Opinión
mayo 2021

Chile: la Constitución que viene

La nueva Carta Magna será escrita por una Convención Constitucional integrada, en gran medida, por personas ajenas a la clase política chilena. Con una mayor presencia de constituyentes independientes y de izquierda, y escasa representación de la derecha, el cónclave deberá encontrar consensos para dejar atrás el texto redactado bajo la dictadura de Pinochet, reemplazar el Estado subsidiario por un Estado Social y dibujar un país más incluyente.

Chile: la Constitución que viene

Pasados ya unos días del sorprendente resultado de las elecciones del 15 y 16 de mayo en Chile, cabe preguntarse qué tipo de Constitución emergerá del inédito proceso de refundación democrática que vive el país. El problema constitucional se anunciaba hace años. La política institucional mostraba signos de disfuncionalidad, que encendieron las alarmas entre quienes estudian fenómenos como la participación electoral, los partidos políticos y los movimientos sociales. El problema constitucional destacó en la agenda de las elecciones presidenciales de 2017, y el programa de gobierno de la coalición de centroizquierda Nueva Mayoría (2014-2018) lo incluyó entre sus prioridades. El intento de proceso constituyente liderado por Michelle Bachelet se vio, sin embargo, frustrado por conflictos internos y por la victoria, al final de su mandato, del candidato de la derecha Sebastián Piñera.

Fue el estallido social del 18 de octubre de 2019, tras una década de intensa movilización social, el que empujó a los partidos políticos presentes en el Congreso a acordar, el 15 de noviembre de 2019, un proceso constituyente democrático para liberar al país del legado institucional de la dictadura militar, encarnado en la Constitución de 1980, las leyes orgánicas constitucionales y un poderoso Tribunal Constitucional. Estos dispositivos, sumados al sistema electoral binominal, que reguló la elección del Poder Legislativo hasta 2017, actuaron como un bloqueo a los esfuerzos por superar el neoliberalismo y el modelo de Estado subsidiario imperante desde la dictadura.

El acuerdo de los partidos se materializó en varias reformas a la propia Constitución de 1980. En diciembre de 2019, se estableció un calendario con tres hitos electorales (Ley 21.200): un plebiscito para consultar si la ciudadanía quería o no un reemplazo de la Constitución y qué tipo de asamblea debería hacerlo; la elección de integrantes del órgano constituyente; y un plebiscito de salida para ratificar el nuevo texto constitucional. También se acordó que la Convención aprobaría sus normas con un mínimo de dos tercios de sus integrantes, y que no regiría ninguna norma por defecto en ausencia de acuerdos, aspecto conocido como «la hoja en blanco».

Una nueva reforma constitucional, aprobada por el Congreso en marzo de 2020 (Ley 21.221), estableció que la ley base de la elección para la Convención Constitucional, diseñada para elegir la Cámara de Diputadas y Diputados, fuese modificada en dos aspectos: se exigiría paridad de género y se permitiría la competencia de listas de independientes, y no solo de partidos. En diciembre de 2020 se aprobó la última norma de este acuerdo «complementario» al asumido el 15 de noviembre y destinado a hacer más inclusiva la Convención: se garantizó que 17 de los 155 escaños quedaran reservados para representantes de pueblos originarios, manteniendo la paridad de género, y se añadió una cuota de 5% de candidaturas para personas con discapacidad (Ley 21.298).

La combinación de estas normas, inéditas en el sistema representativo del país, con el rechazo a la insuficiente ayuda social por parte del gobierno frente a la grave crisis económica generada por el covid-19 dio como resultado un verdadero terremoto político el 15 y 16 de mayo. Ya en el plebiscito de entrada, el 25 de octubre de 2020, la votación de casi 80% a favor de cambiar la Constitución y de hacerlo con una asamblea surgida completamente de elecciones, y no una mixta compuesta también por parte del Congreso en ejercicio, daba cuenta de la masividad de la voluntad de cambio y del rechazo a la clase política. Votaciones tan masivas son infrecuentes en sistemas democráticos y hablan de una anomalía en la representación política. ¿Cómo pudo la democracia chilena mantener esta Constitución por 30 años si existía una opinión tan amplia en su contra?  La elección de mayo pasado evidenció un consenso similar, esta vez en contra de los partidos políticos tradicionales, tanto de la derecha como de centroizquierda. 

Si el plebiscito de octubre de 2020 había movilizado a siete millones y medio de electores, 51% del padrón, en las elecciones de mayo de 2021 la participación se redujo en alrededor de un millón de votos, 43% de los electores potenciales. La desfavorable comparación de la participación electoral con el plebiscito fue inevitable, y algunos analistas cuestionaron la legitimidad de una convención elegida por menos de la mitad del electorado. Sin embargo, este nivel de votación se sitúa en rangos habituales desde la instauración del voto voluntario en 2012: 46,6% en la presidencial y parlamentaria de 2017 y 49% en la segunda vuelta presidencial; 34,8% en las municipales de 2016; 41,8% en la segunda vuelta presidencial de 2013; 43% en las municipales de 2012. 

Entre las posibles explicaciones para esta baja en la participación, todas ellas interrelacionadas, están la diferencia que existe entre una elección y un plebiscito, la mayor dificultad que tiene dar la confianza a representantes políticos en el actual contexto de desafección, y la complejidad del voto. La elección de mayo reunía cuatro elecciones en una: se elegían 155 integrantes de la Convención, 345 alcaldes, 2.252 concejales y 16 gobernadores regionales. 

La elección de gobernadores se realizaba además por primera vez, producto de una reforma descentralizadora aprobada a comienzos de 2018. Cuatro papeletas distintas con una gran cantidad de listas y candidaturas –especialmente las de concejales y convencionales– exigían un nivel importante de información para poder sufragar. 

Si bien una mayor participación sería sin duda deseable, parece razonable entender que la legitimidad de la Convención no descansa exclusivamente en la elección de sus integrantes. El plebiscito de octubre pasado fue una importante señal de respaldo ciudadano. Queda aún el plebiscito de salida (aprobación de la nueva Carta Magna), y en el curso del proceso constituyente se espera que haya otros mecanismos de participación a través de audiencias, recepción de propuestas online y foros. Por otro lado, procesos constituyentes con amplia adhesión ciudadana, como el de Colombia en 1991 o el fallido proceso de Islandia en 2010, tuvieron una participación electoral baja en la elección de representantes, en contraste con otras instancias participativas, como la movilización previa en Colombia y los foros deliberativos en Islandia.

Más allá de la abstención, el resultado electoral de mayo fue muy distinto del que partidos políticos, analistas y encuestas habían previsto. En la Convención Constitucional, la sorpresa tuvo cuatro dimensiones: la derrota de la derecha, la baja votación de la centroizquierda, el éxito de la izquierda y la irrupción de los independientes.

Los partidos de la derecha lograron consensuar posiciones para competir en una lista unida: Vamos por Chile. Esta lista reunió las candidaturas de los aliados tradicionales del sector: Renovación Nacional (RN), Unión Demócrata Independiente (UDI) y Evolución Política (Evopoli), más el Partido Republicano, de extrema derecha. La unidad les garantizó una sobrerrepresentación en la Convención, porque en el sistema proporcional las listas suman internamente sus votos para repartir los escaños en cada distrito. La dispersión de la izquierda en tres listas, además de las casi 80 listas de independientes que en su mayoría disputaban el voto de centroizquierda, favoreció la capacidad de aunar fuerzas de la derecha. Aun con esta sobrerrepresentación, Vamos por Chile solo consiguió 37 escaños, lejos de los 52 que necesitaba para superar el ansiado tercio de la convención que le permitiría bloquear propuestas. El partido más votado en esta lista fue la UDI, con 17 representantes, seguido por RN con 15 y Evopoli con 5. El alza en la participación de jóvenes de comunas urbanas pobres como La Pintana, que sorprendió en el plebiscito de octubre, no se reprodujo en estas elecciones. Por eso llamó la atención que, a pesar de la baja en la participación y su concentración en las comunas más ricas, la derecha haya obtenido solo alrededor de 20% de la votación para constituyentes.

Es probable que esta baja derive en parte de un castigo al gobierno, criticado por su manejo del estallido social de 2019 y, especialmente, por llevar insuficiente y tardía ayuda económica a las familias tras el inicio del confinamiento por la pandemia, en marzo de 2020. Más de un año demoraron las autoridades en ceder a la presión por otorgar ingresos de emergencia sustantivos, y ello solo luego de que el Congreso aprobara, contra la posición en contrario de Piñera, el retiro de fondos previsionales en manos de las administradoras de fondos de pensiones (AFP) como medida de emergencia frente a una crisis que generó la peor contracción económica en décadas. Las familias que viven en campamentos (viviendas irregulares que carecen de servicios básicos) aumentaron en casi 74% tras el estallido social y la pandemia, mientras que reaparecieron en forma masiva las ollas comunes para combatir el hambre ocasionada por la caída del empleo.

No solo la derecha obtuvo una votación muy por debajo de la esperada. El segundo sector más golpeado fue la Lista del Apruebo, que reunió a los partidos de centroizquierda Democracia Cristiana (DC), Partido por la Democracia (PPD), Partido Radical (PR), Partido Socialista (PS), Partido Progresista (PRO) y Ciudadanos. Incluyendo a una gran cantidad de independientes en sus listas, este bloque solo consiguió 25 asientos. El mejor desempeño lo tuvo su ala izquierda, con 15 escaños para el PS. El PPD obtuvo solo tres y la otrora influyente DC uno, más el de un independiente en su lista. 

El castigo a la centroizquierda que estuvo en el poder gran parte de la Transición y la post-Transición se puede leer como el rechazo a los partidos tradicionales, por un lado, y como una evaluación crítica de quienes, tras décadas en el poder, no realizaron transformaciones estructurales como la que pretende el proceso constituyente e incluso profundizaron el modelo a través de la focalización del gasto y la privatización de servicios básicos. Desde el retorno a la democracia, y al alero del sistema electoral binominal que incentivaba la formación de dos coaliciones, la centroizquierda compartió el poder con la derecha. Ya en la década de 1990, algunos de sus líderes, conocidos como «autoflagelantes», desarrollaron una crítica interna a su rol en la mantención del statu quo. Las reglas institucionales generaron una especie de cogobierno de la centroizquierda con la derecha, cuyos votos eran necesarios para toda reforma relevante. Esta situación se conoció como el «duopolio» de la centroizquierda y la centroderecha, un pacto de gobernabilidad que excluyó a las bases sociales y a otros sectores políticos.

El éxito de la izquierda política en la elección a la convención fue un tercer elemento de sorpresa. La lista Apruebo Dignidad, integrada por una serie de movimientos y partidos de izquierda, incluido el Partido Comunista (PC), los partidos del Frente Amplio como Revolución Democrática (RD) y Convergencia Social (CS), entre otros, logró 28 escaños, superando a la Lista del Apruebo. Estos partidos, algunos de ellos surgidos del movimiento estudiantil de 2011, aparecieron como un recambio político y generacional en la elección parlamentaria de 2017, cuando el sistema proporcional que reemplazó al binominal les dio por primera vez la opción de llegar al Congreso. 

La izquierda no solo obtuvo un buen resultado en la Convención, sino también en la elección de gobernadores, alcaldes y concejales. En la municipalidad de Santiago centro, relevante tanto por albergar al gobierno como por el número de votos que moviliza, el derechista Felipe Alessandri fue derrotado por la joven y poco conocida candidata comunista Irací Hassler. El partido RD obtuvo alcaldías importantes como Valdivia, Ñuñoa, Viña del Mar y Maipú. Estos triunfos podrían potenciar nuevos liderazgos políticos en el sector, ya que la gestión municipal se ha convertido en la principal plataforma para candidaturas presidenciales, como demuestran los casos de Daniel Jadue, del PC, y Joaquín Lavín y Evelyn Matthei en el caso de la derecha.

Por último, la irrupción de independientes en la convención es tal vez la mayor sorpresa de estas elecciones. Superando todas las estimaciones, las listas de independientes obtuvieron 48 representantes, los que se suman a otras 56 candidaturas independientes electas en listas de partidos. En total, 67% de la Convención Constitucional no tiene militancia partidaria. 

Aunque se presentaron unas 80 listas independientes a lo largo del país, las más organizadas a escala nacional tuvieron los mejores resultados: 24 escaños para la Lista del Pueblo, ocho para Movimientos Sociales, 11 para Independientes No Neutrales. Todos ellos tienen una orientación de izquierda o centroizquierda y un mensaje antipartidos. Si en Independientes No Neutrales priman profesionales conocidas asociadas al segmento político de la centroizquierda, la Lista del Pueblo y Movimientos Sociales tiene una raigambre más popular, con agendas asociadas a problemas locales y a organizaciones ambientalistas, feministas o de defensa del derecho al agua, por citar algunas.

La irrupción de las listas de independientes ha generado un intenso debate sobre cómo mejorar la representatividad del sistema político chileno sin perjudicar los proyectos programáticos y de carácter nacional en beneficio de personalismos y aventuras electorales esporádicas. La gran adhesión que generan los independientes en desmedro de quienes militan en partidos ha llevado a diputados del PC y el Frente Amplio a presentar un proyecto de ley para permitir las listas de independientes en la próxima elección parlamentaria, en noviembre de 2021. Mientras la propuesta concita amplia adhesión ciudadana, si una norma de este tipo llegara a significar la muerte del sistema de partidos, resultaría peor el remedio que la enfermedad. La cuestión es cómo evitar la oligarquización y pérdida de nexo territorial de los partidos impulsando su democratización, pero sin hacerlos desaparecer.

La norma electoral de paridad de género en la Convención demostró que las mujeres pueden lograr excelentes rendimientos electorales. En número de votos, las mujeres superaron a los hombres, de manera que la corrección para generar paridad terminó por beneficiar más a hombres que a mujeres. El resultado fueron 77 mujeres y 78 hombres electos, una paridad casi perfecta. De hecho, si no se hubiera aplicado la corrección por paridad, la Convención estaría compuesta por 84 mujeres y 71 hombres. Esto generó algunas críticas al mecanismo, por descartar en muchos casos a candidatas en beneficio de candidatos.  Sin embargo, la regla sobre integración paritaria del órgano constituyente llevó a que más y mejores candidatas se presentaran en distritos competitivos. Algo completamente distinto de la ley de cuotas del Congreso, donde 40% de candidatas resultó en 23% de parlamentarias electas en 2017. Si bien hay sistemas en los que la paridad solo puede operar en un sentido (no corrige en favor de hombres), esta norma sí lo hace. En la actual convención, el hecho de que opere en ambos sentidos reduce los cuestionamientos y afirma el objetivo no de mejorar la posición de las mujeres, sino de lograr un resultado equitativo. 

Los 17 escaños reservados para pueblos originarios se presentaron en padrones electorales separados para un electorado perteneciente a los pueblos Mapuche, Aymara, Diaguita, Likan Antay o atacameño, Colla, Quechua, Rapa Nui, Chango, Kawashkar y Yagán. El Congreso no aprobó dar un escaño reservado a los afrodescendientes. De un padrón total de electores indígenas de más de 1,2 millones, solo 23% votó por escaños reservados. La baja participación podría obedecer a la desconfianza en los procesos políticos del Estado chileno, falta de información tanto de los electores como de los encargados de conducir la votación en recintos electorales, y a dificultades de transporte en zonas alejadas. A pesar de la baja participación, la presencia indígena en la Convención es un hecho sin precedente.

La presencia de una mitad de mujeres, 17 representantes de pueblos originarios y una asambleísta con discapacidad generan un nivel de inclusión nunca antes visto en un órgano representativo en el país. Más aún, la llegada de dirigentes sociales que aprovecharon la cifra repartidora del sistema proporcional para aunar fuerzas entre varias candidaturas con fuerte arraigo local, sin prensa ni redes sociales, genera un tipo nuevo de representante político. La Convención Constitucional tiene un origen social, etario, étnico y de género sin precedentes, que pone aún más de relieve lo elitista y excluyente que ha sido en las últimas décadas el sistema político chileno.

¿Qué consecuencias puede traer esta composición del órgano constituyente para la nueva carta fundamental?

Si bien los grupos partidistas e independientes de centroizquierda e izquierda no forman un bloque cohesionado, parece claro que existen aspectos comunes en los que podrán avanzar con facilidad. Al mismo tiempo, es probable que las diversas agrupaciones representadas tengan matices o incluso discrepancias importantes.

Entre los aspectos comunes, la demanda por derechos sociales garantizados en la Constitución con toda probabilidad quedará consignada en el nuevo texto. Este reemplazará el actual Estado subsidiario impuesto por la Constitución de 1980 por un Estado social de derecho, y buscará dar mayor relevancia a lo público. De esta forma, la nueva Constitución permitirá desarrollar políticas públicas universales que hasta hoy eran consideradas inconstitucionales. Un debate relevante sobre la garantía de derechos sociales como salud, educación, vivienda, pensiones, acceso a cuidados y trabajo en la nueva Constitución será la disyuntiva entre permitir que sean sujetos de recurso de protección, o más bien una señal al Poder Legislativo y al gobierno para que busquen satisfacerlos a través de leyes y políticas públicas.

Un segundo elemento que cambiará en la nueva Constitución es el régimen jurídico de los derechos de agua. En enero de 2020 el Senado rechazó, con 12 votos de la derecha, consagrar el agua como bien nacional de uso público, a pesar de que 24 integrantes del Senado votaron a favor. Ello porque se requerían 29 votos, dos tercios de la Cámara Alta, para reformar la propiedad privada del agua. El consenso para cambiar el estatuto de las aguas va desde dirigentes sociales hasta representantes de distintos partidos políticos.

La importante representación de pueblos originarios traerá consigo el esfuerzo por declarar a Chile como un Estado plurinacional, lo que generará debates en la convención respecto del estatus de autonomía territorial y jurídica de los pueblos originarios. La presencia paritaria de género, sumada a una orientación mayoritaria hacia la izquierda, probablemente permita consagrar en la Constitución el derecho a los cuidados como un derecho fundamental, así como establecer derechos sexuales y reproductivos para las mujeres, prevenciones contra la violencia sexista y normas de acción afirmativa para la representación equitativa de género en todo el sistema político.

Las demandas por descentralización y desconcentración funcional del poder podrían llevar a un modelo más descentralizado de administración política, y a un sistema de contrapesos más equilibrado entre el Poder Ejecutivo y el Legislativo. El Tribunal Constitucional sin duda será sometido a una modificación profunda, si es que no se lo elimina. Habrá una demanda por incorporar mecanismos de consulta y democracia directa para complementar el sistema representativo.

Sobre la base de estos y otros temas, la Convención propondrá al país una nueva Constitución a mediados de 2022. Un texto que deje atrás el legado institucional de la dictadura y permita disputar en las urnas, sobre bases democráticas imparciales, los modelos de desarrollo y programas políticos que distintos sectores busquen llevar adelante. Y entonces sí, sin amarras, será la ciudadanía la que tenga la última palabra.



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