Coyuntura
NUSO Nº 231 / Enero - Febrero 2011

El fracaso de una estrategia: una crítica a la guerra contra el narcotráfico en México, sus justificaciones y efectos

Se cumplen cuatro años de la «guerra frontal contra el narcotráfico» lanzada por el gobierno de Felipe Calderón. El artículo analiza sus efectos: aumento del consumo, más violencia y una mayor penetración del crimen en las instituciones estatales, además de violaciones a los derechos humanos y el nacimiento de un nuevo paramilitarismo. El fracaso de la estrategia punitiva es claro, y detrás de él se esconde la crónica debilidad del Estado mexicano. Por ello es necesario lanzar un plan integral enfocado en la reducción de daños, que no se limite al costado policial y contemple la prevención y los aspectos sociales del problema.

<p>El fracaso de una estrategia: una crítica a la guerra contra el narcotráfico en México, sus justificaciones y efectos</p>

Un aniversario y dos hechos para abrir el debate

En diciembre de 2010 se cumplieron cuatro años del inicio de la particular estrategia de lucha contra el crimen organizado y el narcotráfico del actual gobierno mexicano. Un hecho inédito en México ya que, si bien ni el narcotráfico ni la lucha de los gobiernos mexicanos para erradicarlo o contenerlo son nuevos, ningún presidente había apostado a un ataque frontal (centrado en medios policíacos y militares) en todo el territorio, durante todo el tiempo, como lo hizo Felipe Calderón.

Dos meses antes, en octubre, el pequeño municipio fronterizo de Praxedis G. Guerrero ocupó un espacio estelar en los medios de comunicación por un hecho poco habitual: el nombramiento de una joven de 20 años, estudiante de Criminología, llamada Marisol Valles, como jefa de Policía. Lo interesante es que la joven estableció que el eje de su labor contra la inseguridad y el delito sería la prevención: el «rescate social», la recuperación de espacios públicos, la impartición de valores y el contacto directo con los ciudadanos. Poco después, al otro lado de la frontera, en California, se votaba la Propuesta 19, cuyo objetivo era legalizar el cultivo, la venta y el consumo de marihuana; es decir, un paso más allá de la comercialización de esta droga para usos «medicinales», un negocio multimillonario que ha hecho que se lleguen a reducir las penas a los consumidores casi al nivel de las multas de tránsito.

En otras palabras, en las semanas anteriores al aniversario del lanzamiento de la política de seguridad del gobierno federal, ocupan primeras planas noticias que ilustran estrategias alternativas para afrontar el problema del narco: la prevención y la despenalización o legalización. Y no debe extrañar, pues el debate sobre este tema es urgente.

A cuatro años de iniciada, es difícil defender la estrategia del gobierno, que entiende al «narco» más como un problema de seguridad que hay que atajar por medios eminentemente policíacos y militares que como un tema de salud pública. No solo porque la información disponible demuestra que los argumentos que en su momento se manejaron como justificaciones de esta estrategia son cuestionables, sino porque las medidas adoptadas, además de no haber cumplido los objetivos señalados, han generado una serie de consecuencias funestas y unos costos materiales y humanos que difícilmente se compensan con sus triunfos. Se trata, como se titula un reciente libro sobre el tema, de una «guerra fallida». Este artículo intenta desmontar las justificaciones de esta guerra, analizar sus consecuencias negativas y proponer la idea de la debilidad del Estado mexicano (en particular de lo que Michael Mann llama «poder infraestructural») como el nexo explicativo entre la estrategia centrada en el uso de la fuerza, sus previsibles consecuencias negativas y su necesario término y cambio.

Cuestionando las justificaciones de la guerra

El consumo. La primera justificación del gobierno para declarar la «guerra contra el narco» fue la advertencia de que México ya no era solo un país de tránsito sino que se había convertido en un país consumidor de drogas, en donde el narcomenudeo afectaba a niños y jóvenes de manera creciente y alarmante. La consigna de comunicación oficial fue: «Que la droga no llegue a tus hijos». Sin embargo, a partir de las estadísticas del propio gobierno, la conclusión a la que se llega es que el consumo de drogas sigue siendo mínimo en relación con la población, con unas tasas de prevalencia e incidencia muy bajas, en términos comparativos tanto mundiales como regionales. Ha habido en los últimos diez años un crecimiento del consumo (en adultos, no en niños ni adolescentes), pero este ha sido pequeño y a partir de una base absoluta insignificante. Se trata en realidad de un crecimiento correlativo al crecimiento de la población, pero que muy difícilmente justifique medidas tan drásticas como las adoptadas. De hecho, la idea de que México se transformó de pronto en un país de consumo resulta contraintuitiva desde la propia lógica de los traficantes: la diferencia de ganancia entre vender la droga en México y hacerlo en Estados Unidos es tan inmensa y la demanda nacional mexicana tan pequeña que, por más trabas que existan para introducir la droga en EEUU, este siempre será un negocio mil veces mejor.

La violencia. La segunda justificación fue que el aumento de la violencia relacionada con el narcotráfico y el sentimiento de inseguridad que esta causaba en la población habían alcanzado ya niveles intolerables. Esta justificación también resulta cuestionable. En primer lugar, el aumento de la violencia anterior a 2006 es falso. Como demuestra Fernando Escalante en un ya célebre ensayo, la tendencia (antes de la «guerra») de la violencia (en especial del homicidio) en México era el descenso. Tomando en cuenta el aumento de población, se calcula que los homicidios han caído en una proporción de 20% en la década anterior a 2007. Es decir, una tendencia claramente decreciente en términos nacionales, en la que las tasas mexicanas son, otra vez, relativamente bajas en términos regionales. Una vez más, los números del gobierno refutan la idea que justificó su guerra.

En segundo lugar, aunque la inseguridad sentida por la población era real, lo que ocurrió fue que el gobierno la interpretó de forma equivocada y definió mal sus causas: la espectacularidad de ciertas escenas violentas y su repetición en los medios de comunicación durante 2006 crearon la ficción de que la inseguridad padecida por la población general estaba imbricada principalmente con el narcotráfico, cuando esto no era así. La inseguridad era causada esencialmente por el auge de delitos menores, de carácter económico, cuyos principales exponentes eran el robo, el asalto y el secuestro; no por las ejecuciones entre traficantes.

En tercer lugar, si el sustento de la guerra consistía en abatir la inseguridad y la violencia (supuestamente procedentes del crimen organizado), los resultados son indefendibles, ya que la violencia procedente del narco y provocada por la propia estrategia de guerra no ha hecho más que aumentar. Hay una suma mayor de ejecuciones (una por hora en 2009) y más temor en la población que nunca, debido al clima de enfrentamiento permanente.

La suplantación y la penetración. La tercera gran justificación de la estrategia fue la idea de que los traficantes estaban disputando el control territorial al Estado en numerosas partes del país, amenazando con suplantarlo y habiendo penetrado en la estructura institucional en un nivel nunca visto.

El miedo a que las organizaciones traficantes confronten, derroten y sustituyan al Estado apropiándose de territorios no es nuevo. Pero afirmar esto en el caso de México evidencia una falta total de conocimiento no ya del narcotráfico, sino de la forma en que funciona el país. Si hay un consenso entre los expertos académicos en materia de narcotráfico (como Jorge Chabat o Luis Astorga), es que los traficantes nunca han buscado competir con el Estado ni suplantarlo. Los traficantes mexicanos siempre han formado parte del aparato del régimen (gran máquina de integración), pero desde posiciones de subordinación, marginadas del poder político, siguiendo las reglas del juego impuestas por este. Si bien han contribuido a la pérdida de la fortaleza institucional, distan de ser los grandes causantes de ella: siguen siendo organizaciones locales o regionales cuyo objetivo no es la suplantación del poder político sino la compra de protección o la búsqueda de acuerdos con las corporaciones policiales para emplearlas contra la competencia o como mercenarios.

En los últimos años ha ocurrido que, con la crisis del régimen posrevolucionario y la pérdida de muchos de sus acuerdos informales, tanto las organizaciones traficantes como los cuerpos policiales han ganado autonomía. Se ha perdido la facultad del régimen de actuar como árbitro en el narcotráfico, pero esto difícilmente cambiará la lógica del narco en relación con el Estado: no le interesa suplantarlo sino medrar de forma subterránea, silenciosa y parasitaria, a la sombra del Estado, por medio del vínculo de la corrupción. La estabilidad es buena para el negocio. La confrontación duradera, no.

Sobre el segundo punto, aunque es innegable la penetración del narcotráfico en las esferas públicas, sostener que se trata de una novedad o que se encuentra en cotas nunca vistas es una falacia: hablamos de México, no de Noruega. La complicidad del narco con las autoridades (especialmente a nivel local) no surgió ayer, sino hace una eternidad; y nada hace pensar que hoy sea mayor que antes. Parece que esta justificación quedó olvidada ya que, con la excepción de Gregorio Sánchez, candidato a gobernador del estado de Quintana Roo, arrestado en mayo de 2010 por presuntos vínculos con narcotraficantes, no se ha detenido a ningún «narcopolítico». En suma, ante la dificultad de sostener cualquiera de los argumentos que el gobierno utilizó como justificaciones para explicar y defender su decisión, gana fuerza la idea de que la declaración de guerra fue eminentemente política: lanzar una acción espectacular en lo que se cree era el principal problema del país y lograr una nueva legitimación.

Las consecuencias de la guerra

La implementación de una estrategia no se da en el vacío ni es inocua. El despliegue de la lucha contra el narcotráfico centrada en el aspecto militar-policial (con miras a causar bajas en las organizaciones, decomisar armas y drogas y capturar a sus líderes), que relega el aspecto económico-patrimonial, las estrategias anticorrupción y la labor de prevención, ha tenido una serie de consecuencias funestas en términos sociales. Ello ha agravado el problema del narco y la violencia.

El desequilibrio entre poder civil y militar. La primera consecuencia es que, al hacer de la intervención de las Fuerzas Armadas la regla en la lucha contra el narcotráfico, se crea un desequilibrio entre el poder civil y el militar. El empleo del Ejército como consecuencia de la ineficiencia o corrupción de las autoridades policiales es un mal remedio, pues obstaculiza la evolución normal de las estructuras civiles del Estado y dota de un poder a los militares que puede debilitar el proceso democrático. Resulta además paradójico que precisamente en los años de la «democratización» del país, mientras más democracia formal existe, más poder ganan los militares, que cada vez controlan más espacios en las instituciones de seguridad y procuración de justicia. Desde hace ya tiempo, la autoridad civil ha venido actuando supeditada a la militar. Y esto sin fecha de término.

Problemas de ejecución y coordinación. La siguiente consecuencia negativa de la guerra y el uso de las Fuerzas Armadas en la lucha contra el narcotráfico son los problemas de ejecución: los militares no actúan con una lógica adecuada para el combate a la delincuencia y el trabajo policial en sus operativos. Entrenados para allanar y matar, no siempre entregan a los criminales a la autoridad competente, convirtiendo esta «mano dura» contra los traficantes en un asunto de castigo y venganza expedita, sin participación del aparato judicial, prácticamente en algo «extralegal». Y existen además problemas de coordinación, relacionados con el desarrollo de rivalidades entre policías y militares, que en algunos casos han llegado hasta enfrentamientos abiertos.

Violaciones a los derechos humanos. A pesar de que diversas encuestas revelan que la población considera a las Fuerzas Armadas una de las instituciones más confiables (muy por encima de la Policía), la estrategia militarizada de lucha contra las drogas ha redundado en una constante violación a los derechos humanos por parte del Ejército. Esta institución, según la Comisión Nacional de Derechos Humanos, se encuentra entre las tres que más violan los derechos humanos en México, una denuncia a la que se suman ONG como Amnistía Internacional y Human Rights Watch. Además, se sigue dejando a los tribunales de la propia institución militar la vigilancia interna, con las consecuencias previsibles en materia de impunidad.

El germen del paramilitarismo. Como se sabe, la corrupción de los cuerpos policiales mexicanos justificó en parte la participación del Ejército en la lucha antidrogas, pues se lo consideraba una institución menos proclive a la corrupción y penetración por parte del narco gracias a sus controles internos. Esta idea ha demostrado ser falsa en la figura de «Los Zetas»: un grupo de pistoleros mitificado al grado de hacerlos parecer una organización ubicua e invencible, y que son la materialización más reciente del miedo y la violencia en el país. Este grupo está conformado por desertores de una fuerza militar de elite llamada Grupo Aeromóvil de Fuerzas Especiales (Gafes); es decir, por elementos de las supuestamente incorruptibles Fuerzas Armadas, que pasaron a trabajar para la organización de Osiel Cárdenas y que ahora operan como un cartel más. La «guerra» contra el narcotráfico tuvo así otro resultado adverso: sin quererlo, ha dotado de más capacidad de fuego a los traficantes y ha plantado el germen del paramilitarismo al incluir a ex-militares de elite entre sus sicarios. El problema no es solo que se ha llegado a una situación en la que el Estado financia el entrenamiento de futuros delincuentes, sino que, a pesar de que entre las fuerzas de elite militares sigue habiendo miles de deserciones, no existe un programa de seguimiento de quienes las abandonan.

Reestructuración de los carteles: la guerra favorece a los audaces. La estrategia de ir tras las cabezas de los carteles partía del supuesto de que sin ellas el cuerpo dejaría de funcionar. No fue así. Y los otrora sicarios han comenzado a tomar el control. No solo porque, como afirmó uno de los líderes históricos del cartel de Sinaloa, Ismael «El Mayo» Zambada: «en cuanto a los capos, encerrados, muertos, o extraditados, sus reemplazos ya andan por ahí», sino porque la estrategia de militarización y choque frontal, al hacer más riesgoso el negocio, hace que el propio mercado desplace del escenario a los menos dispuestos a enfrentar tales operativos. Quedan los más temerarios, los amantes del riesgo y los más violentos, como argumenta el sociólogo Froylán Enciso.

El aumento de la violencia. Otra implicación negativa es simplemente que el uso de una estrategia agresiva acarrea más violencia. Como apuntó hace poco Eduardo Guerrero Gutiérrez en un ensayo: bajo un gobierno débil, una política de intervención antidroga agresiva tiende a exacerbar y multiplicar la violencia. Esto es así por la capacidad de retaliación que tienen las organizaciones y porque esta política propicia conflictos entre e intra carteles. Si bien el grueso de la violencia la protagonizan las organizaciones traficantes, también la acción del gobierno desempeña un papel importante: las reglas del juego las establece su acción o inacción, y lo que ha hecho el gobierno es una acción provocadora que ha puesto en marcha medidas que han incitado a la violencia. Lo problemático es que el gobierno está entrando en el juego de los traficantes: la detención de capos y los decomisos se han hecho en buena medida por información provista por carteles rivales cuyo objetivo es iniciar una ofensiva justo en el momento en que comienza el conflicto intracartel propiciado por el arresto, muerte o decomiso. El gobierno, en su afán de erradicación por medio de la confrontación, ha actuado como detonador o coadyuvante de las espirales de violencia. En buena medida, por el deficiente trabajo de los servicios de inteligencia.

Lo espurio de los triunfos. Siguiendo el punto anterior, vemos que los triunfos anunciados por el gobierno en la guerra son propios solo en parte, y obedecen también a las estrategias de lucha de los carteles entre sí, debido a la falta de labor de inteligencia e investigación de calidad. Aunque según los índices oficiales ha habido avances en la lucha contra el narcotráfico, los «éxitos» del gobierno no representan una prueba real de que la situación haya mejorado, ya que hay más decomisos y capturas por la simple razón de que hay más producción, más diversificación del mercado y más cantidad de gente en el negocio.

Una explicación: la debilidad del Estado

La falta de fortaleza estatal tiene mucho que ver en la explicación de la actual violencia. El hecho de que por décadas el régimen de «autoritarismo inclusivo» se mantuviera estable puede parecer en principio una buena señal de la fortaleza de nuestra maquinaria estatal. Pero nuestro Estado nunca ha sido fuerte. Una forma de comprenderlo es pensar, con Michael Mann, en las diferencias entre «poder despótico» y «poder estructural». Para Mann, el Estado es una cristalización del poder colectivo ejercido en dos dimensiones: la primera, el poder despótico, que se refiere a las acciones que las elites estatales pueden emprender sin negociaciones rutinarias con la sociedad civil; la segunda, el poder infraestructural, que se refiere a la capacidad institucional de un Estado para penetrar su territorio e implementar decisiones. Es decir un poder «filtrado», que permite coordinar la vida social a través de la infraestructura estatal: gravar riquezas, dar servicios, abarcar efectivamente la totalidad del territorio, etc. Es en esta dimensión del poder donde nuestro Estado nunca ha sido fuerte.

En ese sentido, el Estado mexicano es y ha sido débil fiscalmente. Ha permanecido casi siempre cerca de la bancarrota, debido a su mínima capacidad recaudatoria, y se ha mantenido a flote gracias al petróleo y las remesas de los migrantes. Esto ha redundado en su incapacidad para cumplir con sus obligaciones y la mala calidad de los servicios públicos. Más gráficamente, esta falta de poder infraestructural se muestra en dos puntos que demuestran de forma clara la relación entre la debilidad de nuestro Estado y la violencia actual: en primer lugar, en la falta de vías de comunicación y de servicios sociales en varias regiones específicas del país. Curiosamente, esto sucede en dos de las más violentas zonas productoras y de tráfico. Basta releer otro ensayo de Escalante para concluir que la violencia relacionada con la droga en la zona de la Sierra Madre Occidental (Durango, Sinaloa, Chihuahua) y la Cuenca del Balsas (Michoacán) tiene mucho que ver con la falta de presencia del Estado en la forma de vías de comunicación. Esto se traduce en el aislamiento de esas regiones (lo que las hace aún más propicias para el negocio de la droga). Y para que caigamos en la cuenta de que parte de la añeja violencia existente en la frontera no solo existe por el hecho de que se trata de una zona de contrabando per se, sino porque las urbes fronterizas han crecido en población (entre 70% y 100%, comparado con el 30% nacional durante el periodo que va de 1990 a 2007) mucho más de lo que ha crecido la capacidad estatal para dotarlas de los servicios sociales más básicos.

Finalmente, hay que pensar que nuestro Estado es y ha sido débil institucionalmente, incapaz de imponer la ley a sus propios funcionarios. La antigua práctica del negocio privado por medio de instituciones públicas es un ejemplo. También la corrupción, y las relaciones de la clase política con el narco. Negar esta relación es desconocer una buena parte de la historia mexicana. Piénsese en Esteban Cantú y Abelardo Rodríguez. En Miguel Alemán, Gonzalo N. Santos o Mario Villanueva. O en la protección política de M.A. Félix Gallardo o Juan García Ábrego. Finalmente, implica ignorar cómo nace y ha funcionado el ancestral negocio en nuestro país: como ha explicado en varias ocasiones Astorga, el narcotráfico es desde sus inicios parte del régimen posrevolucionario, nace supeditado al poder político (en la figura de los gobernadores) y se desarrolla por medio de instituciones y mediaciones estructurales que sirvieron de vínculo entre el narco y el poder político (como la Dirección Federal de Seguridad y la Policía Judicial).

Reflexiones finales

La debilidad del Estado mexicano no debe asumirse como un argumento catastrofista. Antes bien, este diagnóstico debe servir para repensar una estrategia destinada al fracaso. El fracaso de la guerra contra el narcotráfico parece claro. Y a nadie debería sorprender: ¿por qué los militares mexicanos iban a triunfar en una batalla que llevan perdiendo los de EEUU por casi un siglo? El problema, y de ahí la pertinencia de la crítica a la estrategia del gobierno, es que el plan se ha centrado en lo militar y en lo policial.

Hay que asumir, tal como está ocurriendo en EEUU, que el problema del narcotráfico es un problema social y de salud pública, que el consumo de drogas ha sido y seguirá siendo una constante en la sociedad y que hay que aprender a vivir con él. Y darse cuenta de que las estrategias punitivas, además de estar destinadas al fracaso, traen consigo costos muy onerosos, materiales y humanos.

Un enfoque más sensato debería buscar la contención y reducción de la violencia: minimizar los «daños colaterales» del narcotráfico hacia la sociedad y las personas. Para ello se necesita un plan que contemple prevención, educación, cultura de la legalidad, empleo, cultivos alternativos, la formación de una Policía eficaz y confiable y una cierta despenalización. Hacia ese camino avanza la estrategia de EEUU, pero no la del gobierno mexicano, que sigue pensando el problema en términos de seguridad, dispuesto a poner los muertos en una guerra que nació perdida. No existen alternativas perfectas ni infalibles, como advierten Aguilar y Castañeda, pero cualquiera de ellas será mejor que poner los recursos al servicio de una causa perdida, con razones, medios y fines equivocados.


En este artículo
Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 231, Enero - Febrero 2011, ISSN: 0251-3552


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