Coyuntura
NUSO Nº 202 / Marzo - Abril 2006

¿Qué le espera a Bolivia con Evo Morales?

Luego de su arrollador triunfo en las elecciones de diciembre, Evo Morales ha dado los primeros pasos en el gobierno intentando conciliar las tres grandes tendencias que cruzan su partido: la fuerte reivindicación indigenista, el antiimperialismo de izquierda y la valorización de la democracia, cuyo principal defensor parece ser el mismo presidente. Sobre la base de entrevistas inéditas a los principales líderes del MAS, se traza aquí un mapa de los retos y desafíos que enfrenta Morales, quien deberá hacer concesiones, buscar equilibrios y articular creativamente las diferentes corrientes, si quiere transformar a la sociedad boliviana y consolidar la democracia.

¿Qué le espera a Bolivia con Evo Morales?

Inédito y prometedor

La llegada a la jefatura del Estado boliviano de un dirigente sindical de origen indígena y campesino ha sido un gran atractivo para los reflectores internacionales. Desde enero de 2006, una multitud de periodistas provenientes de lugares tan lejanos como Qatar o Cataluña comenzó a arribar a La Paz. Todos querían instalar su cámara y comentar.La expectativa tenía asidero. Con un triunfo por más de 50% de los votos, Evo Morales Aima había logrado algo que muy pocos políticos bolivianos pudieron conseguir. La cúspide electoral tiene como antecedentes las cuatro primeras elecciones tras la conquista del voto universal (en 1956, 1960, 1964 y 1966). En otras palabras, el último triunfo aplastante en las urnas comparable al del 18 de diciembre de 2005 ocurrió cuatro décadas atrás, en 1966. Evo es, por lo tanto, el cuarto líder más votado en toda la historia electoral del país.

Otro dato llamativo es que las otras cuatro victorias similares a las de Morales tuvieron como marco histórico la revolución de abril de 1952. Para entonces, las armas estaban en manos de las milicias populares, la tierra era repartida sin grandes reservas entre los agricultores y las minas pasaban a ser propiedad del Estado. En otras palabras, en Bolivia, los ciudadanos votaron masivamente a favor de los autores de la revolución, aquella que, a su vez, les abrió la senda del sufragio.

Ahora, Evo llega al poder con un respaldo popular muy parecido al que acompañó las acciones revolucionarias presenciadas por sus padres, pero sin que su gobierno haya puesto aún en práctica ninguna transformación fundamental. En ese sentido, lidera una revolución electoral que aspira, al menos así se ha dicho, a convertirse en sustantiva, a volverse palpable en los hechos y no solo en las promesas.

Hasta aquí, hemos señalado dos datos centrales de la coyuntura: el carácter inédito de la acumulación política alrededor del nuevo presidente y su sed de cambios radicales. En una frase: Evo es un revolucionario, robustecido por un enorme respaldo electoral, que intentará usar ese capital político para desencadenar transformaciones sociales de gran calado. Lo que gira alrededor de Morales es más una posibilidad potente que una realidad consolidada. Por eso, antes de cualquier análisis, conviene preguntarse: ¿quién es y cómo gobernará Evo Morales? Vamos sin dilación rumbo a la respuesta o, al menos, a un ensayo de ésta.

La historia de un triunfo

El Movimiento al Socialismo (MAS), partido capitaneado desde hace diez años por Morales, es una flexible pero impetuosa confederación de entidades sindicales. Surgió en 1995, luego de una resolución congresal asumida por organismos campesinos decididos a proveerse de un brazo electoral. Su motor fue la Ley de Participación Popular de abril de 1994, que estableció el presupuesto propio para llevar a cabo obras públicas en más de tres centenares de municipios. Gracias a ello, los sindicatos agrarios, de fuerte implantación en varias regiones, resultaron atraídos por la gestión. Era el momento de gobernar (así fuera a escala reducida), de «invadir» el Estado desde sus patios más marginales.

No es casual que las primeras elecciones en que participó el nuevo movimiento hayan sido municipales. Allí capturaron sus primeros gobiernos, todos en la zona cocalera del Chapare, el mismo lugar donde, dos años más tarde, durante los comicios de 1997, Evo sorprendió al convertirse en el diputado más votado del país. Pese a esos antecedentes, Morales fue expulsado del Congreso en enero de 2002, pocos meses antes de la renovación del mandato presidencial y parlamentario. La mayoría legislativa de entonces lo acusaba de incitar a cometer delitos en el marco de los enfrentamientos entre campesinos y fuerzas uniformadas. Asimilado el golpe, Morales prometió regresar al Congreso con una bancada más importante. Y así ocurrió. Pocos meses más tarde, el movimiento sindical surgido entre los productores de hoja de coca se transformó en la segunda fuerza política nacional, con más de 20% de los sufragios. Pasó de cuatro a 32 parlamentarios.

La ola de conflictos sociales se hizo más violenta. El MAS era el gran partido de la oposición, y cada turbulencia tendía a beneficiarlo. La agitación social, que hasta octubre de 2003 batió marcas históricas, acumuló también casi un centenar de muertos en combates con el Ejército y la policía. En todos los casos, Morales fortaleció su rol de líder político enfrentado al poder establecido y, aunque por momentos aceptó las movilizaciones solo a regañadientes, se le atribuyó buena parte de la responsabilidad por el desbocado poderío de las acciones sociales.

De ese modo, tras la caída de dos jefes de Estado entre 2002 y 2004, Bolivia se encaminó hacia elecciones nacionales anticipadas. Para entonces, ya solo quedaba en pie un rival de la talla de Evo, el hasta entonces ausente ex-presidente Jorge Quiroga. Los otros cuatro líderes nacionales que habían sostenido el esquema tradicional durante dos décadas yacían derribados por el descontento social. Las elecciones de diciembre de 2005, polarizadas entre Morales y Quiroga, convirtieron a un país multipartidista en uno dividido en dos siglas dominantes, que concentraron más de 80% de los votos. El MAS prácticamente duplicó a su adversario, alcanzando casi 54% de los votos: el resultado fue un panorama bipartidista, pero con un partido predominante.

¿Cuáles fueron los efectos concretos de estos resultados? El primero, un gobierno que se basta a sí mismo en la Cámara de Diputados, que requiere solo dos votos para obtener mayoría en el Senado y que, si el Congreso en pleno se reúne, concentra 82 de las 157 bancas. En segundo lugar, el MAS cuenta con opciones reales para mantener bajo su control a los principales sindicatos, foco frecuente de inestabilidad. En ese sentido, Morales y su partido tienen en sus manos condiciones inmejorables para volcar sus ideas a la práctica y transformar profundamente el Estado boliviano. Del otro lado, se ubica una oposición lastimada por la derrota, connotados poderes regionales como los de Santa Cruz o Tarija, segmentos empresariales que no se resignan al viraje y poderes internacionales conservadores que podrían activarse a la menor oportunidad.

Lo señalado constituye un elemento adicional clave para entender qué puede suceder en Bolivia: el MAS es obra de la acumulación democrática con una década de maduración. Es decir, ya ha gobernado con éxito en seis alcaldías, donde ha ratificado el respaldo de sus electores, y es hoy el partido con mayor fuerza y capacidad de convocatoria del país. En perspectiva, esto puede significar un holgado triunfo el 2 de julio próximo, cuando se espera elegir a los miembros de la Asamblea Constituyente. En síntesis, Bolivia podría seguir el esquema de expansión de poder ensayado por Hugo Chávez en Venezuela, lo que derivaría en una hegemonía duradera del MAS en los principales escenarios para la toma de decisiones públicas.

Panorama incierto

Ahora que ya se sabe a grandes trazos quién es y qué representa Evo Morales, corresponde seguir las pistas a su flamante gobierno. Para ello incluimos aquí declaraciones obtenidas en entrevistas inéditas, efectuadas pocos meses antes de las elecciones, en las que se refleja la manera de pensar de las cabezas más importantes del MAS. En ellas detectamos lo que podría calificarse como una «politización de las identidades étnicas», una de las más potentes turbinas ideológicas del partido.

En opinión de Hugo Salvatierra, ex-candidato a la prefectura cruceña y hoy ministro de Agricultura, el MAS es el brazo político de un conglomerado de sindicatos. En ese sentido, sus actores centrales no serían tanto individuos como grupos, organizados por el tipo de actividad que realizan y el territorio que controlan. Se trata de un instrumento político derivado de redes sociales mucho más amplias y determinantes. Salvatierra define el MAS como una herramienta encaminada a plasmar la «autodeterminación» de las 31 naciones indígenas del país. Para lograrlo, el MAS ha ido desarrollando la idea de un socialismo «a la boliviana», un modelo que no parte de las teorías sociales o políticas, sino de la experiencia concreta. Habla, por ejemplo, de un sistema de propiedad colectiva, que no es obra de los intelectuales tradicionales sino de la vida misma de los pueblos.

Para Salvatierra, la principal contradicción no es la que enfrenta a indígenas y no indígenas, sino la que contrapone a Bolivia y el imperialismo. Entonces, ¿qué rol juega la identidad étnica? «Los indígenas son los comandantes, el factor unificador», responde Salvatierra. En otros términos, se trata de una organización clásica de izquierda latinoamericana, con la diferencia obvia de que, dado su gran peso demográfico, el liderazgo recae naturalmente en la población indígena.

Ahora bien, ¿qué dice el propio Evo Morales al respecto? El presidente coincide con lo señalado. Para él, dado que la democracia es el gobierno de la mayoría, es lógico que en Bolivia la conducción del Estado quede en manos indígenas. Sin embargo, Evo es muy claro al subrayar que el peso demográfico de los aymaras o los quechuas no es suficiente –aunque sí indispensable– para tomar el poder. «No estamos en condiciones de excluir a nadie. Si excluimos a la gente blanca, de ojos verdes, estaríamos actuando igual que nuestros opresores», advierte.

Una opinión diferente es la de Román Loayza, dirigente nacional del campesinado, ex-parlamentario y fundador del MAS, quien pone el énfasis en las distinciones étnicas. «Nosotros hemos aprendido muchas cosas, y una de ellas es que no tenemos que usar el término ‘compañero’ para referirnos al otro; aquí hemos adoptado la palabra ‘hermano’ o ‘hermana’, porque nosotros somos hermanos de sangre, de huesos y de piel», sostiene Loayza, quien reflexiona en términos casi de familia, de linaje. Casiano Muñoz coincide. Afirma que «mientras los q’aras [blancos] comen torta y beben leche, nuestros hermanos se están muriendo de hambre». Muñoz no centra sus críticas en el imperialismo estadounidense, como Salvatierra, sino en «los ‘croatas’ de Santa Cruz, que son grandes empresarios». Como ejemplo de esta postura, Muñoz criticó duramente a su propio partido cuando postuló como candidato a alcalde de su ciudad a un abogado mestizo no indígena. Lino Vilca, senador del MAS por el departamento de La Paz, opina que los blancos son en realidad inquilinos en Bolivia. «¿Cómo podemos liberarnos a nosotros mismos?», se pregunta. «Reconstruyendo el Tahantinsuyu», responde. Como parte de este mismo planteo, Silverio Chura denuncia que en el MAS no ha sido desterrada todavía la ideología colonial. Según cuenta, en el partido se piensa erróneamente que alguien blanco y rubio está automáticamente capacitado para dirigir, y propone «nacionalizar» el Parlamento eligiendo solo representantes indígenas. Finalmente, el ex- minero Johnny Bautista pide expulsar a «los esclavistas, llegados de otros países, ya que es el momento de gobernarnos a nosotros mismos».

De todos los entrevistados del MAS, solo Asterio Romero, dirigente de Cochabamba, parece pensar como Salvatierra o Morales. Dice con claridad que Bolivia es «la patria de todos» y que por ello es importante olvidar las diferencias de raza. «Nuestros enemigos son los racistas, no nosotros», sentencia. En el mismo sentido, y para desarrollar mejor su argumento, Evo Morales suele contar una anécdota. Un periodista español, interesado en conocer las zonas rurales de Bolivia, le contó que, después de varias visitas a la zona del lago Titicaca, quedó comprometido a volver al país, pues había sido nombrado padrino de varios niños campesinos. Con ello, Morales puso en evidencia que las actitudes racistas son más típicas de los dirigentes sociales que de la gente común, que recibe con agrado a los extranjeros de origen europeo.

Otras posiciones: el orgullo de El Alto y los campesinos de La Paz

En la ciudad de El Alto, cuna de las principales turbulencias sociales de los últimos cinco años, la politización de la etnicidad parece tener otros registros. Edgar Patana, dirigente de la Central Obrera Regional (COR), piensa que su ciudad es la fuerza rebelde de la nación boliviana. «Los alteños somos valientes y consecuentes, por eso somos los primeros en salir a luchar por los intereses comunes», señala.

El ejemplo más claro sería la demanda por la nacionalización de los hidrocarburos. Patana cree que, sin el empuje de los ciudadanos de El Alto, esta consigna nunca se hubiera llegado a convertir en una bandera común. Para el dirigente, uno de los principales problemas de la ciudad movilizada es la permanente división entre vecinos, a la que se suma la variedad de fuerzas interesadas en impulsar diversas demandas. Quizás una de las razones por las cuales el discurso estrictamente étnico no es tan dominante en El Alto es justamente esta sed de unidad. «Si queremos nacionalizar los hidrocarburos, todos los departamentos debemos unirnos, ya que solo vamos a alcanzar esta meta si todos nos ponemos de acuerdo», reflexiona.

Patana cree que el discurso anticapitalista no es tan unificador como aquel que tiene que ver con las necesidades concretas de la gente. La falta de servicios y la brecha entre quienes se encuentran insertos en la modernidad y aquellos que están todavía al margen es uno de los imanes más fuertes para canalizar la acción colectiva. En ese sentido, la denuncia de la pobreza en general es mucho más decisiva políticamente que la invocación a lo étnico. Justamente por eso, en El Alto pesan más las cuestiones vecinales que lo aymara o quechua.

Otro punto de vista es el de los campesinos de La Paz. Gualberto Choque, sociólogo de la Universidad de La Paz, domina por igual el aymara y el español. Uno de sus comentarios más dolidos es que muchos periodistas piensan que no es campesino dado que se expresa perfectamente en ambas lenguas. Hasta hace poco tiempo principal líder de los campesinos aymaras, Choque sostiene: «Durante muchos años, hemos sido llamados incorrectamente ‘indios’, considerados sucios, hediondos, hemos sufrido hambre, miseria, castigo, discriminación, injusticia y desolación. Pero ahora ya no somos piojosos como en el pasado, hemos aprendido a gobernarnos a nosotros mismos».

Choque cuenta que, cuando negociaba con el gobierno mejoras para su sector, las autoridades le advirtieron que no podían lograr nada porque el Estado no tenía recursos suficientes. Dada la miseria de las arcas públicas, varios dirigentes sugirieron que la lucha se orientara a dotar al Estado de la capacidad material suficiente para atender a la población, lo que llevó al reclamo por la nacionalización de los hidrocarburos. Fue en ese momento, dice Choque, cuando los campesinos del departamento de La Paz comprendieron que un desafío tan complicado solo podía lograrse firmando «pactos de sangre» con otros sectores sociales interesados. «Por eso nos dirigimos a las ciudades, para convencer a la gente de la necesidad de salir a pelear», agrega. Esta campaña para despertar la conciencia de la ciudadanía pasaba en ese entonces por abrir el discurso a sectores no indígenas. Choque es muy claro al respecto: «Nosotros deberíamos prohibir expresiones como ‘éste es blanco’, porque lo único que consiguen es dividirnos». En ese sentido, la lucha principal tendría que estar orientada a defender los recursos naturales y no a restablecer una supremacía cultural.

Las tres tendencias del MAS

Este abanico de entrevistas permite al observador recorrer las diferentes retóricas predominantes en los círculos afines al nuevo gobierno. De algún modo, todas ellas ponen de relieve las tres tendencias que debe atender o encarar la administración del MAS en un futuro casi inmediato.

Por un lado, la poderosa corriente indigenista, expresada en las voces de Loayza, Muñoz, Vilca, Chura y Bautista. Para ellos, Evo Morales encarna el resurgimiento de una nación aymara y quechua, que siempre vivió bajo un Estado ajeno, al servicio de grupos culturales o étnicos minoritarios. En ellos se hace discurso y praxis un etnonacionalismo cuya meta principal parece ser la expulsión de todos los resabios de la colonización europea de las estructuras estatales. La palabra clave es pachakuti, que expresa el retorno al orden trastocado en 1532, y la reinstalación de los buenos y viejos valores del mundo andino, avasallados durante la Colonia y la República por poderes foráneos.

En segundo término, el gobierno deberá responder a las expectativas de una izquierda que se define como antiimperialista, de la que Salvatierra es el principal exponente. Para este grupo, tan importante es la restauración del orden anhelado por las naciones indígenas como la reconstrucción de un Estado fuerte, capaz de imponerles reglas a las empresas transnacionales que controlan la industria petrolera y gasífera. En ese sentido, el MAS se nutre tanto de dirigentes indios como de pensadores marxistas, seguidores de las ideas orientadas a reafirmar la soberanía nacional. En concreto, el MAS intenta articular la imagen del Che Guevara con la de Tupaj Katari, el líder anticolonial aymara que se alzó en armas en 1780.

Hay, finalmente, un tercer discurso dentro del MAS. Nos animamos a decir que anida en las palabras del propio Evo Morales, quien parece ser el único que valora la democracia en sí misma, como medio y fin para avanzar en los cambios prometidos. No en vano, al haber sido parlamentario durante ocho años, Morales siente que la identidad indígena, aun cuando es mayoritaria en Bolivia, no alcanza para concretar las transformaciones perseguidas. Su punto de partida es, justamente, la capacidad de los indígenas para convencer a los que no lo son de la justicia de sus posiciones. En alguna medida, en las palabras sencillas de Morales se advierten las huellas de su práctica electoral, la necesidad de ir ganando adhesiones, descartando en el proceso las imposiciones y el desprecio por los otros.

En él se percibe esa admirable tensión entre un movimiento que intenta transformar pacíficamente el Estado, pero que también es transformado por éste durante el proceso de ocupación gradual de sus puestos de conducción. Cuando uno escucha su retórica, se pregunta cuán profunda es la mutación del mundo indígena cuando se dispone a controlar instituciones que hasta entonces lo habían negado. ¿Qué quedará de este forcejeo? ¿Un MAS adaptado hasta la náusea a un sistema absorbente y lleno de astucias? ¿Un Estado teñido de prácticas nuevas y dislocadoras de su coherencia interna? ¿Una nueva configuración pública que recoja las virtudes de ambas fuerzas en tensión? Es difícil atinar con certeza en este devaneo de interrogantes, pero lo cierto es que la amalgama está en curso y que el gabinete de Morales se compone precisamente de variados adalides de las tendencias reseñadas hasta aquí.

Como se observa, el MAS tiene en su seno tres maneras de mirar el mundo, en cuya conciliación creativa podría estar la clave para un buen gobierno. En estos cinco años, fuertemente marcados por la convocatoria a una Asamblea Constituyente, Morales tiene que demostrar que se puede ser anticolonial, antiimperialista y demócrata al mismo tiempo, sin perder por ello el liderazgo del proceso. Para mezclar los ingredientes de manera promisoria, necesita equilibrios y balances, concesiones simultáneas y salidas compartidas. No es fácil, pero tiene lo necesario para conseguirlo. En Bolivia se juega esto, y mucho más: entre otras cosas, la posibilidad de que un revolucionario transforme su sociedad con ayuda de la democracia y con respeto reverencial por ella.

Las probables salidas

Como se sabe, toda identidad, también la étnica, es obra de una selección de habilidades y de su combinación innovadora. La politización de la etnicidad es un derivado de lo mismo. Cada politizador de lo étnico escoge lo que le favorece y lo mezcla para convocar a sus pares. En tal sentido, cada cual traza un mapa de adhesiones y repulsiones, cada uno tiene a quiénes proteger y agrupar y a quiénes confrontar y cercar. La lógica política siempre es antagónica, persigue las rupturas y las distinciones; rechaza la unanimidad, optando, sin embargo, por la construcción de mayorías efectivas.

Sin embargo, como el fin último de la política es la conquista y la conservación del poder, en algún momento del crecimiento y la caza de conciencias, la identidad étnica no solo ha terminado siendo insuficiente, sino que hasta se convierte en un freno para la ampliación hacia nuevos grupos adherentes. En ese momento, la etnicidad politizada se flexibiliza y adquiere nuevos sentidos, como en El Alto o en las zonas rurales de La Paz, donde la sed hegemónica de los dirigentes obliga a buscar banderas más abarcadoras, como la nacionalización de los recursos naturales. En ese sentido, politizar la etnicidad parece ser más un experimento de despegue que de aterrizaje. Se inicia el trayecto desde allí, porque los rendimientos son altos, pero cuando se perciben los límites, lo étnico se limita a afirmación voluntaria, fuerza compartida y requisito laxo.

Quizás podamos estar tranquilos. Bolivia es muy estrecha para una confrontación étnica devastadora. El primer presidente indígena de la historia nacional podría, quizás, terminar de unir a la sociedad a medida que se vaya haciendo representativo de todos los temperamentos mediante la acción política, antes que a partir de la limitada y limitante afirmación etnonacionalista. Sin embargo, hay espacio también para lo contrario, para la confirmación estatal de que solo lo indígena tiene validez en un país al que se empuja deliberadamente a la guerra total entre identidades. Más que nunca antes, los gobernantes indígenas de Bolivia necesitan corazón caliente, pero cabeza fría, en el momento de encarar las transformaciones que la mayoría electoral exige. «Ahora es cuando» fue la consigna del MAS en diciembre, y los hechos parecen verificar la predicción.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 202, Marzo - Abril 2006, ISSN: 0251-3552


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