Crónica
septiembre 2014

Papayas, langostinos, drogas y basura Una torre de babel colombiana

Corabastos es mucho más que el segundo mercado de alimentos más grande de América Latina. Con sus puertas abiertas 362 días al año, el centro que abastece al 20% de la población de Colombia es también uno de los principales focos criminales de Bogotá por el que pasaron los paramilitares, las FARC y las redes de narcotráfico, y un ejemplo de la desigualdad crónica que se vive en el país: cada día, 120 toneladas de comida apenas magullada van a parar a la basura, de la que se alimentan decenas de mendigos.

Papayas, langostinos, drogas y basura  Una torre de babel colombiana

Son las dos y media de la madrugada y por los pasillos que forman las grandes bodegas de esta plaza se ven las primeras personas que empiezan su día laboral. Mientras el resto de la población bogotana duerme, la actividad no para en la Central de Abastos de Bogotá, conocida como Corabastos. Cada minuto entra una bicicleta, una moto, un carro, una camioneta, un camión. El desfile de gente no cesa a ninguna hora, que llega a la capital de Colombia para comercializar cerca de 12 toneladas de alimentos que circulan todos los días en la segunda plaza de mercado más grande en América Latina después de la Central de Abastos (CEDA) de la Ciudad de México.

El viento que sopla es frío e incisivo, ese que penetra hasta los huesos, propio de las madrugadas de la sabana de Bogotá, ubicada a 2.600 metros sobre el nivel del mar. A medida que el reloj avanza, el flujo de gente se incrementa. La actividad y el ruido empiezan a tomar las 57 bodegas que componen el centro de acopio, que almacena frutas, verduras, hortalizas, granos y procesados que llegan de todos los rincones del país y de algunas regiones del mundo. Pero también es un mercado de pescados, mariscos, y una variedad de tiendas de desechables, productos químicos, ferreterías y panaderías. Son 4.200 metros cuadrados construidos en el sudoeste de una ciudad que ya supera los ocho millones de habitantes.

Una de las personas que llega a esta hora de la madrugada es Mariela Oliveros. Tiene 40 años, llegó hace 20 a Corabastos, y a punta de vender de café, chocolate, buñuelos y arepas ha sacado adelante un hogar de cuatro hijos junto con su esposo, un cargador de bultos que todas las mañanas se trepa a la espalda varios kilos de alimentos. Se levanta todos los días a las 2 de la mañana a preparar el tinto (así se le dice al café pequeño en Colombia) o las aromáticas con las que muchos tratan de paliar el frío bogotano. En un día de trabajo puede vender entre 400 y 600 bebidas. Trabaja hasta las 9 ó 10 de la mañana y a las siete de la noche ya está entre las cobijas. Así es la rutina de quienes trabajan en Corabastos, que difiere de los horarios de oficina tradicionales.

Como Mariela, otras 3.000 personas empiezan su jornada laboral a las tres de la mañana para ofrecer un desayuno, una empanada o un refrigerio mañanero. Y es que la plaza más grande de Bogotá es quizá también uno de los mayores centros de empleo de la capital. De ella viven 6.500 comerciantes, además de los 20 mil empleos directos que genera, entre los que se encuentran productores, agricultores, transportadores, comercializadores, operadores logísticos y el usuario final. Diana Téllez, secretaria general de Corabastos, explica que entre los usuarios de esta gran plaza se encuentran el consumidor elemental, es decir, el comprador común, el tendero, las grandes superficies o súper mercados, y lo que ellos denominan horecas: hoteles, restaurantes y cafeterías de gran tamaño como las de clubes o colegios.

Pero de la plaza también “comen” otras 50 mil personas que de forma indirecta agarran cualquier peso que se desprende de la actividad de Corabastos: allí se cuentan los carreteros, coteros o braseros, (como se les conoce a quienes cargan los bultos de los camiones a las bodegas o viceversa), desgranadores, empacadores, y un largo etcétera de oficios que surgen en el interior de las despensas. Se calcula que en total cerca de 135 mil usuarios entran a diario por las puertas de esta pequeña ciudad, y que al final del día generan 25 mil millones de pesos, un poco más de 12 millones de dólares.

Aquí todo se mide por toneladas y se valora en millones de pesos. Las transacciones se mueven en medio de bultos y cajas de comida, en su mayoría con dinero en efectivo. Por eso, para mantener el orden y evitar el caos vehicular, cada carga tiene su horario de entrada a la plaza. Las frutas tienen la prioridad: los camiones entran a las 11 de la noche y descargan a las 2 de la mañana; enseguida ingresan las arvejas y las zanahorias para bajar la carga una hora después. A la media noche entran las papas, les siguen los tomates, luego las cebollas. Los camiones se parquean en un sitio conocido como “El Martillo” y esperan la hora de descargue. Así, minuto a minuto, entran durante todo el día 15 mil vehículos de todo tipo.

Y así funciona Corabastos 362 de los 365 días del año, salvo Navidad, Fin de Año y el Viernes Santo, cuando este gran fortín alimentario cierra sus puertas por completo.

Mercado de excesos

A las cinco de la mañana el bullicio y la algarabía ya han copado todos los rincones del mercado. Los coteros se abren paso entre la multitud, a punta de silbidos, mientras llevan sobre su humanidad bultos de yuca, plátanos o naranjas. Señores de edad, adolescentes, señoras y hasta niños se ven pasar con varios kilos sobre su lomo. Vuelan cajas y bolsas que los empacadores lanzan desde las despensas a los baúles de los camiones.

Una hora después, las calles de esta ciudadela están atiborradas de puestos de venta de coliflor, apio, cebolla, lechuga, brócoli. También se ofertan a grito herido cajas de mandarinas, ciruelas, fresas, uvas, papayas, mangos u otras frutas más exóticas como la feijoa, el maracuyá, la pitalla, el choncaduro, el zapote, los mamoncillos. Es un cuadro de colores pero también de olores. Por un pasillo huele a la tierra que se desprende de la papa o la yuca. En otro, el ajo o la cebolla inundan las cuadras con su aroma. Hay una sección de plantas aromáticas y una red de fríos que conserva en neveras gigantes miles de kilos de atunes, truchas, mojarras, camarones, langostinos.

“Un presidente dijo en una ocasión que para conocer a Colombia bastaba con ir a Corabastos”, comenta Diana Téllez.

Y tiene razón. Aquí llegan piñas (ananá) del Valle del Cauca, duraznos y ciruelas del altiplano cundiboyacense, banano del Urabá antioqueño y cocos de Buenaventura.

Téllez también señala que Corabastos provee los alimentos para 10 millones de personas, casi el 20% de la población colombiana. Asimismo, cuenta que en caso de una situación de conmoción interior o de guerra, esta plaza es la única con capacidad de suministrar alimentos para Bogotá durante 15 días. Aunque en la ciudad funcionan otras 38 plazas principales de mercado, Téllez asegura que “no hay alimento en el plato de los capitalinos que no haya pisado los predios de Corabastos”.

Muchos de los que vienen por estos lados lo hacen para surtir el mercado de la esquina o la tienda del barrio de la que muchos hogares se avituallan para subsistir. Otros simplemente por ser vecinos llegan para comprar a precios más favorables lo que podrían pagar en un almacén de cadena. Mientras en una tienda de barrio un plátano puede costar 700 pesos, con ese dinero acá pueden llevarse cinco o seis.

Además de ser una gran despensa, esta plaza también es la encargada de regir y orientar la política agraria en Colombia. Los precios de lo que compra el ciudadano del común varían de la cantidad o la oferta de alimentos que entren por las puertas de la plaza. Desde 2006 tiene un rol estratégico en el Plan Maestro de Abastecimiento y Seguridad Alimentaria de Bogotá.

En el decreto 315 de 2006 se lee que la central mayorista de Corabastos “cumple un papel fundamental en el abastecimiento de alimentos, donde su conocimiento, experiencia y ubicación se constituyen en una potencialidad para la construcción del nuevo Sistema de Abastecimiento de Alimentos, adecuándose a los retos del comercio moderno”.

Corabastos es sin duda es una plaza de mercado, pero también un lugar de excesos. Téllez se enorgullece cuando dice que una de las características de la plaza, así como de Colombia, es la abundancia y la variedad de alimentos. “Colombia es un país en subienda”, sentencia, y agrega que por pertenecer al trópico y no tener estaciones, el país no tiene escasez en la producción. Puede que tenga razón y que en Bogotá sean pocas las personas que viven con hambre. De hecho, en Bogotá, el 58,8% de los alimentos van directo a la basura, de acuerdo con el Estudio de caracterización de residuos sólidos que realizó la Unidad Administrativa Especial de Servicios Públicos (Uaesp) entre 2010 y 2012. Pero en el resto del país, y sobre todo en el país rural, de donde proviene la mayoría de los alimentos, la desnutrición crónica en niños menores de 5 años es del 17 por ciento.

Las palabras de la secretaria general de Corabastos también suenan paradójicas justo en un momento en que la Defensoría del Pueblo ha presentado un informe del departamento de La Guajira, al norte de Colombia, en donde se registran 17.000 casos de niños desnutridos. Otras cifras del Departamento Nacional de Estadísticas, DANE, muestran que entre 2008 y 2013, 278 menores murieron en ese departamento por falta de comida. Se asemeja bastante a la situación de conmoción de la que habla la señora Téllez.

Por si fuera poco, la Costa Caribe vive un periodo de sequía, no llueve desde hace meses en el norte de Colombia, y la inminente llegada del fenómeno de El Niño para octubre dibuja un panorama desértico para millones de colombianos.

“La desnutrición no debería existir en un país con el nivel de ingreso de Colombia”, me dice Sara Eloísa del Castillo, profesora del Departamento de Nutrición Humana y Coordinadora del Observatorio de Seguridad Alimentaria y Nutricional de la Universidad Nacional de Colombia.

Pero lo que refleja este escenario no es más que una vergonzosa situación que ha vivido el país desde hace décadas y que lo ubican, según un estudio de realizado por ONU Hábitat, como el tercer país más desigual de América Latina. A pesar de que en los departamentos de la Costa, especialmente en La Guajira, las regalías por la explotación de recursos minerales es bastante, el dinero proveniente de ellas no se ha usado para satisfacer las necesidades más básicas de su población.

“El Estado ha permitido que la riqueza sea usufructuada por pocos mientras los más pobres padecen hambre y sed”, sostiene la profesora Del Castillo.

Pero siguiendo con la analogía de Corabastos como el espejo del país, así como en Colombia la desigualdad es una constante, entre la abundancia que se mueve en la Central de Abastos también se asoma la escasez. Decenas de mendigos deambulan por las bodegas y escarban entre los botes de basura un bocado de comida que para otros no son más que desperdicios. De esas 12 mil toneladas diarias de alimentos que entran a la plaza, 120 terminan como residuos orgánicos, entre estos, frutas o verduras que por tener alguna magulladura o estar demasiado maduros se tiran al piso sin pudor. Ésta, sin embargo, no es una situación única de Colombia. La Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) dice que en el mundo se desperdicia el 33% de la comida que se produce, lo que equivale a 1.300 millones de toneladas al año. Y al igual que en Colombia, hoy en el mundo son millones las personas que mueren de inanición.

Mercado de desechos

A pesar de las ventajas que esta plaza brinda en términos de abastecimiento, el flujo constante de gente y la abundancia de productos ha tenido un impacto en los vecinos del sector. Algunos se quejan del ruido, otros de la inseguridad y unos por la huella que deja en el ambiente.

Aunque Corabastos tiene una política de responsabilidad social y ambiental para minimizar los residuos, la cantidad de desechos que produce a veces desborda la capacidad de los recolectores que limpian periódicamente el lugar. La basura producida en Corabastos se lleva a unos botaderos ubicados fuera de la ciudad, en los municipios de Mosquera, Fusa y Madrid, en Cundinamarca. Pero en Bogotá, el relleno sanitario más grande se llama Doña Juana y recibe cada día 6.500 toneladas de basura.

En 1997, este gran basurero se derrumbó y cerca de un millón de toneladas de desechos fueron a parar al río Tunjuelito, lo que ocasionó una emergencia ambiental de inmensas proporciones. Sólo hasta hace dos años, el Distrito tuvo que pagar una indemnización de 227 mil millones de pesos (113 millones de dólares) a 2.000 personas por fallas en la operación del relleno. Es claro que Doña Juana y los vecinos del sector no aguantan una bolsa de basura más. Aun así, hace un mes la Corporación Autónoma Regional aprobó la ampliación del relleno, lo que le permite tener actividad por otros siete años. Pero pronto Bogotá tendrá que buscar un lugar para arrojar los desechos que produce, que representa el 19% de residuos en todo el país.

Por este motivo, la secretaria de Corabastos saca pecho cuando me dice:

“Somos la única empresa que realiza una labor de compostaje de los residuos y no llevamos un solo kilo de basura a Doña Juana”.

El personal encargado de la vigilancia supervisa la actividad de cada bodega y sanciona a aquellos que no hacen un manejo adecuado de los residuos. Pero hace unos años el control era mínimo y por eso Corabastos el año pasado también tuvo que pagar una indemnización por los daños causados al humedal La Vaca, uno de los 13 con los que cuenta la ciudad.

La Secretaría Distrital de Ambiente declaró responsable a la empresa por “incorporar sustancias líquidas y sólidas que atentan contra la flora y la fauna; verter a una fuente hídrica sin contar con el permiso de vertimientos; y atentar contra el recurso hídrico”. Pero a pesar del daño, la multa fue por 137 millones de pesos, cerca de 70 mil dólares, una suma que, pese a ser irrisoria para una empresa que mueve miles de millones a diario, hasta el día de hoy no la han cancelado.

Por otro lado, ir al humedal La Vaca es ser testigo de la fuerza renovadora de la naturaleza. El agua corre, hay garzas que vuelan alrededor, y se ven decenas de especies de fauna y de flora. Pero en la década de los 90 el panorama era desolador. De las 25 hectáreas que componen el humedal, no había una sola que no estuviera llena de desechos u ocupada por urbanizaciones ilegales que algunos comerciantes vendieron, sin ley y sin orden, a los desplazados que llegaban a la ciudad.

Doris Villalobos fue una de ellas. Azotada por la guerra esmeraldera en Pauna, en el departamento de Boyacá, dejó su tierra y llegó a la capital en 1991 junto con su esposo y sus hijos. Compraron un lote vecino a Corabastos, que un sagaz vendedor les entregó sin escrituras a ella y otras 25 mil familias que estaban en su condición. Doris muestra unas fotografías de la época y es difícil imaginar que en ese mismo terreno, donde hoy existe un gran espejo de agua, en ese momento era el domicilio de cientos de casas construidas con lata o madera de mala calidad. Como se trataba de una urbanización ilegal, los habitantes del sector no tenían luz ni servicio de alcantarillado, ni mucho menos una cultura de recolección de basuras. Además, en esos años Corabastos tenía 280 vertimientos de los que fluían restos de alimentos, aguas lluvias, orines y heces fecales de los trabajadores de la plaza.

En 1994 el Distrito se dio a la tarea de recuperar los humedales que estaban a punto de desaparecer, entre ellos, La Vaca. Reubicaron a las familias que estaban allí y empezó el proceso de recuperación. Doris se sumó a esta tarea, no sólo exigiendo unas condiciones mínimas en la reubicación sino también por un interés personal de ver nuevamente el humedal.

“Nos mostraron lo que habíamos destruido, y yo, que soy una mujer del campo, sentí una conexión con la tierra y me propuse ayudar en la recuperación”, me cuenta esta señora de unos 50 y pico de años, madre y abuela, y hoy directora de la Fundación Grupo Banco de Semillas, encargada, en gran parte, en devolverle la vida a esta reserva natural.

La misión no era fácil. Tomó varios años asignarle un nuevo lugar a las personas. Doris acompañó todo el proceso y se convirtió en una líder. Logró que la alcaldía les buscara empleo a las personas de la zona, lideró jornadas de recolección de agua, realizó labores de socialización con la comunidad, y luchó porque los nuevos barrios contaran con los servicios públicos básicos. En enero de 2008, cuando ya no había nadie en los predios, entró la maquinaria y se removieron 86 mil toneladas de escombros. Con un grupo de mujeres, Gladis se encargó de tomar muestras del lodo para empezar el proceso de resiembra. “Usted sí que es desocupada, ¿qué van a hacer con esa mierda?”, recuerda Doris que le decían los vecinos del sector cuando la veían en medio del lodazal.

Pero con esas muestras y la ayuda de una bióloga de la Alcaldía, crearon un pequeño vivero en el que pronto germinaron las especies de plantas que desde años habían vivido en ese lugar. En 2008, como por arte de magia, el agua empezó a brotar. Aunque de las 25 hectáreas sólo fue posible recuperar nueve, hoy La Vaca representa un pulmón de oxígeno que ayuda a mitigar las emisiones de gases que produce el enorme mercado de alimentos. Hoy Doris les dice a sus vecinos: “Vea lo que logramos con esa mierda que recogimos”.

Mercado del crimen

Las cantidades ingentes de mercancía que se mueven en Corabastos no sólo representan un riesgo para la naturaleza. La magnitud de la plaza y el comercio constante han hecho que la plaza también sea un escenario ideal para que grupos delincuenciales y las actividades ilegales se camuflen entre bultos y camiones de comida. A principios de este año la Policía Nacional realizó un operativo con 300 uniformados en el que encontraron fusiles, pistolas, revólveres, cuchillos, munición, piezas de contrabando y partes de automóviles. También se dice que es una de las “ollas” de la ciudad, como se le conoce popularmente a los expendios de drogas, y hay indicios de que allí opera una red de prostitución infantil. Un estudio financiado por la Secretaría de Gobierno de Bogotá, presentado en 2012, también denunció que Corabastos era uno de los puntos de mercado criminal más grande de la ciudad.

No hay una sola noche en la que no ocurra un asalto o haya una bronca con heridos. Desde 1973, año en que Corabastos abrió sus puertas, este punto de la ciudad ha sido un imán para el hampa, y su historia es también la historia de Colombia. A estos predios llegó la guerra entre paramilitares y guerrilla que ha azotado al país durante 50 años. Prueba de lo anterior es una investigación adelantada por el politólogo Ariel Ávila para la Fundación Arco Iris, en la que identificó cuatro hegemonías criminales que han pasado por Corabastos. En los años 80 fue la disputa entre las mafias de esmeralderos de Boyacá y algunas organizaciones de narcotraficantes. En los 90 fueron las FARC quienes utilizaron la Central de Abastos como centro de operaciones para el transporte de armas. Luego vinieron los paramilitares, entre 1997 y 2005, que se asentaron entre las bodegas con la llegada de los Bloques Capital, República y Centauros. Y la última etapa fue la de Daniel “El Loco” Barrera, un narcotraficante capturado el 18 de septiembre de 2012 en Venezuela.

“La importancia de Corabastos para estos grupos criminales no se explica sólo por los niveles de extorsión, sino por el transporte de mercancías”, dijo Ávila en su momento.

A pesar de que hoy funciona una estación de policía con 40 efectivos, dos Centros de Atención Inmediata, una unidad del Gaula de la Policía, una sala de denuncias y una sede de la Policía Fiscal y Aduanera, el crimen y la inseguridad han logrado colarse por las nueve puertas que tiene esta plataforma. Diana Téllez responsabiliza de este fenómeno a la falta de control del personal que ingresa a Corabastos. Aunque es una empresa privada, las puertas están abiertas para todo público. La que más riesgo representa es la número seis, que colinda con El Amparo y María Paz, unos barrios pobres, en su mayoría invadidos por desplazados de otras regiones del país, que ante la falta de oportunidades y el abandono estatal encuentran en la plaza un jugoso botín.

Téllez también se queja por la mala reputación que se le ha dado a la plaza por pertenecer a localidad de Kennedy. Bogotá está divida en 20 localidades, y éstas, a su vez, están separadas en Unidades de Planeamiento Zonal o UPZ. Así, está la UPZ Corabastos que acoge a un puñado de barrios, entre ellos, los mencionados anteriormente. “Siempre que ocurre un robo o un asesinato se nombra a la UPZ-Corabastos pero eso incluye a los barrios vecinos. Cargamos con un estigma”, dice Diana. Por eso cuenta que actualmente hay un proceso con la Alcaldía de Bogotá para que se le cambie el nombre a la UPZ y así Corabastos recupere la buena reputación.

Téllez tiene razón. Kennedy es de las localidades que más homicidios registra en Bogotá. Pero también es cierto que el peligro en el interior de la plaza es evidente. Cuando le pregunto a alguna persona sobre la situación de seguridad, nadie da detalles, nadie dice nombres, nada. Sólo hablan de casos aislados, de muertos sin nombre y sin razón. Hay un miedo general que reina en los trabajadores de la plaza. “En la bodega 22 bajaron (mataron) a una persona la semana pasada”, dice Alejandra, una de las 300 guardias de seguridad privada que vigilan los pasillos de la plaza, quien me pide que le cambie el nombre. “Aquí cada uno hace su ley”, me comenta, y por eso no cree en las instituciones. “Cada vez que hay un 916 (el código que usa con sus colegas para hablar de un ladrón) llega la policía, lo agarran y al momento lo sueltan”.

“Si usted se asoma por la puerta seis, ya le tienen vendida la maleta y los zapatos”, me advierte un comerciante, quien tampoco revela su nombre.

Está sentado junto a otros dos colegas y comparte con ellos una apariencia generalizada en el resto de comercializadores: pantalón de paño, chaqueta de cuero, anillos de oro, una cadena que relumbra en el pecho y una barriga prominente que amenaza con romper los botones de la camisa. Para él, el gran problema fue el traslado que se hizo de los habitantes del sector del Cartucho, un expendio de drogas y un hogar de gente de la calle que fue desalojada del centro de la ciudad y a la que ubicaron a unos pasos de la puerta seis.

“En estos pasillos –narra el comerciante– en donde la gente anda con mínimo 500 mil pesos en los bolsillos, siempre hay un hijueputa que busca el momento para meter la mano y salir corriendo”.

Es una pena que un sitio que alimenta a tanta población padezca de estos males. Pues pese a todos los problemas, pensar en Bogotá sin Corabastos es casi una quimera. Una ciudad con la magnitud y la población que contiene no podría vivir sin un centro de acopio de estas proporciones. Por eso la administración de la plaza es consciente de la necesidad de controlar el impacto que esta tiene en sus habitantes si realmente quiere seguir funcionando.

Pero también es el reflejo de un país que necesita un cambio urgente. Hoy, que se debate el futuro de la paz de Colombia en Cuba, hay una esperanza de que mejore no sólo la seguridad, sino la equidad, la economía y el bienestar de los colombianos. Y eso, sin duda, ayudará a que la vida en las ciudades, y en esta plaza, alcance mejores niveles de calidad de vida. Pues como dice el comerciante, sin ser presidente ni tener una gran formación, “Corabastos no es más que una Colombia chiquita”.



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