Tema central
NUSO Nº 275 / Mayo - Junio 2018

El regionalismo latinoamericano, más allá de los «pos» El fin de ciclo y los fantasmas globales

En la estela de la bibliografía anglosajona y noreuropea, una selva de adjetivos ha dominado los principales debates para caracterizar el regionalismo latinoamericano durante la última década. Sin embargo, parecería que poco o nada queda de ellos después de la «marea rosada». Por otra parte, las contribuciones teóricas de la izquierda radical han sido menos orgánicas e incluso inexistentes. Los fracasos de los gobiernos «progresistas» y los fantasmas de la «posglobalización», mientras tanto, han reavivado la confusión y los histerismos reprimidos durante el festín de los commodities.

El regionalismo latinoamericano, más allá de los «pos»  El fin de ciclo y los fantasmas globales

[E]l recurso a un simple prefijo que denota lo que viene después es virtualmente inherente al concepto mismo, y se podría esperar más o menos de antemano su repetición cada vez que se hiciera sentir alguna necesidad incidental de un término demarcador de una diferencia temporal. Esa clase de recurso (...) ha sido siempre de significación circunstancial, pero el desarrollo teórico es otra cuestión.Perry Anderson, Los orígenes de la posmodernidad1

Tres imágenes de la integración

En un conciso pero eficaz editorial, el director de la edición Cono Sur de Le Monde diplomatique, José Natanson, manifestaba a principios de 2017 que «la integración regional tiene algo de inconcluso, un eterno work in progress que encierra una dimensión monstruosa»2. No sin despiadado lirismo, Natanson asemeja la integración a «esas gigantescas estructuras sin terminar de paredes descascaradas, techos semiderruidos y gente viviendo adentro que, de la Torre de David caraqueña al Elefante Blanco porteño, proliferan por América Latina». ¡Qué imagen aterradora para los integracionistas! Sin embargo, probablemente no le faltan razones cuando afirma que

[M]ás allá de una retórica patriagrandista que por momentos pareció más orientada a disimular los fracasos que a festejar los éxitos, lo cierto es que el comercio intra-zona del Mercosur (...) sigue estancado por debajo del 16%, frente al 60 de la Unión Europea, que la institucionalidad latinoamericana se reduce a un conjunto de estructuras burocráticas incapaces de asumir un liderazgo político y que se han ido apilando una serie de proyectos inacabados, desde los más razonables como el Banco del Sur a los interesantes pero impracticables como la moneda única (...) y los directamente extravagantes, como el Gasoducto del Sur.

Por si fuera poco, las causas de esta «persistente parálisis» se resumen básicamente en tres elementos de sobra conocidos, «el primero de los cuales es tan claro que hasta un economista podría entenderlo». Así, arguye Natanson, «[l]a desunión latinoamericana es, más que cualquier otra cosa, una suma de primarizaciones nacionales. (…) Sin agregación de valor no hay integración posible». En segundo lugar, menciona el problema del liderazgo. En el banquillo de los acusados se hallan sentados, alternativamente o en conjunto según el analista de turno, el gigante-enano brasileño y/o lo que queda de la otrora peli-gloriosa Venezuela bolivariana. Finalmente, el director de El Dipló sugiere que «la parálisis integracionista es de inspiración», ya que «[l]os dos ejemplos más avanzados [Tratado de Libre Comercio de América del Norte (tlcan) y la Unión Europea] resultan, por motivos diferentes, inaplicables a la realidad latinoamericana».

Pero ¿será tan avanzado el tlcan? ¿Qué sentido tiene hoy seguir pensando en la ue como un modelo? Los nuevos proyectos regionalistas, es decir, no estrictamente de integración, como la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur) y la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac) (dejando que la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América-Tratado de Comercio de los Pueblos [alba-tcp] duerma el sueño de los justos), ¿son simples estructuras burocráticas incapaces de asumir un liderazgo político? De ser así, ¿cuánto habrá que esperar para que el monumental y semivacío edificio de la Unasur, en medio del polvoriento desierto de la Mitad del Mundo en las afueras de Quito, asuma su destino ineluctable de Elefante Blanco?

Una imagen menos lírica, pero aún más devastadora y apocalíptica en sus apartados iniciales, es la que ofreció a finales de 2016 Andrés Malamud en las páginas de esta revista3. Con afán de verdugo, envalentonado por la situación nada halagadora de los gobiernos «progresistas» y los esquemas regionales que parieron, Malamud plantea la tesis de la imposibilidad (o inutilidad) de la integración en América Latina debido a la heterogeneidad y fragmentación que la caracterizan. Ello, junto con la incapacidad de sus gobernantes, instituciones y sociedades que, «[s]iempre buscando y nunca llegando», se revelaría como «incompletitud». No por azar, la imagen de América Latina que atrae a Malamud es la de Laurence Whitehead, un «mausoleo de modernidades»4, «un cementerio de proyectos abandonados antes de completarse y sobre cuyos cimientos inconclusos se construirá el próximo»5. Llama a esto el «malentendido latinoamericano». Pero ¿en qué consiste precisamente este malentendido? América Latina en realidad no existe. Así de simple. Es decir, ella misma fue un malentendido, desde Simón Bolívar y José de San Martín. O inclusive desde antes. Así como malentendidos serían las ideas-conceptos de Indoamérica, Patria Grande y Nuestra América. ¿Y Abya Yala? No sabemos. Un exotismo decolonial, probablemente. ¿Y América del Sur? Un viejo anhelo de los estrategas geopolíticos brasileños, tal vez, desempolvado por esa banda de ilusionados del Partido de los Trabajadores (pt). ¿Le iría mejor acaso a la espléndida definición de «Extremo Occidente» acuñada hace tiempo por Alain Rouquié6? Eventualmente sí, dada la inclinación de los autores citados por la ciencia política y la política comparada, junto con la genuina ‒si bien implícita a menudo‒ predilección por Europa y su arquetípica experiencia de democracia, integración y desarrollo. Con todo, sin ocultar los 50 millones de cadáveres que dieron origen a la ue7, cuesta entender por qué de esta historia se borran aquellos que, pese a la escasez de guerras8, desde el «Extremo Occidente» durante siglos contribuyeron y aún contribuyen a la no tan civil y democrática «casa común» europea. ¿Malentendidos del eurocentrismo? Ahora bien, lo que importa para Malamud es que, al fin y al cabo, «no existe ninguna organización regional que abarque exclusivamente a todos los países latinoamericanos»9. Es más, «América Latina jamás habló con una sola voz»10. De ahí la provocación: «¿[t]iene sentido indagar en el futuro de una región cuya existencia misma está en cuestión?». Probablemente sí, responde, pero solo probablemente, ya que «la integración no es una opción», a pesar de que «la interdependencia entre países vecinos genera efectos de difusión». O, dicho de otra forma: «La integración es impracticable porque el objetivo explícito de los Estados latinoamericanos es fortalecer su soberanía, no compartirla. Pero la interdependencia es inevitable porque las fronteras son porosas, la visibilidad de los vecinos es alta y los ejemplos, buenos o malos, son contagiosos»11.

Así las cosas, ¿tendrá sentido indagar sobre el malentendido de la Unasur? ¿O es mejor decirle good bye12, ya que su «baja intensidad»13 se convirtió rápidamente en una «retórica deshabitada con una sede sin mando» en un «pantano de conflictos»14? Probablemente sí, respondería Malamud, pero solo probablemente.

Por suerte, no todas las imágenes de la integración latinoamericana están teñidas de colores tan sombríos, en particular, aquellas que en términos marxistas nos recuerdan que «en los análisis histórico/político/sociales no podemos tomar como modelo de comparación lo que imaginamos y deseamos como una sociedad ideal»15. Sin embargo, estas imágenes a menudo terminan sufriendo de un problema similar, si bien opuesto. Como en el trastorno bipolar, frente al estado de ánimo depresivo, irritable o simplemente perplejo entre correligionarios o cuasi correligionarios, con exceso de grandilocuencia y fe en la incontenible marcha de la Historia, Atilio Borón y Paula Klachko intentan convencerse y convencernos de que durante el auge del progresismo «hemos logrado dar pasos más profundos en la genuina integración de Nuestra América que en toda la breve historia de emancipación de los imperios portugués y español».

¡Hasta la victoria! Así que, si bien «[e]rrores, deficiencias, necesidad de profundas autocríticas, malas mediciones de las relaciones de fuerzas, deben ser objeto de reflexión y aprendizaje», más urgente es no perder de vista, marxianamente, que «los fantasmas del pasado nos acechan», y que la contrarrevolución de las derechas y del imperialismo estadounidense, combinada con la «violencia del velo que nos impone la manipulación mediática», siempre están conspirando y en acción. Por ello, si bien «las instancias supranacionales de integración han entrado en una fase de estancamiento, a excepción del alba, motor de la lucha y la esperanza», solo los «hijos bobos de estos procesos ya sea desde la propia izquierda o desde algunos movimientos sociales [...] no pueden ver ni apreciar» los saldos positivos de la integración y unidad nuestroamericana. ¿Será así?

Es notorio que ambos autores llevan al mismo tiempo el rol de megáfonos y abogados de los gobiernos «progresistas» y de guardianes del templo de la episteme marxista-leninista. Si bien esta nota fue publicada bajo el rótulo de «elementos para un análisis provisorio» y salió en un clima de enfrentamiento y fragmentación de las izquierdas que alcanzaría su cenit con la crisis venezolana, la «gran lentitud»16 y «las frustraciones»17 con la integración saltan a la vista por doquier, por más indulgente que uno sea con los gobiernos «progresistas» o lo que queda de ellos. Pero además, si se cree realmente que la integración latinoamericana solo puede «ir de la mano de procesos emancipatorios, en su versión nacionales y populares o más de izquierda»18, de hijos bobos que analicen con seriedad errores y deficiencias se siente mucha falta.

Pese al derrotismo imperante o al histerismo que exuda de estas imágenes, probablemente sea mejor asumir, de forma precautoria al menos, que «el estudio del regionalismo latinoamericano continúa siendo una cuestión tan compleja como abierta, y la discusión sobre su situación, resultados, límites y posibilidades, y sus perspectivas futuras sigue siendo una tarea muy relevante tanto en el ámbito teórico, como en su dimensión política más aplicada»19.

Al final del día, desde la perspectiva crítica, la integración y el regionalismo son campos en disputa situados entre las particularidades sociohistóricas y geográficas de una región y las trayectorias nacionales e internacionales de un sistema mundial capitalista. Aunque las conexiones no siempre sean evidentes, ambas responden tanto a patrones de cambio, evolución y continuidad propios de las relaciones políticas y geopolíticas entre distintos sistemas y subsistemas de poder nacionales, regionales y globales, como a las dinámicas y los ciclos de reproducción y crisis de la acumulación capitalista a escala mundial.

Una selva de adjetivos

En la estela de la literatura anglosajona y noreuropea, las caracterizaciones más exitosas que articularon el debate académico bautizaron el nuevo regionalismo suramericano como «posliberal» y «poshegemónico»20. Influenciadas tanto por el institucionalismo de Karl Polanyi y la economía política internacional «heterodoxa» de Susan Strange y Robert Cox, como por el «enfoque del nuevo regionalismo» de Björn Hettne y Fredrik Söderbaum, ambas se alejaron de teorías tradicionales como el neofuncionalismo o el intergubernamentalismo liberal.

De acuerdo con José Antonio Sanahuja, el regionalismo «posliberal» se distinguió por el retorno de la «política», el «desarrollo» y el «Estado», el énfasis en la agenda positiva de la integración y la seguridad energética, la preocupación por los temas sociales, las asimetrías, los cuellos de botella del desarrollo y la participación de actores no estatales21. Si bien pronto se asumió como un manifiesto, esta lista recogía más los elementos discursivos de los líderes «progresistas» y los puntos en agenda del alba-tcp y la Unasur que sus realizaciones. Desde un inicio, por otra parte, el propio Sanahuja calificó esta etapa «como un periodo de transición, sin modelos claros, un mayor grado de politización de las agendas y, como consecuencia, más dificultades para generar consensos»22. De ahí las quejas sobre la «sobreoferta de propuestas e iniciativas integracionistas» y sus consecuencias supuestamente negativas: «diplomacia de cumbres», «falta de coordinación» y «débil estructura institucional»23.

Pía Riggirozzi y Diana Tussie, en cambio, emplearon el concepto de «poshegemónico» para describir «[e]l espacio regional [como] una estructura de oportunidad para fortalecer los nuevos consensos políticos, particularmente en el ámbito de los derechos sociales»24. Sería «un regionalismo que se construye desde la nación a lo regional (...) para recuperar autoridad en materia de políticas públicas». Por ello, los nuevos esquemas «excluyen deliberadamente a eeuu (...) y se proponen objetivos alternativos a las recetas que este promueve». En síntesis: «La construcción del regionalismo ‘poshegemónico’ se manifiesta en una reorganización del escenario regional y la emergencia de nuevos esfuerzos con nuevas agendas de cooperación. No solo la noción de la región fue resignificada y valorizada para reflejar espacios de acción estatal, sino que dio lugar a [una] nueva concepción sobre qué es y para qué es regionalismo»25.

Desde un inicio esta caracterización se mostró mucho más apegada al «enfoque del nuevo regionalismo» que la de Sanahuja. La empresa de Riggirozzi y Tussie, en efecto, ejemplifica bien esa corriente intelectual que, desde las universidades de Reino Unido, pasando por Göteborg y Brugge y de regreso a Argentina y otros destinos del «Sur global», ha logrado de manera bastante exitosa expandir su influencia en la mejor tradición de la economía política internacional «heterodoxa».

Los términos «posliberal» y «poshegemónico» gozaron de una enorme aceptación, sin recibir cuestionamientos de fondo hasta hace poco26. Por el contrario, sirvieron de referencia para alimentar una olimpíada de calificativos alternativos o más bien complementarios. Así, el nuevo regionalismo fue también «posneoliberal», «poscomercial», «heterodoxo», «segmentado», «solapado», «modular», «multilateral», «contrahegemónico», «inclusivo», «social», «productivo», «estratégico», «ligero», «disperso», «declaratorio» e incluso, últimamente, «desconcertado»27.

En retrospectiva, esta selva de adjetivos parecería el producto no solo de la compulsión a idear conceptos y metodologías que el moderno mercado académico y la amable tiranía de los journals alientan sin reparo, sino también de la dificultad objetiva de encasillar en moldes teóricos confeccionados de antemano y para otras latitudes los rasgos distintivos de los nuevos esquemas. Los resultados han sido variados y la confusión, inevitable. Sin embargo, el desenlace del ciclo «progresista» y las turbulencias en la economía política global en los últimos años comenzaron a volver más cristalinas las aguas turbias en las que el regionalismo «posliberal» y el «poshegemónico», sus complementos y contrincantes, venían nadando. Mientras Sanahuja parece sugerir que su caracterización se habría agotado con el fin del ciclo regionalista (ca. 2005-2015), que coincidió con el auge y declive del «progresismo» y el festín de los commodities28, Riggirozzi y Tussie consideran que el regionalismo «poshegemónico» seguiría vigente, al menos como «estructura de oportunidad»29. El telón de fondo de ambas posturas quizá esclarezca las diferencias. Si para el primero sería el comienzo de una nueva etapa mundial caracterizada como crisis de hegemonía y de la globalización o «posglobalización», para las segundas la actual configuración del orden global se entendería mejor como un «momento poshegemónico».

La valoración también es distinta. Para el catedrático español, este ciclo descansó sobre «liderazgos presidenciales fuertes que [adoptaron] metas integracionistas tan ambiciosas como irreales»30, combinando retórica unionista e incumplimientos que a la postre erosionaron «la legitimidad, efectividad y credibilidad de las organizaciones regionales ante sus propios miembros y los socios externos». Las estrategias de crecimiento descuidaron la transformación productiva y la mejora de la competitividad internacional que supuestamente definían «la racionalidad de los procesos de integración Sur-Sur de este periodo». Finalmente, el «neonacionalismo» de los gobiernos de izquierda «ha planteado de nuevo difíciles disyuntivas para la construcción de instituciones efectivas y un marco normativo regional»31, acentuadas por la competencia entre Brasil y Venezuela en varios ámbitos.

Riggirozzi y Tussie, en cambio, aunque reconocen las «tensiones entre el interés nacional y la gobernanza regional», ponen el acento en que «el regionalismo en América del Sur (...) se ha concebido como un conjunto de instituciones que potencian en vez de limitar decisiones nacionales (...), tiene diversas motivaciones estratégicas, toma diversos caminos y ritmos»32, y citan algunos estudios que demostrarían «cambios en el abordaje de la gobernanza regional sobre derechos sociales en áreas de salud (...), economía social (...) y educación». Otros méritos serían «la estructuración de redes intergubernamentales y de expertos (...) la facilitación y/o redistribución de recursos materiales y de saberes en apoyo a las políticas públicas; y (...) la habilitación de nuevas dinámicas de representación y diplomacia en la región y frente a actores externos».

Estos resultados francamente no parecen gran cosa si, más allá de la «oportunidad de libertad cognitiva»33 que el «enfoque del nuevo regionalismo» brinda a expertos y académicos de cara a la resiliencia del eurocentrismo, el objetivo es conquistar espacios de autonomía política y económica real y duradera, y no meramente discursiva y momentánea. Por ello, tras una década de debates y experimentos «poshegemónicos», cuesta conformarse con un balance demasiado amparado en la «estructura de oportunidad» y en el carácter de «construcción social» y «coconstitutivo» de los «regionalismos en el Sur».

En fin, si Sanahuja analiza la coyuntura combinando elementos de economía política internacional «heterodoxa», argumentos europeístas y una visión iberoamericana de América Latina para mostrar los límites del regionalismo «posliberal», Riggirozzi y Tussie parecen aferrarse a una mística de la «región» a estas alturas un tanto abstracta y defensiva, cuyo soporte principal para salvaguardar las virtudes del regionalismo «poshegemónico», además de la tibia réplica al malentendido eurocéntrico, sería la oportunidad de vivir en un «momento poshegemónico».

Pese a las diferencias, ambas visiones se asemejan en concebir la «gobernanza» regional y global no solo como un concepto neutral, sino también como un mandato imperativo posiblemente teñido de virtudes progresistas. Frente a un término tan elusivo política y culturalmente, los supuestos críticos se disuelven y la distancia con la izquierda radical se torna abismal.

¿Para qué? ¿Para quién?

Los gobiernos «progresistas» reavivaron debates y esperanzas sobre la «Patria Grande», «Nuestra América» y la «unidad latinoamericana» eclipsados tras la terrible derrota política, militar, ideológica y cultural que las izquierdas del continente sufrieron en los años 70 y 80. Sin embargo, antes de la cristalización de la «marea rosada», un veterano como Edgardo Lander ya advertía: «No hay nada en la idea de integración que en sí misma podamos considerar como favorable para el futuro de los pueblos del continente»34. Y agregaba: «No basta con que sea una integración latinoamericana o sudamericana (...). Todo depende del modelo de integración en cuestión. ¿Quiénes lo impulsan? ¿Para qué? ¿Para quién?»35.

No obstante, tras la publicación del excelente libro de Claudio Katz36 que esclarecería los torbellinos del rediseño de América Latina tras el naufragio del Área de Libre Comercio de las Américas (alca), las contribuciones de la izquierda radical sobre los «modelos» han sido poco orgánicas o directamente ausentes. A medida que las experiencias «progresistas» tomaban cuerpo, comenzó a manifestarse una brecha insalvable entre el discurso soberano y autonómico por un lado, y la refundación del Estado y las políticas económicas y de desarrollo por el otro. El impacto sobre los nuevos esquemas, aunque evidente desde un inicio, pudo soslayarse solo hasta que la bonanza mantuvo en mayoría y en equilibrio las piezas del consenso estrenado en las calles de Mar del Plata en 2005. Eran precarias, no obstante, y desprovistas de cemento teórico.

Los enfoques con mayor difusión, como las «epistemologías del Sur» o la «colonialidad del poder» y sus corolarios «decoloniales», han dicho poco en concreto sobre el regionalismo y la integración. El «populismo de izquierda» inspirado en la obra de Ernesto Laclau no puede sino proyectar al plano regional sus espejismos nacionales. La «dependencia» sigue siendo una brújula, pero hasta el momento no hubo una renovación teórica a la altura de los tiempos. Más bien, cuando se encierra en la vertiente inspirada en los trabajos de Ruy Mauro Marini y asume la superexplotación del trabajo como un motor inmóvil aristotélico, con frecuencia la discusión se torna bizantina y esotérica, escolástica marxista que poco aporta a la comprensión de los procesos de integración contemporáneos. Tampoco la «geopolítica crítica» y el «neogramscianismo» más militante pudieron por ahora aclimatarse en Nuestra América para respaldar conceptualmente la consolidación del alba, la Unasur y la Celac. Finalmente, aunque las disyuntivas y los conflictos entre panamericanismo y latinoamericanismo por supuesto existen y hacen estragos, la crítica teórica y empírica del imperialismo estadounidense podría ser de más amplio respiro, pues no es un deus ex machina ni un genio maligno que truca los dados haciendo ganar siempre a los mismos.

Respecto al alba-tcp, en particular, los herederos de la mejor tradición del pensamiento crítico latinoamericano han sido tibios a la hora de hacer propuestas concretas sobre su desarrollo. En cambio, se mostraron muy condescendientes con los gobiernos de los Estados miembros cuando una crítica vigorosa y propuestas innovadoras pudieron haber tenido acogida y quizás éxito. Así, los conceptos empleados para resaltar su especificidad como «desarrollo endógeno», «complementariedad», «ventajas cooperativas» o proyecto y empresa «grannacional» nunca fueron aclarados, solo evocados muy genéricamente, y así se abrió el interrogante sobre su consistencia más allá del giro lingüístico. Nadie, por otra parte, ni gobiernos ni movimientos sociales, logró explicar en qué consiste y cómo avanzar hacia la integración «alternativa» y «de los pueblos».

Al margen de algunos ejercicios intelectualmente encomiables, pero cuya abstracción y complejidad para teorizar el «modelo» alba ha sido inversamente proporcional a la realidad elemental de sociedades rentistas y gobiernos nacional-populistas37, posiblemente solo desde la ecología social y la geopolítica de los recursos se produjeron dos planteamientos relativamente orgánicos sobre la integración. Pero, pese a sus similitudes, transitan por senderos distintos, si no propiamente opuestos, que reflejan con exactitud la fractura más espinosa entre las izquierdas radicales latinoamericanas.El regionalismo «autónomo» propuesto por Eduardo Gudynas constituye la dimensión internacional de las «transiciones hacia alternativas al desarrollo» caracterizadas como «posextractivistas», «poscapitalistas» y «postsocialistas»38. Lo describió como una «desvinculación selectiva de la globalización» con estos ingredientes: «reorientación económica, productiva y comercial a escala continental (...) estructuración de cadenas de producción con eslabones compartidos (...) políticas sectoriales supranacionales (...) capacidades de regulación y control sobre los flujos de capital»39. Ello en función de reducir la dependencia extractivista para «vivir con lo nuestro». Sin embargo, el escollo de la supranacionalidad, las relaciones de fuerza existentes entre Estados y capital y la exigüidad numérica de sus partidarios, pese a su visibilidad y organización en algunos países, de momento vuelven este regionalismo para el «buen vivir» una utopía tecnocrática ambientalista. Un estilo de escritura salpicado de «deber ser» y «condiciones de necesidad» parecería confirmarlo.

Mónica Bruckmann, en cambio, en estrecho diálogo con la prolífica obra de Theotônio dos Santos, construyó su visión de la integración regional sobre las oportunidades que la revolución científico-tecnológica y la emergencia de un «nuevo espíritu de Bandung» liderado por China ofrecerían para «romper la relación de dependencia que marcó [la] inserción [de América Latina] en el sistema mundial»40. Ello demandaría la elaboración de una «estrategia de reapropiación social de los recursos naturales y de su gestión económica y científica, (...) una rediscusión profunda de la propia noción de desarrollo, del concepto mismo de soberanía y de la posición de América Latina en la geopolítica mundial». Sin embargo, pese al eco que tuvo en la Unasur cuando Alí Rodríguez fue secretario general, el «marco institucional creciente (...) para el debate sobre una estrategia común sudamericana y latinoamericana» no se convirtió en políticas concretas.

Si las oportunidades que China brinda para superar la dependencia no resultan tan lineales, el prurito desarrollista de los «progresismos» restringió toda posibilidad de coordinación sobre temas estratégicos, alejó la eventualidad de cualquier control conjunto sobre el comercio, las inversiones y los movimientos de capitales, y profundizó las fisuras con otros sectores de la izquierda. Finalmente, mientras la proyección latinoamericana del lulismo osciló entre la búsqueda de liderazgo político y el subimperialismo económico, la palingenesia bolivariana se desinfló tan pronto como quedó claro que, sin un proyecto nacional y regional a la altura de las circunstancias, los aluviones de petrodólares y las grandes personalidades heroicas no conducen al «socialismo del siglo xxi», sino directo al desastre.

Fin de ciclo y fantasmas de la «posglobalización»

A estas alturas, sería ingenuo poner en duda que otra etapa del regionalismo latinoamericano haya entrado en su recta final. El alba-tcp, sin combustible y con un proyecto político-ideológico en desbandada, ya es tan solo un frágil escudo del gobierno venezolano frente a los ataques de eeuu, la ue y la hipocresía de los biempensantes y los medios occidentales. La Unasur, desarticulada por el momento, vislumbra en sus orígenes neoliberales la salida al impasse actual. En cuanto a la Celac, nada nuevo hay bajo el sol.

Después de los «pos», será políticamente improcedente pensar esta fase al margen del auge y declive de los gobiernos «progresistas». En ese encuentro radican logros y fracasos, vicios y virtudes de los nuevos esquemas. Asimismo, será estéril eludir sus vínculos, directos e indirectos, con una década de ilusiones neoperiféricas que, tras la holgada bonanza, ahora le pasan factura también a un proyecto de región cuyo «Consenso de los Commodities»41 quizás haya sido el solo horizonte compartido para posicionar a América del Sur en un orden global aún en ciernes.

Con buena paz de aquellas miradas demasiado inclinadas hacia el constructivismo o el ecologismo, o que sobredimensionaron la autonomía y capacidad de los Estados frente al capital o, al revés, de la sociedad civil frente a ambos, habrá que replantear la relación entre integración y regionalismo a la luz de los patrones de acumulación y modelos de desarrollo imperantes y de los intereses geopolíticos de viejos y nuevos actores.

«Una excepción global está llegando a su fin y sin ninguna señal de cambio positivo en el horizonte», escribió Perry Anderson42. ¿Tiene alguna ventaja negarlo? Vivimos el epílogo de un ciclo regional que, al amparo del boom de las materias primas y del relativo alejamiento de eeuu, durante una década y media vio la coexistencia de movimientos sociales rebeldes con gobiernos heterodoxos43. Ambos se equivocaron y ambos perdieron. Aunque tanto los socialdemócratas como las izquierdas radicales sigamos confiriendo a un regionalismo más autónomo y a una integración más profunda un papel clave en la definición de los horizontes y oportunidades para los países de América Latina en el siglo xxi, el camino ahora no podría ser más empinado.

Sin embargo, tanto los nostálgicos del neoliberalismo y del «regionalismo abierto» como aquellos aterrados por su retorno como business as usual verán frustradas sus expectativas o confortables pesadillas. «El mundo ya no es lo que solía ser»44. En nada se parece a aquellos cuentos delirantes sobre las virtudes de la «globalización». Pero más allá de simbolizar el Zeitgeist de nuestra época, ¿podrá la reiteración de un simple prefijo que denota lo que viene después ‒«poshegemónico», «posestadounidense», «posoccidental», «posglobalización»‒ decirnos algo que sea teóricamente productivo sobre estos tiempos turbulentos y orientarnos en este confuso presente?

Cuando se intente desnudar los fantasmas y quitarse los lentes eurocéntricos, probablemente el término «posglobalización» no lucirá menos elusivo que el concepto mismo. Después de los desastres provocados por la marcha belicosa hacia un «nuevo siglo americano» y de la implosión de 2008, los inventores de la «globalización» tomaron conciencia de que ya no son sus únicos dueños y guardianes, mientras que la clase política que criaron se convirtió en una galería de monstruosos payasos a sueldo de oligarquías financieras y belicistas.

Los ganadores, en cambio, acaban de consagrar a su nuevo emperador y quieren cabalgar otra «globalización», sin complejos de inferioridad y bajo otros valores y normas si fuera necesario y, naturalmente, intereses. En fin, otra Weltanschauung. Si bien es dudoso que el Partido Comunista chino realice la paradójica hazaña del siglo, esto es, que el capitalismo global sobreviva a sus propios éxitos, el simple propósito es algo que los mandarines cosmopolitas y corifeos intelectuales de una civilización decadente aún no pueden ni siquiera nombrar.

  • 1.

    Daniele Benzi: es profesor visitante de la Universidad Federal de Bahía, Brasil. Es autor de alba-tcp. Anatomía de la integración que no fue (Imago Mundi / uasb, Buenos Aires, 2017).Marco Narea: es máster en Relaciones Internacionales por la Universidad Andina Simón Bolívar, Ecuador.Palabras claves: fin de ciclo, integración, progresismo, regionalismo, América Latina.. Anagrama, Barcelona, 2000.

  • 2.

    J. Natanson: «La integración es un elefante blanco» en Le Monde Diplomatique edición Cono Sur, 2/2017.

  • 3.

    A. Malamud: «El malentendido latinoamericano» en Nueva Sociedad No 266, 11-12/2016, pp. 32-44, disponible en www.nuso.org.

  • 4.

    L. Whitehead: Latin America: A New Interpretation, Palgrave Macmillan, Nueva York, 2006.

  • 5.

    A. Malamud: ob. cit., p. 33.

  • 6.

    A. Rouquié: Amérique latine. Introduction à l’Extrême-Occident, Éditions du Seuil, París, 1987. [Hay edición en español: América Latina. Introducción al Extremo Occidente, Siglo xxi, Ciudad de México, 1989].

  • 7.

    A. Malamud: ob. cit., p. 35.

  • 8.

    Ibíd.

  • 9.

    Ibíd., p. 32.

  • 10.

    Ibíd., p. 33.

  • 11.

    Ibíd.

  • 12.

    María Laura Carpineta: «Good bye, Unasur» en Revista Zoom, 3/8/2017.

  • 13.

    Nicolás Comini y Alejandro Frenkel: «Una Unasur de baja intensidad. Modelos en pugna y desaceleración del proceso de integración en América del Sur» en Nueva Sociedad No 250, 3-4/2014, pp. 58-77, disponible en www.nuso.org.

  • 14.

    Pablo Celi: «La fragilidad de la Unasur en un pantano de conflictos» en Nueva Sociedad edición digital, 5/2017, disponible en www.nuso.org.

  • 15.

    Atilio Borón y Paula Klachko: «La integración de Nuestra América: elementos para un análisis provisorio» en América Latina en Movimiento, 10/3/2017.

  • 16.

    Carlos Eduardo Martins: «El sistema-mundo capitalista y los nuevos alineamientos geopolíticos en el siglo xxi. Una visión prospectiva» en Marco A. Gandásegui, h. (coord.): Estados Unidos y la nueva correlación de fuerzas internacional, cela / clacso / Siglo xxi, Ciudad de México, 2017, p. 62.

  • 17.

    Claudio Katz: «Desenlaces del ciclo progresista» en La página de Claudio Katz, 25/1/2016.

  • 18.

    A. Borón y P. Klachko: ob. cit.

  • 19.

    José Antonio Sanahuja: «Regionalismo e integración en América Latina: de la fractura Atlántico-Pacífico a los retos de una globalización en crisis» en Pensamiento Propio año 21 No 44, 7-12/2016, p. 64.

  • 20.

    J.A. Sanahuja: «Del ‘regionalismo abierto’ al ‘regionalismo post-liberal’. Crisis y cambio en la integración regional en América Latina» en Anuario de la integración regional de América Latina y el Gran Caribe 2008-2009, cries, Buenos Aires, 2008, pp. 11-54; Pía Riggirozzi y Diana Tussie (eds.): The Rise of Post-Hegemonic Regionalism: The Case of Latin America, Springer, Nueva York, 2012.

  • 21.

    J.A. Sanahuja: «Del ‘regionalismo abierto’ al ‘regionalismo post-liberal’», cit., pp. 22-23.

  • 22.

    Ibíd., p. 24.

  • 23.

    Josette Altmann Borbón: «El alba, Petrocaribe y Centroamérica: ¿intereses comunes?» en Nueva Sociedad No 219, 1-2/2009, p. 130, disponible en www.nuso.org.

  • 24.

    P. Riggirozzi y D. Tussie: «Claves para leer al regionalismo sudamericano: fortaleciendo el Estado, regulando el mercado, gestionando autonomía» en Perspectivas No 5, en prensa, énfasis del original.

  • 25.

    Ibíd.

  • 26.

    La mejor discusión puede encontrarse en José Briceño Ruiz: «Hegemonía, poshegemonía, neoliberalismo y posliberalismo en los debates sobre el regionalismo en América Latina» en Martha Ardila (ed.): ¿Nuevo multilateralismo en América Latina? Concepciones y actores en pugna, Universidad Externado de Colombia, Bogotá, 2016, pp. 23-66.

  • 27.

    El espacio de este ensayo no permite citar la extensa bibliografía de referencia.

  • 28.

    J.A. Sanahuja: «Regionalismo e integración en América Latina: de la fractura Atlántico-Pacífico a los retos de una globalización en crisis», cit.

  • 29.

    P. Riggirozzi y D. Tussie: «Claves para leer al regionalismo sudamericano», cit.

  • 30.

    J.A. Sanahuja: «Regionalismo e integración en América Latina: de la fractura Atlántico-Pacífico a los retos de una globalización en crisis», p. 39.

  • 31.

    Ibíd., p. 44.

  • 32.

    P. Riggirozzi y D. Tussie: ob. cit., 2018.

  • 33.

    Ibíd.

  • 34.

    E. Lander: «¿Modelos alternativos de integración? Proyectos neoliberales y resistencias populares» en osal año 5 No 15, 9-12/2004, p. 45.

  • 35.

    Ibíd.

  • 36.

    C. Katz: El rediseño de América Latina: alca, Mercosur y alba, Ediciones Luxemburg, Buenos Aires, 2006.

  • 37.

    Maribel Aponte García: El nuevo regionalismo estratégico. Los primeros diez años del alba-tcp, Clacso, Buenos Aires, 2014; Thomas Muhr: Venezuela and the alba: Counter-Hegemony, Geographies of Integration and Development, and Higher Education for All, vmd Verlag, Saarbrücken, 2011.

  • 38.

    E. Gudynas: «Transiciones hacia un nuevo regionalismo autónomo» en Miriam Lang, Claudia López y Alejandra Santillán (comps.): Alternativas al capitalismo/colonialismo en el siglo xxi, Fundación Rosa Luxemburg / Ediciones Abya Yala, Quito, 2013, pp. 129-160.

  • 39.

    Ibíd., pp. 140-142.

  • 40.

    M. Bruckmann: «La unidad latinoamericana como proyecto histórico» en América Latina en Movimiento, 24/12/2014.

  • 41.

    Maristella Svampa: «Consenso de los Commodities y lenguajes de valoración en América Latina» en Nueva Sociedad No 244, 3-4/2013, disponible en www.nuso.org.

  • 42.

    P. Anderson: «Crisis en Brasil» en La Línea de Fuego, 10/5/2016.

  • 43.

    Ibíd.

  • 44.

    Luis Javier Orjuela, Fabricio H. Chagas-Bastos y Jean-Marie Chenou: «El incierto ‘efecto Trump’ en el orden global» en Revista de Estudios Sociales No 61, 7/2017, p. 110.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 275, Mayo - Junio 2018, ISSN: 0251-3552


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