Desde
2006, Ecuador adhirió a la tendencia regional progresista con la
llegada a la presidencia
de Rafael Correa, un outsider político que abanderaba un proyecto de
amplia convocatoria, con una consigna «anti-partidocracia» y la
promesa de refundación del Estado. Para entonces, y en función de
la historia nacional reciente, el
futuro de dicho gobierno resultaba impredecible en un país en el que
los últimos diez
años se habían caracterizado por una significativa crisis política
con bloqueos institucionales e interrupciones presidenciales
recurrentes. Sin embargo, su sostenida e inédita popularidad rompió
con las inercias de dicha inestabilidad, permitiéndole no sólo tres
periodos consecutivos sino también la constante mayoría
parlamentaria de su partido –Alianza País (AP)– durante casi una
década.
Hoy en día, la frágil
configuración del sistema político comienza a sacudir el escenario
nuevamente, develando los límites propios de una democracia que no
termina de configurarse institucionalmente ni de desarrollar un
sustento social efectivo. A las puertas de unas nuevas elecciones
presidenciales y legislativas, el Ecuador enfrenta un contexto menos
previsible y el sistema de partidos, como un espejo en el que se
reflejan todos los límites y distorsiones de la política nacional,
parece despertarse de su letargo temporal con todas y cada una de las
características que indujeron una crisis de representación no
superada. Así, con las condiciones dispuestas para una nueva
medición de fuerzas en las urnas, cabría preguntarse ¿Qué pasó
durante esta década con las organizaciones políticas en el país y
cómo se proyecta el escenario electoral?
Una revisión de los fenómenos
que gravitan sobre el sistema de partidos ecuatoriano tras el retorno
a la democracia –entre 1979 y 2006– pareciera aludir a un
oxímoron. Se advierte un multipartidismo fragmentado, débilmente
institucionalizado, de alta volatilidad electoral así como
considerables niveles de dispersión y polarización. Dichas
condiciones bajo las que las organizaciones políticas se
relacionaban, transitando entre el conflicto, el pacto y la
alternancia, indujeron al inevitable desgaste de su legitimidad con
un vínculo representativo reducido a coyunturas electorales, vaciado
de contenido y de propuesta.
La emergencia de Rafael Correa
desarticula a las élites tradicionales. Desde entonces, el sistema
de partidos ha experimentado al menos tres momentos. El primero
corresponde al periodo de ascenso y consolidación de AP a partir del
2006. En una coyuntura de profunda desafección política y de
debilitamiento de las estructuras tradicionales de organización, el
oficialismo ganó rápidamente espacios de representación y mostró
su supremacía electoral en múltiples ocasionesFueron
6 los procesos impulsados durante este periodo: 1) Consulta popular
para instalar Asamblea Constituyente: gana el «Sí» con un 81,72%
, 2) Elección de asambleístas constituyentes: AP gana 80 de 130
escaños, 3) Referéndum aprobatorio de la nueva Constitución: gana
el Sí en 23 de las 24 provincias 4) Elecciones presidencial 2009:
gana Correa en primera vuelta con un 51,99%, 5) Elecciones
legislativas 2009: gana AP el 45,86% de los escaños y 6) Referéndum
constitucional y consulta popular: gana el Sí en todas las
preguntas.
'" @mouseleave="opened=false;footnote=''" >
1.
Bajo estas condiciones, se fue
consolidando un sistema de partido único en el que se desdibujan los
límites entre el gobierno, el Estado y el partido de gobierno.
Asimismo, no se evidencia una concepción orgánica del movimiento,
pues es el presidente Correa quien lo encarna de forma casi
excluyente, diluyéndose también la distinción entre la figura y la
organización. El personalismo, característico del quehacer político
nacional, se recrudece.
En consecuencia, se fue
configurando un imaginario político-social maniqueísta, sobre todo
desde el discurso oficial, ante el cual diversos sectores denuncian
la ausencia de diálogo y el desconocimiento de interlocutores
válidos por parte del gobierno-partido. Paralelamente, los nuevos
y/o renovados actores políticos, escuetamente organizados,
reproducen los límites históricos que frenan su capacidad de
reconstituirse. Algunos sectores de izquierda mantuvieron cierta
posibilidad de incidencia basada en su apoyo y dependencia a AP; la
derecha se debilitó aún más, con la mayoría de sus referentes
aislados y con el desmantelamiento progresivo de sus organizaciones.
Un segundo momento se inicia con
las elecciones generales del 2013, cuyo antecedente son los comicios
para Ejecutivo y Legislativo del 2009 que si bien confirmaron la
preponderancia de AP, evidenciaron también sus fraccionamientos
internos. El abanico electoral de izquierda se desplegó a través de
los canales de participación impulsados por ex militantes del
oficialismo; quienes, aunque no tuvieron éxito, sentaron las bases
para una oposición posterior desde la misma autoadscripción
progresista. De igual manera, las elecciones de 2013 estuvieron
marcadas también por un proceso previo de reinscripción de partidos
que, en medio de múltiples cuestionamientos de legitimidad y
trasparencia, implicó la pérdida de personería jurídica de varias
organizaciones. Así, se profundizó la tendencia al debilitamiento y
la desinstitucionalización del sistema de partidos.
Sin embargo, los comicios de
2013 marcan una diferencia. Se evidencia una temprana etapa de
reconfiguración de sectores de derecha que venían constituyéndose
o reagrupándose y que encontraron una coyuntura electoral para
tratar de reposicionarse. El sistema de partido único empieza a
resquebrajarse y las condiciones políticas y sociales van generando
no sólo oportunidades, sino también una demanda de nuevos proyectos
electorales. Es entonces cuando saltan a la palestra partidos como
CREO y SUMA, mientras AP continúa perdiendo apoyos y en su discurso
político se acentúan tanto los contenidos como las dinámicas
defensivas.
La oferta electoral de binomios
que buscan la Presidencia refleja la situación del sistema de
partidos. La derecha populista tradicional –PRE, PSP, PRIAN– se
muestra notablemente debilitada con unos resultados que oscilan entre
el 7% y el 4%. Por su parte, la izquierda que emerge de las
discrepancias al interior de AP –Ruptura 25 y Unidad de las
Izquierdas– carece de los recursos para competir con su anterior
aliado, obteniendo resultados inferiores al 3%. Finalmente, la nueva
derecha –CREO y SUMA– aunque obtiene un porcentaje de voto poco
significativo, va posicionándose a nivel local con figuras
reconocidas en la Costa y en la Sierra, respectivamente.
El escenario político que dejan
los comicios seccionales un año después (2014), apuntala la
tendencia hacia la lenta y aún difusa reconstrucción del sistema de
partidos en la medida en que AP pierde varios de sus bastiones
locales más importantes. De forma paralela, y aunque de manera
deficiente, las estrenadas fuerzas logran mantenerse en el tiempo. Se
van filtrando, con relativo éxito, disputas discursivas de poder y
la posibilidad de confrontación entre distintos proyectos políticos.
AP, aunque se mantiene mayoritaria, afronta la presencia de nuevos
adversarios que cuestionan su gestión y proyección. En
consecuencia, el oficialismo instalará en adelante un discurso
confrontativo ante los riesgos de lo que denomina la «restauración
conservadora».
Hoy, faltando aproximadamente
cinco meses para
las elecciones generales, el escenario presenta una dosis de
incertidumbre inédita durante los últimos diez
años. Si bien AP mantendría un potencial apoyo electoral relativo
que, en las condiciones de fraccionamiento político, sustentaría
sus posibilidades de acceder a la Presidencia, su fuerza sigue
anclada principalmente a la figura de Rafael Correa. Esto pone al
partido frente a la crítica situación de carecer de un sucesor que
cuente con la precedente popularidad de Correa. El debate actual al
interior de la organización pone en evidencia tanto sus divisiones
como su condición inorgánica frente a un principio central de
democracia interna: los mecanismos de selección de candidatos.
El
1
de octubre del presente año, en la quinta convención de AP, se
proclama la candidatura
oficialista. Se trata del ex vicepresidente de Rafael Correa, Lenin
Moreno, figura que encarna lo que el movimiento pretende apuntalar en
la coyuntura electoral: un continuismo con rectificaciones. Su
discurso incorpora un giro respecto de la dinámica confrontativa,
propia del liderazgo de Correa. En la primera entrevista
como candidato, Moreno repite de forma reiterada palabras como
diálogo, tolerancia, humildad, respeto, amabilidad, cariño que,
vaciadas de contenido, responden más a una estrategia política
discursiva que a un renovado plan de gobierno. De igual manera y, en
esa misma perspectiva, asegura vagamente reformas en temas álgidos
como las relaciones internacionales, la productividad o el gasto
público. Sin embargo, más allá de esa supuesta apertura al cambio,
la ausencia de cuadros políticos nuevos –y la fuerza de los ya
afianzados en las esferas de poder, más no de representación
social– permite intuir que los posibles espacios cooptados por el
oficialismo no ofrecerán más que una redistribución de los mismos.
Por otro lado, el actual sistema
de partidos en reconstitución, una vez más bajo los parámetros y
tiempos que impone el cortoplacismo electoral, se caracteriza por la
debilidad de sus actores, por lo que muchas de las organizaciones
políticas apuestan por alianzas coyunturales. Existen tres
iniciativas claras en este sentido –La Unidad, Acuerdo Nacional por
el Cambio y Compromiso Ecuador– y si bien sus principales figuras
permiten claras distinciones ideológicas –discursivas y de
trayectoria–, la predisposición a una flexible y policromática
negociación se ha puesto ya de manifiesto. El escenario pareciera
constituirse nuevamente a partir de una polarización anodina, bajo
un predecible formato «pro
AP vs. anti AP»; mientras las
iniciativas refundadoras sobrevuelan, como expresión de una suerte
de historia circular, sobre el debate nacional.
En la medida en que el
oficialismo aún parece conservar cierta capacidad de convocatoria y
control institucional, el resto de fuerzas apuntan a ganar
representación en el espacio posible: la Asamblea. Al parecer, un
balotage
constituiría la única condición con la que podría tambalear la
reelección de AP para la Presidencia pero el evidente
fraccionamiento de la oposición deja pocas posibilidades a dicho
escenarioSe esperan como mínimo 5 binomios para los comicios presidenciales.
La derecha fracciona a su electorado con al menos dos opciones (SUMA
y la Unidad). La izquierda enfrenta a AP con una coalición que aún
no logra acuerdos respecto de sus candidatos (Acuerdo Nacional por
el Cambio) y que no tendría la fuerza necesaria frente al
oficialismo. Además, existen algunas figuras, con y sin partido,
que también han manifestado su intención de candidatizarse, lo que
no hace más que dispersar el voto en porcentajes irrelevantes.
'" @mouseleave="opened=false;footnote=''" >
2.
En contraste, la negativa opinión pública respecto de la Asamblea
Según Latinobarómetro 2016, quienes afirman tener «poca»
o «ninguna» confianza
en la Asamblea suman un 64%, en contraste con el 49% que arrojó la
encuesta 2013.'" @mouseleave="opened=false;footnote=''" >3
permite intuir una distribución de fuerzas distinta en los próximos
comicios, haciendo de ese el principal escenario de disputa.
Así, el sistema de partidos
instaurado en el país no sólo ofrece un panorama desalentador sino
que incluso resulta incomprensible, tras diez
años de estabilidad y de reforma que pudieron sentar las bases para
un sistema político con mejores condiciones, correspondiente con la
promesa de consolidación democrática, reiterada como objetivo
gubernamental en el discurso oficial. Estamos nuevamente frente a
fuerzas frágiles y coyunturales. No se ha logrado (re)construir la
representación política, considerando que una condición
fundamental es la pluralidad, mermada por la concentración de
espacios institucionales y de poder del oficialismo y el progresivo
debilitamiento del resto de organizaciones.
La inherente disposición a la
desinstitucionalización incide directamente en la posibilidad de
impulsar una línea ideológico-programática en las organizaciones
políticas, congruente con el quehacer representativo, tanto político
como de gestión pública. Los partidos y alianzas de hoy, incluido
AP, reeditan el formato de «maquinaría electoral», sin democracia
interna, constituidos de arriba hacia abajo, personalistas y carentes
de anclajes sociales significativos. A su vez, los candidatos, como
efecto de dicha flaqueza organizacional, reproducen el nocivo clivaje
regional que parecía ya superado y que los convierte en figuras
locales, en desmedro de una perspectiva nacional.
Las opciones finalmente empujan a
una decisión entre un continuismo marcado por el desgaste y las
distorsiones del proyecto original de AP, frente a una oposición sin
propuestas alternativas, que apela al «voto castigo» o a la
expectativa de una suerte de voto por descarte.