Opinión
junio 2016

Gobiernos, progresismos y organizaciones populares

Las izquierdas hicieron mucho menos que sus predecesores de los años dorados del nacionalismo popular para promover la organización social, pero hicieron tanto como ellos para controlarla y subordinarla.

Gobiernos, progresismos y organizaciones populares

Los progresismos latinoamericanos conquistaron sus respectivos gobiernos cuando las principales organizaciones sindicales, campesinas e indígenas llevaban protagonizando cerca de dos décadas de resistencia al neoliberalismo. ¿Era inevitable que su empuje militante y su iniciativa se debilitaran durante el ciclo progresista? Los patrones de relación entre esas organizaciones sociales y los movimientos políticos que llegaron al gobierno siguieron vías paralelas. Por un lado, países en los que la intersección entre gremios y partidos políticos siguió una pauta clásica: el partido tenía sus miembros, estructuras, organismos, congresos y directivas que no se confundían con las organizaciones sociales, formalmente autónomas. Había militantes de distintos movimientos políticos compitiendo por la dirección gremial. En Brasil, como en Argentina y Uruguay, sin embargo, el PT, el peronismo y el Frente Amplio hegemonizaban claramente la dirección de los gremios más importantes. Los partidos de izquierdas estaban integrados a los sistemas políticos vigentes mientras los partidos tradicionales preservaron parte de su influencia electoral.

El contraste con Bolivia y Ecuador es virtualmente completo. La organización de los partidos era más débil mientras los gremios y movimientos sociales parecían comparativamente más fuertes y estructurados. En medio de la ola de resistencia al neoliberalismo emergieron partidos políticos que, a la inversa de la relación clásica, se concebían como brazos políticos de las organizaciones gremiales y comunitarias. Un verdadero «pachakutik» (un mundo al revés) del corporativismo clásico. El contexto de acción de estos partidos emergentes era el de unos sistemas políticos en descomposición. Mientras el MAS consiguió la victoria electoral, en Ecuador y Venezuela, los partidos que consiguieron el éxito, Alianza País y el Movimiento V República, nacieron como aparatos electorales alrededor de una figura carismática sin relación orgánica alguna con quienes habían liderado la resistencia al neoliberalismo. En tales condiciones, los movimientos electorales victoriosos caminaron sobre los escombros de los partidos tradicionales pero reprodujeron la tradicional debilidad partidaria y la subordinación caudillista.

En todas sus variantes, la izquierda ensayó la cooptación, instrumentalización o apaciguamiento de organizaciones populares díscolas y exigentes. En tal esfuerzo, los gobiernos casi siempre juegan con ventaja: disponen de recursos, de funcionarios especializados y permanentes, pueden repartir prebendas y comprar lealtades. Pero no hay fatalidad alguna en el resultado. En Bolivia predominó el viejo juego del «cuoteo»: se reeditaron negociaciones corporativas, se asignaron puestos y se transaron políticas sectoriales o proyectos parciales para asegurar el apoyo requerido. En Ecuador, mucho más reacio a negociar los programas gubernamentales o la dirección de las instituciones, predominó el amedrentamiento y la política de división; ante la negativa de las grandes organizaciones sociales, el gobierno insiste en crear (sin éxito) gremios de su propiedad. No es raro. Mientras el MAS nació acunado en las estructuras sindicales, Alianza País actuó siempre en el desierto de las tecnocracias.

Venezuela fue, quizás, el progresismo que combinó más llamativamente el decidido esfuerzo de subordinación con el desborde del entusiasmo militante en la base, al menos hasta poco antes de la descomposición económica. Allí donde las estructuras sindicales mantuvieron su autonomía formal, como en Uruguay y Brasil, los sindicatos emprendieron el camino hacia posiciones moderadas igual que los partidos, pero en su interior conviven con tendencias radicales.

Así, la variedad de situaciones y las diferencias en las dosis de represión y cooptación, de negociación y corrupción, sugieren que ningún resultado era inevitable. De hecho, factores adicionales influyeron en los resultados reales. La bonanza económica y la reducción en el ritmo de las privatizaciones y en el alza de los costos en los servicios públicos, contribuyeron también a reducir las movilizaciones. No debe extrañar que fuera precisamente en la extracción de minerales, donde las tensiones nacían contradictoriamente de la bonanza, en donde residieran los principales focos de agitación y militancia.

Los antecedentes históricos indican, sin embargo, que cuando las políticas estatales promueven activamente la organización social, por lo general intentan subordinarla a la iniciativa desde arriba. Pero también indican que no siempre lo logran y que incluso cuando lo logran, ese control es inestable y reversible. El nuevo sindicalismo brasileño nació del seno de los sindicatos controlados. Las organizaciones de piqueteros argentinos surgieron de la tradición sindical del peronismo desencantado con el menemismo. Los sindicatos cocaleros surgieron de las cenizas del pacto militar – campesino, incendiado por la política de erradicación de los cultivos de coca. Los cabildos indígenas que están en la base de la pirámide organizacional de la Confederación de Nacionalidades Indigenas del Ecuador (CONAIE) ecuatoriana emergieron de las estructuras organizativas promovidas por el Estado para civilizarlos y disciplinarlos.

Los progresismos hicieron mucho menos que sus predecesores de los años dorados del nacionalismo popular para promover la organización social, pero hicieron tanto como ellos para controlarla y subordinarla. Paradójicamente quienes respetaron más la autonomía organizativa de sindicatos y movimientos sociales fueron quienes se inflamaron menos de retórica revolucionaria y palabras grandilocuentes. El origen de la divergencia era menos la naturaleza incendiaria del discurso que la fortaleza relativa de las estructuras partidarias que dirigían el gobierno. Organizaciones autónomas podían convertirse en rivales peligrosos de partidos débiles en sistemas políticos desacreditados. La obsesión por el control siguió la lógica implacable del poder.


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