Opinión
agosto 2017

Venezuela, más allá de todo

Los bloques regionales y los centros de poder opinan sobre Venezuela. Desde Trump a la ONU, desde la Unasur a la Unión Europea. ¿Qué es lo que viene en el país más conflictivo de América Latina?

<p>Venezuela, más allá de todo</p>

No es guerra ni revolución. Es conflicto. Y en el centro del conflicto siempre está la violencia como último recurso. Sea violencia en acto – esa que aparece cuando una bala le parte la cabeza a un manifestante–, o su contracara silenciosa – la violencia de situación que se traduce en opresión–. Venezuela vive una confrontación de dos voluntades en la que una intenta dominar a la otra con la esperanza de imponerse. Una desde el control del Estado. La otra, con el respaldo de una multiplicidad de actores externos.

Se ha instalado la idea de que la mecha que encendió las protestas opositoras, sostenidas hace ya varios meses en las calles y que han dejado más de un centenar de muertos y varios detenidos, fue la decisión del Tribunal Supremo de Justicia de asumir las competencias de la Asamblea. Sin embargo, pocos rescatan las causas que llevaron a esa decisión. Unos días antes, la Asamblea Nacional había instando por medio de un proyecto firmado por todo el arco opositor, a la aplicación de la Carta Democrática de la OEA como «mecanismo de resolución pacífica de conflictos» en pos de «restituir el orden constitucional» en Venezuela. En una apuesta arriesgada, fue la oposición desde sus bancas en el Congreso, la que llegó a pedir la suspensión de su país del bloque y la intervención de este organismo en la política venezolana. La supeditación de la estrategia opositora a un actor internacional fue leía como actitud desafiante por el oficialismo que optó por hacer jugar a la Justicia a su favor de manera bastante torpe. El secretario general de la OEA jugó, a mediados de marzo, un rol fundamental en tensionar aún más la situación.

Luis Almagro había presentado, unas semanas antes a esta decisión de la Asamblea, la actualización del informe del organismo donde invocaba la aplicación de la Carta Democrática que no había podido aplicar el año anterior por falta de apoyo. En una jugada estratégica, Almagro logró reinstalar el tema en la agenda de la política internacional bajo la amenaza de expulsión en el caso en que el gobierno no llamara a elecciones generales en los siguientes 30 días. De ahí, todo lo anterior.

Es evidente que los actores externos no permanecen ajenos a este conflicto donde también se juega su proyección internacional. «No queremos ser Venezuela» escuchamos hasta el cansancio en los debates de diversos países. Legisladores argentinos, diputados brasileños y políticos españoles han hecho de esa frase un mantra permanente. El fantasma de la crisis económica aparece como intimación engañosa si tenemos en cuenta que el ingreso en divisas en países como Argentina o Brasil no depende de un solo producto como sí es el caso de Venezuela, trampa malintencionada, a su vez, la de reducir a la mala gestión de gobierno como única causa del caótico panorama que atraviesa ese país. Sin ninguna duda, la administración de una economía con una caída del 60 por ciento de los ingresos en divisas respecto al año anterior, es inviable para cualquiera administración, sea del color político que sea y con el presidente que sea.

La Venezuela de Chávez fue la punta de lanza, marcó el pulso de los gobiernos izquierda y progresistas de la región que llegarían un par de años más tarde y, a su vez, es ella quien aún persiste por la fuerza, en medio del viraje político de corte liberal que se abre paso en América Latina. Sin embargo, la apuesta desesperada a la convocatoria a una Asamblea Constituyente, con el fin de cambiar el pulso de la agenda política junto a la necesidad de crear un nuevo marco legal capaz de respaldar las siguientes decisiones y de patear para adelante la convocatoria a una elección general, restó aliados en el plano internacional y terminó por romper la frágil posición que mantenía el Mercosur de no interferencia.

Con la amenaza siempre latente de su suspensión, los gobiernos de Argentina, Paraguay y el de Michel Temer en Brasil intentaron, por medio de su herramienta regional, instar a un cambio de rumbo en la política venezolana. Uruguay, con un protagonismo emergente casi desconocido, resultó el contrapeso político a los gigantes sudamericanos, posición que no logró sostener una vez convocada las elecciones para la Constituyente haciendo que el bloque como un todo compacto, terminara por darle la espalda al gobierno de Maduro. Al no existir la expulsión, la aplicación de la suspensión permanente de Venezuela del bloque por la «ruptura del orden democrático» , resulta la máxima sanción prevista por el organismo. Esta decisión termina de dejar completamente aislada a Venezuela en su propio terreno, donde sólo mantiene el apoyo de Bolivia ya que Ecuador, bajo la administración del nuevo presidente de Alianza País, Lenin Moreno, acaba de expresar públicamente su preocupación por la situación política de Venezuela.

El gran ausente es Unasur. Ernesto Samper, ex presidente de Colombia, quien dejó el cargo de secretario general del bloque a finales de enero, sostuvo que «la intervención de Unasur en el proceso de Venezuela está absolutamente congelada». El problema es que este organismo atraviesa su propia crisis interna, un proceso de vaciamiento de su poder real como lo tuvo el Mercosur cuando la Unasur comenzó a disputarle el protagonismo regional, por lo que no cuenta con la entereza suficiente para dar respuesta. Si el Mercosur tuvo su raíz comercial en plena década liberal, la Unasur fue su contracara, un organismo fundamentalmente político que emergió como instancia supranacional con un sello de época.

El presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, sorprendió en los últimos días con la amenaza de una violencia en acto. Aseguró que su gobierno no descarta la posibilidad de una intervención militar en Venezuela. Imprudente, como siempre, Trump sostuvo que es su condición de país vecino hacía más fácil la idea de una intervención, «tenemos tropas por todo el mundo, por qué no ir aquí al lado».

Pero el rechazo a estas declaraciones fueron absolutas. «Ni dictadura ni intervención», expresó como voluntad el secretario general de la ONU. António Guterres sostuvo que «América Latina ha logrado librarse tanto de la intervención extranjera como del autoritarismo. Esa es una lección que es muy importante salvaguardar, concretamente en Venezuela».

Por su parte, la Unión Europea fue uno de los primeros bloques regionales en hacer público su rechazo a la convocatoria Constituyente. Federica Mogherini, representante de la Unión para la Política Exterior, sostuvo que «no pueden reconocer la Asamblea Constituyente por su preocupación en cuanto a su efectiva representatividad y legitimidad». La crítica se centra en la falta de representación de un Legislativo que no contó con la participación de la oposición. Pero no fue la primera declaración fuerte contra el oficialismo, si tenemos en cuenta la presión política que se ha dado desde ese organismo en el reclamo por la liberación de los políticos presos. Bruselas insiste en la importancia de respetar el calendario electoral, abrir un canal humanitario, liberar a los opositores y respetar la Asamblea Nacional.

El único aliado al gobierno de Venezuela parece ser Rusia. El Kremlin respaldó la Constituyente y criticó a los países que no la reconocieron. En un comunicado del Ministerio Relaciones Exteriores ruso, denunciaron una «presión económica sobre Caracas» por parte de los países centrales para profundizar la polarización y el enfrentamiento. Si bien el apoyo político es clave, el respaldo económico desde Rusia resulta limitado.

China optó por ser más prudente. Lo que busca el gigante asiático, en este momento, es que Venezuela salde una deuda de unos 65.000 millones de dólares. Si bien este préstamo da cuenta de los lazos que existen entre ambos países también expone sus limitaciones.

La buena noticia, entre tanto desconcierto, es que algo parece haber persistido: el rechazo en América Latina a cualquier iniciativa de injerencia militar en conflictos de política interna. La negativa regional a la propuesta militar de Trump fue rotunda y unánime.

Raúl Castro, en enero del 2014, declaró a América Latina y el Caribe como zona de Paz. Fue durante la cumbre de jefes y jefas de Estado de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac) cuando sostuvo que, una vez resuelto el proceso de paz en Colombia, la región podía garantizar el camino pacífico y negociado para la resolución de sus problemas, sin violencia.

En la declaración, firmada hace más de tres años por una treintena de presidentes de la región, decía: «Nuestro compromiso permanente es con la solución pacífica de controversias a fin de desterrar para siempre el uso y la amenaza del uso de la fuerza de nuestra región». En estos tiempos peligrosos, no viene mal recordarnos las décadas y la sangre que le llevó a América Latina terminar con largos años de violencia.



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