Opinión
mayo 2018

Democraduras

Venezuela y Brasil atraviesan una profunda crisis democrática, especialmente significativa dado que se trata de dos países que durante la etapa del giro a la izquierda funcionaron como ejemplos de transformación social, como el espejo en el que se miraban otras experiencias latinoameriacanas e incluso más allá de la región.

<p>Democraduras</p>

Cuando en 1986 se publicó en español Transiciones desde un gobierno autoritario, sus autores, Guillermo O’ Donnell, Philippe Schmitter y Laurence Whitehead, señalaron que América Latina estaba dejando atrás el ciclo de las dictaduras para construir «alguna otra cosa incierta», a la que muy cautelosos, y no sin titubeos, se atrevían a llamar democracia. Tres décadas después de la aparición de esa investigación fundamental, cuando algunos problemas parecían resueltos y ciertos debates saldados, verificamos una regresión autoritaria –un angostamiento de los límites democráticos– en diferentes países de la región pero especialmente en dos, en el primer caso como consecuencia de la decadencia de la izquierda y en el segundo como resultado del giro anti-democrático de la derecha.

Veamos.

Caribe

Aunque las raíces del declive venezolano pueden rastrearse tan lejos como hasta el Caracazo de 1989, la última etapa, en particular desde la muerte de Hugo Chávez en 2013, se caracteriza por el agravamiento del cuadro de recesión económica, carencias sociales, militarización del poder, autoritarismo y corrupción. Pese a ello, el chavismo venía garantizando elecciones razonablemente competitivas, en las que, aunque no se privaba de inclinar la cancha mediante la descarada utilización de todos los recursos estatales a su alcance, existía presencia real de la oposición, y cuyos resultados eran verificados –y avalados– por instituciones como el Centro Carter y las Naciones Unidas.

Si la democracia puede definirse como un tipo de régimen en el que no sólo hay elecciones sino que además no se sabe de antemano quién las va a ganar, si la democracia comporta en definitiva un cierto grado de incertidumbre, Venezuela era todavía una democracia; en el límite, pero democracia al fin. De hecho, al chavismo se lo podía acusar de muchas cosas salvo de no celebrar elecciones y de no reconocer sus derrotas en los pocos casos en los que ocurrían (cosa que por otra parte no hacía la oposición, acostumbrada a denunciar fraude cuando pierde pero no cuando gana, y siempre con el mismo sistema electoral, las mismas urnas electrónicas y el mismo tribunal).

¿Qué sucede hoy? ¿Siguen siendo aceptablemente democráticas las elecciones en Venezuela? La respuesta no puede ser más caribeña: depende. Lo fueron las elecciones parlamentarias de diciembre de 2015 (ganó la oposición) y las regionales de octubre de 2017 (ganó el chavismo), pero no las de la Asamblea Constituyente que se realizaron entre unas y otras, en julio de 2017, bajo un curioso esquema mixto de representación territorial-sectorial que sólo admitía la victoria del oficialismo. Previsiblemente, el resultado no fue la redacción de una nueva Constitución sino la instalación de una instancia suprapoder con facultades de neutralizar a los órganos dominados por la oposición (Asamblea Nacional, Fiscalía General, algunas gobernaciones).

La secuencia ayuda a entender las cosas: tras el sorpresivo triunfo opositor en las parlamentarias de 2015, el chavismo pospuso las siguientes elecciones hasta que encontró una salida con la Constituyente, un año y medio sin comicios durante el cual enfrentó –y derrotó– una amplia movilización popular, aunque al costo de desatar una represión inédita desde su llegada al poder y descender un escalón más en su camino de decadencia. Luego, con la situación relativamente controlada, convocó a las elecciones regionales que venía postergando desde hacía un año y que ganó limpiamente, y ahora adelanta las presidenciales, que tenían que realizarse en diciembre y se pasaron a mayo.

La fórmula podría resumirse así: el chavismo convoca a elecciones cuando cree que las puede ganar, y la oposición sólo las reconoce cuando gana.

Es en este contexto en el que se realizarán las presidenciales del 20 de mayo. Las principales figuras de la oposición, incluyendo sus últimos candidatos a presidente, se encuentran exiliadas (Manuel Rosales), inhabilitadas (Henrique Capriles, Corina Machado) o presas (Leopoldo López). La Mesa de Unidad Democrática, dividida por acoso del chavismo pero sobre todo por su propia incompetencia, la dificultad de sus dirigentes para conectar con las mayorías populares y su incapacidad para construir una salida política, decidió no presentarse, en un nuevo intento, seguramente frustrado, por vaciar de legitimidad los comicios. En disconformidad con la decisión, el ex gobernador Henri Falcón, apoyado por un pequeño grupo de partidos, anunció que enfrentará a Nicolás Maduro, que aparece como el favorito. El signo de la campaña es sin embargo la apatía social, una especie de oscura resignación, junto a una creciente demanda de normalización económica y política.

Trópico

Como se sabe, Dilma Rousseff fue desplazada de su cargo mediante un impeachment que cumplió prolijamente todos los pasos previstos en la Constitución y fue avalado por la justicia en tres oportunidades, incluyendo el fallo de un Tribunal Supremo integrado en su mayoría por jueces designados por el PT, pero que ocultaba el pequeño detalle de que… no había delito. Asumió el vice, Michel Temer, que se apuró a desplegar un programa en buena medida opuesto al votado en la campaña. Y que hoy, aprovechando las debilidades de una sociedad históricamente poco proclive a expresarse en las calles, la desmovilización del PT y el apoyo cerrado del poder económico y mediático, lidera un gobierno de elite que se sostiene básicamente en su habilidad para manejar el Congreso (Temer es el verdadero Frank Underwood latinoamericano).

Mientras el presidente hacía el trabajo sucio, la justicia avanzaba en la causa del Lava Jato hasta lograr la detención de Lula, primero en todas las encuestas. Aunque es cierto que en el mismo megaproceso judicial han caído dirigentes de diferentes partidos, incluyendo a Eduardo Cunha, responsable del juicio político a Dilma, e importantes empresarios, como Marcelo Odebrecht, lo cierto es que la endeblez de las pruebas contra el ex presidente, sustentadas solo en indicios, sin un solo documento o papel de respaldo, la celeridad del proceso, que avanzó a una velocidad inusitada, y la impunidad de otros políticos, empezando por el mismo Temer, alimentan la idea de proscripción: no es difícil detectar detrás de esta especie de «mani pulite selectivo» los destellos guillotinezcos de la venganza de clase.

Como en Venezuela, parece difícil que los comicios presidenciales alcancen para devolverle a la democracia brasilera la normalidad perdida: el problema de las elecciones con proscripción no es sólo que le impiden a un sector de la población optar libremente, sino que lo empujan a impugnar al sistema como un todo, a menudo mediante estrategias extra-institucionales, vaciando de legitimidad a quien finalmente resulta elegido.

La cuestión militar, felizmente resuelta en otros países, potencia las dificultades. En Venezuela las fuerzas armadas forman parte constitutiva del dispositivo chavista y, convenientemente integradas a los negocios lícitos e ilícitos de la economía rentista, son quienes en buena medida garantizan la continuidad del gobierno. Brasil, en tanto, asiste asombrado a la súbita manía tuitera de sus generales: con la sutileza propia de un adoquín, el jefe del Ejército advirtió sobre los «riesgos de la impunidad» el día anterior al fallo del Tribunal Supremo que tenía que confirmar o rechazar la prisión de Lula.

Regresiones

Venezuela y Brasil atraviesan una profunda crisis democrática, tanto más significativa cuanto que se trata de los países que durante la etapa del giro a la izquierda funcionaron como ejemplos de transformación social, como el espejo en el que se miraban otras experiencias: radicalización con reforma constitucional en el caso del chavismo, conciliación con continuidad institucional en el del lulismo. Por supuesto, no son los únicos lugares donde la democracia se tensa: ¿cómo definir el impeachment impulsado por el fujimorismo contra el presidente peruano Pedro Pablo Kuczynski? ¿Cómo calificar la decisión de Evo Morales de presionar por un fallo del Tribunal Supremo que lo habilitara para un nuevo mandato… después de perder el plebiscito? ¿Cómo entender la arbitrariedad de la prisión preventiva contra ex funcionarios kirchneristas en Argentina?

Rebobinemos antes de concluir. La democracia puede definirse de mil maneras pero es en esencia un tipo de régimen, un conjunto de reglas y normas que regulan el acceso al poder y su ejercicio, lo que por supuesto implica un piso mínimo de derechos civiles y políticos garantizados (quizás también sociales). Frente a las visiones pavas o antiguas que conciben a la democracia como el sistema que despliega el contenido ideológico favorito de quien formula la definición, la perspectiva procedimental –la democracia como regla– permite incluir dentro de la misma categoría a gobiernos con orientaciones distintas, es decir aceptar la alternancia. Aunque entre la perfecta democracia sueca y «esa otra cosa incierta» descripta pioneramente por O’Donnell hay un mundo de grises, un debate informado exige consensuar una frontera, ponerse de acuerdo en la línea que, de cruzarse, convierte a un gobierno en una no-democracia. La degradación que experimentan Venezuela y Brasil nos lleva a preguntarnos si algunas democracias merecen seguir llamándose de ese modo o si no hemos entrado en una era de democraduras.


(Publicado originalmente en Le Monde Diplomatique- Cono Sur)



Newsletter

Suscribase al newsletter