hablar sobre su trasero no fue, entonces, una fijación estrictamente narcisista sino un «modo de defensa», un golpe tirado en la dirección de una mirada humillante.

Pero, dado el daño cultural y psicológico implícito en estas miradas que matan, es necesario preguntar: ¿por qué un trasero grande resulta tan perturbador para tantos estadounidenses en posiciones de poder? Un gran culo resulta perturbador de las nociones hegemónicas (blancas) de la belleza y el buen gusto porque es un símbolo del oscuro e incomprensible exceso del latino, así como de otras culturas de la diáspora africana: exceso de comida (desenfreno), exceso de excremento (sucio) y exceso de sexo (pagano) son sus signos vitales. Un gran trasero latino es, además, una invitación abierta a los placeres interpretados como ilícitos por las ideologías WASP (blanco, anglosajón y protestante, por sus siglas en inglés), heteronormativas, y símbolo de los tres vectores mortales: miscegenación, sodomía y una dieta alta en grasas. A diferencia de los pechos, que son funcionales, los traseros grandes no tienen moral, no cumplen ninguna función simbólica en el seno familiar y carecen de utilidad en la reproducción. En los términos clásicos de la feminista Simone de Beauvoir, «las nalgas son esa parte del cuerpo con menos nervios, donde la carne parece un hecho sin propósito».

Por supuesto, muchas activistas feministas y antirracistas se quejarán de que el culto al trasero no es sino otra manera de esclavizar a las mujeres a través de sus cuerpos y vincularlas a estereotipos latinos de hipersexualidad. Por otro lado, hay puertorriqueñas y latinas chumbas que son victimizadas por su carencia. Pero lo que hace al trasero más atractivo como defensa estratégica es que nadie puede tomar un culo demasiado en serio y, aun cuando su despliegue tenga el objetivo de insultar o politizar, su propósito es mover el diálogo lo más bajo posible, para entonces poder disfrutarlo.

Como la joroba del camello, el trasero caribeño grande sugiere además que los cuerpos están hechos de algo más que lenguaje, aun cuando solamente podamos hablar sobre ello discursivamente y la brecha entre el habla y la carne nunca pueda ser totalmente salvada. La escritora Magali García Ramis, por ejemplo, está de acuerdo en que la «identidad» puertorriqueña no se basa en posiciones políticas o nuestro exagerado amor por la bandera monoestrellada, sino en la cantidad de grasa que consumimos: «un tuntún de grasa y fritanguería recorre las venas borincanas, nos une, nos aúna, nos hermana por encima de la política y los políticos, los cultos y las religiones, la salsa y el rock, el matriarcado y el patriarcado». En otras palabras, en el trasero es donde se almacena nuestra latinidad, aunque no está completamente segura: todos sabemos que la grasa se derrite con el fuego.

Llega Jennifer López

Cuando Jennifer López hizo el papel de Selena, la diáspora puertorriqueña consiguió finalmente un gran culo propio, terminando con el abyecto estatus de ciudadanos de segunda clase, tanto en EEUU como en Puerto Rico. Al mismo tiempo, proveyó una «fantasía compensatoria» para todos los latinos y un reclamo de que «nosotros» –los de los grandes traseros– no vamos a ser «excluidos de la publicidad por nuestros cuerpos», como Jonathan Flatley había escrito en otro contexto. Insistir en mostrar, escribir o hablar sobre grandes traseros es una respuesta a la vergüenza de ser ignorado, ser visto como feo, tratado como bajo y haber sin embargo sobrevivido –y aun prosperado– por medio de una epistemología boca abajo, que reconoce que nuestra belleza está a menudo vinculada a esas identificaciones vergonzosas. El narcisismo de López (en el sentido freudiano) puede ser reinterpretado ya no como icono de la inclinación erótica del varón puertorriqueño, o como un entretenimiento exótico para el hombre (blanco) estadounidense, sino como la inscripción de una economía sexual y cultural diferente en Gringolandia.Gracias a Jennifer, el trasero puede convertirse también en un tropo (popular) más abarcador de la pertenencia etno-nacional puertorriqueña y latina, mientras uno de los últimos bastiones de la especificidad de la isla y otras culturas nacionales se redefine, y otros criterios más elitistas, como el lenguaje y el lugar de nacimiento, se relocalizan. La popularidad de López entre los boricuas –incluidos los de la isla– confirma además que nuestra relación íntima con la cultura y el capital «americano» es también un asunto que nos constituye como puertorriqueños: el trasero de Jennifer llega a nuestras salas boricuas de Blockbuster Video financiado por Hollywood o Sony, hablando inglés, haciendo de tejana, italiana o simplemente de estadounidense.

Al escribir la historia de Selena para llegar a una audiencia de masas, el director de la película, Gregory Nava, defendió su decisión de eludir las circunstancias que rodearon la muerte de la cantante argumentando que el filme buscaba «celebrar el sueño americano». Luego de canonizar a Selena, el filólogo mexicano Ilán Stavans concluyó con optimismo que, tarde o temprano, «los gringos harán lugar para la extroversión y el sentimentalismo latino». Alejada de las palabras del profeta y las quimeras de movilidad ascendente, solo puedo decir que he observado el trasero boricua por excelencia de Jennifer proyectado en una pantalla (blanca) suburbana, y humildemente ofrezco mi testimonio. Gracias, Santa Selena, por permitirnos la gracia de verlo.

Posdata: besándole el culo maltratado a Jennifer

Después de Selena, pareció que la epistemología popular boricua había ganado la guerra sobre la América blanca. Para el consumidor promedio de revistas no había duda de que finalmente el trasero latino estaba, recordando a Leonard Bernstein, «feeling pretty». Pero, más importante aún, parecía claro que el gran trasero latino había llegado para quedarse, sentándose en su trono con todos los derechos, completamente consciente de su potencial erótico y de su estatus de mercancía. Desafortunadamente para los fieles, la batalla por el valor de los cuerpos racializados nunca termina. Entonces se produjo un viraje.Aunque la imagen de López se convirtió en un producto importante en la industria del entretenimiento y su valor como estrella comenzó a subir, su debut como cantante de hip-hop y salsa fue duramente criticado, mientras que su vinculación romántica con el rapero Sean «Puff Daddy» Combs y sus frecuentes exabruptos con actitud de diva despertaron una hostilidad particularmente virulenta. En los foros de chat, programas de televisión, columnas de chismes y caricaturas, López ya no era la chica de clase trabajadora que había triunfado a pesar del racismo, sino la morena parejera que causaba problemas.

La dueña del «trasero más popular del mundo» fue, en menos de un año, obligada a abdicar de su corona por pares y plebeyos. Incluso la Asociación Mundial de Boxeo nombró a otra actriz latina, Salma Hayek, como su reina. López se convirtió, además, en uno de los blancos más fáciles para conseguir risas baratas, así como para la sexualidad «ruidosa» de la clase trabajadora y latina. En un programa trasmitido a nivel nacional, el comediante afroamericano Chris Rock, por ejemplo, bromeó con la idea de que López necesitaba dos limosinas: una para ella y otra para su trasero. Un dibujo animado la representaba como un trasero humano con brazos y piernas. Marky-Mark Wahlberg proclamó que López le dio un show privado de su trasero, luego de que lo desilusionara al usar demasiada ropa en su presentación conjunta en los premios MTV de 1999.

El día en que los periódicos anunciaron su decisión de asegurar su cuerpo por millones de dólares, los sitios de chat de Internet explotaron con comentarios anti López. El momento brillante del trasero lentamente se fue apagando: el culo grande de López no era, como muchos sospecharon desde el principio, el símbolo de su belleza, sino de su bajeza como latina. Para acentuar el desdén, un usuario de Internet enojado la llamó «la Catherine Zeta-Jones del hombre pobre». La victoria de López al traer a la discusión nacional los «traseros» como una manera de enfrentar el racismo en la industria del entretenimiento, como una forma de valorizar los cuerpos de las latinas en la esfera pública, pareció convertirse simultáneamente en su derrota personal.

Precisamente porque su parte posterior se convirtió en foco de interés, la atención desproporcionada a su cuerpo empezó a opacar cualquier otro posible logro o habilidad. Jennifer ya no tenía el mejor trasero, el más grande o el más jodón del mundo: ahora el trasero la tenía a ella. Al comentar que la prensa la describía como una «mujer ancha», López lo aceptó con una humildad poco común: «No lo tomo como un insulto, porque me están identificando como una persona real. Si eso ayuda a la autoestima de otra gente, ¡bien! ¡Ayuda también a la mía!».

A esta altura, López comenzaba a perder el control del debate, mientras que su cuerpo abyecto se convertía en la manera más efectiva de ponerla en su sitio. Su «descuidado» romance con «Puff Daddy», un hombre afroamericano «indeseable», y su arresto por posesión de armas la consolidaron como una femme fatale vulgar, fuera de control y fuera de la ley. Esta primera caída de López nos recuerda la perspicaz observación de A.B. Quintanilla sobre los peligros del éxito para las minorías raciales en la cultura dominante de EEUU: «Te permiten cruzar la línea. Si te puedes quedar o no es otra historia».

Sus respuestas a los periodistas que mencionaban el tema de su cuerpo cambiaban constantemente, pasando del desafío a las rabietas, del aburrimiento a la resignación. Mientras tanto, López, como Selena, eventualmente se sintió incómoda en su propia piel mulata: «aunque ama su trasero, ella no ama el hecho de que su cuerpo sea considerado como más redondo y ‘real’». Si bien estaba perdiendo fuerza, su dureza cultivada en las calles del Bronx y su entrenamiento de «kick-boxer» la ayudarían a pelear otro round. Su oportunidad de pegar algunas patadas más en el culo de los blancos se presentó con el estreno en 1998 de la película titulada Out of Sight (protagonizada junto a George Clooney y estrenada en algunos países de América Latina con el título Un romance peligroso). Presupuestada en 50 millones de dólares, fue un vehículo de crossover gracias al cual López logró lo que generaciones de actores latinos de Hollywood continúan soñando: que se los trate de forma neutral en términos de raza, es decir, que se los vea como blancos.

En Out of Sight, López encarnó a Karen Frisco, un apellido que sonaba vagamente latino y que podría provenir lo mismo de Italia que de Argentina. De hecho, el padre de Frisco era blanco, cumpliendo por fin sus deseos de que no la vieran «solo» como latina: «El día que pueda hacer una película y nadie piense en mí como latina, que piensen en mí solo como persona, eso será lo más grande». Si la película Selena la había convertido en la principal actriz latina de Hollywood, Out of Sight le aseguró un lugar como una actriz de primera categoría, y punto.

En este segundo asalto, López tuvo que tirar el exceso de equipaje por la borda. «En su nueva película Out of Sight –decía la revista People– López aparece en una foto blandiendo un arma, con su espalda al espectador. Los observadores se preguntan: ¿dónde está su monumental cuerpo? ¿Desinflado? ¿Disminuido por ejercicios? ¿Retocado con pincel por el departamento de arte? (…) Un representante de Universal dijo que no hubo tal retoque; es un dibujo basado en una fotografía y no una foto realista». A pesar del borrón, la táctica cada vez se veía más clara. En el verano de 1998, López mostró en su reaparición sus nuevos colores: mechones rubios en el pelo, un cuerpo esculpido por el ejercicio y un salario cada vez más alto. Anunció que estaba haciendo ejercicios con el entrenador de las celebridades, Radu Teodorescu, el mismo que «ayudó a perfeccionar el cuerpo celestial de Cindy Crawford». Al reconocer que trabajaba con Teodorescu, López debió haber tragado duro, porque Crawford no se cansaba de desdeñar en los medios las proporciones corporales de López comparándolas con las de una travesti.

En el frente financiero, sin embargo, para la nueva Jennifer ningún contrato por debajo de los siete millones de dólares era una opción. En este contexto, su decisión de asegurar su cuerpo por mil millones de dólares tiene tanto que ver con sus finanzas personales como con su batalla por el trasero y el valor de las latinas en América. Si la prensa y los consumidores menospreciaban su cuerpo y reclamaban que era «bajo», López entendió que, como el de los boxeadores, su cuerpo valía por cada libra de peso. De hecho, sin importar lo que el mundo pudiera decir sobre su trasero –acerca del cual López dijo una vez que podía utilizarse para «servirse café»– la póliza de seguros efectivamente la convirtió en «la estrella de más valor sobre el planeta Tierra».

Durante esta contienda, recuperó su corona. Luego de pasar 24 horas en la cárcel cuando Jamal Barrow, el protegido de su novio Sean Combs, disparó e hirió a tres personas en una discoteca de Manhattan, López siguió el consejo de su manager: «no puedes ser la novia de Hollywood si estás huyendo de la policía». López le dijo adiós a la estrella de hip-hop y hola al pago de nueve millones de dólares por su película The Wedding Planner (estrenada en América Latina con el título Experta en bodas), en la cual, una vez más, interpretaba a una italiana.

A pesar del viraje ocasionado por su asociación con «Puff Daddy», López se recuperó. Ahora es J-Lo, la estrella internacionalmente reconocida de la pantalla, la música y la televisión, el regalo de Navidad preferido para los hombres estadounidenses menores de 35, «la mujer más sexy del mundo» según Playboy, la «mujer viviente más sexy» de FHM Magazine de Inglaterra por dos años consecutivos, y el «mejor cuerpo entre todas las celebridades del mundo». Al concederle a López el premio al «mejor cuerpo», Entertainment Wire anunció que así se honraba a «la mujer cuyo aspecto físico define nuestra noción popular [estadounidense] de la belleza». Touché.

Pero Jennifer López sabe que es más que eso. Sin sentirse nunca del todo segura en la cima, entiende que la cultura es una batalla y que las victorias jamás son absolutas. «Siempre he sentido como que estoy en el fondo y arrastrándome hacia la cima», dice. Curiosamente, la próxima batalla que se ha prometido librar no es por el dinero o la humillación de la racialización. Con su acento del Bronx todavía intacto y mostrando su etiqueta de 14 millones por película, Jennifer asegura que su nueva pelea «no es sobre ser bonita. Es sobre ser de verdad». Y esto, por supuesto, es otra hermosa ficción para comentar.


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Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 201, Enero - Febrero 2006, ISSN: 0251-3552


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