Tema central
NUSO Nº 265 / Septiembre - Octubre 2016

Un feminismo político para un futuro mejor

Es necesario identificar caminos e ideas para repolitizar el feminismo y los movimientos sociales en torno de una visión de la justicia que se inserte en una utopía práctica. La teoría feminista contemporánea puede hacer contribuciones importantes para reformular los necesarios debates sobre los fracasos del capitalismo y las promesas y los malentendidos de la democracia y el desarrollo. Las herramientas analíticas de la interseccionalidad sirven para comprender los procesos de transformación en cada contexto político y cultural.

Un feminismo político para un futuro mejor

El tema de las crisis dominó el debate público de los últimos años, tanto dentro como fuera de Alemania: desde la crisis financiera de Estados Unidos y la crisis económica de Europa, hasta los incesantes conflictos de Oriente Medio y sus múltiples consecuencias, como el fenómeno a menudo conocido como «crisis de los refugiados». Este discurso que gira continuamente en torno de las crisis surte efectos de vasto alcance. En primer lugar, tiende a restringir el margen disponible para las decisiones sobre políticas públicas, cuya elaboración queda reducida a la gestión de crisis, que por definición es una dinámica meramente reactiva. En segundo lugar, y al filo de la paradoja, el actual discurso de crisis también parece restringir el espacio disponible para el debate sobre las causas de los graves problemas con los que se relaciona, al menos en el ámbito de la política. Por eso nosotros necesitamos un pensamiento que trascienda la noción de crisis, en particular si la crisis se percibe como si fuera una disfunción social momentánea cuya solución no requiere cambios estructurales de mayor magnitud. De ahí que iniciemos estas reflexiones con una exhortación a profundizar el análisis, ya que de lo contrario será imposible construir un futuro mejor. Con este objetivo en la mira, vamos a examinar la teoría feminista contemporánea. La idea puede sonar desatinada –porque el feminismo es para muchos un programa político sectorial, ipso facto inadecuado como soporte de consideraciones políticas generales–, pero aquí precisamente intentaremos demostrar lo contrario. A fin de cuentas, lo que nosotros solemos concebir como un estado de crisis es, para la teoría feminista, una condición permanente que jamás se confundiría con una molestia pasajera. La teoría feminista ha reaccionado a situaciones de persistente desigualdad desde que nació. Y el hecho de que siempre encuentra nuevas maneras de hacerlo quedará en claro a lo largo de estas páginas.

En el primer apartado, explicamos por qué la interseccionalidad nos parece un abordaje apto para comprender el panorama de innumerables desafíos y perspectivas que presenta nuestro mundo contemporáneo. En el segundo, trazamos una relación entre la crítica al neoliberalismo y las teorías feministas, que a su vez puede hacer importantes contribuciones a la reformulación de los necesarios debates sobre los fracasos del capitalismo, así como a las deliberaciones sobre las promesas y los malentendidos en torno de la democracia y el desarrollo. En el tercer apartado, examinamos diferentes enfoques del feminismo, así como movimientos sociales y actores que suscriben a ideas feministas, con hincapié en los ejemplos y las experiencias del Sur global. En la conclusión, tratamos de identificar ideas y estrategias para repolitizar el feminismo y los movimientos sociales con miras a forjar una concepción de la justicia inserta en una utopía práctica; y dado que nos enfrentamos a un capitalismo transnacional, solo podremos llegar a buen puerto si emprendemos la tarea con una mirada que abarque todo el mundo globalizado.

Interseccionalidad

Una de las cuestiones centrales que exploran las teorías feministas contemporáneas deriva de una problemática antes relegada a los márgenes del movimiento: el reclamo de las feministas menos favorecidas contra la miopía del feminismo tradicional, cuya agenda se acotaba en gran medida a los problemas de las mujeres que vivían en situaciones de relativo privilegio; en otras palabras, las occidentales, mayoritariamente blancas, heterosexuales y de clase media. La incorporación de este reclamo a la elaboración teórica del feminismo actual se entiende ante todo bajo la categoría de «interseccionalidad»: el abordaje que percibe la diversidad y la estratificación dentro de todo grupo social (incluidos los de género) y comprende que los ejes en torno de los cuales se articulan la diferencia, la estratificación social y la discriminación/opresión –como «raza»/etnia, clase, género o sexualidad– están entrelazados e interrelacionados1.

La decisión de tomar en serio este reclamo –que nosotros auspiciamos– implica en potencia una apertura radical de los horizontes del feminismo político, porque entonces su agenda tiene que integrar las complejas imbricaciones del sexismo con el racismo, con el nacionalismo y con las desigualdades ligadas a la religión o la casta; tiene que abordar los efectos de la heteronormatividad, la asociación de la femineidad a la maternidad y las tareas hogareñas, no solo como un problema de las mujeres heterosexuales, sino también de las lesbianas, gay y queer; y además necesita incorporar en su enfoque la clase social, así como, posiblemente, todas las otras formas de la desigualdad. Tomar en serio la interseccionalidad también implica concebir el feminismo político como una disciplina cuyo objeto es sumamente heterogéneo y que contiene potenciales divisiones internas, y por ende como una disciplina cuyas prioridades políticas, lejos de establecerse a priori, deben dilucidarse en el transcurso de un debate político abierto, basado en el conocimiento de las diferencias internas y los potenciales conflictos. El abordaje interseccional también entraña la necesidad de revisar algunos de los supuestos básicos que sustentan la cooperación internacional para el desarrollo. Por ejemplo, la promoción de la democracia se ha centrado ante todo en la representación política femenina y en los aspectos legales de los derechos humanos para las mujeres de sociedades patriarcales. En consecuencia, ni el feminismo ni los movimientos prodemocráticos han prestado suficiente atención al contexto socioeconómico de sus luchas; peor aún, tanto los movimientos sociales como las organizaciones de la sociedad civil –un buen ejemplo son los sindicatos– permanecen en general bajo dominio masculino. En muchos países del Sur global, las experiencias de opresión son multidimensionales e incluyen mecanismos discriminatorios basados en la economía, la pertenencia étnica, el género, la clase y la casta. Por eso es importante aplicar herramientas analíticas interseccionales en cada contexto cultural y político específico para desentrañar los procesos transicionales de las sociedades en vías de democratización. De esta manera es posible trascender los enfoques de actores y reclamos particulares –cuyo horizonte suele ser muy estrecho– para obtener un panorama exhaustivo de los desafíos, las perspectivas y los puntos de incursión en toda su diversidad.

Feminismo y neoliberalismo

Varios teóricos sociales han analizado en tiempos recientes las amplias repercusiones que tuvieron en nuestro mundo actual los movimientos emancipadores surgidos después de los años sesenta. Hace ya más de una década que Manuel Castells2 acuñó la expresión «sociedad de redes» para definir nuestra sociedad global de hoy, que ha sustituido las estructuras verticalistas del pasado por una configuración flexible con múltiples vínculos horizontales; entre los diversos factores que auspiciaron el surgimiento de esta sociedad, Castells incluye los movimientos sociales de la segunda mitad del siglo xx, con sus característicos reclamos contra el autoritarismo y las jerarquías. En una concepción similar, aunque con una nota más pesimista en el tono y el análisis, Luc Boltanski y Éve Chiapello3 ponen de relieve la naturaleza flexible y la capacidad de renovación del capitalismo actual y sostienen que las sociedades capitalistas contemporáneas, debido a que se rigen por ideales de autonomía, creatividad, movilidad y trabajo en equipo, abrevan precisamente en la crítica (artística) al autoritarismo, la burocracia y las estructuras rígidas que heredaron de esos movimientos sociales, pero no en aras de liberar verdaderamente a las personas, sino a fin de integrarlas en el nuevo régimen de dominación que ejerce el capitalismo bajo su forma flexibilizada y su organización en redes.

La intelectual feminista Nancy Fraser dice algo similar en relación con el feminismo: «los cambios culturales fomentados por la segunda ola, saludablesen sí mismos, han servido para legitimar una transformación de la sociedadcapitalista que se opone directamente a las esperanzas feministas de alcanzar una sociedad justa»4. Esta nueva forma de capitalismo –sintetiza Fraser– es «posfordista, transnacional, neoliberal»5. Abrevando en los argumentos de Boltanski y Chiapello que mencionamos más arriba, Fraser sostiene que la oposición de la segunda ola feminista a los cuatro aspectos cardinales del capitalismo estatal –el economicismo, el androcentrismo, el estatismo y la organización westfaliana– en parte preparó el terreno para la renovación que condujo a la forma actual del sistema capitalista, en cuyo transcurso los ideales del feminismo adquirieron nuevos significados, más cercanos a la legitimación que al cuestionamiento del sistema. En primer lugar, el creciente énfasis de la segunda ola en la política de la identidad como impugnación del sesgo economicista evolucionó con el tiempo en un culturalismo igualmente sesgado, distante del paradigma inicial que combinaba la redistribución con el reconocimiento. En segundo lugar, la crítica feminista al salario familiar terminó por allanar el camino hacia la precarización universal. En tercer lugar, el antiestatismo feminista legitimó el desmantelamiento neoliberal del Estado benefactor mediante la transferencia de responsabilidades a organizaciones no gubernamentales (ong) y el fomento de la iniciativa económica individual (financiada con microcréditos), un resultado que nada tiene que ver con el sueño feminista original de conquistar derechos sociales universales para todos los ciudadanos, independientemente de su situación laboral. Por último, el cuestionamiento feminista al Estado-nación ha redundado en meras formas profesionalizadas de un transnacionalismo más ligado a la actuación en los foros de la política internacional y el sector del desarrollo (neoliberal) que al intento de consensuar una senda de cambio hacia la justicia de género a escala mundial. Fraser sugiere que el feminismo solo puede salir de esta constelación problemática si adopta una posición inequívoca en favor de la justicia de género y en contra del neoliberalismo, orientada a reconectar la crítica feminista con la crítica a la dominación capitalista6. Este nuevo enfoque crítico debe integrar las dimensiones de la redistribución, el reconocimiento y la representación (es decir, las cuestiones socioeconómicas, culturales y políticas), a la vez que actualiza sus demandas a contrapelo del orden neoliberal.A lo largo de las últimas décadas, los feminismos del Sur global dejaron de ser movimientos políticos amplios en pos del empoderamiento femenino para convertirse en grupos dedicados a la realización de proyectos específicos cuyos fondos suelen provenir de donantes internacionales. Este proceso transicional –también conocido como oenegización7– modificó la agenda de muchas agrupaciones feministas, que adaptaron su trabajo con el género para integrarlo funcionalmente al sector del desarrollo y se enfocaron en la adquisición de capacidades no gubernamentales con el fin de brindar asistencia social. Este viraje se debió en parte a la primacía del «ajuste» neoliberal, que restringió las capacidades y los presupuestos gubernamentales destinados a las políticas públicas, en un tiro de gracia que marcó el final de los «Estados desarrollistas» tal como existieron hasta los años 80. También en los contextos del Sur global, entonces, es interesante evaluar la contribución del feminismo al desmantelamiento del Estado desarrollista (patriarcal), o bien, en palabras de Fraser, reflexionar acerca «de cómo cierto feminismo se convirtió en criada del capitalismo»8.

En Pakistán, un país cuya sociedad se rige por las normas de la familia patriarcal, la matrícula femenina de la escuela secundaria y la educación superior se ha incrementado de manera contundente en los últimos años9. Pero esta mejora no se refleja en el mercado de trabajo, ya que las mujeres están subrepresentadas en los cargos oficiales y gerenciales, continúan trabajando en condiciones precarias y padecen diversas formas de explotación en el sector manufacturero (por ejemplo, el trabajo a domicilio de la industria textil). La lenta pero creciente participación femenina en el mercado laboral ha suscitado un interesante debate, ya que aún no está claro si el resultado ha repercutido positivamente en el empoderamiento de las mujeres o si, por el contrario, ha generado nuevas formas de dominación. En algunos casos es posible incluso que haya favorecido la violencia doméstica, como reacción a los conflictos financieros en el seno de la familia. La feroz competencia entre diversos países asiáticos que abaratan la mano de obra y reducen al mínimo la regulación estatal de las industrias exportadoras para atraer inversiones extranjeras también contribuyó a la «feminización del trabajo asalariado»10. Hay numerosos estudios de casos específicos relacionados con las cadenas de valor (y los cuidados domiciliarios), como las industrias textiles en Bangladesh o Vietnam, o las industrias de asistentes domiciliarios en Tailandia y Filipinas, por mencionar unos pocos ejemplos.

Desde una perspectiva más auspiciosa, y pese a los derroteros problemáticos que siguió la política de los movimientos feministas descriptos más arriba, también es cierto que la teoría feminista ofrece varios puntos de incursión aptos para poner en tela de juicio el neoliberalismo dominante que ha colonizado nuestras percepciones y nuestros relatos durante los últimos años. Los relatos contrahegemónicos que necesitamos con tanta urgencia para presentar batalla contra el gran proyecto capitalista pueden construirse sobre las percepciones y los ejemplos feministas del Sur global, así como del Norte global. A pesar de los innumerables debates que suscitó la crisis económica y financiera de los viejos centros capitalistas (eeuu y Europa), los representantes del progresismo local siguen prestando escasa atención a las luchas de lo que algunos perciben como «las periferias». La reducción de la esfera pública y la privatización de los servicios estatales –incluidos los de seguridad, educación, salud y agua– ya han recorrido una historia más larga en el Sur global que en el mundo euroatlántico. Las experiencias acumuladas por los movimientos sociales de América Latina, África, Oriente Medio y Asia pueden ser las piedras angulares para construir una visión alternativa, la «utopía práctica» que necesitamos para orientarnos en la confrontación de los múltiples desafíos que nos reserva el siglo xxi en todo el mundo11.

Hacia un nuevo feminismo transnacional

¿Cómo imaginamos una crítica feminista al capitalismo posfordista, transnacional y neoliberal? ¿Cómo podríamos traducirla a la práctica política? Ninguna de las dos preguntas es fácil de responder; en su proyecto actual, Fraser ha emprendido una relectura crítica de Karl Marx, Max Weber y Jürgen Habermas en busca de respuestas adecuadas. Y no es casual que en su alegato resuenen argumentos de feministas que escriben desde una perspectiva poscolonial y/o del Sur global. Entre ellas se destaca Chandra Talpade Mohanty, quien en 2003 retornó a su célebre artículo de los años 80, «Bajo los ojos de Occidente», para exhortar a la construcción de «una teoría, una crítica y una praxis en torno de la globalización» como nuevo «eje temático cardinal de las feministas» que aspiren a lidiar con los problemas más acuciantes de nuestros tiempos, es decir, con los problemas causados por el capitalismo global12. Mohanty considera que estos problemas deben abordarse con una «crítica feminista anticapitalista trasnacional» que tome como eje y punto de partida las condiciones de vida, las percepciones, los intereses y las luchas de «las comunidades de mujeres más marginadas»13. Alegando que esas mujeres gozan de «privilegio epistémico» –en otras palabras, «el panorama más abarcador del poder sistemático»–, Mohanty propone estudiar la estructura de poder «desde abajo hacia arriba» en lugar de hacerlo «desde arriba hacia abajo», con miras a captar analíticamente «la macropolítica de la restructuración global» y comenzando por observar «la micropolítica de [las] luchas anticapitalistas más urgentes [que son las de las mujeres marginadas]»14.

La atribución de privilegio epistémico a un determinado grupo social es debatible, claro está, pero el aporte interesante que hace Mohanty al planteo de Fraser es la clara decisión de iniciar el análisis crítico del capitalismo transnacional en el Sur global, presuponiendo que es allí donde más se padecen y más se combaten algunos de sus peores efectos. El mismo planteo aparece en otro texto seminal: Desarrollo, crisis y enfoques alternativos. Perspectivas de la mujer en el Tercer Mundo (1988), de Gita Sen y Caren Grown15, también conocido como el manifiesto dawn (Desarrollos Alternativos para las Mujeres de una Nueva Era, por sus siglas en inglés). Este texto, muy debatido en los años 80, conserva actualidad e interés al menos por dos razones. En primer lugar, Sen y Grown subrayaron con claridad los efectos del neoliberalismo en el género, mucho antes de que los percibieran y priorizaran las teóricas feministas del mundo euroatlántico. En segundo lugar, las autoras advierten sobre las interrelaciones entre el desarrollo, los fenómenos de las crisis socioeconómicas, la subordinación femenina y el género. En materia de objetivos políticos, Sen y Grown reivindican el derecho universal a satisfacer las necesidades básicas y demandan la planificación de procesos orientados hacia esa meta. Dado que el capitalismo global tal como lo conocemos no es para ellas una solución sino más bien un problema, las autoras desconfían de las medidas que constituyan meros intentos de integrar a las mujeres en los procesos de crecimiento económico: la única solución viable para ellas es un cambio socioeconómico en gran escala. Y es aquí donde su planteo vuelve a confluir con el análisis de Fraser.

Desde la perspectiva de la praxis, estos argumentos indican que es preciso poner entre paréntesis el bagaje propio de definiciones y herramientas predeterminadas para abrirse más a las diferentes formas y culturas del feminismo. En lo que concierne a lidiar con las configuraciones neoliberales y globales del capitalismo organizado en redes flexibles, las respuestas también tienen que ser multidimensionales y transnacionales: hay que desarrollar una suerte de «feminismo fluido». Las plataformas inclusivas que admitan una amplia variedad de movimientos y actores sociales pueden favorecer el desarrollo de alianzas y relatos más potentes. La diversidad de los actores siempre debe ser evaluada como un punto fuerte y un factor positivo en la creación de estos grupos posidentitarios, en acatamiento a la noción de solidaridad por encima de las barreras étnicas, religiosas, de casta y de clase (precisamente las que refuerza el capitalismo).

A modo de ilustración, vale la pena mencionar a los diferentes movimientos y militantes feministas de los países asiáticos abocados a generar incursiones comunes en el terreno político16. Este es un buen ejemplo, porque a pesar de las obvias diferencias entre los respectivos sistemas políticos y normas culturales dominantes, es posible identificar un amplio espectro de semejanzas: desde problemas estructurales y complicaciones sociales hasta cuestiones específicamente ligadas a las luchas feministas. Una característica que comparten las sociedades asiáticas es la existencia de cierta imbricación problemática entre la esfera pública y una esfera privada que se rige por normas familiares patriarcales. Los sistemas gubernamentales vigentes oscilan entre el autoritarismo y la falta de capacidad institucional, pero tanto unos como los otros carecen de espacios democráticos para los movimientos de mujeres u otras formas del activismo feminista. La mayoría de los Estados benefactores provee insuficiente acceso universal a los servicios públicos, porque en última instancia todos se basan en el supuesto de los modelos familiares (conservadores) para planificar, financiar y proveer cierto grado de seguridad social. Otra coincidencia entre las sociedades asiáticas es la dificultad para mantener una voz progresista frente a los relatos arraigados y conservadores, a veces incluso misóginos y fascistas, impuestos por actores que temen perder influencia porque perciben el empoderamiento femenino como un «juego de suma cero». Esto también implica que las luchas por la «repolitización» del feminismo consisten esencialmente en (re)conquistar las esferas públicas, contrarrestar los relatos dominantes y proponer una visión que produzca más ganadores en general.

Las ideas y las pensadoras feministas pueden resultar de gran utilidad para el desarrollo de propuestas y estrategias transformadoras en el marco de una cultura política dominada por cálculos tácticos y partidos tradicionales que en su gran mayoría se rigen por una lógica transaccional («cómo movilizar a los votantes para ganar las próximas elecciones»). Hasta una lucha local contra la violencia doméstica en un pueblito perdido de Pakistán puede pensarse en relación con la necesidad de producir un relato contrahegemónico global para impugnar la creencia de que «no hay alternativa». Alternativas siempre hay, a pesar de los arduos esfuerzos –e incluso posibles peligros– que aguardan a quienes emprenden la lucha por conquistarlas.

A modo de cierre

En las últimas décadas se ha observado una tendencia interesante –que muchos denominan «tercera ola del feminismo»– de militantes jóvenes que retoman ciertas reivindicaciones básicas de la segunda ola: la lucha contra el acoso sexual y la violencia de género, las libertades sexuales en general, la distribución y la organización social de los cuidados familiares o la crítica a normas persistentes sobre las relaciones de género. Las activistas de la tercera ola abordan los viejos temas con nuevas formas de praxis, desde el uso de redes sociales hasta prácticas más o menos festivas de resignificación, como la SlutWalk o «Marcha de las Putas»17. Lo más interesante de estas nuevas formas de praxis es la determinación de establecer lazos con una amplia red de actores y grupos de acción que luchan por la justicia social. En esta renovada praxis feminista, los reclamos clásicos del movimiento (que en sí mismos podrían alejar a algunas jóvenes por los éxitos del feminismo o por la mala reputación que lo pinta como un rejunte de mujeres que se victimizan y odian a los hombres) se plantean en el marco de nuevas alianzas, que incluyen movimientos estudiantiles o activistas contra el consumismo y la precarización. Estas alianzas no implican necesariamente la búsqueda de otros grupos feministas –o siquiera de otros grupos de mujeres– para forjar o promover un movimiento feminista mundial, sino que responden a la intención de ponerse en contacto con el conjunto general de movimientos nacionales, regionales y mundiales centrados en diversos reclamos en el marco de la justicia social. De esta manera, las reivindicaciones feministas se dispersan (por expresarlo positivamente) o se descentran (por expresarlo negativamente). Hacer hincapié en el primer término, que implica aplaudir y fomentar la dispersión, o subrayar el segundo, problematizando el descentramiento, es una cuestión de preferencias y prioridades políticas. Lo que sí parece haber quedado en claro es que si el feminismo quiere atraer a las nuevas generaciones no debe quedarse atrincherado en sus prácticas anteriores, sino sumarse a la tercera ola.

Si a la luz de estas consideraciones optamos por tomar en serio lo que nos enseñan las teóricas feministas poscoloniales, interseccionales, socialistas y de la tercera ola, hay al menos cuatro cosas que debemos tener presentes.

En primer lugar, un feminismo político que lucha por mejorar el futuro del mundo no puede encerrarse en una estrategia única, sino que debe conceptualizarse como un movimiento amplio que articule las batallas contra las diferentes facetas que puede adquirir la injusticia de género: políticas, culturales y socioeconómicas. Esto requiere emprender un esfuerzo colectivo para comprender cuestiones ligadas a la interseccionalidad, que debería traducirse en la disposición a aceptar la diversidad de actores, intereses y objetivos.En segundo lugar, las coaliciones y los enlaces entre estos feminismos políticos y otros grupos que integran el colectivo de movimientos por la justicia social deben considerarse un avance. Este principio incluye esferas y ámbitos que eran ajenos a los clásicos movimientos de mujeres: por ejemplo, los sindicatos y algunos partidos progresistas del Sur global que suelen tener un perfil androcéntrico. Aún queda por ver cuál es la mejor manera de fomentar los enlaces. Esta cuestión reviste particular importancia cuando se trata de actores externos a los movimientos feministas, cuyas agendas hasta ahora han sido no solo ajenas al feminismo, sino además impugnables desde una perspectiva feminista. Un buen ejemplo son los sindicatos que priorizan las luchas en favor del salario familiar, ya que el salario familiar estabiliza la noción de familia tradicional sostenida por un proveedor masculino heterosexual. Mejores perspectivas se vislumbran para los enlaces con sindicatos que ponen de relieve las luchas por los empleos universales de medio tiempo, en aras de posibilitar una combinación mucho más eficaz del trabajo asalariado con los cuidados familiares, la militancia política u otras actividades para todas las personas.

En tercer lugar, el feminismo político debe trabajar en la formulación de alternativas al neoliberalismo y mantenerse alerta para evitar todo riesgo de entrar en el juego del razonamiento neoliberal o de servir a sus procesos de reestructuración. Además, en una era de redes que amoldan su cosmovisión a las circunstancias cambiantes, se necesita un «feminismo fluido», es decir, un feminismo que sea adaptable a los cambios de la sociedad sin renunciar a su propia esencia, e interpretable en diferentes normas culturales y contextos políticos, si es que no proviene ya de diversos contextos locales. El feminismo político también debe ser capaz de atraer un amplio apoyo popular y de cambiar las culturas políticas que subordinan la democracia a la lógica del capitalismo y los mercados desregulados, o bien que la ponen en peligro debido a otros factores de la dominación autocrática.

Por último, dado el espíritu netamente transnacional del nuevo sistema capitalista, el feminismo siempre debe buscar conexiones globales al determinar las causas de las injusticias pasadas y presentes en materia de género, así como las posibilidades de cuestionar –o bien combatir– esas causas y sus efectos. Una senda posible es la (re)politización del movimiento feminista transnacional y la creación de una visión de justicia que esté inserta en una nueva utopía práctica. Los riesgos no son menores, sin duda. Pero tampoco existe una alternativa mejor.

  • 1.

    Patricia Hill Collins y Valerie Chepp: «Intersectionality» en Georgina Waylen, Karen Celis, Johanna Kantola y S. Laurel Weldon (eds.): The Oxford Handbook of Gender and Politics, Oxford University Press, Oxford, 2013, p. 57 y ss.

  • 2.

    M. Castells: La era de la información. Economía, sociedad y cultura, 3 vols., Siglo xxi, Ciudad de México, 1990-1999.

  • 3.

    L. Boltanski y É. Chiapello: El nuevo espíritu del capitalismo, Akal, Madrid, 2002.

  • 4.

    N. Fraser: Fortunas del feminismo. Del capitalismo gestionado por el Estado a la crisis neoliberal, Traficantes de Sueños / Instituto de Altos Estudios Nacionales del Ecuador, Madrid-Quito, 2015, p. 245.

  • 5.

    Ibíd.

  • 6.

    Ibíd., p. 260 y ss.

  • 7.

    Ver Sonia E. Alvarez: «The Latin American Feminist ngo ‘Boom’» en International Feminist Journal of Politics vol. 1 No 2, 1999; Islah Jad: «The ngo-isation of Arab Women’s Movements» en ids Bulletin vol. 35 No 4; Verónica Schild: «Empowering ‘Consumer-Citizens’ or Governing Poor Female Subjects? The Institutionalization of ‘Self-Development’ in the Chilean Social Policy Field» en Journal of Consumer Culture vol. 7 No 2, 2007.

  • 8.

    N. Fraser: «How Feminism Became Capitalism’s Handmaiden – And How to Reclaim It» en The Guardian, 14/10/2013.

  • 9.

    Jaffar Ahmed y Zaffar Junejo: Social Contract in Pakistan, fes, Islamabad, 2015.

  • 10.

    Rubina Saigol: Feminism and the Women’s Movement in Pakistan: Actors, Debates and Strategies, fes, Islamabad, 2016.

  • 11.

    Boaventura de Sousa Santos (ed.): Democratizing Democracy: Beyond the Liberal Democratic Canon, Verso, Londres-Nueva York, 2005; Jean Comaroff y John L. Comaroff: Theory From The South: Or, How Euro-America Is Evolving Toward Africa, Paradigm, Boulder-Londres, 2012.

  • 12.

    C.T. Mohanty: Feminism Without Borders: Decolonizing Theory, Practicing Solidarity, Duke University Press, Durham-Londres, 2003, p. 230.

  • 13.

    Ibíd., p. 231.

  • 14.

    Ibíd., p. 231 y ss.

  • 15.

    G. Sen y C. Grown: Desarrollo, crisis y enfoques alternativos. Perspectivas de la mujer en el Tercer Mundo, piem, Ciudad de México, 1989.

  • 16.

    En octubre de 2015, fes Pakistán organizó un taller regional sobre feminismo político con expertas y activistas de Bangladesh, China, Alemania, la India, Indonesia, Tailandia y Pakistán. Cuando finalice con los estudios sobre actores, discursos y estrategias feministas locales, fes planea establecer un proyecto regional de feminismo político.

  • 17.

    Rebecca Walker: «Becoming the Third Wave» en Ms., 1-2/1992, p. 39 y ss.; R. Walker (ed.): To Be Real: Telling the Truth and Changing the Face of Feminism, Anchor, Nueva York, 1995; Barbara Findlen (ed.): Listen Up: Voices from the Next Feminist Generation, Seal Press, Seattle, 1995; Leslie Heywood y Jennifer Drake (eds.): Third Wave Agenda: Being Feminist, Doing Feminism, University of Minnesota Press, Minneapolis-Londres, 1997; Laurie Penny: Unspeakable Things: Sex, Lies, and Revolution, Bloomsbury, Londres, 2014.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 265, Septiembre - Octubre 2016, ISSN: 0251-3552


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