Democracia directa en América Latina: avances, contradicciones y desafíos

julio 2015
Análisis | Democracia directa en América Latina: avances, contradicciones y desafíos | julio 2015


Nota: el artículo es un adelanto del libro «Democracia participativa e izquierdas. Logros, contradicciones y desafíos» publicado por la Fundación Friedrich Ebert en Ecuador.


A modo de introducción: teorías que corren detrás de los procesos1

Este trabajo se inscribe en la línea de los estudios que consideran que la participación ciudadana es un factor de democratización y también una fuente insustituible de información sobre el malestar –en muchos casos del hartazgo– de una sociedad o grupo social. La presencia, intensidad y características de las demandas sociales y su forma de expresión dan cuenta de las necesidades sociales, las brechas y la capacidad de movilización de los actores sociales. Entonces, el interés fundamental es analizar la inclusión, ampliación y ejercicio de la participación, en particular a través de la democracia directa. Para ello, estudiamos tanto los mecanismos que con los que cuenta la ciudadanía (que clasificaremos en proactivos, reactivos y obligatorios), como los que tienen los poderes del Estado (principalmente el plebiscito). Además, se analiza comparativamente la fecha de inclusión de los mecanismos de democracia directa en la Constitución, la legislación respectiva (cuando existe) y la incorporación de otros mecanismos de participación ciudadana.

Como señala Enrique Peruzzoti (2008), “el desafío (teórico) es desagregar la noción de participación en sus diversos componentes para luego reconstruirla en el marco de una teoría de la representación como política mediada” (Peruzzoti, 2008: 28). Siguiendo a Mark Warren, el desafío político es construir instituciones democráticas más inclusivas, más deliberativas y políticamente responsables. Tanto la inclusión, como la politización de los problemas (thematizing), así como la canalización de las demandas ciudadanas son responsabilidad de las instituciones políticas que deben proveer de estructuras que actúen como el tejido conector de la democracia, uniendo a los afectados por las políticas con los funcionarios con poder de decisión. Justamente, los déficits de inclusión son resultado de las debilidades de las conexiones entre las organizaciones intermedias y los órganos de decisión política. A decir de Fernando Calderón (2012), “el progreso democrático podría evaluarse por la capacidades de las sociedades para lograr una mayor convergencia entre inclusión social y participación política, y por la capacidad deliberativa que el pluralismo preexistente en nuestras sociedades pueda impulsar para convertirse en una fuerza cultural de la democracia misma” (Calderón, 2012: 34).

El desafío empírico es identificar instituciones capaces de canalizar y politizar demandas de manera tal que logren potenciar la inclusión, la deliberación y la responsabilidad. En este trabajo nos centraremos en una de las formas que podría contribuir a construir o fortalecer dicho tejido conector; nos referimos a los mecanismos de democracia directa. Previamente, sin ánimo de exhaustividad, pasamos revista a algunos elementos de las teorías más recientes en América Latina, así como del contexto en el que se enmarca el aumento de las demandas sociales y el surgimiento y puesta en práctica de los mecanismos de democracia directa; esto parte de lo que da cuenta del “retorno de la política”.

Lo que la transición no nos dijo

Las teorías de la transición a la democracia2 significaron un enorme esfuerzo comparativo, en particular al intentar encontrar respuestas comunes a procesos disímiles de democratización en América Latina, con tradiciones políticas diferentes y con perspectivas institucionales diversas también. Estas tareas tuvieron un común denominador: la revalorización de las instituciones democráticas y la apuesta a ellas para ampliar y consolidar la democracia. La restauración del régimen político se constituyó en el eje central; la dimensión política prometía reorganizar a la sociedad democrática luego de largos períodos autoritarios. Sin embargo, aunque el ethos democrático continuó sin ser cuestionado, buena parte de los análisis descuidaron o no consideraron en toda su complejidad, al menos en tres cuestiones, que luego la realidad se encargaría de mostrar.

Primero, las dimensiones políticas no se agotaban en los aspectos formales de las elecciones, la división de poderes y los partidos políticos: poderes fácticos y mecanismos no democráticos estaban enquistados en las instituciones democráticas, dando como resultado democracias de baja calidad. Guillermo O´Donnell fue quizás el primero en advertirlo y proponer el estudio de la calidad de la democracia y, aunque luego varios de quienes siguieron esa línea de trabajo terminaron construyendo rankings de países de escaso valor heurístico, quedó en evidencia que el análisis debía evaluar el grado de “democraticidad”; es decir “los grados de igualdad y justicia en varias esferas sociales” (O’Donnell, 1997. Esto supone incorporar tres tipos de accountability: electoral vertical (elecciones libres e institucionalizadas), societal vertical (grupos e individuos que logran movilizar el sistema legal a fin de prevenir, reparar y castigar acciones u omisiones ilegales de los funcionarios púbicos) y horizontal (instituciones legales que previenen, castigan y reparan acciones u omisiones ilegales cometidas por otras instituciones o funcionarios públicos).

Como señala Jorge Vargas-Cullel, (2003 y 2009), las ciudadanías no solo eligen de manera democrática a sus respectivos gobiernos, sino que durante los períodos electorales éstos deben gobernar democráticamente. Y para ello deben existir mecanismos constitucionales y legales, y capacidades institucionales razonables para obligar a los gobernantes, lo que incluye un Estado democrático de derecho3. Asimismo, dada la creciente personalización de la política (contracara de la fragilidad o ausencia del sistema de partidos), las características de los presidentes y el tipo de liderazgo que asumen son centrales para definir cuán democrático es un gobierno. Fenómenos como los liderazgos outsiders y los hiperpresidencialismos, aunque sean estrictamente democráticos, caracterizan a la (baja) calidad de la democracia.

En definitiva, de este primer punto surge la necesidad de observar el cumplimiento de las formas democráticas e ir más allá: analizar no solo si un gobernante es electo democráticamente, sino también si gobierna democráticamente. También es necesario incorporar el análisis del tipo de comunicación política y el grado en que un gobierno promueve el debate y la participación ciudadana, lo que nos lleva al segundo punto.

Segundo, las dimensiones sociales. Al menos dos aspectos no fueron considerados en toda su magnitud. Por una parte, la herencia de las dictaduras y sus efectos en las relaciones sociales: sociedades más desconfiadas, segregadas y jerárquicas emergieron de los períodos autoritarios. La escasa confianza interpersonal (cuando no directamente el “miedo al otro”), desmotivó la cooperación y la solidaridad, la participación y el involucramiento político. Como señala Norbert Lechner (2002): “ni el mercado, ni tampoco el capital social llevan a cabo la producción y reproducción de ese mundo común de valores y normas, de símbolos e imaginarios, que permite vivir juntos”. Revertir esta herencia requiere tanto de políticas activas que garanticen el acceso a la educación y a la salud, como de políticas urbanas que promuevan la integración social y el desmantelamiento de las “murallas” que segregan a las diferentes clases social, de discursos públicos y de acciones afirmativas que contrarresten la desconfianza, el prejuicio y la discriminación social. Sin embargo, las políticas de ajuste económico no hicieron más que reforzar el legado autoritario, al reducir al individuo al consumo y con ello, promover la mercantilización de las relaciones sociales: “Hombres y mujeres perciben que muchas de las preguntas propias de los ciudadanos -a dónde pertenezco y qué derechos me da, cómo puedo informarme, quién representa mis intereses- se contestan más en el consumo privado de bienes y de los medios masivos que en las reglas abstractas de la democracia o en la participación colectiva en espacios públicos” (García Canclini, 1995:14).

Conjuntamente con este legado, emergió una ciudadanía activa que anhelaba que la democracia resolviera no solo los problemas de gobierno, sino los relativos a la desigualdad y al acceso a los servicios públicos. En muchos casos, se trataba de los mismos sectores que habían promovido la apertura a través de las protestas contra los gobiernos autoritarios, es decir, ciudadanos que habían tomado las calles. Sin embargo, el potencial democratizador de la participación ciudadana en regímenes democráticos no fue considerado por los centros de investigación más relevantes, ni por los gobiernos locales. Por el contrario, los organismos internacionales advirtieron que el “exceso” de demandas sociales generaría problemas de gobernabilidad, retomando la preocupación planteada en la década del 1970 por Crozier, Huntington y Watanuki (1973). Como resultado, se amplió el déficit democrático, uno de los problemas más graves que enfrentan las democracias modernas; es decir, la distancia cada vez mayor entre las demandas y aspiraciones de las personas y las acciones de los gobiernos.

La participación ciudadana, sea espontánea u organizada, institucionalizada o no, da información acerca del malestar ciudadano en lo que refiere a servicios y calidad de vida, permite el surgimiento de nuevos actores, la visualización de problemas sociales y la politización de temas considerados “privados”, con la consiguiente extensión y ampliación de derechos (como los derechos reproductivos, las políticas contra la violencia de género y el cuidado de las personas más vulnerables). Además, cuando existen los canales para ello, la participación ciudadana puede contribuir a la resolución o encauzamiento de los recursos materiales y humanos de manera que hace más eficientes a los organismos estatales. En estas movilizaciones, también surgen formas de resistencia que, como ya había previsto Polanyi (1989), pueden constituirse en fuerzas innovadoras y anticapitalistas. Las protestas contra las políticas neoextractivistas dan cuenta de conflictos en torno a la defensa ambiental y a los derechos de los pueblos originarios y promueven la desmercantilización, cuestionan no sólo las políticas económicas, sino el modelo de capitalismo en su conjunto, lo que se relaciona con el tercer punto que plantearemos.

En definitiva, como insisten Dryzek (2000) y otros autores, la complejidad creciente obliga a buscar en la comunicación deliberativa un modelo de democracia que promueva una mayor participación ciudadana, que redunde en la adopción de decisiones más democráticas y auténticas, lo que llevaría a aumentar la legitimidad en la elaboración e implementación de políticas, entre otras, las medioambientales.

Tercero, buena parte de estos análisis no tomaron en cuenta las diversas modalidades que adoptaron los sistemas capitalistas y, por tanto, la forma particular en que se articularon agentes e instituciones en cada caso. El despliegue de variadas rutas dentro del capitalismo dio lugar a países con capacidades distintas para enfrentar la crisis de 1982, la inflación (en algunos casos hiperinflación), el alto endeudamiento externo y las subsiguientes reformas estructurales de la década del noventa, las fluctuaciones en los precios de los commodities y la crisis financiera de 2008.

Este aspecto fue advertido tempranamente por Marcelo Cavarozzi (1991) quien señaló el posible “vaciamiento de la democracia” y la pérdida de relevancia de las instituciones democráticas frente a falta de efectividad de las políticas económicas. En este punto, el eje inclusión/exclusión es central no sólo para analizar los regímenes de estado de bienestar, sino que contribuye a entender la relación de los ciudadanos con el Estado en particular y con la política en general. La libertad política no fue acompañada por la igualdad; por el contrario: aumentaron las desigualdades y las exclusiones. Como señala Lo Vuolo (1995), “la exclusión social refiere a todas aquellas condiciones que permitan, faciliten o promuevan que ciertos miembros de la sociedad sean apartados, rechazados o simplemente se les niegue la posibilidad de acceder a los beneficios institucionales” (Lo Vuolo, 1995: 15). Como resultado, la ciudadanía política avanzó a la par que retrocedió la ciudadanía social, lo que contribuyó a fracturar la democracia. “El aumento de la desigualdad es a la vez indicador y motor de esa fractura” (Rosanvallon, 2012: 12). Este elemento nos lleva a pensar en qué medida las nuevas formas de participación y los mecanismos de democracia directa podrían, eventualmente, contribuir a reducir la brecha.

Retorno del Estado, participación y giro a la izquierda

A partir de finales de la década del noventa creció y, en algunos casos, “explotó” (en sentido literal) la demanda en América Latina por una mayor presencia del Estado. Estas “voces”, expresadas a través de diferentes repertorios, marcaron el inicio de una etapa post-neoliberal. Incluso partidos y líderes de derecha, así como organismos multilaterales (Banco Interamericano de Desarrollo -BID-, Banco Mundial, entre otros), que otrora veían al Estado como el culpable de todos los males -y para ello promovieron la desregulación y liberalización de los mercados, privatizaciones y reducción del gasto público y de los impuestos, entre otras medidas-, reconocieron la necesidad de intervencionismo. Además de promover el retorno del Estado, buena parte de los actores políticos y organismos multilaterales impulsaron la institucionalización de la participación ciudadana, como un camino virtuoso para reducir la corrupción y aumentar el “empoderamiento” de la sociedad civil.

En ese contexto, a partir de 1999 y por primera vez en la historia de América Latina, varios líderes políticos de partidos de izquierda o líderes outsiders con discursos anti-neoliberales, ganaron elecciones presidenciales, y en muchos casos lo hicieron con un margen amplio de votos a su favor y en su gran mayoría volvieron a ser reelectos (los presidente o sus partidos, ver Cuadro Nº1).

A los casos incluidos en el cuadro, se podría sumar Argentina. Sin embargo, se diferencia de los otros procesos en varios aspectos. Néstor Kirchner asume la presidencia luego de la crisis que terminó con la salida anticipada de Fernando De la Rúa (quien llegó al gobierno con una Alianza de centro-izquierda); es decir no hay, al menos formalmente, un “giro”. Néstor Kirchner no es un outsider (al estilo Correa o Chávez), tampoco se presenta por un partido de izquierda (como Vázquez o Lula), sino que lo hace como peronista (por el “Frente para la Victoria”), un partido que también integra Carlos Menem (el impulsor de la reformas neoliberales de la década del noventa en Argentina) y él mismo es un político “tradicional” que apoyó dichas reformas como gobernador de Santa Cruz (desde 1991 a 2003). Su campaña electoral hizo énfasis en su calidad de “buen administrador” (y prometió “un país en serio”), al mismo tiempo que apostaba por el retorno del Estado a partir de planes sociales.

Por su parte, Fernando Lugo (Alianza Patriótica para el Cambio, de Paraguay), quien en 2008 obtuvo la presidencia por 40,88% frente al tradicional Partido Colorado, podría ser considerado dentro del giro, aunque fue destituido en 2012 en un proceso irregular de juicio político llevado adelante por el Congreso. Asimismo, el gobierno de José Manuel Zelaya de Honduras, electo en 2008 por el partido Libre podría analizarse como un intento abortado de giro a la izquierda, con un golpe de Estado en 2009. Incluso, en países donde no ganaron la presidencia partidos de izquierda, eligieron gobernantes de izquierda en sus capitales, como Bogotá (Gustavo Petro del Movimiento Progresista en 2012) y México DF (desde 1999 hasta las elecciones de 2012 fueron electos dirigentes del Partido Revolucionario Democrático, PRD). En definitiva, buena parte de los países latinoamericanos están gobernados por líderes que asumen posturas (discursos y eventualmente acciones) de izquierda.

Más allá de las características particulares de cada gobierno -diferencias que en gran medida se explican por la historia particular de cada país-, hay elementos comunes al surgimiento de gobiernos de izquierda en América Latina y que dan cuenta del “retorno de la política”. En primer lugar, la ciudadanía expresó su descontento a través de protestas públicas espontáneas y organizadas: una diversidad de repertorios de “voz”8 se desplegaron en América Latina. Aunque la participación ciudadana no es algo nuevo, las formas y la intensidad de las protestas fueron novedosas: la “guerra del agua” en Bolivia (2000), las consultas populares contra las privatizaciones en Uruguay (1989-2004), el “caracazo” en Venezuela (1989), los movimientos estudiantiles en Chile (2011), el estallido de 2001 en Argentina (“que se vayan todos”).

En segundo lugar, la ciudadanía apostó al cambio electoral, estrategia largamente utilizada, simultáneamente canalizada hacia líderes con discursos y propuestas políticas que al menos prometían la recuperación del Estado para paliar la desigualdad y la pobreza que se había agudizado durante la década del noventa. En algunos casos, como Venezuela y Ecuador, fueron outsiders –Chávez y Correa– quienes crearon estructuras políticas para presentarse a las elecciones, en otros, fueron los partidos políticos de izquierda, como el MAS en Bolivia, el PT en Brasil y el FA en Uruguay, quienes canalizaron el descontento. Por último, algunos partidos tradicionales modificaron su discurso presentándolo como de izquierda.

La literatura que analiza la izquierda latinoamericana post-neoliberal tiende a clasificar a las izquierdas en dos categorías9. Por un lado, la “buena izquierda”, “moderada”, “socialdemócrata”, “moderna” que representarían los gobiernos de Lula da Silva y Dilma Rousseff en Brasil, Ricardo Lagos y Michelle Bachelett en Chile, Tabaré Vázquez y José Mujica en Uruguay. En estas izquierdas, la participación ciudadana no aparece como un agente central de cambio, en todo caso, pero sí como parte de algunos mecanismos de auditoría ciudadana o en general de advocacy democracy. Del otro lado, se ubicaría la “izquierda radical”, “mala izquierda”, “populista”, “anticapitalista” de Evo Morales en Bolivia, Rafael Correa en Ecuador, Hugo Chávez y Nicolás Maduro en Venezuela. Algunos también suman a Daniel Ortega de Nicaragua y a Néstor y Cristina Kirchner de Argentina. Estos gobiernos tendrían, según algunos autores, una mayor relación “clientelar” con la participación ciudadana y una mayor “tolerancia” a la demandas “en la calle”. A esta simplificación han contribuido tanto a las lecturas políticas de “izquierda” y de “derecha”, como aquellas más “académicas”. Las connotaciones positivas y negativas se presentan en ambos lados: si para unos la izquierda de Lula da Silva y Tabaré Vázquez es “moderna”, para otros esa misma izquierda es “reformista”; algo similar sucede para las “otras izquierdas”. Jorge Castañeda (2006) fue quizás el primer autor que propuso esta distinción entre la izquierda “buena” (cuyo caso ejemplar a seguir era Chile, gobernado por la Concertación de Partidos: Ricardo Lagos primero y luego Michelle Bachelet) de la izquierda populista (“mala”) de Hugo Chávez, Evo Morales, Andrés Manuel López Obrador, Ollanta Humala y Néstor Kirchner. Por su parte, Jorge Lanzaro (2008) diferenció también a la izquierda socialdemócrata de Chile, Brasil y Uruguay, de la izquiera populista de Bolivia, Ecuador y Venezuela (señala una tercera categoría de “raigambre nacional y popular” representada por Néstor Kirchner y Manuel Torrijos que no analiza). Por su parte, Teodoro Petkoff (2005) hace una encendida denuncia de la izquierda de Chávez y de Castro: “El appeal romántico de esta izquierda –con los consiguientes disparos de adrenalina que provoca el castrochavismo–, encuentra eco en algunos países donde la izquierda parece lista para acceder al poder (Nicaragua, Bolivia y El Salvador) así como en los grupúsculos de la ultra continental y en los restos fosilizados del viejo comunismo, al igual que en algunos movimientos sociales del tipo de los piqueteros argentinos o de los sem terra brasileños, que aunque despierta una simpatía difusa más allá de estos sectores, no engrana con las corrientes de masas de la izquierda suramericana” (:122).

En este trabajo argumentamos que estas distinciones no sólo son prejuiciosas, sino que no se ajustan a las características que asumen los gobiernos, los cuales, lejos de presentarse como algo monolítico y coherente, toman decisiones que admiten lecturas contradictorias. Como ejemplo vale recordar que durante el gobierno de Tabaré Vázquez se realizó una importante reforma tributaria al adoptar el Impuestos a la Renta de las Personas Físicas (IRPF), un impuesto que aunque tiene un impacto limitado sobre la desigualdad, es sustancialmente más progresivo que el Impuesto a las Retribuciones Personales (IRP) que estaba vigente antes (Amarante y Vigorito, 2008). Al mismo tiempo, Tabaré Vázquez vetó la ley que despenalizaba el aborto, una medida que significó un gran retroceso en las luchas feministas.

En realidad, en todos los gobiernos de izquierda es posible identificar medidas paradójicas: hay avances en la incorporación de actores y grupos sociales históricamente excluidos (como los pueblos originarios en Ecuador y Bolivia), rescate económico de sectores sociales que habían caído bajo la línea de pobreza durante el neoliberalismo (en casi todos los países se implementan planes o medidas con tal fin), reducción de las desigualdades (mediante políticas de redistribución) y ampliación de derechos (como el matrimonio igualitario, la legalización del aborto y reconocimiento a la diversidad). Pero al mismo tiempo, se registran retrocesos en las libertades (como las restricciones a la prensa en Ecuador y Venezuela), represiones a las comunidades originarias (a las asociaciones indígenas en Bolivia, a los qoms en Argentina y a los mapuches en Chile), aumento de los poderes presidenciales (especialmente en Argentina Venezuela y Ecuador), decisiones políticas que afectan negativamente al ambiente (en especial aquellas relacionadas con el extractivismo) y una reprimarización de la economía, junto con ausencia de políticas que afecten los grandes intereses financieros, entre otras. Como bien señala Pablo Stefanoni (2014a), “se trata (…) de una variedad de experiencias difícilmente reductibles a la extendida clasificación de dos izquierdas” (Stefanoni, 2014a: 4).

A pesar de las contradicciones y tensiones mencionadas, así como lo complejo que resulta establecer una línea divisoria clara entre izquierda y derecha, consideramos que la distinción sigue siendo útil para caracterizar a los gobiernos y sostenemos que es posible construir opciones de izquierda democrática dentro del capitalismo, sistema que a su vez, distintos modelos pueden adoptar.

Se esperaría que los gobiernos de izquierda latinoamericana promovieran la participación ciudadana. Tanto porque dicha participación (ya sea en forma de protesta organizada o de estallido social) ha sido impulsada, acompañada, o al menos sus demandas recogidas por partidos o líderes de izquierda, como por razones políticas profundas. A diferencia de los políticos más “liberales”, hay quienes desconfían de la participación ciudadana (como desconfiaron los federalistas y en particular Madison). El progresismo se sustenta en la confianza popular (y refuerza la desconfianza liberal). Justamente el retorno de la política da cuenta de una paradoja: mientras aumenta el déficit democrático (es decir, la distancia entre los ciudadanos y las instituciones representativas de la democracia), los ciudadanos apelan al cambio político por la vía electoral para reducir la brecha. Ello supone un gran desafío para las izquierdas en el gobierno, pues no se trata sólo de dar respuestas en términos de distribución y redistribución del ingreso, sino también en redemocratizar la sociedad, esto es: abrir espacios para la participación, la canalización de demandas y la deliberación pública. En definitiva, se trata de construir instituciones democráticas más inclusivas, más deliberativas y políticamente responsables. A continuación exploraremos qué tanto han contribuido los gobiernos a la inclusión de mecanismos de participación, y en particular, de democracia directa.

II. Mecanismos de democracia directa en América Latina: potencialidades y limitaciones de la participación ciudadana

A partir de 1978, año que se toma como punto de partida de las transiciones a la democracia, con las elecciones en Ecuador y República Dominicana, se inicia un largo proceso donde los regímenes latinoamericanos pasan de ser autoritarios a democráticos (el último fue Guatemala en 1996). Este proceso no fue progresivo, sino que sufrió inestabilidades y retrocesos por salidas anticipadas de presidentes como consecuencia de la presión social -como en Argentina, Bolivia y Ecuador-, por juicio político -Brasil y Paraguay-, y hasta golpes de Estado -contundente en Venezuela y en Honduras, menos claro en Ecuador-, pero en ningún caso hubo retrocesos a dictaduras militares.

Desde 1978 hasta 2014, todas las Constituciones de América Latina fueron reformadas, modificadas y/o enmendadas (Ver Cuadro N.° 2). En algunos países, las reforma constitucionales fueron parte del proceso de democratización (y por tanto, de ampliación de derechos); en otras, tuvieron objetivos más o menos acotados, como resolver la sucesión presidencial o la gobernabilidad, y en algunos casos se buscó la refundación del país a través de una nueva Carta Magna.

El orden jurídico que se expresa en la Constitución es relevante para comprender no sólo lo obvio: el conjunto de derechos y limitaciones que impone al conjunto de la sociedad y eventualmente a grupos específicos de ella, sino que además la Constitución puede ser “leída” como un producto colectivo de la interacción (más o menos inclusiva, más o menos deliberativa) de una serie actores políticos, en un contexto político y social particular. Como señala Carlos Nino (2013), la Constitución puede verse como un evento, el origen de una convención social, o como un proceso, y como tal una práctica social continua. Si bien puede leerse “externamente”, es decir, para determinar los derechos de una comunidad comparándola con otra, eso no supone que sea irrelevante desde el punto de vista interno para justificar acciones o decisiones.

Sin entrar en las profundidades que nos propone Carlos Nino, consideramos que la reforma a la Constitución pueden ser un buen indicador de los problemas que las elites políticas o una comunidad, dependiendo de cuán amplio e inclusivo haya sido el debate y la deliberación sobre la misma, identifican como tales y qué respuestas y propuestas se le da a dichos problemas. O como dice Roberto Gargarella (2014: 14), toda Constitución responde a dos preguntas centrales: una Constitución para qué; una Constitución contra qué. Desentrañar dichas cuestiones permite avanzar en el análisis del tipo de problemas y de soluciones que se plantearon en cada etapa y contexto social y político. En la Constitución se plasma, además, una concepción sobre la participación y sobre la democracia: si se reduce la participación a la elección de los gobernantes, esto supone una concepción mínima de la democracia; si se incluyen mecanismos de acción colectiva que permitan no solo ejercer el control ciudadano sobre los representantes, sino también incorporar temas en la agenda pública, promover el debate entre diferentes actores y generar espacios institucionales donde se hagan oír las demandas ciudadanas, esto conlleva una concepción de democracia mucho más amplia. Por supuesto, entre una democracia mínima y una democracia de tipo deliberativa, hay muchos matices.

Ahora bien, como ya se mencionó, lo que interesa analizar en este trabajo es la inclusión o ampliación de los mecanismos de democracia directa; es decir, la institucionalización de la participación. Para ello se identifican los mecanismos de democracia directa con el objetivo de contabilizarlos y caracterizarlos en cada una de las Constituciones y legislaciones en 18 países de América Latina. Para empezar, se distingue la democracia directa según quien la promueve: los poderes del Estado -el Poder Ejecutivo y el Poder Legislativo- (lo que algunos autores10 llaman “democracia directa desde arriba”), de la que es promovida por los ciudadanos (“democracia directa desde abajo”).

Consideramos esta distinción central en el trabajo: partimos de la idea de que con cuantos más mecanismos cuenten los ciudadanos para expresarse, mayores son las probabilidades de que la democracia sea más participativa y que exista más control vertical. Esta hipótesis se refuerza en un contexto en el cual, como señala Pierre Rosanvallon (2009), la legitimación a través de las urnas se redujo como consecuencia de la relativización y la desacralización de la dimensión electoral. El descentramiento de las elecciones a nivel global se tradujo en buena medida en un déficit democrático, es decir: en un aumento de la distancia entre representantes y representados. Pero a diferencia de lo que sostienen algunos autores, este fenómeno no supone necesariamente apatía por parte de los ciudadanos, ni un repliegue al mundo privado. Por el contrario, en los últimos años se ampliaron los repertorios de participación no convencional: desde protestas e intervenciones en las calles hasta firmas de petitorios y gestos de solidaridad en las redes sociales.

Es en este contexto que se analiza la función de la democracia directa. Aunque en algunos países (como Suiza y Uruguay) y en ciertos espacios subnacionales (como en varios estados de los Estados Unidos), la democracia directa tiene muchos años de existencia y de ejercicio, en América Latina como región constituye una novedad su institucionalización y su práctica. La democracia directa, en particular la promovida por los ciudadanos y las organizaciones sociales, puede potencialmente contribuir a la inclusión, deliberación, control político y, paradójicamente, a acercar a representantes y representados y así disminuir el déficit democrático. En gran medida, la ampliación de los mecanismos formales de participación ciudadana surge justamente, como respuesta a la desconfianza en los poderes públicos, en los gobernantes y los partidos políticos. Un mayor involucramiento de la ciudadanía contribuiría a disminuir dicha desconfianza. En particular consideramos estas dimensiones y mecanismos de democracia directa desde los ciudadanos:

  • 1.Los mecanismos proactivos, es decir, aquellos recursos con los que cuenta la ciudadanía para proponer leyes (iniciativa legislativa, reformar la Constitución total o parcial) y proponer una consulta popular (llamada a veces referendo, referéndum o iniciativa popular).

Los mecanismos proactivos pueden promover un mayor involucramiento y compromiso de los ciudadanos en las decisiones políticas y una “democratización” de la agenda política, aunque requieren de organización, conocimiento y recursos materiales que no siempre son accesibles a los ciudadanos. Grupos minoritarios (numérica o culturalmente) podrían presentar propuestas, transformando cuestiones referidas a intereses concretos en temas (issues).

Sin embargo, cabe tener en cuenta que no siempre un problema o una necesidad es fácilmente “politizable” (las feministas tuvieron que luchar mucho tiempo para que la violencia hacia las mujeres dejara de ser considerada un problema “personal”) además, este mecanismo no está al alcance de cualquier grupo social: se necesitan recursos materiales, simbólicos y sociales, además de una fuerte motivación social. En muchos casos, estos recursos provienen de los partidos políticos, quienes termina promoviendo o apoyando la iniciativa (lo cual contradice la hipótesis de que los partidos que se debilitan o se vuelven obsoletos por la irrupción de la democracia directa).

También existe el riesgo de que la iniciativa se constituya (como ha sucedido en algunos estados de Norteamérica) en una herramienta de grupos de interés que buscan obtener réditos corporativos, en detrimento de otras organizaciones sociales con menor capacidad de movilización y de lobbying. Como contrapartida, puede obligar (dependiendo de los requisitos jurídicos de la iniciativa en cada caso) a los legisladores a debatir y a los partidos políticos y líderes a definirse públicamente sobre el tema, reforzando así los mecanismos de democracia representativa (Lissidini, 2007).

  • 2.Los mecanismos reactivos, la derogación de una ley (algunos llaman veto) y la revocatoria de mandatos (recall), que puede ser de todos los cargos electos o de algunos.

En este caso, son mecanismos de defensa del ciudadano frente a la aprobación de leyes impopulares y para impedir que sigan en su cargo funcionarios públicos que son cuestionados por algún motivo. Si bien las ventajas de contar con estas herramientas son evidentes, también existen riesgos pues pueden poner en jaque al sistema representativo, especialmente si se abusa de ellos o se amenaza constantemente con su utilización. Los efectos dependerán, por un lado, de las formas jurídicas que adopte la democracia directa (esto incluye no sólo a los requisitos para iniciar y aprobar propuestas, sino también las reglas respecto del financiamiento y uso de los medios de comunicación en las campañas) y, por otro, del rol que tenga la intervención gubernamental.

Respecto a la derogación de leyes, no existen suficientes casos como para hacer una evaluación de las consecuencias de su utilización (Uruguay es el único país que utilizó este mecanismo, como lo analizamos en Lissidini, 2012). En cuanto a las revocatorias, los estudios sobre Perú (el país con mayor número de revocatorias a nivel mundial), muestran consecuencias negativas sobre la democracia representativa (Tuesta Soldevilla, 2014), aunque el análisis comparado, y en particular el de Yanina Welp (Welp y Serdült, 2014), deja entrever una complejidad mayor y la posibilidad de escenarios diferentes, dependiendo de los diseños institucionales y de los actores.

  • 2. Consulta obligada (o referendo obligatorio), es decir, aquellas reformas que exigen ser ratificadas por los ciudadanos a través de una consulta: cuando se quiere reformar total o parcialmente una Constitución, en temas específicos (como los límites territoriales, los tratados internacionales, los procesos de paz o la subdivisión geográfica en un país). En los últimos años, también se ha incorporado la llamada “consulta previa” a cuando involucra o afecta a grupos étnicos o pueblos originarios.

La consulta obligatoria es la forma clásica que asumen los referendos en muchos países (en especial los “desarrollados”) y la parálisis política puede señalarse como potencial riesgo. Es decir, ante la posibilidad de que la ciudadanía rechace una reforma, los actores políticos prefieren no proponerla, o por el contrario, puede transformarse en un recurso político para obtener réditos inmediatos, es decir, promover actitudes de corte “populistas”. Existe el peligro de que se desvirtúe el sentido de la ratificación o rechazo a la reforma, esto es, los ciudadanos votan para manifestar el apoyo o la desaprobación a un partido o líder o gobierno político, más allá del contenido de la propuesta. Respecto de los potenciales beneficios, este ejercicio obligaría a los proponentes a diseñar reformas que estén en consonancia con los intereses mayoritarios de la ciudadanía, informar y divulgar los contenidos de la propuesta y sus méritos, fomentando así una mayor participación, más control político y un mejor involucramiento por parte de la ciudadanía en las decisiones políticas, más allá de la participación electoral. Las reformas aprobadas así cuentan con una mayor legitimidad.

La consulta previa es un derecho que parte del reconocimiento de las naciones como multiétnicas, pluriculturales y multilingües y responde al protagonismo político que adquirieron los grupos indígenas en buena parte de la región y al auge de las políticas extractivas y la explotación de recursos naturales. El diseño legal recoge el Convenio 169 de la Organización Internacional del trabajo (OIT) aprobado en 1989 y se ajusta a la Declaración sobre los pueblos indígenas de la Organización de Naciones Unidas de 2007. Sin embargo, el grado de disparidad e indefinición legal respecto a quiénes deben ser consultados, en qué circunstancias y con qué consecuencias legales es muy grande y existen numerosas denuncias por falta de consulta a pesar de la obligación legal de hacerlo. Se han realizado consultas al menos en Bolivia, Colombia, Ecuador, Guatemala, México, Panamá y Perú.

Por el contrario, la democracia directa promovida por los poderes del Estado, y en particular por el presidente (habitualmente denominado “plebiscito”), encierra más peligros que potenciales beneficios. Existe el riesgo de que hagan un uso “político”, es decir, que utilicen a la consulta con fines demagógicos, partidarios, autoritarios o legitimantes. En los casos en que no es necesaria la aprobación del Congreso para convocar a los ciudadanos de manera directa, es probable que el objetivo presidencial sea justamente eludir el debate parlamentario. Cuando esto sucede, el riesgo es que se debiliten los mecanismos de representación o que entren en conflicto con los mecanismos de democracia directa. Por otra parte, el presidente puede convocar a un referendo buscando legitimidad política más allá del tema concreto de la consulta, desvirtuando así el sentido del mecanismo, plebiscitando entonces su persona más que un proyecto político concreto. Una forma de limitar o atenuar estos efectos es separar en el tiempo el ejercicio de la democracia directa de las elecciones nacionales; de esta manera no se “contaminan” las convocatorias.

La potestad de convocar a una consulta en manos del Congreso parecería, en principio, no tener demasiados beneficios ni riesgos. Si se piensa que los parlamentos representan a los ciudadanos, podría dudarse del sentido de una consulta popular, a menos que se planteen cuestiones sobre las cuales los partidos no representan la opinión de los ciudadanos, por ejemplo, frente a dilemas éticos que “atraviesan” a las agrupaciones políticas (como la despenalización y legalización del aborto y de la eutanasia). Si, por el contrario, los diputados y senadores no representan (como deberían) a los ciudadanos, podría objetarse la legitimidad de la convocatoria parlamentaria. Por otra parte, un proyecto de reforma aprobado por el Congreso que no recibiera el apoyo ciudadano pondría en cuestión el sistema político y en particular la capacidad de representar de los partidos. En los hechos, son muy escasos los ejercicios de democracia directa convocados por Congresos, salvo cuando el plebiscito es de carácter obligatorio.

En forma de esquema, presentamos en la figura Nº2 los mecanismos de democracia directa que analizamos en cada uno de los países.

A partir de estas dimensiones se elaboró un Índice (ver Tabla N.° 1) de democracia directa (DD) para América Latina. Para cada uno de los 18 países estudiados se buscó en la legislación la existencia o ausencia de cada uno de los mecanismos de democracia directa. En caso de existir la variable referente al mecanismo, tomó valor 1 y, en caso de estar ausente completamente el valor para dicho mecanismo, fue 0 (valores intermedios representan situaciones de existencia incompleta del mecanismo).

Una vez identificada la existencia o ausencia de todos los mecanismos en cada uno de los países, se conformó un índice de democracia indirecta desde “abajo” que varía entre 0 (ausencia total de DD desde “abajo”) y 7 (existencia de todos los mecanismos); y un índice de democracia directa desde “arriba” que varía entre 0 y 2. La suma de los subíndices da como resultado el índice de democracia directa de América Latina, que varía entre 0 y 9.

a) Democracia directa desde “abajo”

El índice “desde abajo” (Tabla N.° 3 y Figura N.° 3) muestra que las Constituciones que cuentan con más mecanismos de democracia directa son Ecuador, Venezuela y Bolivia. En estos tres países la ampliación de la democracia directa fue realizada en contextos de gobiernos de izquierda. Sin embargo, si incluimos a Colombia (la cual está muy cerca de estos tres países), podemos formular la hipótesis de que dicha ampliación se debe al accionar de asambleas constituyentes más que a la ideología de los gobernantes: en los cuatros casos -Bolivia, Colombia, Ecuador y Venezuela- forman parte de lo que se ha dado en llamar “el nuevo constitucionalismo” o la refundación constitucional.

En el caso de Colombia, la convocatoria a la Asamblea Constituyente fue producto de las movilizaciones de estudiantes y de otros sectores que promovieron la inclusión, en las elecciones legislativas de 1990, de la llamada “séptima papeleta”, que consistió en depositar un voto adicional en las elecciones parlamentarias y municipales de 1990, permitiendo a la ciudadanía pronunciarse a favor o en contra de una Asamblea Constituyente (los otros seis votos fueron para escoger Senado, Cámara de Representantes, Asambleas Departamentales, Concejos Municipales, Gobernadores y Alcaldes)11. El Gobierno Nacional cambió el sentido de la Asamblea Nacional Constituyente por una Asamblea Nacional Constitucional, restringiendo así su alcance y contenido, por cuanto la primera supone un total ejercicio de soberanía y la segunda limita a la Asamblea a temas preacordados y prohíbe tratar otros. Sin embargo, el pronunciamiento de la Corte Suprema de Justicia le dio carácter de Asamblea Nacional Constituyente. La dinámica que se instauró en la Asamblea Constituyente y el nuevo diseño institucional modificaron significativamente tanto la organización como el funcionamiento de los partidos políticos colombianos (Bejarano y Pizarro, 2001).

En el caso de Bolivia, fueron los principales movimientos sociales e indigenistas quienes promovieron, en 2000, establecer un sistema institucional “originario” que modificara toda la legislación a través de un proceso de Asamblea Constituyente. Sobre esta base, y de acuerdo con una concepción indigenista de la historia que presupone una relación especial con la tierra, la importancia de la comunidad y el retorno al pasado, se buscó estructurar una nueva Carta Fundamental (Soto Barrientos, 2014).

En Ecuador, la Asamblea Constituyente surgió de la iniciativa del presidente Rafael Correa y el objetivo fue, según Alberto Acosta (quien participó de dicha Asamblea), “generar un nuevo texto constitucional para construir una democracia activa, radical y deliberativa orientada a consolidar y garantizar los derechos civiles, políticos, sociales y colectivos. En su mira está propiciar un modelo participativo a través del cual todos los ciudadanos y las ciudadanas puedan ejercer el poder, formar parte de la toma de decisiones públicas y controlar la actuación de sus representantes políticos. Definir instrumentos, normas y procedimientos que controlen y fiscalicen la actuación de la administración pública para la obligatoria rendición de cuentas y para que los tribunales electorales, las cortes de Justicia, los organismos de control y el Parlamento no sigan siendo cuevas de las mafias políticas vinculadas al poder económico de la oligarquía y de la banca. Generar un Estado descentralizado que transfiera no sólo competencias sino recursos y poder de decisión para mejorar la calidad de vida de la ciudadanía, dinamizar la economía local y acabar con el centralismo excluyente e ineficiente. Reducir el hiperpresidencialismo neoliberal, plasmado en la Constitución de 1998, implicó, por igual, desmantelar aquellos mecanismos que alientan el chantaje y las prácticas mafiosas desde el Parlamento, que se extienden a los diversos tribunales de control republicano como el Tribunal Supremo Electoral, el Tribunal Constitucional, la Fiscalía, la Procuraduría de la Nación” (Acosta, 2009). Más allá de los logros objetivos de esta reforma, lo cierto es que esta Asamblea constituyó la instancia más democrática en la historia constitucional ecuatoriana, pues aunque la mayoría de los cupos (80 de 130) fueron obtenidos por el oficialismo en las elecciones respectivas, las organizaciones sociales cumplieron un rol protagónico.

Algo similar sucedió en el caso de la Asamblea Constituyente de Venezuela, promovida por el presidente Hugo Chávez, quien también convocó a una consulta previa (en ambos casos, legalmente no prevista). Al igual que en caso ecuatoriano, la oposición tuvo escasa participación, pero las organizaciones diversas de la sociedad civil cumplieron un rol fundamental a la hora de incluir los capítulos referidos a la ampliación de los derechos humanos y la participación ciudadana. En ambos casos, las reformas constitucionales fueron ratificadas por amplia mayoría en consultas posteriores.

En definitiva: las Constituciones que más democracia directa “desde abajo” incluyen son producto de Asambleas Constituyentes más participativas y democráticas (en sus respectivas historias). En todos los casos, hay un reconocimiento de la diversidad pluriétnica y multicultural, son constituciones laicas o con igualdad de las diversas religiones, logran una ampliación de derechos sociales y mecanismos de amparo y tutela de los mismos, así como de institutos que suponen un mayor control público.

De cualquier manera, vale enfatizar que prácticamente todas las Constituciones –con excepción de Chile y El Salvador- contemplan algún mecanismo de democracia directa para los ciudadanos. En el caso de Chile, se mantiene la Constitución aprobada por la dictadura militar y, si bien hubo reformas constitucionales en 2005 que removieron los legados autoritarios, no se hizo una Asamblea Constituyente ni se ampliaron los derechos. Respecto a El Salvador, la Asamblea Constituyente no fue democrática: no convocó a las organizaciones sociales, ni a grupos opositores. Básicamente fue debatida por sectores de centro-derecha y derecha del espectro político: Arena, nacido de escuadrones de la muerte; el PDC, cuyos líderes eran de centro derecha; el PCN, partido de los militares; y Paisa, de derecha, nacido de una ruptura en el PCN. El debate trascurrió a puerta cerrada, en un contexto signado por el conflicto armado interno (con fuerte presencia del FMLN y del apoyo de Estados Unidos a la contra revolución). En ambos casos, el monopolio de la representación se concentró en los partidos políticos.

b) Democracia directa desde “arriba”

Por las razones expresadas anteriormente, en este caso se valora como positiva la ausencia de mecanismos de democracia directa de tipo “plebiscitaria”. Bolivia, Ecuador y Venezuela (a diferencia de Colombia) registran la máxima calificación y es quizás un indicador de la permanencia de cierta estructura constitucional que continúa dándole prioridad al Poder Ejecutivo, en detrimento del Legislativo y de los ciudadanos. Si a ello le sumamos que en los tres casos se aprobó la reelección y se la llevó a cabo, podríamos estar ante un proceso limitado de efectiva refundación, o al aprobarse la reelección (no prevista originalmente en ninguna de las tres Constituciones), de un retroceso en el proceso de democratización. De hecho, en el caso de Venezuela ya no es posible definir al gobierno de Nicolás Maduro como “democrático” y en el caso de Ecuador, el repliegue en materia de participación ciudadana ha sido evidente. Como señala Alberto Acosta: “uno de los espíritus básicos de la Constitución de Montecristi fue dejar atrás la larga noche de la partidocracia, en donde se perennizaban los distintos caciques que controlaban los partidos y los movimientos políticos. No solo se pretendía impedir la reelección indefinida para presidente y vicepresidente, sino para alcaldes, prefectos, asambleístas. Este es un reclamo no solo de Montecristi sino de mucho tiempo atrás que el pueblo había planteado cuando hablaba de la participación ciudadana (…) Este Gobierno, aprovechando la mayoría que tiene en la Asamblea Nacional y la sumisión de la Corte Constitucional, quiere terminar los principios básicos de la Constitución para seguir profundizando este Régimen más autoritario. Se está viviendo un proceso de metamorfosis. La revolución ciudadana se está transformando en la restauración conservadora” (Ecuavisa, 2014).

En el caso venezolano, la propuesta de reforma constitucional de 2007 suponía un retroceso en materia de participación ciudadana pues se modificaba la definición del “poder popular”: dicho poder pasa a ser dependiente (en relación al financiamiento) del Ejecutivo; se elevaban las firmas requeridas para que los ciudadanos convoquen a referendo, reforma constitucional, derogación de ley y revocatoria de mandato; y se amplían los poderes del presidente, entre otros aspectos. Aunque la reforma fue rechazada en la consulta popular, buena parte de las propuestas del gobierno fueron aprobadas por la mayoría oficialista en el Congreso, desoyendo la voluntad popular expresada en las urnas.

El caso boliviano es más complejo, y, como señala Pablo Stefanoni (2014a), en Bolivia conviven: un discurso de “socialismo comunitario”, con políticas extractivistas y neodesarrollistas. Algo similar ocurre con las políticas de participación ciudadana, en la cual hay marchas y contramarchas12.

En estos tres casos, por otra parte, se observa que el aumento de la democracia directa desde abajo se dio en la misma medida que desde arriba. Pero a diferencia de lo que observamos en el índice desde abajo -en el cual la mayoría de los países aumentaron la participación ciudadana- varias Constituciones latinoamericanas registran cero, o casi cero, en lo que respecta al plebiscito: Uruguay, Perú, Panamá, El Salvador, Colombia y Chile (Figura N.° 4 y Tabla N.° 4)

En el caso venezolano, la propuesta de reforma constitucional de 2007 suponía un retroceso en materia de participación ciudadana pues se modificaba la definición del “poder popular”: dicho poder pasa a ser dependiente (en relación al financiamiento) del Ejecutivo; se elevaban las firmas requeridas para que los ciudadanos convoquen a referendo, reforma constitucional, derogación de ley y revocatoria de mandato; y se amplían los poderes del presidente, entre otros aspectos. Aunque la reforma fue rechazada en la consulta popular, buena parte de las propuestas del gobierno fueron aprobadas por la mayoría oficialista en el Congreso, desoyendo la voluntad popular expresada en las urnas.

El caso boliviano es más complejo, y, como señala Pablo Stefanoni (2014a), en Bolivia conviven: un discurso de “socialismo comunitario”, con políticas extractivistas y neodesarrollistas. Algo similar ocurre con las políticas de participación ciudadana, en la cual hay marchas y contramarchas14.

En estos tres casos, por otra parte, se observa que el aumento de la democracia directa desde abajo se dio en la misma medida que desde arriba. Pero a diferencia de lo que observamos en el índice desde abajo -en el cual la mayoría de los países aumentaron la participación ciudadana- varias Constituciones latinoamericanas registran cero, o casi cero, en lo que respecta al plebiscito: Uruguay, Perú, Panamá, El Salvador, Colombia y Chile (Figura N.° 4 y Tabla N.° 4)

a)Democracia directa, su legislación y otras leyes

En este ítem se analiza comparativamente la fecha de inclusión de los mecanismos de democracia directa en la Constitución, la legislación respectiva (cuando existe) y la incorporación de otros mecanismos de participación ciudadana. Los objetivos son varios: en primer lugar, tratar de hallar alguna hipótesis explicativa respecto a por qué se incluyen estos mecanismos en América Latina en un determinado período. En segundo lugar, confirmar si efectivamente existe la legislación que permite poner en funcionamiento el mecanismo, y cuánto tiempo media entre la aprobación constitucional y la legislación. En tercer lugar, observar si esa voluntad política de aumentar la participación ciudadana se acompaña de otras medidas legales en otros aspectos, en particular en relación al control político de las cuentas públicas. La información se resume en el Cuadro N.° 3.

A partir del resumen de la información, se observa que prácticamente todas las Constituciones incluyen o amplían sus mecanismos de democracia directa a partir de finales de la década del noventa y especialmente en la primera y segunda década de 2000, siendo las últimas República Dominicana (2010) y México (2012). La excepción más notable es Uruguay, que en 1917 llevó a cabo su primera consulta popular y en 1934 la institucionalizó (las razones de dicha excepcionalidad se analizan en Lissidini, 1998). Si bien el trasfondo de la crisis de representación -o más precisamente el déficit democrático al que se alude en la introducción de este trabajo- está presente en buena parte de las motivaciones de las reformas constitucionales de los últimos años, las demandas sociales por una mayor participación en las decisiones públicas son también parte de la explicación. El “retorno de la política” que trajo aparejado el post-neoliberalismo supuso una revalorización de la participación ciudadana, más allá de las dimensiones electorales de la política. Aunque se registra menos interés en los partidos políticos y en las elecciones, ello no supone, como ya se mencionó, un desinterés en “la política”. Otro aspecto a resaltar es que si bien los gobiernos de “izquierda” tienen a una mayor propensión a introducir mecanismos de participación, de ninguna manera es una variable que lo explica totalmente. Los recientes casos de inclusión (México y República Dominicana) muestran justamente que los gobiernos de centro y centro derecha también están dispuestos a incluir o al menos tolerar la democracia directa y la participación ciudadana.

En cuanto a la reglamentación de los mecanismos de democracia directa en las Constituciones, se observa una ausencia total o parcial de legislación en algunos países (Bolivia para la iniciativa legislativa, Panamá y República Dominicana para la democracia directa en general). En la mayoría del resto de los países median varios años entre la introducción en la Constitución y la legislación respectiva; en algunos, la reglamentación se realiza frente al accionar de la iniciativa ciudadana o incluso después de su utilización (como fue el caso de la revocatoria de mandato en Venezuela y Costa Rica luego de la iniciativa de derogar el Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos). En promedio se demora casi 5 años entre la reforma constitucional y su legislación, lo cual podría ser un indicador de la escasa voluntad política del gobierno de turno de poner en marcha los mecanismos. En buena parte de los países, los Congresos o Asambleas que aprueban la democracia directa no suelen ser los mismos que luego la legislan.

En relación a los otros mecanismos de participación ciudadana, también es notable el aumento y diversidad de instrumentos que se introducen en periodos recientes. Esta inclusión responde en alguna medida a la preocupación de los organismos multilaterales por aumentar los mecanismos de accountability, en particular con el objetivo de incremenar la transparencia y control de las cuentas públicas (y combatir la corrupción). Asimismo, se busca promover un mayor protagonismo a los ciudadanos en el marco de los gobiernos locales (municipios e intendencias), como respuesta a las críticas ciudadanas y las denuncias de los medios respecto a la corrupción.

III. Actores y efectos de la democracia directa en América Latina: 1978-2014

Siguiendo con la propuesta presentada en los puntos anteriores, se relevaron todas las consultas populares con carácter nacional llevadas a cabo en América Latina entre 1978 y 2014. En el Cuadro N.° 4 se resume la información, clasificando la consulta según quien la haya iniciado: el Poder Ejecutivo, el Poder Legislativo, los ciudadanos o haya tenido carácter obligatorio. En segundo lugar, se diferencian las consultas por tipo de régimen: democrático o autoritario (en sentido mínimo, es decir: ausencia o presencia de elecciones democráticas). También se toma en consideración la posición ideológica de los actores que promueven la consulta: izquierda, centro y derecha. Para tal clasificación, se relevó la opinión de expertos en cada país y el autoposicionamiento de los actores en cuestión (a partir de fuentes secundarias, especialmente los discursos y opiniones vertidas en los medios de comunicación y en los documentos oficiales de las organizaciones partidarias y sociales). ¿Cuáles son los efectos de las consultas y cuáles los países con mayor ejercicio de democracia directa?

1. La primera observación que surge del Cuadro N.° 4 es que no han habido muchas convocatorias nacionales (52 en total), aunque dicha observación hay que matizarla si tomamos en consideración la relativa “novedad” de la democracia directa en América Latina (con la excepción ya mencionada de Uruguay).

2. En segundo lugar (Figura N.° 5), las consultas son mayoritariamente promovidas por los gobiernos democráticos: sólo el 13% fue llevado a cabo en contextos autoritarios. Uno de los países que registra más consultas en contextos dictatoriales es Chile: 1980, 1988 y 1989. De los tres plebiscitos, la dictadura sólo habría ganado uno, aunque existen muchas dudas sobre la legitimidad de ese resultado. La derrota militar en la de 1988, consulta en la cual participó más el 96,6% de los habilitados para votar, significó el comienzo de la apertura hacia la transición democrática. Algo similar sucedió en el plebiscito de 1980 en Uruguay: el rechazo a la consulta popular significó el inicio de la transición a la democracia. En Panamá, la consulta realizada en 1983 también llevó, esta vez mediante la ratificación del referéndum, a una apertura democrática y a la democratización del cuerpo jurídico electoral. En lo que respecta a Perú (1993), el presidente Alberto Fujimori, quien diera un autogolpe, convocó a una Asamblea Constituyente con escasa legitimidad, pero la consulta popular ratificó por escaso margen (52% a 48%) la reforma promovida por él.


3. Los datos de la Figura N.° 6 confirman la preocupación mencionada en el punto dos de este trabajo: la mayoría (42%) fue convocada por los presidentes en funciones, y sólo el 25%, por la ciudadanía. El resto fueron fundamentalmente de carácter obligatorio (tan sólo el 2% por el Poder Legislativo).

4. Si observamos la Figura N.° 7, porcentaje por país, es clara la relevancia del caso uruguayo -sin duda excepcional en el contexto latinoamericano- tanto porque surge muy tempranamente (su primera consulta data de 1917), como por las características de la consulta: siempre promovida por ciudadanos, organizaciones sociales o partidos políticos. Le siguen Ecuador y Venezuela; en ambos países, la democracia directa, a diferencia de Uruguay, fueron promovidos especialmente por los Poderes Ejecutivos, lo cual le otorga un carácter “negativo” a la democracia directa, máxime si tomamos en consideración que en ambos países las figuras de outsiders fueron los actores centrales de estas iniciativas.


5. Si agrupamos las consultas por año, se observa en la Figura N.° 8 su aumento en la década del noventa y luego en 2000. Esto confirma la importancia que van adquiriendo estos mecanismos en América Latina.

6.Para finalizar, se analiza el origen ideológico (izquierda, centro y derecha) de quienes inician el proceso (elaborado -tal como se mencionó- en consideración tanto de la evaluación de los expertos de cada país, como de la autoidentificación de los actores que promueven la democracia directa). El resultado es la Figura N.° 9, en la que se observa que buena parte de las iniciativas surgen de la izquierda y del centro.

7. Sin embargo, la posición ideológica de quien inicia el proceso no determina, necesariamente su efecto. Para analizar el efecto de las consultas populares consideramos si la misma tiene un efecto conservador (se aprueban consultas promovidas por gobiernos militares, como en Chile 1980; el aumento de los poderes presidenciales como la consulta en Venezuela de 2009 en la que se aprobó la reelección indefinida; o se evita enjuiciar a los militares que cometieron delitos contra los derechos humanos como en Uruguay); neutro (es “inocuo” como las consultas promovidas por Uribe que no fueron aprobadas); ambiguo (la ambigüedad está dada porque en ocasiones la consulta contiene aspectos conservadores y progresistas); se consideran “progresistas” cuando incluyen o amplían derechos (como los derechos humanos), promueven el debate político y evitan así la reducción de derechos (como frenar la edad de imputabilidad, como fue la última consulta en caso uruguayo), legitiman procesos de paz (como fue el caso de varios países centroamericanos). El resultado se resume en el Figura N.° 10, que muestra justamente que buena parte de las consultas tienen un efecto “progresista”.

IV. A modo de cierre: el avance de la democracia directa y el rol de la izquierda

A partir del análisis de las dimensiones legales y también de las experiencias de consultas populares, es evidente que la democracia directa ha ido adquiriendo creciente importancia en América Latina, al igual que en resto del mundo. Si además consideramos la dimensión local (municipal, provincial y estadual), en la cual las revocatorias de mandato, las “consultas previas” y las iniciativas populares son cada vez más frecuentes, dicha relevancia es aún más notoria.

Respecto a los actores, la democracia directa parece reflejar las características de la sociedad en la cual se pone en marcha: en aquellos países con tradición más “autoritaria”, es decir, con una mayor concentración de poder en el presidente, las consultas son promovidas justamente por el Ejecutivo. Por el contrario, en países con una tradición más propensa a la dispersión de poder y a la negociación, los mecanismos son utilizados por los ciudadanos o por los partidos políticos, reforzando así democracia directa y democracia representativa. A esto se debe agregar el diseño institucional, que tiene un rol central: en países con tradición presidencialista, el diseño legal tiende a irse modificando para darle más poder al Ejecutivo (como son los casos de Ecuador y Venezuela) y esa tendencia incluye a la democracia directa.

Sobre los efectos de la democracia directa, no es suficiente ver los resultados “concretos” (leyes aprobadas o no), sino que hay que evaluar la eventual politización de nuevos temas y el grado de debate público que alcanzan. También hay que tomar en cuenta los mecanismos que no se concretan, pero cuya amenaza de puesta en práctica, obliga a los gobiernos a retirar la propuesta inicial.

En principio, los efectos del ejercicio de la democracia directa son mayoritariamente “progresistas”, incluso cuando son iniciados por gobiernos no democráticos. Este es un hallazgo relevante pues echa por tierra los prejuicios arraigados respecto a la supuesta escasa autonomía de la sociedad en relación a los gobernantes: los casos de Chile (1988) y Uruguay (1980) muestran que a pesar de los gobiernos dictatoriales y el temor instalado por ellos, los ciudadanos rechazaron las intenciones de los militares en el poder en los plebiscitos planteados por ellos.

Asimismo, otro indicador de autonomía de los ciudadanos respecto a los gobernantes se registra en gobiernos democráticos cuyos líderes cuentan con un porcentaje alto de apoyo popular. El colombiano Álvaro Uribe en 2003 sometió a consulta popular 18 propuestas de las cuales sólo se aprobó una, a pesar de que en ese momento tenía un respaldo popular: fue electo en 2002 con el 53% de los votos y reelecto en 2006 con el 63%; sin embargo, en el referéndum, 27% de los ciudadanos fue a votar. El brasileño Lula da Silva perdió en 2005 la consulta promovida por él para prohibir el comercio de las armas de fuego, a pesar de que ganó las elecciones de 2002 con el 61% (y en segunda vuelta en 2006 con igual porcentaje), el referéndum fue apoyado sólo por el 36% de los ciudadanos. En Uruguay, el Frente Amplio no obtuvo los votos necesarios para aprobar en el voto en el exterior (recibió el apoyo del 37%) a pesar del amplio respaldo que tenía en 2009 Tabaré Vázquez (obtuvo poco más del 50% en las elecciones de ese año). Incluso el venezolano Hugo Chávez sufrió su primera derrota electoral en el referéndum de 2007 al no aprobarse la propuesta de reforma constitucional promovida por él (fue rechazado por un poco más del 51%, sin embargo en 2009 obtuvo casi el 55% a favor de la reelección indefinida).

Sin embargo, hay que preguntarse por qué no hay más iniciativas populares a nivel nacional. Al respecto, cabe plantear como hipótesis: 1) Diseños constitucionales desconocidos o demasiado complejos para su puesta en marcha (ya sea por la cantidad de firmas requeridas, los tiempos y la forma de presentación); 2) escasa confianza en las formas institucionalizadas de participación democrática; y 3) en algunos países una más “efectiva” y menos costosa “movilización en la calle” (protestas) para lograr los mismos objetivos.

Por otra parte, desde los gobiernos y los partidos de izquierda, subsiste la desconfianza en la participación ciudadana directa. En países con tradición en el ejercicio de la democracia directa, como Uruguay, las consultas de los últimos años fueron promovidas por los partidos de derecha: el intento de habilitar una consulta para derogar la despenalización del aborto (2013) y la consulta para bajar la edad de imputabilidad (2014). La primera de ellas no alcanzó los votos: eran necesaria la concurrencia del 25% de los ciudadanos y solo fue 10%, y la segunda no obtuvo el apoyo electoral para su aprobación (se requería la mayoría de los votos y obtuvo el 41%). En ambos casos, el resultado puede ser calificado como “progresista”.

Incluso en países cuyo giro a la izquierda o cambio de gobierno fue precedido por movilizaciones populares que provocaron en gran medida dicho cambio (como en Argentina, Bolivia y Ecuador), luego no hubo un incentivo a la participación ciudadana autónoma e institucional de parte de los gobiernos o de los partidos en el gobierno, al menos a nivel nacional (a nivel local existen varias experiencias interesantes). El caso de Venezuela es interesante y contradictorio: si bien la participación ciudadana aumentó notablemente, sufrió la injerencia –cada vez más notoria- del gobierno de manera directa e indirecta a través del Partido Socialistas Unido de Venezuela y del propio Poder Ejecutivo (un análisis más detallado del caso en Lissidini, 2012 y 2014), quitándole a la sociedad civil autonomía y poder.

En definitiva, la mayoría de los gobiernos y los partidos de izquierda en el poder no han impulsado una participación ciudadana autónoma en general, ni el ejercicio de la democracia directa en particular, a pesar de que hubo avances constitucionales en la materia. Si bien los mecanismos de consulta están previstos como excepcionales, su utilización por parte de grupos y organizaciones de izquierda para dirimir cuestiones de difícil resolución política podría, al menos, promover el debate público y el acercamiento de los ciudadanos a “la política”.

Los gobiernos de izquierda no encuentran caminos alternativos para gestionar el conflicto social y hacer frente las demandas sociales de una manera diferente a la tradicional. Es por ello que la mayoría de los países tienden a recurrir a la cooptación, el clientelismo, la represión o la negación de las demandas que surgen de las diversas, y a veces novedosas, organizaciones sociales. Dos excepciones interesantes son la aprobación en 2008 de la Ley de Defensa a la Salud Sexual y Reproductiva en Uruguay (que incluye la despenalización del aborto), producto en gran medida de las movilizaciones y presiones feministas, y los cambios recientes (2014) en el ámbito educativo en Chile, que son respuesta a viejas y extensas manifestaciones estudiantiles para superar la desigualdad educativa en ese país.

En lugar de aumentar el poder de los ciudadanos a través de mecanismos de deliberación y de autogobierno, los gobiernos latinoamericanos tienden a impulsan la reconcentración del poder en manos del Poder Ejecutivo, sin advertir el costo político y social que tiene para los proyectos de izquierda, que pierden legitimidad y credibilidad a nivel global. Para revertir esta tendencia, debería promover un conjunto de mecanismos de participación ciudadana, que incluya a la democracia directa y a la democracia participativa, cuyo punto de partida fuera la confianza en las decisiones ciudadanas tomadas luego de procesos amplios de deliberación pública. Sociedades cada vez más complejas, con demandas diversas, requieren de formas políticas novedosas no autoritarias, ni individualistas, sino colectivas y abiertas. Más que complementar la democracia representativa, de lo que se trata es de transformar la democracia, respetando los principios básicos de ella y promoviendo la experimentación institucional o, como dijera Boaventura de Sousa Santos, ampliando el canon democrático. La izquierda latinoamericana, además de retomar y reformular el concepto de igualdad como eje central de su identidad debe promover el avance de la ciudadanía social. Como señala Pierre Rosanvallon (2012), hay que considerar al ciudadano es su doble perspectiva: como sujeto, portador de derechos propios, y como miembro de una comunidad. Es decir, como individuo-igualdad (una persona, una voz) y al mismo tiempo manifestación del individuo-comunidad (que participa en el cuerpo político). No se trata de reducir el conflicto social, por el contario, hay que amplificarlo y encauzarlo hacia el debate y la deliberación colectiva.

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Rosanvallon, Pierre (2012). La sociedad de iguales. Barcelona: RBA, Libros.

Soto Barrientos, Francisco (2014) “Asamblea Constituyente: La experiencia latinoamericana y el actual debate en Chile”. En: Estudios Constitucionales, N.° 1: 397-428.

Stefanoni, Pablo (2014a). “La lulización de la izquierda latinoamericana”. En: Le Monde Diplomatique, Año XV:4-5.

Stefanoni, Pablo (2014b). “Evo: el modernizador”. En http://rebelion.org/noticia.php?id=190970

Welp, Yanina y Uwe Serdült (Coords.) (2014). La dosis hace el veneno Análisis de la revocatoria del mandato en América Latina, Estados Unidos y Suiza. Quito: Instituto de la Democracia.

Zovatto, Daniel y Jesús Orozco Henríquez (Coord.) (2008). “Reforma política y electoral en América Latina 1978-2007”. Instituto de Investigaciones Jurídicas. Serie Doctrina Jurídica, N.° 418.

Legislación consultada

Guía de Participación ciudadana del Perú. Junta Nacional Electoral. 2008

Ley 475, de Participación ciudadana. Nicaragua, 2003

Ley de iniciativa ciudadana de leyes, ley No. 269, Nicaragua, 1997

Ley de Mecanismos de Participación Ciudadana, Guatemala. 2012

Ley Federal de Consulta Popular, México. 2014

Ley Nº 834/96 - Código Electoral Paraguayo, 1996

Ley orgánica Electoral, Código de la Democracia, Ecuador. 2009

Ley No.6 de 22 de enero de 2002 “Que dicta normas para la transparencia en la gestión pública, establece la acción de Habeas Data y otras disposiciones”, República de Panamá

Ley 6 de 22 de enero de 2002, Panamá

Ley 24.747 de 8 de septiembre de 1996. Iniciativa popular, Argentina

Ley 25.432 de 23 de mayo de 2001. Consulta popular vinculante y no vinculante, Argentina

Ley Federal 9.709, 1998, Brasil

Ley del Organismo Ejecutivo. DECRETO 114-97, 1997, Guatemala

  • 1. Agradezco los comentarios de Gustavo Endara, Claudia Detsch y el equipo de la Fundación Friedrich Ebert, así como las sugerencias recibidas en el marco de la Conferencia Internacional Democracia participativa e izquierdas: logros, contradicciones y desafíos, organizado por FES-ILDIS Ecuador y FLACSO-Ecuador el 4 y 5 de noviembre de 2014.
  • 2. El trabajo Transiciones desde un gobierno autoritario compilado por Guillermo O’Donnell, Philippe Schmitter y Laurence Whitehead (1986) es quizás la obra más emblemática de esta teoría
  • 3. El enfoque de “calidad de la democracia” fue muy prolífico y continúa vigente. Algunos de los estudios comparativos más relevantes, además de los mencionados, son Altman y Pérez Liñán (2002), Morlino (2007), Levine y Molina (2007).
  • 8. En la bibliografía se citan algunos de los textos.
  • 9. En algunos países se introduce más de una enmienda o reforma en un mismo año. La lista no es exhaustiva.
  • 10. En particular Altman (2005) y Zovatto (2008).
  • 11. La iniciativa, promovida por estudiantes de varias universidades, no sólo no estaba prevista, sino que la Constitución de 1957 expresamente prohibía las consultas populares.
  • 12. El grupo opositor Movimiento Sin Miedo (MSM) presentó a la Asamblea Legislativa dos proyectos de ley: uno destinado a profundizar los institutos de la democracia directa y participativa, como el referendo, la iniciativa legislativa ciudadana, la revocatoria de mandato, el cabildo y la consulta previa; el otro para modificar la Ley 026 de Régimen Electoral y permitir el voto afirmativo y el voto blanco como votos válidos, sin éxito.