Dicen que la noche del jueves fue trascendental para los que hicieron campaña por dejar la Unión Europea y volver la espalda de Gran Bretaña al siglo XXI. En eso, al menos, puedo estar de acuerdo. En palabras de Cicerón: «Trágico e infeliz fue aquel día».
La
decisión de abandonar la UE dominará la vida nacional británica durante
la próxima década, o tal vez más. Se puede discutir acerca de la
magnitud exacta de la conmoción económica (a corto y largo plazo), pero
es difícil imaginar alguna circunstancia en la que el Reino Unido no se
volverá más pobre e insignificante en el mundo. Muchos de los que fueron
alentados a votar, presuntamente, por su «independencia» hallarán que
en vez de ganar libertad perdieron el empleo.
¿Cómo pudo pasar?
En
primer lugar, los referendos reducen la complejidad a una sencillez
absurda. El vínculo entre cooperación internacional y soberanía
compartida que supone la pertenencia de Gran Bretaña a la Unión Europea
se tradujo a una serie de afirmaciones y promesas mendaces. Se le dijo
al pueblo británico que abandonar la UE no traería ningún costo
económico ni ninguna pérdida para aquellos sectores de la sociedad a los
que la pertenencia a Europa benefició. Se prometió a los votantes un
tratado comercial ventajoso con Europa (el mayor mercado de Gran
Bretaña), menos inmigración y más dinero para el Servicio Nacional de
Salud y otros valiosos bienes y servicios públicos. Sobre todo, se dijo
que Gran Bretaña recuperaría la vitalidad creativa necesaria para tomar
el mundo por asalto.
Uno
de los horrores que nos esperan es la creciente decepción de los
partidarios del Brexit conforme todas estas mentiras queden expuestas.
Se les dijo a los votantes que «recuperarían su país». No creo que les
guste el país con el que se encontrarán.
Un
segundo motivo del desastre es la fragmentación de los dos principales
partidos políticos británicos. Por años, el antieuropeísmo erosionó la
autoridad de los líderes del Partido Conservador. Además, toda noción de
disciplina y lealtad partidaria se derrumbó hace años, conforme
menguaba la cantidad de simpatizantes conservadores comprometidos. Aún
peor es lo que sucedió en el Partido Laborista, cuyos simpatizantes
tradicionales dieron impulso a la gran victoria del voto por la salida
de la UE en muchas áreas de clase trabajadora.
Con
el Brexit, hemos visto al populismo a lo Donald Trump llegar a Gran
Bretaña. Es obvio que hay una difundida hostilidad, mezclada en una ola
de resentimiento populista, hacia cualquiera al que se estime miembro
del «establishment». Exponentes de la campaña por el Brexit, como el
secretario de justicia Michael Gove, desacreditaron la opinión de todos
los expertos, por considerarlos miembros de una conspiración interesada
de los que más tienen contra los que menos tienen. Tanto si era la
opinión del director del Banco de Inglaterra, del arzobispo de
Canterbury o del presidente de los Estados Unidos, sus consejos no
valieron nada. A todos se los pintó como representantes de otro mundo,
sin relación con las vidas del pueblo británico ordinario.
Eso
apunta a un tercer motivo del voto pro-Brexit: la creciente inequidad
social contribuyó a una revuelta contra una presunta élite
metropolitana. La vieja Inglaterra industrial, en ciudades como
Sunderland y Manchester, votó contra una privilegiada Londres. A esos
votantes se les dijo que la globalización solo beneficia a los que están
arriba (cómodos trabajando con el resto del mundo), a costas de todos
los demás.
Además
de estas razones, por años casi nadie defendió vigorosamente la
pertenencia de Gran Bretaña a la UE. Esto creó un vacío que permitió
ocultar los beneficios de la cooperación europea tras un manto de
espejismos y engaños, y alentar la idea de que los británicos se habían
vuelto esclavos de Bruselas. A los votantes pro-Brexit se los imbuyó de
un concepto de soberanía ridículo, que los llevó a anteponer una
pantomima de independencia al interés nacional.
Pero
ahora no sirve de nada lamentarse y rasgarse las vestiduras. En estas
circunstancias difíciles, las partes involucradas deben tratar de
asegurar honrosamente lo mejor para el RU. Solo nos queda esperar que
los partidarios del Brexit tengan al menos la mitad de razón, por
difícil que sea imaginarlo. En cualquier caso, las cartas están dadas y
hay que hacer lo mejor que se pueda con ellas.
Pero nos salen a la mente tres desafíos inmediatos.
En
primer lugar, ahora que David Cameron dejó en claro que renunciará, el
ala derecha del Partido Conservador y algunos de sus miembros más
acérrimos dominarán el nuevo gobierno. Cameron no tenía elección: no
podía de ningún modo ir a Bruselas como representante de unos colegas
que lo traicionaron, para negociar algo en lo que no cree. Si su sucesor
es un líder del Brexit, a Gran Bretaña le espera ser gobernada por
alguien que se pasó las últimas diez semanas esparciendo mentiras.
En
segundo lugar, los lazos que mantienen unido al RU (en particular a
Escocia e Irlanda del Norte, ambos lugares donde ganó el voto a favor de
la permanencia) comenzarán a sufrir grandes tensiones. Espero que la
revuelta pro‑Brexit no conduzca inevitablemente a un referendo por la
ruptura del RU, pero sin duda ahora es una posibilidad.
En
tercer lugar, Gran Bretaña tendrá que empezar a negociar su salida muy
pronto. Es difícil imaginar que pueda terminar en una relación con la UE
mejor que la que tiene hoy. A todos los británicos les aguarda la
difícil tarea de convencer a sus amigos en todo el mundo de que no
abandonaron también la sensatez.
La
campaña del referendo revivió la política nacionalista, que en
definitiva siempre gira en torno de la raza, la inmigración y las
conspiraciones. Todos los que estamos en el campo proeuropeo tenemos por
delante la tarea de tratar de contener las fuerzas que el Brexit liberó
y afirmar la clase de valores que en el pasado nos ganaron tantos
amigos y admiradores en todo el mundo.
Esto comenzó en los
años cuarenta, con Winston Churchill y su visión de Europa. Para
describir el modo en que terminará, nada mejor que uno de los aforismos
más famosos de Churchill: «El problema con el suicidio político es que
uno queda vivo para lamentarlo».
En realidad, muchos
votantes pro‑Brexit tal vez no vivan lo suficiente para lamentarlo. Pero
es casi seguro que lo lamentarán los jóvenes británicos que en
abrumadora mayoría votaron por seguir siendo parte de Europa.