Sesenta
días de protestas, medio centenar de muertos, un millar de detenidos
y regiones enteras militarizadas son una prueba de fuerza que ya
hubieran
hecho rectificar a cualquier gobierno o abandonar la lucha a un
movimiento opositor. Ninguna de las dos cosas, sin embargo, parecen
estar ocurriendo en Venezuela. Con el país alzado, sin dinero y
bajo una creciente presión internacional, el gobierno sigue adelante
con la Asamblea Constituyente que convocó y que todos consideran un
intento por barrer con la
ya escasa
institucionalidad democrática. Los llamados a un cronograma
electoral amplio y a la liberación de los presos políticos no
aparecen en ninguna de sus agendas. La oposición, por su parte,
continúa con manifestaciones sorprendentemente nutridas después de
dos meses en la calle. En el panorama no se ven opciones de diálogo,
palabra que genera una gran desconfianza después de que el intento
de mediación del Vaticano de finales de 2016 terminara en un
conjunto de promesas incumplidas que sólo le permitieron ganar
tiempo al gobierno. A su vez, la dilatada
convocatoria
de las elecciones de gobernadores para diciembre es también
considerada una trampa: tras haber sido postergada numerosas veces
(debieron haberse realizado en 2016), ahora se programa para después
de la instalación de una Asamblea
Constituyente
con plenos poderes que, entre otras cosas, tiene la potestad de
derogar las gobernaciones.
Así
las cosas, con los canales institucionales y de diálogo en
apariencia cerrados, Venezuela parece estar en el camino de Damasco.
Pero no en el sentido de una transformación espiritual que nos
convierta como a Saulo de Tarso (aunque algunas conversiones han
ocurrido), sino en el que señaló la embajadora norteamericana en la
Organización
de Naciones
Unidas
(ONU),
Nikki Haley, cuando afirmó que, de seguir como vamos, llegaríamos a
una situación como la de Siria o Sudán del Sur. Probablemente sus
declaraciones sean algo exageradas pero no tanto como pudiera
parecer.
Por una parte, Venezuela
cuenta con
un gobierno dispuesto a una defensa numantina, atrincherado frente a
una sociedad que protesta y que, según
todos los sondeos, tiene a un 70% de la población pidiendo su
dimisión
y desconfiando
de la idea
de la Asamblea
Constituyente.
En cierto grado esto lo equipara a su estrecho aliado Bashar
al-Ássad, también firme en su trinchera mientras el país se
incendia, salvo por dos cuestiones
particulares:
el presidente sirio tiene un respaldo popular bastante más alto que
Maduro y comparado con la opción de ISIS, puede jugar la carta de
ser un mal menor. A Maduro solo
lo sostienen, hoy por hoy, el
apoyo, aparentemente monolítico, de las fuerzas armadas, y el
control de la renta petrolera. No
es poco (ha aguantado dos meses) pero tal vez ya no sea suficiente
para una consolidación definitiva de su poder.
El
caso de la Asamblea
Constituyente es emblemático. Mayoritariamente rechazada por la
población, Maduro la presenta como una alternativa electoral que la
oposición, a su juicio terrorista y golpista, no quiere aceptar. No
obstante, los analistas, la Fiscal General Luisa Ortega Díaz y la ex
Defensora del Pueblo y ahora consultora del Tribunal Supremo de
Justicia, Gabriela Ramírez, coinciden en que viola los principios de
la representatividad consagrados en las leyes al sustituirlos por un
complicado sistema de elecciones sectoriales (los estudiantes, los
trabajadores, los empresarios, las organizaciones comunitarias
elegirán sus representantes), como si
se tratase de un
congreso de soviets combinado con otros complejos
mecanismos
de
elección
territorial en los
que cada municipio elegirá representantes sin tomar en cuenta la
proporcionalidad poblacional.
La
imposibilidad de una salida pacífica a la vista es el gran acicate
para las protestas. Mientras en las cadenas de televisión Nicolás
Maduro habla de su Asamblea
Constituyente
y de la conspiración del imperialismo y la derecha internacional a
la que, afirma, heroicamente hace frente, en el Estado Táchira, en
la frontera andina con Colombia, la Guardia Nacional se vio rebasada
por protestas en casi todas las localidades, incluyendo los
tradicionalmente chavistas sectores rurales. Al final, tuvo que
recibir dos mil hombres de refuerzo más un batallón del ejército
que, sin embargo, no han logrado acallarlas del todo. En el estado
llanero de Barinas, tierra natal de Hugo Chávez, las cosas también
se salieron de control. Hubo saqueos y actos vandálicos, pero
también situaciones
tan políticamente emblemáticas como la quema de la casa de la
familia Chávez, la sede regional de Consejo Nacional Electoral, la
del Partido Socialista Unido de Venezuela, un destacamento de la
Guardia Nacional y el restaurante de un diputado afecto al gobierno.
En Barquisimeto, capital del central Estado Lara, el Concejo
Municipal en manos de chavistas, destituyó al alcalde opositor, el
líder sindical y obrero Alfredo Ramos. El alcalde simplemente ha
hecho caso omiso y continuado en sus funciones. El gobernador de
Amazonas, un aborigen de la etnia baniva, realizó un acto político
que no dejó de llamar la atención: vestido de chamán, en un mítin
le echó a Maduro la aterradora maldición Dabucurí. En el oriental
Estado Anzoátegui, se derribó y quemó una estatua de Chávez, con
lo que ya van cuatro que han corrido con esta suerte en el país. En
los Altos Mirandinos, una zona de ciudades-dormitorio de Caracas, la
Guardia Nacional luchó por mantener el control durante
dos semanas. En Caracas ya ha habido escaramuzas en el centro de la
ciudad, a poca distancia del palacio presidencial de Miraflores. La
lista puede continuar hasta el infinito.
Ante
este panorama, ¿qué piensa hacer el gobierno si las protestas no
amainan? Las sanciones contra los jefes militares y magistrados
venezolanos por parte del gobierno norteamericano, los señalamientos
con nombre y apellido de los generales que comandan la represión por
parte del Secretario General de la OEA, Luis Almagro, y
el pronunciamiento del Parlamento Europeo y de varios gobiernos
latinoamericanos, indican que la apuesta a pertrecharse en el poder
con el solo concurso de los cañones, no es una buena idea. Pero que
no lo sea no significa que personeros con cuentas pendientes con la
justicia internacional no lo
intenten
al carecer de otras oportunidades de impunidad.
Cerrar las válvulas
de escape solo
puede producir una explosión mayor a la que hemos tenido hasta
ahora. Mantenerse en el poder le resultará muy difícil a Maduro si
no ofrece algún cambio real. Indistintamente, si lo logra por las
malas o fracasa después un prolongado conflicto, el costo en
sufrimiento, vidas y pérdidas económicas podría ser tan terrible
no queda más
que esperar
(y ojalá no estemos implorando un milagro) que alguna luz, como en
el Camino de Damasco de
Saulo
nos ayude a encontrar la senda de una solución pacífica.