¿Una o varias identidades? Cultura, globalización y migraciones
Nueva Sociedad 201 / Enero - Febrero 2006
Los flujos migratorios y sus consecuencias sociales, políticas y culturales están cambiando.Aunque los latinos que migran hacia Estados Unidos tienen diferentes patrones culturales y se relacionan de distinta forma con sus naciones de origen, una de las características más notables es el debilitamiento de su identidad nacional y su transformación en latinos estadounidenses. Aun cuando los salvadoreños, o cualquier otro grupo migrante latinoamericano, se resistan a aceptar su asignación panétnica latina, todas las instituciones de la sociedad se la imponen. Esto exige repensar la forma en que se manejan los flujos migratorios y el modo en que se procesan sus remesas económicas, culturales y delictuales.
Introducción
Para la gran mayoría de la gente, el término «cultura» se refiere a la literatura, las artes plásticas, la música sinfónica y otras «artes cultas». Es un legado de los ministerios y otras instituciones públicas que en una primera instancia se dedicaron a crear la infraestructura de las artes de abolengo europeo. En su origen, en el siglo XVIII, se creía que este sentido de «cultura» –lo bello y lo sublime, según Kant– conducía al individuo a la trascendencia, que para Schiller apuntaba a un ideal utópico más allá del arte mismo. El sociólogo francés Pierre Bourdieu mostró que esta acepción de «cultura» se refiere a los procesos mediante los cuales se produce la distinción: es decir, la reproducción de los códigos y las competencias estéticas que identifican al individuo como perteneciente a cierta clase social. Se trata de los efectos acumulados de la transmisión cultural asegurada por la familia y la escuela. Por otra parte, el folclore y la cultura popular son plasmados por el Estado en museos etnológicos y antropológicos y en colecciones de tradiciones orales, artesanales y fonográficas con el objetivo de representar la identidad nacional. Junto con el patrimonio, constituyen la esencia histórica de la nación.
La cultura se refiere a procesos simbólicos que delimitan un adentro y un afuera jerarquizados. Este aspecto delimitador sigue siendo fundamental, aun luego del desplazamiento que la antropología ha operado en las acepciones esteticista y clasista. Para esta disciplina, toda colectividad crea sistemas de símbolos y valores mediante los cuales se reproduce la pertenencia grupal (Geertz). Aun la definición de Raymond Williams de la cultura como un estilo de vida integral (2001) crea lo que Butler llama un «horizonte de inteligibilidad», dentro del cual se dan luchas interpretativas mediante prácticas más o menos institucionalizadas para establecer hegemonía (Gramsci). Lo que está en juego, entonces, es el establecimiento de fronteras: entre bárbaro y civilizado, entre proletario rudimentario y burgués culto, entre distintos estilos de vida. La cultura, además de ser trascendencia, enaltecimiento e identidad compartida, es también delimitación, que respalda jerarquías y relaciones de poder.
Es mediante esta delimitación como la cultura tiene sus efectos constitutivos: identidad, conciencia, imagen, sentimiento de comunidad, etc. De hecho, son las delimitaciones generadas por presiones institucionales (familia, escuela, iglesia, museo, academia, psiquiatría, policía, seguridad nacional, etc.) las que contornean y dan una relativa estabilidad a la subjetividad, es decir, a la conciencia que se dibuja en el entramado de delimitaciones. Bajtin explica que el comportamiento, y por ende las prácticas culturales, logra cierta consistencia cuando se estabilizan las circunstancias sociales. En las relaciones sociales más o menos estables se gestan géneros conductuales –en la interacción familiar, en los bares, en la calle, en los mercados, en las diversiones, ante las autoridades, entre hombres y mujeres, entre obreros y patrones– que organizan el flujo de la vida. Esos géneros conductuales –constituidos por estilos, gestos, registros, matices, sonoridades– son justamente los medios por los cuales los individuos se comportan colectivamente y delinean su interacción con otros, desde su posición de clase, etnia, género, edad, religión, etc. (Bajtin 1986, p. 96). En periodos de cambio o crisis, cuando entran en conflicto y se contradicen las presiones institucionales que mantienen las cosas y a las personas en su lugar, cultura y conciencia se hacen porosas y se experimenta ansiedad o esperanza ante la desfamiliarización /apertura de las posibilidades de acción. Así, se disgregan y transforman los géneros conductuales que mantenían el mundo social en su lugar.
Globalización y migraciones
La globalización es uno de esos periodos. Hace quince años, Arjun Appadurai (2001) revolucionó los estudios culturales al proponer que la globalización opera una disyunción en los procesos de delimitación. «Los diversos flujos que vemos (de objetos, personas, imágenes y discursos) no son coetáneos, convergentes, isomórficos o espacialmente congruentes (...) las vías o vectores seguidos por estos diversos fenómenos tienen diferentes velocidades, diferentes ejes, diferentes puntos de origen y fin, y diferentes relaciones con las estructuras institucionales en diferentes naciones, regiones o sociedades» (Appadurai s/f). Más concretamente, son cinco tipos de flujos globales que trenzan y retrenzan las «estructuras del sentir», esas experiencias sociales ligadas a la afectividad y la conciencia práctica que, formalizadas mediante los géneros conductuales, dan lugar a formaciones e instituciones culturales (Williams 1980, p. 155): paisajes étnicos (producidos por flujos de turistas, migrantes, refugiados, exiliados y guestworkers), paisajes mediáticos (flujos informáticos y de imágenes, producidos y diseminados electrónicamente mediante periódicos, revistas, televisión, cine, portales de internet), paisajes tecnológicos (la organización y producción tecnológica de empresas globales y nacionales y de agencias estatales), paisajes financieros (flujos de capital en mercados de divisas, bolsas, especulación, remesas), y paisajes de ideas (constelaciones ideologizadas de imágenes de democracia, libertad, cosmopolitismo, bienestar, seguridad, soberanía) (Appadurai 2001).
Las instituciones del Estado-nación ya no tienen la capacidad de delimitar esos flujos de manera que converjan en su espacio soberano. Difícilmente se controlan las divisas y el lavado de dinero; hay emisiones televisivas que comunican otras maneras de ser; chateos transnacionales que hibridan los géneros conductuales; penetración consumista; también, nuevas ideas y prácticas de seguridad y soberanía; y, desde luego, migraciones. La «salvadoreñidad» misma es hoy, como sostiene García Canclini (1995), una coproducción transnacional: ¿cuáles son los nuevos ritmos (¿hip-hop?), estilos de vivienda (¿casas de dos plantas con antenas parabólicas?), comidas (¿hamburguesas?), tradiciones orales (¿corridos?), mercados (¿malls?), estilos sartoriales (¿cholos?) que constituirán el patrimonio que se legará a futuras generaciones? No se trata, desde luego, de una simple alienación producida por la interferencia de una «nación ajena», como antaño presentara Roque Dalton el problema en su poema «Cartita». En El Salvador, la guerra civil de los 80 y la globalización han trasladado la territorialidad de la nación al mundo imaginado de la diáspora. El concepto de diáspora, tal como se ha elaborado en los estudios afroamericanos, procura dar cuenta de la articulación de los pueblos afrodescendientes heterogéneos en una serie de prácticas que constituyen la base de una identidad coproducida a distancia, debido no solo ni primordialmente a una matriz originaria común (la patria), sino a las diversas maneras de imaginarla.
Diferentes formas de integración
Las crisis (políticas, bélicas, económicas) generaron las migraciones, y éstas a su vez constituyen el factor que más ha incidido en la condición transnacional y diaspórica mencionada. En este sentido, los salvadoreños no son una excepción; lo mismo se constata en el caso de los mexicanos, los dominicanos y muchos otros grupos de todos los continentes. En todos los casos, las migraciones responden a empujes y atracciones (push-pull), sobre todo de tipo económico. En las últimas dos décadas, sin embargo, se ha reconocido que otros factores condicionan la migración, entre los que figuran la creación de redes transnacionales (Menjívar; Rouse) y la teoría de la causación acumulativa: según ésta, cada acto migratorio altera el contexto social en el cual se toman decisiones posteriores sobre la migración, y esta alteración refuerza la probabilidad de que se repita el mismo flujo, pues se reducen los costos y los riesgos. Además, según una «nueva economía de la migración», las familias deciden colectivamente que uno de sus miembros emigre, maximizando y diversificando la fuente de ingresos (Arango; Massey). Más recientemente, se ha visto que los gobiernos latinoamericanos –entre ellos los de República Dominicana, México y El Salvador– han implementado medidas para que los migrantes puedan aprovechar los servicios sociales en Estados Unidos, para que las remesas sigan llegando y para que se abarate el costo del giro. En algunos casos, hasta se ha fomentado la participación política de los migrantes en el país de origen. Todo eso no se producirá sin alguna alteración en los patrones de integración al país receptor y en las relaciones sociales y políticas en el país de origen.
Acaso la experiencia más importante para los migrantes latinoamericanos, además de la indocumentación que sufre un alto porcentaje de ellos, sea su transformación en latinos estadounidenses, con todo lo que esto implica en términos de gestión de servicios, participación en la política estadounidense, relaciones interculturales con otros grupos latinos y no latinos e impacto en las relaciones intergeneracionales, sobre todo en lo que atañe a la identidad étnica y los patrones de consumo cultural.
A pesar de la semejanza de experiencias e intereses, hay diferencias en la manera en que los diversos grupos migrantes se integran a la sociedad estadounidense. Los jóvenes salvadoreños, por ejemplo, son más susceptibles a sufrir separaciones de familia en el proceso de migración: primero migra uno de los padres y luego, cuando los niños ya llevan años siendo criados por sus abuelas o tías, se los separa nuevamente para mandarlos a reunirse con sus padres (Suárez Orozco, Todorova y Louie). Enajenados por este proceso, muchos buscan solidaridad en sus pares, en la calle. Un esclarecedor estudio del transnacionalismo político de colombianos, dominicanos y salvadoreños revela otra diferencia significativa: Guarnizo, Portes y Haller (2003) concluyeron que los dominicanos se involucran más que los demás grupos en la política formal de su país de origen, mientras que los salvadoreños tienden a participar más en acciones políticas no electorales –por ejemplo, a través de la membresía en asociaciones por lugar de origen y donaciones a proyectos comunitarios o a organizaciones caritativas en su país natal– mientras que los colombianos, debido al conflicto continuo en su país, tienden a distanciarse de la política.
Lo más interesante de esta comparación es el mayor involucramiento de los salvadoreños en los asuntos locales de su país. Ello confirma, desde otro ángulo, el fuerte impacto de la diáspora en la vida comunitaria salvadoreña. Este involucramiento tiene un posible efecto transformador que, con la excepción de Baker-Cristales (2004), todavía no se ha estudiado adecuadamente: la identidad étnica. En El Salvador, la expresión de la diferencia étnica no se ha visto favorecida, sobre todo luego de la matanza de 1932, en la que muchos de los que murieron eran indígenas. Sin embargo, en el resto de América Latina se ha fomentado una identidad nacional mestiza a partir de esa misma época. A esto se agrega que en EEUU la diáspora ha sido racializada tanto por su condición de migrantes como por su lengua y, en muchos casos, su fenotipo. Esto no es nuevo: la sociedad receptora siempre ha etnizado y racializado a los migrantes-obreros, desde los irlandeses de mediados del siglo XIX hasta los italianos y judíos de finales del mismo siglo. Y puesto que esa diferencia es funcional a su integración política, social y cultural, debe cundir hondo. En EEUU, las oportunidades y las discriminaciones se distribuyen según la etnización, que sirve como marco estructural de la expresión cultural. Como explican los Comaroff, la etnización es la «expresión cultural de la estructuración de la desigualdad» (Comaroff y Comaroff, citado en Baker-Cristales, p. 17).
Cabe observar que aun cuando los salvadoreños o cualquier otro grupo migrante latinoamericano se resista a aceptar su asignación panétnica latina, todas las instituciones de la sociedad se la imponen (Oboler; Yúdice). A partir de los años 60, los latinos se constituyeron como una categoría demográfica anómala, que no se ajustaba a la dicotomía normativa entre blancos y negros. Esto ocurrió luego del movimiento en favor de los derechos civiles y la legislación de acción afirmativa, cuyo propósito era compensar las desventajas que las minorías racializadas sufrieron a lo largo de la historia. Entre los grupos originales designados para recibir esta discriminación positiva estaban los puertorriqueños y los mexicano-americanos. A partir de la ley de 1965 que estableció cuotas de 20.000 personas por país de origen, los demás inmigrantes latinoamericanos fueron conformando, para las instituciones estatales y sociales, una sola gran panetnicidad. Lo mismo sucedió con los asiáticos y los afrodescendientes, mientras que todos los ciudadanos de origen europeo se convirtieron en blancos (aun cuando solo una década antes, algunos, como los italianos, todavía eran discriminados).Es en relación con esa identidad demográfica, y ahora también de mercado, que los latinos logran ejercer la política y, hasta cierto punto, ascender en la escala social e institucional. Desde los 80, se institucionalizó el multiculturalismo en las escuelas y en un gran número de empresas. Aunque todavía se encuentran algunas expresiones antilatinas –por ejemplo, el libro ¿Quiénes somos? Los desafíos a la identidad nacional estadounidense, de Samuel P. Huntington, en la mayor parte del país se reconoce la diversidad: basada en la diferencia cultural, cumple su función en el entramado coyuntural integrado por un Estado benefactor que define a los clientes por grupo, un sistema mediático y de comercialización cuyo blanco son los consumidores, y las vías jurídicas asequibles para recusar la discriminación.
La pertenencia cultural no se caracteriza únicamente por el conjunto de prácticas en que participa una comunidad específica, pues las relaciones con los otros y con las instituciones también demarcan el sentido de comunidad. Aquí se encuentran las bases sobre las cuales el impulso a la no normatividad sirve como medio para recobrar la solidaridad grupal. La cultura, entendida no solo afirmativamente sino también –lo que es aun más importante– como la diferencia grupal respecto a las normas omnienglobantes, se ha convertido en el fundamento de toda demanda de reconocimiento y de recursos. Desde esta perspectiva, y en la medida en que es posible afirmar que se posee una cultura (un conjunto distintivo de creencias y prácticas), también se tienen fundamentos legítimos para exigir el «empoderamiento» (Yúdice, pp. 76-77).
Salvadoreños o latinos
La latinización de los salvadoreños se pone de manifiesto en el eslogan del Central American Resource Center (Carecen): «Sirviendo a la comunidad latina desde 1981». Se trata de una institución que nació en ese año con el objeto de conseguir la amnistía para los refugiados que «la migra» (el Immigration and Naturalization Service, o INS) quería deportar. Hoy se ha convertido en una organización que defiende los derechos civiles, ayuda a que se asimilen los centroamericanos y latinos y capacita a sus líderes. Aun así, como indica Baker-Cristales, los líderes de organizaciones como ésta, muchos de los cuales se formaron políticamente en la lucha de clases en El Salvador, se dirigen a sus clientes no solo en términos étnicos, sino también de clase. Según esta autora, «la conciencia de clase no ha sido desplazada por subjetividades étnicas, más bien ambas se constituyen mutuamente, de manera que la movilización de clase toma la forma de una movilización étnica, y la subjetividad étnica tiene la impronta de la segmentación de clase» (2004, p. 29).
Este fenómeno genera interrogantes: ¿repercutirá esta etnización entre los familiares que permanecen en El Salvador y entre aquellos que se están preparando para migrar? ¿Cómo incidirá esta nueva dimensión identitaria? Los latinos estadounidenses de origen mexicano, puertorriqueño y dominicano han reconocido identidades reprimidas en sus países de origen. Casi desde su inicio, el movimiento chicano se identificó con los indígenas de su entorno, en el sudoeste de EEUU. Igualmente, el movimiento de reivindicación nuyoriqueña, los Young Lords, insistió en su hermandad con los afroamericanos. Muchos de ellos, de extracción pobre, eran, de hecho, afrodescendientes, pero su identidad puertorriqueña reprimía ese aspecto. Los dominicanos, a pesar de tener un gran componente africano, todavía no tienen una categoría racial oficial para reconocerlo: los de fenotipo afro son catalogados como «indios». Por razones históricas, los únicos considerados realmente negros son los haitianos. Fueron los dominicanos residentes en Nueva York, a menudo tomados por afroamericanos, quienes comenzaron a reconocer su africanidad, para luego exportarla a la República Dominicana, lo que desató debates y tensiones.
¿Podría pasar algo semejante en El Salvador? ¿Habrá solidaridad entre los etnizados en EEUU y el movimiento indígena reemergente en El Salvador? ¿Se buscará poner en valor al «indio», ya no según los patrones de reconocimiento de la diversidad cultural, que corre el peligro de folclorizarse, sino también para reclamar reparaciones por las violencias y desalojos históricos? No hay que olvidar que en el contexto estadounidense la diversidad cultural está marcada por el consumismo, fenómeno que tiende a despolitizar a los grupos etnizados.
No sorprende que el gobierno salvadoreño apoye las migraciones y que muchos las aprueben, si se tiene en cuenta que la mayor exportación nacional es la de gente. Los más de 2.000 millones de dólares en remesas –la principal fuente de ingresos al PBI de El Salvador– impulsan esta transnacionalización. Pero las remesas no son solo económicas; también son sociales (Levitt) y culturales (Flores). Ya se señaló que la diáspora salvadoreña se involucra en proyectos comunitarios y en filantropía en sus comunidades de origen, pero no todos los resultados son positivos. Como explica Marroquín (2005), las remesas «cambian el rostro de la localidad y crean una nueva marca, una nueva seña de identidad. Los que viven en los municipios con mayor población migrante saben dónde está la línea divisoria entre el nosotros y los otros, y ahí se colocan». Una vez más, vemos cómo se van instalando las nuevas delimitaciones que contornean la subjetividad al crearse nuevas maneras de lucrar y de ser pobre.
La otra gran remesa social y cultural son las maras, los pandilleros salvadoreños de Los Ángeles, deportados a su país de origen y colocados en una realidad que apenas conocen, como se puede apreciar en la película Homeland (Scott). Hijos desatendidos mientras sus padres trabajaban, buscaron una comunidad entre las pandillas chicanas y luego formaron sus propias maras, con sus propios criterios de valor y de reconocimiento. Las maras se fueron reproduciendo en todos los barrios de bajos recursos, sin esperanzas de trabajo, en un país en que la única oportunidad para el pobre es entrar en la maquila o migrar. Llegaron a EEUU como rockeros de cabello largo y volvieron rapados al estilo cholo y tatuados con las consignas de la Mara Salvatrucha y la Mara 18. Sarah Garland (2004) explica que las maras se hacen eco de las demás redes migrantes, transnacionalizando sus señas de identidad e intercambiando información acerca de las actividades de cada «clica». Tienen sus propios sitios en internet e intervienen en debates y chateos.
Garland se pregunta si las maras de El Salvador son la nueva cara de un conflicto centenario entre las elites y los pobres, o si la rivalidad entre ellas es una señal de que las luchas políticas tradicionales de clase se disolvieron con el final de la guerra civil. ¿La globalización ha dado un nuevo giro al conflicto social? ¿La violencia se ha culturalizado? La violencia en que se gestan las migraciones y las maras confirma la idea de Walter Benjamin de que todo acto de cultura es a la vez un acto de barbarie. La globalización, así como la modernidad, es un Jano bifronte: por una parte, constatamos la enorme creatividad organizativa y solidaria de migrantes y maras, su hipercreatividad estilística; por la otra, la creatividad de unos se orienta al consumismo y la de los otros a la delincuencia.
Reflexiones finales
Se requiere entonces de un nuevo abordaje de la relación entre migraciones, cultura y globalización. Hasta ahora, las estrategias para manejar las migraciones han sido económicas. En cuanto a las maras, se aplicó una política de mano dura que exacerba el problema y desperdicia la energía creativa de los jóvenes, su espíritu de solidaridad y su recreación de comunidad, con la que buscan ampararse de la violencia de la sociedad.
En otras sociedades, empieza a articularse el asociacionismo con la creación de nuevas oportunidades, sobre todo en actividades culturales, para la reducción de la violencia. Se trata de una política cultural integrada, transversal, que reconoce la relación entre seguridad y cultura, o entre migración y cultura. Esto indica que es necesario repensar la separación entre los distintos ministerios y áreas de gestión –hacienda, inmigración, empleo, salud, seguridad, turismo, cultura– a la hora de diseñar las políticas públicas. Es necesario, sobre todo, repensar la manera en que la cultura ha sido institucionalizada en ministerios y secretarías y la forma en que se viene enseñando (si se enseña) en las escuelas.
Hoy se empieza a comprender que la cultura es más que un conducto de trascendencia o de identidad nacional y que permea todas las otras esferas de la vida social: una fiesta puede servir para la cohesión social local y, a la vez, generar empleo e ingresos. Se necesita moderar los efectos disgregadores de la comunicación globalizada, sobre todo la televisión, que disemina enlatados chatarra desde la vacua industria audiovisual estadounidense. Para ello, es necesario implementar políticas públicas que contribuyan a la sostenibilidad de estos recursos culturales.
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