Coyuntura
NUSO Nº 206 / Noviembre - Diciembre 2006

Poder presidencial y liderazgo político bajo la presión de la movilización de la opinión pública y la ciudadanía

La seguidilla de elecciones realizadas en América Latina dejó como saldo positivo la consolidación del voto popular como el dispositivo básico para dotar de legitimidad a los gobernantes. Sin embargo, es posible observar también profundos cambios en las formas de representación: los nuevos liderazgos de popularidad, sustentados en una relación directa pero virtual con la opinión pública, protagonizaron los procesos electorales y lograron subordinar a los partidos políticos. Una vez en el gobierno, estos liderazgos suelen concentrar el poder en sus manos y prescindir de la deliberación y el debate en el espacio público. Pero su fortaleza es también su debilidad, ya que su legitimidad depende de una ciudadanía cada vez más autónoma y cambiante.

Poder presidencial y liderazgo político bajo la presión de la movilización de la opinión pública y la ciudadanía

La evolución de las democracias latinoamericanas plantea desafíos para la interpretación política. Las elecciones realizadas durante los dos últimos años, y las que todavía están pendientes hasta fin de 2006, en la mayoría de los casos de renovación presidencial, ilustran la consolidación de los recursos democráticos básicos y de la legitimidad. Los comicios presidenciales, con su componente de dramatización de la competencia, han reavivado la politización y, en consecuencia, canalizado la conflictividad, que en varios países había tenido efectos desestabilizantes. Los resabios del autoritarismo militar y del hegemonismo político, así como el explosivo descontento social derivado de las políticas neoliberales, se han procesado preservando la democracia en su dispositivo básico: la decisión por el voto popular. Respetando la expresión ciudadana, también se ha registrado un giro político significativo, en algunos casos hacia la izquierda reformista y en otros hacia posiciones más radicalizadas o de pretensión refundacional, como en Venezuela y Bolivia. La vocación democrática está, entonces, afincada en el hecho de que ni corporaciones poderosas, ni vanguardias políticas, ni líderes emergentes pueden sustraerse al ritual democrático elemental. Al mismo tiempo, el tipo de régimen político democrático que se esboza tiene ciertas características distintivas y plantea dilemas muy diferentes de los que se presumían en los tiempos de la primavera democrática de los años 80.

Este artículo analiza los cambios en la dinámica política que han sucedido, y en parte son una respuesta, a una extendida crisis de representación. En muchos casos, los partidos políticos se han desagregado y, en otros, su rol tradicional se ha debilitado. Los líderes de popularidad, sustentados en una relación directa, pero con frecuencia virtual con la ciudadanía, aparecen cada vez más como organizadores de la competencia política y ponen a los aparatos partidarios a su servicio. A la vez, la representación legal e institucional –los parlamentos, los gobernantes, los propios partidos y hasta la justicia– funciona en un contexto de ampliación del espacio público. Esto hace que la reproducción y el cuestionamiento de la legitimidad sean continuos. Ante ese panorama, la consagración electoral puede tornarse, en algunos casos, insuficiente para ejercer el poder. En efecto, las encuestas que configuran la opinión pública, así como los estallidos populares y ciudadanos que se valen de la acción y la presión directa sobre las autoridades y los representantes, forman parte del escenario político latinoamericano de nuestros días. La arena pública en la que se desenvuelven las sociedades de siglo XX, particularmente en América Latina, comprende también nuevas formas de agrupamiento y organización popular y ciudadana que, en lugar de «encuadrar» a las masas, articulan la presencia de un número de líderes con la representación –virtual– de la audiencia y de la opinión.

Las elecciones presidenciales

Las elecciones realizadas y las que vendrán son reveladoras de los cambios acaecidos en la vida política institucional e indican, también, una transformación del clima político. Estos procesos electorales, que en su mayoría comenzaron en los 80, confirman la mayor implantación del principio democrático, al menos en su expresión primera y elemental, que es el voto como sustento del poder legítimo. La fuerza del voto puede ser considerada como la afirmación del principio de la voluntad ciudadana en detrimento de los poderes corporativos, tanto sindical como militar o de negocios. Esa ola se ha visto favorecida por el debilitamiento de los canales tradicionales –incluidos los partidos políticos– y ha traído grandes novedades: en Uruguay, por primera vez en un siglo y medio, accedió al poder un líder que no proviene de los partidos tradicionales; en Chile, también por primera vez, una mujer llegó por voto directo a la Presidencia; en Bolivia triunfó Evo Morales, un candidato de vocación revolucionaria, de tradición indígena, que consiguió un apoyo mayoritario y distribuido nacionalmente que atempera, en lo inmediato, los conflictos regionales que amenazaban la unidad nacional. En Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva obtuvo la reelección, y en Venezuela se aproxima una contienda muy significativa, con buenas posibilidades para el presidente Hugo Chávez.

Las elecciones presidenciales ilustran, y a la vez absorben parcialmente, la crisis de representación política que se ha extendido en las sociedades latinoamericanas. Constituyen escenas políticas en las que la lucha por la diferenciación obliga a la renovación de las identidades y, con frecuencia, da lugar a la emergencia de nuevas candidaturas y agrupamientos políticos, que profundizan el debilitamiento de los partidos políticos tradicionales.

Debe notarse que el perfeccionamiento del presidencialismo a través de la supresión de los colegios electorales ha permitido reforzar la autoridad política presidencial y hacer de las elecciones pugnas atractivas, que reconfortan la autoridad de los ganadores. Fue lo que sucedió en Argentina con la reforma constitucional de 1994, recientemente en Bolivia y hace años en Brasil, donde el reclamo de «Direitas ja» acompañó la transición política de los 80.

Las elecciones presidenciales, donde se pone en juego el poder, han reavivado la politización en sociedades en las que cundían el escepticismo y la desesperanza, provocados, en algunos casos, por el estancamiento económico y el incremento de la pobreza, la exclusión y las desigualdades. Claro que, al mismo tiempo, la dramatización de las elecciones en condiciones de libertad política ha incrementado la incertidumbre, sobre lo cual hay un debate latente, y en parte pendiente, entre los analistas políticos.Las elecciones han sido un recurso pacificador frente a las crisis políticas y han permitido superar, al menos transitoriamente, fracturas que la autoridad política y el orden público no lograban resolver. El referéndum revocatorio realizado en Venezuela el 15 de agosto de 2004 permitió recomponer la autoridad de Hugo Chávez. En el mismo sentido, las elecciones presidenciales de diciembre de 2005 en Bolivia alejaron al país de los enfrentamientos entre grupos sociales y regionales. En Argentina, el gobierno transitorio que asumió luego de la crisis de fines de 2001 pudo consolidarse cuando, ante la protesta social, adelantó la fecha de los comicios presidenciales y la entrega del mando a un sucesor con mayor legitimidad popular.

En general, estos procesos electorales revelan una evolución de las democracias latinoamericanas muy diferente de la institucionalidad que se presumía y se proponía en los años 80, cuando la mayoría de los países emergían de dictaduras militares prolongadas y destructivas.

Los antecedentes

El renacimiento democrático en América Latina es de reciente data. En la mayoría de los casos, hace poco más de veinte años que la corporación militar comenzó a ser desalojada del poder, y hay países –como Chile y México– en los que todavía ciertos requisitos institucionales para la plena democracia están en proceso de adquisición.

La transición se emprendió con el horizonte del modelo clásico de las democracias maduras. En algunos países de la región –en particular, Argentina y Brasil–, la herencia populista y la debilidad institucional ponían de relieve que la consolidación democrática requería de instituciones republicanas sólidas. Pero el ingreso pleno en la institucionalidad democrática se producía justamente en un momento en que el modelo de gobierno representativo, que había caracterizado a la democracia en el siglo XX, comenzaba a mutar.

Durante un tiempo, sin embargo, se produjeron progresos significativos dentro del camino más clásico. En todos los países, incluidos aquellos en los que antes de los golpes de Estado no existía un sistema de partidos estable, la expectativa fue la constitución –o reconstitución– de un sistema político con los recursos usuales de la actividad política. En Argentina, los años posteriores a la dictadura estuvieron signados por la reactivación de los partidos políticos tradicionales, e incluso por una cierta renovación de sus liderazgos, que se hicieron más afines a la convivencia entre rivales políticos. En Brasil, el dispositivo bipartidista heredado de la dictadura fue, poco a poco, desbaratado. Esto fue consecuencia en buena medida de la emergencia de un partido –el Partido de los Trabajadores (PT)– conformado en un principio según el modelo clásico, y también fue resultado de la desagregación de las estructuras políticas heredadas de la etapa militar. En Uruguay, el sistema político se amplió al formarse una nueva coalición de centroizquierda. En varios países latinoamericanos, el estado de derecho y la institucionalidad política fueron parte de un proceso de aprendizaje que durante muchos años dominó la escena pública.

En ese contexto, fuerzas que en el pasado habían sido extrainstitucionales o movimientistas se organizaron políticamente y aceptaron las nuevas reglas de juego. Lo esencial de la vida política comenzó a transcurrir por los canales de la decisión popular, a través del voto. A diferencia de lo que sucedía con frecuencia en el pasado, la participación era cada vez más libre y los competidores se disponían a reconocer los resultados de las elecciones. Un proceso que, por supuesto, se llevó a cabo con ciertas dificultades: la corporación militar, los grupos económicos de trato preferencial con el Estado e incluso el sindicalismo procuraron condicionar, y en algunos casos desestabilizar, a los poderes democráticamente instituidos.

Pronto, sin embargo, la institucionalidad democrática tradicional pareció poco apta para contener la competencia política. Los lazos de liderazgo personalista pusieron en cuestión la dinámica inicial. A inicios de los 90, Guillermo O’Donnell aludía a un formato emergente de «democracia delegativa» sobre la base de las experiencias de presidentes personalistas, proclives a decidir sin consultar a los parlamentos y sin una sólida estructura partidaria de referencia que acotara sus acciones. El énfasis del concepto estaba puesto en la «delegatividad», en la disposición mayoritaria de los ciudadanos a consentir un ejercicio del poder de esas características.

En los 80, se había perfilado un impulso en los medios académicos, con amplio eco en los ámbitos políticos de algunos países, que procuraba la sustitución del formato de gobierno presidencialista por el parlamentarista. Las críticas apuntaban a los amplios poderes presidenciales y la idea era avanzar en la consolidación de un sistema de partidos capaz de contener la vida política. Las reformas constitucionales emprendidas no lograron el cambio de régimen de gobierno, pero sí introdujeron reformas destinadas a «atenuar el presidencialismo». Sus resultados fueron dudosos.

El ideal que impulsaba estas críticas y reformas era el de la política organizada y previsible. Para ello se recurrió a la introducción de mediaciones que favorecieran la negociación y la regulación, de modo de aventar una presencia popular sospechada de favorecer el caudillismo y el desgobierno. En la preocupación institucionalista de los 80 convergían dos sensibilidades de naturaleza distinta. Por una parte, la conciencia de que en las sociedades latinoamericanas pesaban tradiciones que habían ignorado los derechos y las libertades públicas y que, tras la exaltación de las masas o del pueblo en acto, habían favorecido el caudillismo y otras formas de autoritarismo. Por otra parte, en ese entonces se difundió una doctrina de raíz conservadora que, al reclamar «gobernabilidad», lo que pretendía era evitar la politización de las sociedades, alertando sobre el peligro de que la competencia democrática alentara una espiral de promesas electorales que favoreciera la multiplicación de demandas incumplibles y desestabilizara a los gobiernos legítimos, en el contexto de Estados que tenían amplia participación e injerencia en la vida social y económica. Esta doctrina promovía una ciudadanía de baja intensidad y el desarrollo de las instituciones políticas separadas de la «agitación» popular. En síntesis, esta visión concebía las instituciones como un freno a la voluntad política.

De esa manera, el reclamo institucional se revestía de una dramática ambigüedad. Por un lado, participaba de un diagnóstico referido a los graves problemas heredados –debilidad en las formas e inconsistencia en las costumbres democráticas–, para lo cual se requerían reformas legales y construcción institucional. Pero, por otro lado, solía concebir las instituciones de modo tal que procuraba convertir a las sociedades en verdaderas organizaciones regidas por una lógica instrumental, introduciendo restricciones a la libertad política por vía de la configuración de una ciudadanía de baja intensidad, con poca participación y poca deliberación.

De ese modo, con frecuencia se invocó a las instituciones contra la voluntad política. Ello ocurrió en el contexto de sociedades en las que se agravaban la pobreza y la exclusión y en las que, por lo tanto, se requería un aprendizaje de la institucionalidad que fuera de la mano con los reclamos de justicia social.

Los cambios en el formato democrático en los albores del siglo XXI

Como ya se ha indicado, la evolución de las democracias en la región no ha seguido el paradigma institucionalista de los 80. Pese a ello, el régimen democrático, en lo que hace a sus dispositivos esenciales, no parece estar en peligro en la mayoría de los países. De todos modos, el diagnóstico es incierto puesto que, junto con una mayor información, participación y compromiso ciudadano, persiste –y se renueva– la fragilidad institucional.

La desinstitucionalización del sistema político, aunque varía de acuerdo con cada contexto nacional, parece ser una tendencia general. En particular, los partidos políticos, si subsisten, están cada vez más a la merced de liderazgos personales, y su suerte electoral parece depender más de la popularidad de los candidatos que de la tradicional labor partidaria en el ámbito microsocial. Incluso es frecuente que se constituyan fuerzas políticas ad hoc, que recurren en grados variables a recursos organizacionales preexistentes. La lista es larga: ha sido el caso del propio Chávez y su Polo Patriótico, construido sobre el derrumbe de los partidos tradicionales. Otro ejemplo es el de Alberto Fujimori en Perú, o el de la etiqueta que prestó el nombre para la candidatura de Ollanta Humala. Otro fenómeno que se ha verificado es la estabilización, siguiendo un camino más tradicional, de partidos nuevos a partir de bases sociales. Este es el caso del PT en Brasil, el cual, por otra parte, experimentó una larga evolución, de partido contestatario a partido de gobierno. En Bolivia, el Movimiento al Socialismo (MAS) también se construyó durante diez años como una fuerza de gobierno a partir de la experiencia de gestiones locales.

En cualquier caso, ya sea con el sustento de una tradición u organización social específica o sin ella, lo cierto es que la construcción de las identidades políticas se produce básicamente en el espacio público, y cada vez más como identidad ciudadana. En ese contexto, los partidos de origen popular o clasista, en la medida en que se afirman políticamente y gobiernan, se valen de una identidad de pretensión universalista, que deja en un segundo plano o vela su pasado.

Este registro de constitución pública de identidades se constata aun en aquellos países en los que persiste un sistema de partidos estructurado. En las últimas elecciones presidenciales chilenas, cuando cayó la popularidad del candidato de derecha, Joaquín Lavín, surgió un competidor, Sebastián Piñeira, quien, pese a contar con recursos organizacionales mucho más débiles, rompió la tradicional unidad de la derecha chilena, logró superar a su rival y disputó el ballotage con la candidata oficialista, Michelle Bachelet. La propia Bachelet emergió como una candidata de la ciudadanía: su popularidad le permitió imponerse como precandidata de la izquierda y, después, provocar el retiro de su competidora de la Democracia Cristiana, Soledad Alvear. Por cierto, el alejamiento de los partidos que la sostenían apareció en su momento como una debilidad de Bachelet, quien debió acudir a ellos para asegurarse el voto demócrata cristiano en la segunda vuelta. En el mismo sentido, fue también la popularidad en tanto recurso de estabilización política lo que permitió a Evo Morales obtener un apoyo electoral amplio. Néstor Kirchner, en Argentina, obtuvo una legitimación electoral precaria y un sustento parlamentario e institucional dudoso, que compensó con altos índices de popularidad. Esto dio lugar, al menos durante los primeros años de su mandato, a un formato de «gobierno sustentado en la opinión pública». Además de los casos de Chávez, Fujimori y Humala, cabría agregar el de Lucio Gutiérrez en Ecuador, quien también irrumpió en la escena política por su actuación pública. En todos estos ejemplos, los líderes mencionados obtuvieron un lugar de enunciación a través de los medios de comunicación, logrando así concitar una audiencia. Aunque en algunos casos esta adhesión cristalizó en un soporte más organizado y en otros no, todos ellos pudieron convertir esa audiencia en apoyo electoral.

Liderazgos de popularidad y partidos políticos

Es necesario enfatizar que, teniendo en cuenta la magnitud de la transformación en las relaciones políticas, se podría confirmar ya no el concepto de una crisis de representación circunstancial, sino de una verdadera mutación en la representación.

Como se ha mencionado, la desagregación de los partidos políticos parece alcanzar, en alguna medida, a todos los países de la región. Aunque ello no implica la desaparición de las identidades y los aparatos políticos, éstos ya no tienen la centralidad, la permanencia ni la continuidad del pasado. La capacidad instituyente de los liderazgos sustentados en la imagen pública es una ilustración de ese desplazamiento, ya que implica criterios de selección opuestos a los que regían la vida política en la época en que, para acceder a la función pública, había que «hacer carrera» dentro los partidos. Los líderes de popularidad pueden, en el contacto «directo» con la ciudadanía, constituir un lazo representativo que subordina a la estructura partidaria. La fisonomía de ésta, por otra parte, ha cambiado: hoy está compuesta por técnicos y funcionarios rentados, en detrimento del militante, quien, cada vez más, aparece como una figura del pasado.

Por supuesto, la popularidad necesita de recursos organizacionales mínimos para controlar los procesos electorales. Y, evidentemente, también es necesaria una fuerza política con ciertas lealtades para poder gobernar. Se ha señalado ya que Bachelet debió volverse más «partidaria» para triunfar en la segunda vuelta. En Perú, Alan García ha hecho renacer el APRA antes de su triunfo en los comicios presidenciales. Kirchner, en Argentina, ha creado una sigla propia –Frente para la Victoria– con la que ha emprendido variadas operaciones de recomposición política: selección de candidatos afines en las listas para diputados nacionales, captura de los peronistas que compitieron contra él y hasta coaliciones con otros partidos en algunas provincias (en particular, con el radicalismo). Sin embargo, ha desistido de darle un carácter orgánico a su nueva fuerza política y, sobre todo, se ha negado a reorganizar y presidir el peronismo, que se encuentra en la paradójica situación de ser un partido oficialista acéfalo desde hace años.

Lo que posibilita, aunque también limita, la acción de los nuevos líderes políticos es la expansión de un espacio público en el que se hace sentir una ciudadanía crecientemente autónoma. Es decir, carente de identificaciones partidarias permanentes, e incluso de pertenencias sociales tan constantes como en el pasado. El comportamiento electoral es un buen ejemplo de esta ciudadanía, que no tiene definido su voto sino que lo decide durante las campañas electorales. Esto se manifiesta en la fluctuación y la volatilidad del voto, fenómeno que ha quedado demostrado, en alguna medida, en las elecciones recientes. La popularidad de Evo Morales, por ejemplo, no se trasladó a sus candidatos a prefectos, puesto que su partido solo ganó en dos departamentos, mientras que los otros siete quedaron en manos de la oposición. Las elecciones chilenas confirman esta tendencia, pero en sentido contrario: la Concertación ganó las elecciones de diputados con 51,7%, en tanto que la candidata presidencial obtuvo solo 45,95% y debió disputar el ballotage. En esas condiciones, la incertidumbre domina las veladas electorales, los electorados cautivos disminuyen y la libertad política se acrecienta. El caso de México, con las elecciones más competitivas de su historia, es otro buen ejemplo.

La legitimidad de las democracias latinoamericanas se sustenta en los procesos electorales. A diferencia del pasado, esta legitimidad está permanentemente en juego, y los representantes se hallan sometidos al escrutinio público y, eventualmente, a la desautorización. Los estallidos que llevaron al desplazamiento de Fujimori, Fernando de la Rúa, Gonzalo Sánchez de Lozada, Carlos Mesa y Gutiérrez, entre otros, fueron resultado de expresiones del descontento ciudadano masivo que generaron esos gobernantes, una suerte de veto que obligó a reiniciar el juego convocando a nuevos comicios. Pero no se trató, en la mayoría de los casos, de proyectos alternativos al régimen democrático. Por el contrario, tras cada uno de los estallidos se ha producido un encarrilamiento institucional cuyo canal principal han sido las elecciones.

La autonomía ciudadana y su presencia directa, desde el corte de rutas al asambleísmo, constituyen un dato permanente del formato político, hacia el que parecen evolucionar nuestras sociedades. No se trata tan solo de la opinión pública omnipresente y de los estallidos esporádicos. Junto con la reproducción permanente de la legitimidad política, que conlleva el riesgo del descrédito de los representantes más allá de los plazos legales de sus mandatos, han emergido formas de presencia ciudadana directa. Éstas esgrimen una suerte de autorrepresentación que, sin desconocer la representación institucional, se manifiesta con independencia de ella. En ese sentido, puede considerarse que el campo de la representación se ha ampliado.

La actual evolución política de los países de la región incluye la persistencia de un déficit republicano, de elaboración de un marco legal y de costumbres en el que se desarrolle la democracia. Sin embargo, el problema de la renovación institucional no se limita a América Latina. Debería incluir entre sus tópicos reformas que generen un marco institucional acorde con esta presencia ciudadana inédita, incluyendo la flexibilidad en la duración de los mandatos (característica de las formas semipresidencialistas), así como mecanismos de consulta ciudadana y referéndum.

Los liderazgos de popularidad y el futuro de la democracia

Es necesario, antes que nada, aclarar a qué aludimos con la expresión «líderes de popularidad». Se trata de algo diferente de los liderazgos populistas del pasado, no solo porque emergen del voto ciudadano y se someten regularmente a la renovación de mandato, sino porque ejercen el poder en sociedades donde rigen las libertades públicas. El vínculo político del que deriva su poder es también sustancialmente distinto: no se conforma una «masa» de seguidores y, en general, no disponen de soportes corporativos leales, como ocurría antes. En lugar de la masa homogeneizada, los nuevos líderes de popularidad se apoyan en una ciudadanía de expresión múltiple. El elemento común entre el pueblo populista y la ciudadanía contemporánea, al menos en su estadio de opinión pública, es la existencia de un vínculo directo con el líder. Pero aquí también hay una diferencia: en el pasado este vínculo tenía la intensidad política provista por la experiencia de la reunión pública, algo que ahora es infrecuente o inexistente. Los actuales liderazgos de popularidad no cuentan con seguidores imbuidos de la entrega hacia el líder carismático. A veces, el líder expresa un reclamo postergado; con más frecuencia, un rechazo; y, más vagamente, un malestar social. En todos los casos, está llamado a suplir una vacancia en la representación. Algunos emergieron como expresión de la marginación y la exclusión social y, luego de alcanzar el poder, enfrentan el desafío de emprender una reorganización social: es el caso de Evo Morales y de Hugo Chávez. Otros, como Kirchner y probablemente Alan García, son resultado del temor o el descrédito de sus adversarios: fueron beneficiarios del voto rechazo y sobre esa base pueden construir una popularidad, a través de la acción de gobierno; su sustento, sin embargo, también es heterogéneo. Líderes de popularidad son, entonces, aquellos que están sostenidos en la opinión pública por una relación directa con ella, que han ganado elecciones o son competitivos en ellas. En algunos casos, han tenido un sustento social u organizacional definido: Lula en los sindicatos del ABC paulista, Morales en las organizaciones cocaleras y Chávez en los sectores pobres de Venezuela. Con el tiempo, sin embargo, se vieron obligados a constituir una fuerza nacional y asegurarse capacidades de gobierno. Esto ha hecho que el peso de las bases sociales y organizacionales en el mantenimiento de su popularidad haya ido declinando En ese sentido, el camino para sostener un liderazgo de popularidad nacional supone, en alguna medida, el abandono de la marca particularista de origen en provecho de convocatorias más universalistas, capaces de crear una identificación diferencial que permita constituir mayorías electorales. Por cierto, en algunos casos las coaliciones políticas formales –el Frente Amplio en Uruguay, la Concertación en Chile o la coalición gobernante en Brasil– generan una restricción al poder presidencial y constituyen un límite al liderazgo personalista.

Los liderazgos nacionales se desenvuelven en un escenario privilegiado: la competencia en la carrera presidencial. Es a partir de ellos que se configuran la escena política y el sistema de partidos, que suelen variar de una elección a otra. El debilitamiento de las identidades políticas tradicionales se ha mostrado propicio para que se produzcan realineamientos en torno de los candidatos principales. Las recientes elecciones mexicanas, por ejemplo, mostraron cierta desagregación del Partido Revolucionario Institucional (PRI) en favor de los partidos más competitivos. Éste es también el caso del peronismo y el radicalismo en Argentina en vistas a las elecciones de 2007.

El presidencialismo, en consecuencia, ha sido un formato activador y renovador de la competencia política. Sin embargo, la expansión de los liderazgos de personalidad plantea problemas ciertos en cuanto a la evolución futura de los regímenes democráticos latinoamericanos. La desinstitucionalización alcanza no solo a los partidos políticos, que se desagregan, y a las instancias representativas, que se debilitan. Con frecuencia impacta también en la justicia y en las esferas administrativas del Estado. En ese contexto, la creciente concentración de poder en el líder abre la posibilidad para decisiones arbitrarias, ya que a la debilidad o ausencia de un partido al que dar cuenta se suma la precariedad de las instituciones de contralor administrativo o de las instancias judiciales. Pero no se trata solo de la omnipotencia de la función presidencial. La concentración de poder generalmente está acompañada de un empobrecimiento del debate público. El gobierno se ve poco incitado a exponer sus argumentos y a tomar en cuenta las críticas y las reacciones ciudadanas, y sus decisiones no suelen madurarse en un proceso de deliberación. Con el poder concentrado en sus manos, los presidentes suelen decidir por sorpresa y buscar la adhesión ciudadana a sus actos de gobierno solo después de haberlos anunciado.

Pero, al mismo tiempo, los presidentes adolecen de una gran debilidad, pues sus condiciones de emergencia son las de la «democracia inmediata». La ciudadanía, cada vez más autónoma, tiene también identificaciones más cambiantes, tanto en relación con sus pertenencias corporativas como en su adhesión a un líder. Como se ha señalado, uno de los rasgos dominantes de la evolución política contemporánea es la expansión del espacio público y la multiplicación de las voces virtuales y reales que se cruzan en él, de las cuales los gobernantes no pueden sustraerse. Estos líderes emergentes, estos presidentes de poder concentrado, no pueden constituir estructuras hegemónicas porque también se hallan sometidos al veredicto de la opinión, anticipo de los resultados electorales. En ocasiones, están expuestos además a estallidos de descontento que pueden forzarlos a alejarse del poder prematuramente.

El desafío para las nuevas democracias, y probablemente también para las antiguas, es cómo consolidar un marco institucional que evite una excesiva concentración de poder, y cómo adaptar las instituciones representativas a la irreversible mutación que se ha producido en la vida política de nuestras sociedades.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 206, Noviembre - Diciembre 2006, ISSN: 0251-3552


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